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José Antonio García Segoviano y Bertha Prieto Gómez
     
               
               
En sus mejores momentos, cuando la fortuna le sonreía,
Julio César, el dictador romano y amo del mundo antiguo, escuchaba atentamente a su augur: “Todo es pasajero, recuerda que todo es pasajero”; tal era la conseja que le susurraba el adivino. Nimbado aún con el halo de la gloria y en medio de las aclamaciones populares, el césar reflexionaba sobre lo transitorio y efímero de la vida. “Nada será duradero. Toda alegría se desvanece y toda pena se olvida”. La gloria, el arte, la fama y el poder envejecen, decaen. Todo se marchita, todo pasa, nada permanece; el hombre mismo es inconstante, mudable, transitorio.
 
Frente al devenir, los sentimientos de la humanidad son encontrados, contrapuestos. Lo mismo se asombra con el portento de su propia existencia o con las transmutaciones manifestadas por todos los seres, que se horrorizan frente a su condición mortal y la finitud de cada día. Las vidas de los seres terrenales se les revelan cortas, fugaces. Muchos viven nada más unos días o algunos años, pocos suman algunos lustros y sólo algunos árboles llevan una existencia milenaria. La decadencia, la decrepitud y la vejez la asustan, deprimen su ánimo. Entonces imagina una época o un lugar en el cual las cosas permanezcan inmutables, inalterables. El Edén divino o el paraíso terrenal, el uno creado por las potencias celestiales, el otro, fruto de las fuerzas naturales, acuden a su mente, son su refugio. Si bien ha perdido el primero, aspira a encontrar el segundo. Por fuerza, dice, debe existir el país de la Cucaña, la isla de los bienaventurados, Jauja, acaso un Shangri-La.
 
Todas las cosmogonías hacen referencia a estos lugares míticos o legendarios. Allí puede vivirse en armonía con el mundo natural, al amparo del dolor. Sólo allí se conserva el vigor juvenil y se alcanza la felicidad. Reminiscencias de estas creencias surgen en todas las épocas y lugares.
 
Si disponen del tiempo suficiente, todas las cosas se alteran, se disuelven, se desvanecen y acaban por desaparecer, tal es la ley inexorable de la termodinámica. Esto significa que todo lo que ocurre en el mundo nace del aumento de la entropía, es decir, de la pérdida de orden y energía en donde ocurre el fenómeno. En todos los seres que pueblan el mundo y en todos los ámbitos de la naturaleza se manifiesta esta tendencia hacia el caos, al desorden, a la disolución. En los seres vivientes también ocurre este proceso físico a merced de la pérdida de energía, tal y como se verifica cuando irradian calor hacia el medio circundante. Para evitar el desarreglo estructural y mantenerse vivos, los organismos comen, se alimentan; ésta es su manera de extraer energía y fuerza de su entorno. Con otras palabras, al desajustar el mundo que los contiene, los seres vivos mantienen su organización; puede decirse que absorben orden de su medio ambiente. Así pues, estamos hechos del mismo tejido, de la misma trama energética que configura el Universo. La nuestra es una vida que transcurre inmersa en la dinámica que manifiesta la geometría tetradimensional del espacio-tiempo.
 
La vida se desarrolla a través de etapas sucesivas, ordenadas, secuenciadas, cada una de ellas se cumple rigurosamente. Después de ello, la existencia de los individuos carece de significado, pierde su razón de ser. Así, al desovar, el salmón de Alaska se desmorona, se descama y muere; ha cumplido su cometido en la gran cadena de la vida. Tal parece que el momento de su muerte estaba programado. Visto así, el fin de un organismo individual se nos muestra como parte insignificante de un plan más vasto y preestablecido, inscrito de manera indeleble en el material genético de cada criatura. En algunas especies, tanto la ovoposición como la eyaculación o el coito preludian el fin de la vida de los especímenes.
 
