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Carlos Antonio Aguirre Rojas
     
               
               
Una de las funciones importantes de la historia —entre
las varias y múltiples que le corresponden— es la recuperación, conservación y transmisión de la memoria colectiva de pueblos y sociedades. Durante los últimos tres lustros, tal función parece haber cobrado nuevo auge y florecimiento, a partir de la organización y promoción de constantes y renovados actos de conmemoración.
 
Se diría incluso que la sociedad ha entrado, hace sólo 10 o 15 años, en una especie de etapa conmemorativa. Reproduciendo y multiplicando los centenarios, bicentenarios, quincuacentenarios, de distintos procesos sociales o acontecimientos históricos fundamentales, intentaría hacer posible una más adecuada y compleja asunción del pasado y de sus lecciones, dentro de la vida y los proyectos futuros de las sociedades contemporáneas.
 
Pero si bien la historia es responsable de esos procesos de transmisión de los recuerdos colectivos y de su salvaguarda, no se reduce sólo a la tarea de mantener viva la memoria; la historia reivindica también el hecho de que tal memoria no es unitaria sino que se descompone en múltiples memorias, en diferentes herencias que incluso pueden ser distintas y hasta opuestas entre sí.
 
Porque si la historia quiere ser esa compleja empresa de explicación crítica y científica de la obra de los hombres en el tiempo, o de la dinámica concreta de evolución de las sociedades, entonces debe vincular también el diagnóstico crítico de los hechos y procesos reales que producen y reproducen dicha memoria, mostrando cómo esta última se compone tanto de verdades históricas y creencias no comprobadas, como de hechos importantes que, ya filtrados por la conciencia colectiva de los pueblos, practican sobre los procesos sociales una suerte de elección concreta y determinada.
 
Al mismo tiempo, y puesto que la historia se ocupa también del presente, esa recuperación y reproducción del pasado transmitido a través de la memoria debe vincularse con las urgencias del presente, que constantemente relee y reconstruye el pasado en función de sus necesidades, remodelando y refuncionalizando también los distintos usos posibles de esa misma memoria.
 
Es claro que esa memoria colectiva puede ser reivindicada y utilizada, lo mismo para legitimar un cierto presente, remontándolo a orígenes gloriosos y reacomodándolo de acuerdo a las más venerables tradiciones, que a la inversa, como verdadera contramemoria, y por lo tanto, como empeño genuinamente crítico que intenta mostrar los múltiples pasados vencidos, reprimidos y negados para dar paso al status quo vigente.
 
Puesto que la historia oficial es sólo una parte de la historia —generalmente unida a esos ejercicios conmemorativos y celebratorios del presente dominante—, la historia total y siempre crítica, capaz de pasar la mirada a contrapelo de las evidencias consagradas, será también una suerte de contramemoria, de complejo proceso de transmisión de los recuerdos en ruinas, vivos, latentes y actuantes de esos pasados posibles pero aún no dominantes, que persisten en las experiencias y herencias conservadas por las clases populares y oprimidas de la historia.
 
Entonces, si la historia humana es esta dialéctica permanente entre pasado y presente, entre historia oficial e historia crítica, y entre memoria y contramemoria, es necesario considerar los dos extremos de dicha dialéctica, para ser capaces de evaluar correctamente los múltiples y variados esfuerzos de conmemoración, de celebración del pasado y de reactualización de los acontecimientos, hechos y procesos de la historia anterior de las sociedades y de los pueblos.
 
Desde esta óptica resulta interesante comprobar cómo, en los últimos 15 años, la historiografía europea en general, y en especial la historiografía francesa, se han comprometido en la línea de teorizar y problematizar, pero también de promover y animar una clara historia rememorativa, preocupada por la recuperación y el estudio de los distintos símbolos que dan sentido a las identidades nacionales, sociales, comunitarias o colectivas en general, volcándose al examen acucioso de los lugares de la memoria francesa de la época contemporánea.1
 
Con ello, y cobijados en un apoyo total y masivo de sus respectivos gobiernos, ya proliferan publicaciones sobre las celebraciones conmemorativas del Bicentenario de la Revolución Francesa, de los 500 años del llamado descubrimiento de América, de los 50 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, igual que de los 300 años de la fundación de una ciudad, los 100 del nacimiento de… o los 25 años de la muerte de… 
 
En estos casos, y en otros que se desenvuelven con la misma tónica, el efecto sobre la historiografía en torno a los acontecimientos o procesos conmemorados siempre es doble: si de un lado realmente se ha impulsado —a partir de la promoción institucional y de los nuevos fondos disponibles para el estudio de estas celebraciones “conmemorativas”— la multiplicación de trabajos e investigaciones genuinamente interesantes, por el otro lado y al mismo tiempo, la proliferación “inducida” de nuevas publicaciones en relación al tema “conmemorado” ha terminado por banalizar, en alguna medida, la investigación histórica más profunda, reduciendo el complejo análisis histórico del pasado y del presente a la más limitada y elemental función memorística de conservación y reciclamiento de ciertos símbolos de identidad de ese mismo pasado.
 
