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Echar volados
no es razonable:
decisión en los límites
del conocimiento
124B01  
 
 
 
Andrés García Barrios
 
                     
Hace algunos años fui invitado a participar como
jurado en una selección de libros infantiles sobre ciencia para un proyecto de bibliotecas escolares. Los organizadores te daban varios textos para leer, los calificabas y luego te reunías con los demás jurados para debatir. Al final de la última reunión, quedaban sobre la mesa dos libros; no conseguíamos decidir cuál debía incluirse en el proyecto. Habíamos discutido mucho y no llegábamos a un veredicto, parecía que el diálogo razonado nos había llevado a los límites del conocimiento. Entonces comenté a media voz que podíamos echar un volado. Mi compañero de al lado volteó y con sereno desprecio me dejó ver que este tipo de cosas no podían resolverse así. Después, uno de los presentes propuso dejarle la decisión al director del área. Todos estuvimos de acuerdo, nos pusimos de pie y a mí no me volvieron a invitar.
 
Desde entonces la anécdota me ha dado vueltas en la cabeza y siempre acabo pensando que yo tenía razón, teníamos que lanzar una moneda al aire, al menos si en verdad el silencio de aquel jurado era por estar ante los límites del conocimiento. “De lo que no se puede decir nada es mejor no hablar” afirma Ludwig Wittgenstein, pero no menciona nada sobre no echar volados.
 
La visión de la ciencia clásica
 
¿De verdad había llegado aquel jurado a los límites del conocimiento? Según la visión clásica de la ciencia, no. Sólo estaba ante los límites de su propio conocimiento y lo que había más allá era su ignorancia. Un jurado con verdadero conocimiento habría cumplido la misión sin tropiezos.
 
Aunque también es probable lo siguiente: imaginemos que el avión de ese verdadero conocimiento se avería antes de partir y los que saben no acuden a la cita. Al mismo tiempo, miembros de la asociación de cómicos de carpa que están de visita se ven por error sentados en la mesa del jurado con la misión de elegir entre aquellos libros. Los improvisados maestros llegan al resultado en diez minutos, después de una tremenda alharaca y sin haber dudado nunca. La ciencia exige que se dominen todas las variables, nada de cómicos haciéndose pasar por sabios, sin embargo, ¿existirá un criterio invariable que, llegado el momento, garantice que ya se dominan todas? ¿Algún día podremos estar seguros de que detrás de la verdad no hay un payaso disfrazado?
 
El director del área
 
Las decisiones que no se pueden tomar con la razón y que no se quieren dejar al azar han encontrado desde tiempos inmemoriales una solución infalible: que las tome el jefe. Por lo general, el jefe es una persona que goza de enormes privilegios a cambio de aceptar que la incógnita caiga con su infinito peso sobre él, lo cual significa saber disimular que el asunto no tiene una solución razonable y fingir que está seguro de lo que hace. Hubo un tiempo en que los monarcas encubrían la carga de la decisión respaldándose en la doctrina del derecho divino, según la cual dios mismo los designaba e inspiraba sus resoluciones. Era algo en lo que todos creían, así que el ocultamiento se hacía a plena luz. Pero llegó un día en que la Ilustración tomó la palabra para afirmar que no hay verdades fuera de nuestro alcance y que las decisiones surgen de la cabeza de la gente, incluidos el monarca y sus partidarios —tal vez por eso la guillotina se convirtió en el símbolo de toda una época.
 
Si la razón podía resolver nuestros más grandes enigmas, todos debíamos ponernos a pensar; así florecieron la educación y la ciencia. Mientras tanto, en espera de la verdad última para tomar decisiones se recurrió a una solución cuantitativa: como dos cabezas piensan más que una, tres más que dos y así sucesivamente, nació la democracia. Por lo pronto, la mayoría tendría más razón que la minoría y lo que pensaran cincuenta y uno de cada cien cabezas sería considerado “la verdad”. No faltaron quienes —por respeto a esta nueva forma de pensar— resolvieron que incluso la existencia de dios quedara en veremos hasta ponerla a votación: asi, en 1936, en el insigne Ateneo de Madrid, el creador estuvo a punto de dejar de existir por un solo voto.
 
El retorno de los brujos
 
Pero pasó el tiempo, la razón y la ciencia tardaban en resolver los más grandes enigmas, mientras la sensatez democrática fue flaqueando y empezó a revelar un fondo de cosas impensables. Al congreso llegó una cierta renovada sinrazón que un día no pudo ocultar: con frecuencia, al votar sobre decisiones cruciales se contaban más votos en la urna que votantes en la tribuna.
 
Para vencer la angustia, la población recurrió entonces a la vieja práctica de “taparle el ojo al macho” y así limitar el propio campo visual y la necesidad de respuestas. Pero las intervenciones mágicas acabaron por invadir prácticamente toda la realidad. Desde entonces los jefes han seguido buscando la manera de contener a la gente, pero lo cierto es que hasta hoy no han hallado la forma de hacernos transitar de la fe en la razón a la fe en la ilusión como método de conocimiento.
 
El mundo entero se encuentra nuevamente temblando en las fronteras de la incertidumbre. La mayoría enmudece y unos cuantos anuncian la vuelta de dios, otros insisten en que hay que tener paciencia, que muy pronto —cosa de cinco o diez mil años— la ciencia será capaz de descifrar todas las leyes del Universo.
 
¡Suerte!
 
Imagino que soy el jefe. Me han nombrado juez final en el asunto de decidir cuál de los dos libros de ciencia para niños irá a todas las bibliotecas escolares del país. Se ha hecho de noche y estoy en mi casa, solo, mirando atónito ambos textos. La llamada de un amigo me interrumpe.
 
“Vete a dormir —me dice—. Tal vez mañana, ya descansado, puedas decidir. Claro, considera desde ahora que si al despertar llegas a una conclusión, deberás aferrarte a ella pues es posible que muchas otras variables a tu alrededor atenten contra la nueva certidumbre. En ello consiste la decisión cuando la verdad no es evidente. También acuérdate de que, si quieres ser un verdadero líder, deberás reconocer ante todos que tomaste la decisión sin estar seguro y decir: corro el riesgo, me hago cargo de lo que ocurra. Ahora bien, si no estás dispuesto a sostener esta posición (sin duda heroica), pero tampoco a fingir que sabes la verdad, aún te quedan algunas opciones; por ejemplo, la religión taoísta afirma que ante lo inefable es mejor no actuar y el budismo explica que lo que nos pasma es el empeño mismo en tomar decisiones”.
 
Me despido de mi amigo y cuelgo. Yo, que aspiro a ser honesto pero no tengo madera de líder y no profeso ninguna religión por ahora, decido seguir otro camino. Actúo como creo que lo habría hecho el más sublime y humano maestro que conozco, aquel sabio gobernador de la ínsula Barataria en quien se unían lo angelical y el olor a cebolla: echo un volado.
 
Seguramente el gran Sancho Panza encomendaría el azar a dios. Yo, huérfano de divinidad, al ver la moneda volar sólo puedo pensar en una cosa: cuando quede resuelto el asunto exhortaré al ganador a ser modesto por haber tenido suerte; después convenceré al perdedor de que la decisión ha sido tomada por un juez de verdad imparcial, el único que siempre actúa con igual equidad exista o no una verdad eterna.
 
     

     
Andrés García Barrios
Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad Nacional Autónoma de México.
     

     
 
cómo citar este artículo

García Barrios, Andrés. 2017. Echar volados no es razonable, decisión en los límites del conocimiento. Ciencias, núm. 124, abril-junio, pp. 10-12. [En línea].
     

 

 

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