Así como un individuo reacciona cabal e indivisiblemente a las demandas del entorno, y aguarda largo tiempo, quizás toda una vida, para completar su misión en el ciclo vital, igual ocurre con su productos, órganos y sistemas corporales. Es el caso de sus células germinales o gametos: los huevos de los insectos y de los anfibios, lo mismo que las esporas y las semillas de los vegetales, se mantienen aletargados, en vida latente, permanecen en sopor; durante largos periodos esperan el momento propicio para empezar su desarrollo.
 
Los factores ambientales, como el agua o la temperatura, actúan como claves que ponen en marcha los mecanismos fisiológicos que gobiernan la germinación o la eclosión de los embriones. La artemia, un crustáceo braquiópodo, habitante de los lagos salados, es un buen ejemplo que nos ilustra al respecto: sus huevecillos permanecen hasta 25 años en hibernación para brotar con las primeras lluvias. Si en este caso la humedad es el agente que pone en marcha el mecanismo que dirige la ontogénesis, los sonidos pueden hacer otro tanto. Dentro del cascarón, el piar constante de los pollos más crecidos de una nidada acelera el crecimiento de los lentos, hasta que se emparejan en su desarrollo y eclosionan al unísono. Mientras maduran se mantienen a la expectativa, llegado el momento, reinician el ciclo perenne y sin fin.
 
Estos hechos asombrosos nos sugieren que medir y computar el tiempo, anticipar el paso de las estaciones así como seleccionar y discriminar determinados estímulos, como percibir la luz, oír ciertas vibraciones y reaccionar a determinados invasores microbianos pero no a otros, son características inherentes a nuestra conformación estructural, inherentes a nuestra biología. Al nacer, muchas de nuestras capacidades evolutivas y habilidades adaptativas, la forma y la función, están ya presentes. Igual ocurre con nuestra aptitud para crecer, desarrollarnos, aprender sólo ciertas cosas… y, llegado el momento, envejecer. Conforme el plan y pautas de desarrollo, parece probable que en cierta etapa o estadio de la vida afloren y se consoliden órganos y funciones corporales que dan la norma para la instalación de la vejez y sus manifestaciones características. Está presente también el potencial para ser longevos y conservar la lozanía durante periodos dilatados.
 
Todos los órdenes del reino animal tienen sus matusalenes. Hay especies de lagartos, tortugas, aves y peces cuyos miembros llevan vidas centenarias. Entre los mamíferos, los individuos con cerebros grandes viven más; en estos animales existe una relación directa entre el tamaño del cerebro y la longevidad. Así, la musaraña vive dos años, el caballo 20 y la ballena 80. No obstante, esta disparidad es relativa: el hombre vive poco comparado con las secoyas milenarias, aunque su vida es larga si se la compara con la del ratón.
 
La ontogenia de los monos antropoides y de los homínidos se caracteriza por una infancia dilatada. El periodo de aprendizaje y desarrollo de los humanos es el más largo entre los mamíferos. En ellos, una niñez alargada es un requisito ineludible para alcanzar tanto la madurez física, como la mental y la sexual. Es ésta una condición innata y está vinculada a la presencia de un cerebro complejo y muy grande en proporción a su peso y tamaño corporales, el cual necesita y busca incesantemente la información pertinente para aprender. Única entre los mamíferos, a esta fase infantil le sigue un desarrollo preadolescente acelerado y una edad adulta muy larga. Esta prolongada preparación humana se denomina neotenia, que significa que salimos del útero todavía inmaduros. Hay quienes piensan que en estas cualidades reside la longevidad característica y particular de los humanos. 
 
La intensidad del intercambio de calor con el medio ambiente y el índice del metabolismo energético condicionan el ritmo de vida de los seres vivientes. Las vidas de los seres pequeños transcurren deprisa, agitadas, presurosas; en cambio, los corpulentos y grandulones discurren por el mundo plácida y lentamente. En los primeros, la pérdida de calor es muy grande, merced a su reducida masa en proporción a la superficie de su cuerpo; en las ballenas, los elefantes y los rinocerontes se invierten las relaciones que guardan estas magnitudes físicas. Empero, a despecho del tamaño, todas las criaturas propenden a vivir igual cantidad de tiempo si se compara la velocidad de su consumo calórico.
 