Así, olvidando las profundas lecciones de esa larga e importante tradición intelectual que desde Marx y hasta Michel Foucault, pasando por Walter Benjamin y Norbert Elías, entre muchos otros,2 ha insistido en esa parte constitutiva fundamental de la ciencia histórica —su dimensión en tanto contramemoria o en tanto memoria crítica—, la historia tiende a ser reducida a su sola y limitada función como posible historia monumental.
 
Ello se ejemplifica muy nítidamente —por mencionar uno de entre varios casos posibles— en la empresa historiográfica colectiva dirigida e impulsada por Pierre Nora, y titulada Les lieux de mémoire. En ésta se enuncia la tensión entre la perspectiva propiamente histórica, constituida siempre de muchas y múltiples dimensiones, y esos nuevos intentos de recuperación de la “memoria”, centrados sobre todo —a decir del propio Pierre Nora— en el examen de una “verdad puramente simbólica”, distinta al mismo tiempo de la historia positivista tradicional de las representaciones, pero también de la clásica historia de las mentalidades.
 
El primer volumen de esta obra fue publicado en 1984. Reflejando claramente la atmósfera de la época, el proyecto de Les lieux de mémoire trata de ir más allá de la para entonces bien afianzada y difundida historia de las mentalidades, al desplazar su centro de atención desde los reflejos “mentales” de una cierta sociedad, época o mundo específicos, y desde las configuraciones diversas del imaginario social que proyectan el modo en que una colectividad aprende y asimila su propio mundo, hacia ese universo más preciso y limitado, pero al mismo tiempo más cargado hacia esa dimensión semimetafórica que es el plano más denso de la reconfiguración simbólica y del trabajo de la conciencia sobre sus propias reconstrucciones espirituales —y ya no sobre su vínculo directo con lo real—, que justamente son esos símbolos de la identidad de los grupos sociales, de las clases, de las colectividades y de las naciones.
 
Simultáneamente, y en una dimensión más profunda que brota de su parentesco con todas aquellas historiografías innovadoras que surgieron como respuesta y efecto de la profunda revolución cultural y civilizadora de 1968, el proyecto coordinado por Nora también intenta ir más allá de lo que él considera una historia “vacía” de las estructuras, una cierta historia derivada de la época del auge de los grandes modelos interpretativos que, sin embargo, en algunos casos se convirtió en una historia “sin carne, sin vida, sin personajes concretos y actuantes”, y en consecuencia en una historia irreal. Reconociendo que este proyecto que pretende restituir esa verdad “puramente simbólica” de la memoria no tiene unapoyo teórico sólido”, y que es “parcial” y “monográfico”, Nora y una buena parte de sus colaboradores —con algunas notables excepciones— encuentran ese lado “vivo, concreto y realmente en movimiento” de la historia en ese espacio particular de la memoria, a la que reivindican sin ocultamientos por ser afectiva, mágica, flotante, abierta, indefinida, maleable, e incluso manipulable.
 
Ya que esa memoria es plural y está “soldada” o “vinculada orgánicamente” a los distintos grupos sociales, y contraponiéndola a la “fría historia” que “no pertenece a nadie” y es, a la vez, anónimamente “de todos”, la obra Les lieux de mémoire postula que las condiciones actuales de una importante “sed de memoria” de las sociedades europeas —y, por ende, el furor conmemorativo antes referido—, así como su auge en tanto tema recurrente del análisis histórico reciente, derivan del ocaso definitivo de los espacios reales de su permanencia centenaria y hasta milenaria: del fin cada vez más irreversible del mundo campesino (una colectividad-memoria), de las sociedades coloniales (inmensos reservorios de la memoria) y de instituciones como la familia, la iglesia o la escuela (a las que, dentro de esta visión, se clasifica también como instituciones-memoria).3
 
Pero, como suele suceder en los movimientos “pendulares” que caracterizan gran parte de la historia de las ciencias sociales contemporáneas, el legítimo intento de restituir ese elemento vivo, concreto y multicolor de la historia —que se encuentra también en la base que anima todo el proyecto de la importante “microhistoria italiana”, recuperando las dimensiones fundamentales de la verdad simbólica y de la memoria— terminó olvidando todo aquello que la historia a la que se criticaba había ido conquistando, y que era igualmente rescatable y hasta imprescindible para la reconstrucción adecuada de una historia más plena y científica.
 