Cualesquiera que sea su tamaño, todos los mamíferos recambian el aire de sus pulmones una vez por cada cuatro latidos que da el corazón. Ambos sistemas fisiológicos marchan a un mismo ritmo; la cadencia y la velocidad de estas actividades vitales disminuyen conforme se incrementa el tamaño de los individuos. La longevidad de los especímenes varía en consonancia con el peso corporal: los mayores suman más años a sus vidas. Estos hechos sugieren fuertemente que, entre los mamíferos, es constante la relación que se establece entre el tiempo de ventilación pulmonar y la frecuencia cardiaca respecto a la expectativa de vida de cada organismo. En el transcurso de sus vidas, estos seres inhalan aire 200 millones de veces y 800 millones de veces laten sus corazones. Así pues, la edad fisiológica y la cronológica no se corresponden; la naturaleza ha fijado un ritmo de vida adecuado para cada especie y para cada sujeto. Compartimos el mismo instante, pero vivimos a ritmos diferentes.
 
Los seres de metabolismo aerobio requieren oxígeno, elemento mediante el cual se efectúa el intercambio energético con el mundo circundante. Durante la evolución de las especies, los seres más complejos lo emplean para obtener una cantidad mayor de energía en sus reacciones metabólicas. Gracias a esta sustancia se aceleró la adaptación evolutiva de las diferentes especies, por ello, las formas vivas más refinadas tienen una necesidad imperiosa de este componente natural. Empero, este motor químico de la evolución es también origen de la decadencia y del envejecimiento de los individuos.
 
Todas las reacciones de oxidación producen energía y moléculas o átomos cargados eléctricamente; tales son los radicales libres. Estos iones se forman continuamente en el organismo en cada reacción metabólica. Su naturaleza los impele a reaccionar con cualquier material a su alcance, y es tal su hiperactividad química, que lesionan tanto la estructura como la fisiología de cada célula. Los efectos operados sobre las estructuras somáticas podemos denominarlos ruido acumulativo. Mientras más intenso es el metabolismo, tantos más radicales libres se generan. Si la necesidad de nutrientes se eleva, también lo hace el número de sustancias nocivas producidas.
 
Los efectos deletéreos de los radicales libres ocasionan caos y desorden moleculares. La alteración de la arquitectura celular produce daño bioquímico y fisiológico. Tal parece que los lípidos, las moléculas que componen la membrana de las células, son los primeros componentes en oxidarse. La peroxidación de las grasas cambia su conformación estructural, esta modificación estereoquímica hace de ellas una barrera energética difícil de franquear para aquellas sustancias que tratan de ingresar a las células. El intercambio entre el medio interno y el externo se dificulta y disminuye. Con el tiempo, aparecen perturbaciones en los procesos metabólicos de los organismos, se alteran los sistemas enzimáticos y las reacciones químicas se enlentecen, el organismo envejece.
 
A un metabolismo acelerado le corresponde un envejecimiento raudo y una expectativa de vida menor. Los animales sobrealimentados crecen y se desarrollan más que sus contrapartes normales; sin embargo, la duración de sus vidas se reduce en una cuarta parte. En cambio, el ayuno prolongado y la disminución de calorías en la dieta los mantiene jóvenes e inmaduros físicamente; también enferman menos, son saludables.
 
La desnutrición, lo mismo que la inanición, impiden que la larva del escaraido tocinero se transforme en crisálida, es decir, su desarrollo y envejecimiento se ven retrasados. El alimento es el estímulo que promueve su desarrollo, para así alcanzar la madurez que lo conducirá a la metamorfosis. Este proceso de envejecimiento y rejuvenecimiento puede provocarse experimentalmente al privársele de comida cada cierto tiempo. La repetición secuenciada de esta prueba impide que este insecto llegue a la edad adulta. En consecuencia, su periodo vital se prolonga hasta doce veces. La tiroxina también promueve el crecimiento y el desarrollo. Esta hormona induce la transformación del renacuajo, la forma larvaria de los anuros, en ranas adultas. El paso de la juventud a la madurez se logra gracias a los efectos metabólicos de esta sustancia química.
 
El secreto de la inmortalidad subyace en la actividad biológica de las hormonas. La disminución de la actividad endócrina se ha propuesto como causa de vejez generalizada. En los individuos de edades avanzadas se reduce la tasa de producción de estos mensajeros químicos. Si la hormona afectada es la testosterona, los músculos se atrofian, se pierde peso, fuerza y vigor. Al restituir este andrógeno la piel se torna más brillante y gruesa, se recupera el impulso sexual, los individuos se animan, se avispan. Estos cambios físicos y mentales muestran que el organismo rejuveneció; sin embargo, los efectos duran sólo algunas semanas y después desaparecen.
 
Si se aplica continuamente testosterona a un organismo adulto, éste puede desarrollar algún tipo de cáncer del sistema urogenital. En cambio, si este tratamiento hormonal se administra a individuos prepúberes, se acelera su crecimiento corporal y el de los órganos reproductores; pero también las placas óseas de crecimiento se cierran en un tiempo proporcionalmente menor. Los efectos de los andrógenos son diferentes según la edad del sujeto sometido a sus acciones. Igual ocurre con los efectos de la ecdisona y la hormona juvenil, los esteroides que gobiernan la metamorfosis de los insectos. Un exceso de hormona juvenil impide el desarrollo del insecto. Debe observarse que ambas sustancias actúan sólo en las formas juveniles, no en las adultas.
 
También ocurre que el exceso de hormonas puede ser causa del envejecimiento. A diferencia de la testosterona que acelera el crecimiento y la llegada de la plenitud sexual, su insuficiencia hace de los eunucos individuos en los que persisten los caracteres juveniles; además, disminuye la cantidad de colágena, la proteína cuyo exceso torna rígidos a los tejidos. Retrasar la actividad reproductora mantiene jóvenes a los organismos; es proverbial la lozanía de la que gozan las mujeres castas, en cambio, las multíparas se ven ajadas, maltratadas por los años. Al parecer, las hormonas sexuales conducen al envejecimiento de los individuos.
 
Así como existen glándulas y hormonas cuya función es retrasar el envejecimiento y la madurez, otras realizan la función contraria. Tal es el caso de la denominada glándula mortuoria de los cefalópodos como el calamar. Situada detrás de cada ojo, esta estructura regula la alimentación y el apetito de estos animales. Si se le extrae a los machos, éstos se convierten en depredadores voraces y longevos; las hembras carentes de estos órganos también viven más de lo habitual. Ellas mueren ineludiblemente 42 días después de la ovoposición, tiempo suficiente para que eclosionen las crías. Durante este periodo el animal no come y cesa su producción de jugo gástrico. En cambio, cuando se le extirpan las glándulas mortuorias continúan comiendo tal y como lo hacían antes de la puesta de los huevos y viven hasta nueve meses más. Un mecanismo similar podría explicar la decadencia física que padecen los salmónidos después de la reproducción. Tal parece que la vida se desenvuelve entre las hormonas juveniles y la mortuoria.
 