Porque si bien la memoria es parte de la historia, esta última no se reduce a la primera. La historia es sin duda memoria, pero también contramemoria, y más allá indagación crítica, reflexión creativa, reconstrucción problemática y búsqueda interminable de nuevos “indicios”, pistas, nuevas lecturas e interpretaciones y explicaciones de los hechos históricos mismos. Por eso, la historia en su conjunto no puede renovarse o transformarse de raíz —como ha sido la intención y el proyecto, finalmente fallido, de la empresa acometida por Pierre Nora— si sólo se le restituye o “recuerda” su dimensión o espacio memorístico.
 
Por ello, esa manía conmemorativa que hoy invade tanto a las ciencias históricas como a parte de las ciencias sociales europeas, no puede más que derivar en un boom efímero que, lejos de “refundar” o transformar de fondo los estudios históricos, más bien parece llevarlos por el sendero de una clara banalización de la historia. Así, ésta es presentada casi como una simple versión erudita y sofisticada de la museografía más tradicional, pero también de la eterna historia oficial, acrítica y “monumental”, destinada a inculcar el nacionalismo más elemental y estrecho en niños y adultos.
 
Uno de los desafíos importantes para la historiografía contemporánea es justamente el que pone en el centro esta obra sobre los “lugares de la memoria”, y más en general, ese movimiento u ola de conmemoraciones. Se trata de traspasar la moda mediática que hoy prolifera, pero recuperando al mismo tiempo el papel esencial de la memoria dentro de la historia. Y, en esta misma línea, también la dialéctica compleja entre la memoria oficial y las múltiples memorias “subterráneas”. Así, penetrando de lleno en ese complicado territorio de las muchas memorias posibles, y de las varias aún conservadas, acceder también a la reconstrucción de esa contramemoria, crítica y rebelde, que a lo largo de las generaciones y aunque sea de manera velada, parcial, encubierta o esporádica, mantiene viva la conciencia popular de que las cosas son como son sólo al precio de haber reprimido y cancelado otras posibilidades de historia y otros caminos de la historicidad. Una contramemoria que nos recuerda que las cosas siempre pueden ser diferentes, y que si bien los pasados no dominantes han sido vencidos, no fueron completamente eliminados, pues están allí, agazapados, esperando las condiciones de su posible resurrección.
 
Depende de nosotros, de nuestra actividad y decisiones colectivas, la posibilidad de que la contramemoria resurja de nuevo y se actualice, y de que esos pasados reprimidos se conviertan en las líneas dominantes del próximo devenir histórico.
 
   
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Notas
 
1. Véase la obra coordinada por Pierre Nora, Les lieux de mémoire, Gallimard, París, 1984-1993; así como el dossier consagrado a esta obra en Magazine Littéraire, núm. 307, febrero de 1993. También el artículo de Marcia Manso D’Alessio “Memoria: leituras de M, Halbwachs e P. Nora” en Revista Brasileira de Historia, núm. 251 26, Sao Paulo, 1993.
2. Véase, por mencionar sólo dos ejemplos, el libro de Michel Foucault, Genealogía del racismo, La Piqueta, Madrid, 1992, y Walter Benjamin, Essays 2, 1935-1940, Denoël, París, 1983. También puede verse el artículo de Carlos Aguirre Rojas, “Noe en 1492 sur le nouveau continent”, en Espaces temps, núms. 59, 60 y 61, París, 1995, y el de Ricardo García Cárcel, “La manipulación de la memoria histórica”, en Historia en debate, t. 1, Ed. Historia en debate, Santiago de Compostela, 1995.
3. Véase el artículo de Pierre Nora, “Entre mémoire et historie”, en Les Lieux de mémoire, t. 1. op. cit.
Fabrizio León, 12 octubre de 1991. Archivo fotográfico de La Jornada.
     
 __________________________________      
Carlos Antonio Aguirre Rojas
Instituto de Investigaciones Sociales,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     
________________________________      
cómo citar este artículo
 
Aguirre Rojas, Carlos Antonio. 1998. Historia, memoria y contramemoria. Ciencias, núm. 49, enero-marzo, pp. 46-49. [En línea].
     

 

 

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