Entre los factores endócrinos merece atención especial la melatonina, la hormona que proviene de la epífisis o glándula pineal. Esta neurohormona regula aquellas funciones que se manifiestan en ciclos diarios o con cada estación. Su misión consiste en armonizar las actividades vitales de los organismos con los ritmos de su entorno. Se produce y secreta en sincronía con el ritmo de luz y oscuridad natural. Sus valores sanguíneos más altos ocurren durante la noche y los menores en el día. También sus concentraciones plasmáticas son mayores en invierno respecto del verano; de tal manera que esta molécula es un reloj y un calendario a la vez. Estos parámetros cinéticos persisten toda la vida de los individuos; empero, tanto la cantidad como la amplitud de su máximo valor nocturno se reducen conforme avanza la edad. Incluso, en muchas personas seniles desaparece el ritmo de secreción de esta indolamina. El deterioro progresivo de este ritmo neurohormonal puede ocasionar desfasamientos en las actividades cíclicas de los individuos; la alteración gradual de las funciones condiciona entonces la enfermedad. Desde esta perspectiva, la vejez aparece como una enfermedad nacida de un trastorno irreversible del sistema cronobiológico del organismo.
 
La administración de una dosis diaria de melatonina mantiene vigorosos a ratones y ratas, conserva sus características juveniles y los protege de los efectos dañinos del estrés. También disminuye la intensidad del metabolismo basal y promueve la producción de la glutation peroxidasa, la enzima que destruye los radicales libres. Su acción como molécula inactivadora de estos iones nocivos es superior a la que tiene el betacaroteno y las vitaminas E y C. De tal manera que esta hormona epifisiaria es el mejor agente antioxidante de que dispone el organismo.
 
La melatonina realza la reactividad del sistema inmunitario al incrementar la producción de anticuerpos e interferón, así como la capacidad fagocítica de los macrófagos. Además, promueve el crecimiento del timo, un órgano central en la producción de células inmunocompetentes. Esta glándula involuciona rápidamente durante la niñez, a grado tal que desaparece en los adultos; por ello, la capacidad reactiva del sistema inmunológico disminuye conforme avanza la edad de los individuos. Si los efectos lesivos del tiempo obedecen a la mengua de un componente que configura el organismo, su restitución puede rehabilitarlo.
 
Actualmente, la búsqueda y el análisis farmacológico de sustancias químicas que aumenten, restauren o promuevan las funciones y mecanismos de defensa del organismo ha cobrado auge. Entre ellas se cuenta la timosina que, al igual que la melatonina, robustece los sistemas de defensa del organismo. En respuesta a sus acciones los linfocitos secretan más interleucina-2, una sustancia que hace las veces de mediador químico en el sistema inmunitario. Otra hormona que induce la inmunidad es la tiroxina que, además de propiciar la metamorfosis de los anuros y del ajolote, aumenta la competencia de sus sistemas de defensa.
 
En su conjunto, el sistema neuroendócrino mantiene el poder de autorregulación del organismo. También conocida como homeostasis, esta capacidad intrínseca de los seres vivientes mantiene balanceadas, integradas y equilibradas las funciones vitales, condición que conocemos como salud. Si esta facultad autoorganizadora se altera o falla, sobreviene la enfermedad o la muerte del individuo. La sobrecarga de naturaleza física o emocional, mejor conocida como estrés, es uno de los factores condicionantes o la causa principal de muchos disturbios orgánicos. Curiosamente, a través de las épocas y desde los tiempos primitivos, todas las culturas y civilizaciones han recurrido a esta teoría para explicar tanto la enfermedad como el envejecimiento y la muerte; nuestra sociedad no es la excepción.
 
El estrés crónico conduce al agotamiento físico y mental. Son múltiples los estímulos ambientales que producen situaciones de esta índole: el ruido, la intensidad de la luz y la interacción social son sólo una muestra de ellos. Frente a estos factores, el organismo reacciona elevando la adrenalina, el cortisol y la presión sanguínea; si las circunstancias persisten, disminuye tanto el vigor físico como la reactividad inmunitaria, las células inmunocompetentes y la resistencia a las enfermedades de toda clase.
 
El hipocampo es una estructura neuronal que integra y regula la función inmunitaria, así como la memoria, el aprendizaje y algunas acciones fisiológicas de las hormonas sexuales. A consecuencia del estrés repetido y de la edad, disminuye progresivamente el número de neuronas que lo conforman. Por esta razón se deterioran los mecanismos nerviosos y endócrinos de retroalimentación, estado patológico que se conoce como histéresis neuro-humoral. Quizás aquí subyace el fundamento fisiológico del deterioro que experimentan el sistema inmunitario y la memoria durante la vejez.
 
Las acciones injuriosas del estrés alcanzan todos los componentes de los individuos, comprendido el material genético. El ozono, las radiaciones ionizantes y diversas toxinas lo alteran y dañan, lo destruyen. Entonces, el organismo afectado pierde la información en que está plasmado el plan morfofuncional que le es característico y particular. El caos bioquímico propicia los errores metabólicos y la aparición de estados morbosos. Desde esta perspectiva, el deterioro progresivo del material genético sería la causa de la senectud.
 
La idea de una corrosión paulatina y gradual del genoma se ve apoyada por los hechos recabados en los experimentos de Hayflick. De acuerdo con sus resultados, el aparato genómico se destruye un poco con cada mitosis. La cantidad de copias o réplicas que puede efectuar un fibroblasto tiene como límite 50 divisiones. La peculiar exactitud matemática de esta frontera entre la vida y la muerte, sugiere que este número represente un periodo definido de vida. Dicho de otra forma, en cada mitosis la célula mide el tiempo. En este tenor, el envejecimiento es una enfermedad que subyace al desgaste por el uso repetido del aparato genético. Así pues, este proceso comienza con la primera segmentación del cigoto, la célula madre de la cual provenimos.
 
Puede permitirse que un fibroblasto se divida 25 veces consecutivas y congelar sus réplicas durante un tiempo indefinido. Puestas en un medio de cultivo, las células hijas comienzan a duplicarse nuevamente hasta completar un total de 50 copias, pero ni una más. Es como si algún componente de la célula, a manera de una memoria química, llevara la cuenta de las mitosis efectuadas. A semejanza de un reloj, la división celular también desgrana las horas y recorre el rosario de sus días.
 
Así pues, la longevidad estaría programada en los genes. En este contexto, la senectud sería llanamente el fin del programa vital. Las formas mutantes de Caenorhabditis elegans, un nematodo que habita en el suelo, contienen el gen age-1. Este componente incrementa tanto la resistencia al estrés producido por calor como el periodo de vida; sus poseedores viven hasta un 70% más que los individuos comunes. Por el contrario, en algunos seres humanos se manifiestan dos alteraciones en las cuales los individuos afectados desarrollan senilidad temprana o adelantada. Se trata de la progeria y el síndrome de Werner. Como el daño se localiza en el material hereditario puede trasmitirse a la descendencia. Los fibroblastos provenientes de aquellas personas que sufren de estas afecciones se dividen menos veces que los de una persona normal.
 
De la interacción continua de genes y ambiente surge tanto el orden como la perturbación. El intercambio de información es la fuente de la enfermedad así como de la armonía entre las funciones. De acuerdo con su herencia, cada individuo vive a un ritmo que le es propio; existen diferencias entre las especies así como también entre las razas. La edad máxima que puede alcanzar el ser humano oscila alrededor de los 120 años, aunque la mayoría sólo vive entre 70 y 80. Individuos como Thomas Parr, quien sumó 152 primaveras, son raros en extremo. Por cierto, se cuenta que este personaje, de hábitos campiranos, sucumbió a los efectos combinados de la fama, el estrés urbano, las opíparas comidas, la comodidad citadina y la holganza. Aquí tenemos algo para reflexionar.
 
El bienestar orgánico y la salud dependen en alto grado de nuestros estados afectivos. La jovialidad, la tranquilidad del ánimo y la despreocupación que caracteriza a la niñez evitan el estrés y los efectos nocivos que acarrea su presencia. Estas situaciones fisiológicas disminuyen la presión sanguínea, incrementan la inmunovigilancia así como el vigor corporal. Según las personas longevas, éste es el secreto de su energía y resistencia ante los múltiples avatares de la vida.
 
La vida humana se nos revela como forjada con elementos sutilísimos y pulvisculares, ingrávidos, intangibles, surgida acaso de “la misma materia con que están hechos los sueños”. Como el hombre no se resigna a padecer su fragilidad innata, en todas las épocas encontramos a individuos enfrascados en estudios misteriosos, versados en las artes mágicas, practicantes del ocultismo.
 
La religión, al igual que la magia y el misticismo, son fuente de innumerables prácticas y ritos encaminados a conservar la juventud y prolongar la vida. El yoga, la alquimia, la meditación y los deportes atléticos tienen miríadas de seguidores y adeptos. Pretenden alcanzar la edad de las montañas y conservar la frescura de los niños, quieren la experiencia de los años pero también la lozanía que caracteriza la juventud. Buscan afanosos una panacea, el Grial, el aurum potabile, la piedra filosofal. Anhelan vencer la decrepitud, detener la vejez y desterrar la muerte.
 
Nuestra civilización adora la imagen del niño; la infancia simboliza el edén desaparecido, el Tlalocan mesoamericano y el Dilmún sumerio. Los mundos idílicos son el refugio último del hombre acosado por la mundanidad de la existencia. La insatisfacción es una característica muy humana; el hombre va y viene entre dos opuestos, oscila entre la frustración y la satisfacción.
 
De la serenidad al bullicio, de la sabiduría del anciano experimentado a la inocencia prístina del niño se desenvuelve la vida de esta criatura que ansía el poder y aspira a la juventud. La existencia de este hombre acosado por la caducidad se nos revela como un viaje realizado para conocer las promesas ofrecidas por el mundo. Mientras viaja, mientras envejece, puede maravillarse y disfrutar del entorno, pero al mismo tiempo no deja de pensar en la juventud perdida, en el hogar confortable, añora su niñez. En este sentido. Odiseo emprende sus viajes en busca de prodigios, en pos de la gloria, más lo asaltan los recuerdos, no deja de pensar en su hijo, en Penélope, en su hogar. Entonces retorna a la patria que lo vio nacer: sin embargo, se apodera de él una nueva inquietud avasalladora, su ánimo no conoce el reposo y la pasión lo impele a lanzarse nuevamente hacia mundos ignotos surcando mares desconocidos. Su vida, como la de todo hombre, es una contradicción constante.
 
Como instrumento de poder transformador, a la ciencia se le contempla como una herramienta mágica que realiza todas la utopías y ensueños humanos; mediante ella se pretende recuperar el paraíso. Si las hormonas son el instrumento químico por medio del cual el organismo se desarrolla, se reproduce y envejece, quizás algún día se encuentre la manera de contrarrestar sus efectos o anular sus acciones. Mas debemos tener presente que, si no hay cambio, tampoco adaptación; si desaparecen tanto las alteraciones metabólicas como la enfermedad, también la evolución de los seres vivientes. Las especies que no se adaptan acaban por desaparecer. Enfrentada al dilema de la permanencia y la evolución, entre la vejez y la vida arcádica, la humanidad reflexiona, cavila, investiga; en tanto, la biología de nuestros días se parece cada vez más a esa aventura visionaria que significa la búsqueda eterna del vellocino de oro.
 
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Referencias Bibliográficas
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Schrödinger, E, 1986, ¿Qué es la vida?, Orbis, Barcelona.
     
 __________________________________      
José Antonio García Segoviano y Bertha Prieto Gómez                     
Departamento de Fisiología,
Facultad de Medicina,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
____________________________________________________________      
cómo citar este artículo
 
García Segoviano, José Antonio y Prieto Gómez, Bertha. 1997. Kronos y el paso de la vida. Ciencias, núm. 48, octubre-diciembre, pp. 40-46. [En línea].
     

 

 

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