La bioética y el proyecto genoma humano |
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Nancy G. Miravete Novelo y Laura Suárez y López Guazo
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Tu meta no es prever el futuro, sino hacerlo posible. Antoine de Saint Exupéry |
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Los acelerados y vertiginosos cambios en diversos campos de la ciencia y la tecnología son uno de los aspectos que marcan el ritmo de nuestros tiempos. Muchos de ellos se gestan en programas de investigación cuyas implicaciones repercuten en diversos ámbitos del sistema social. Un claro ejemplo lo constituye el Proyecto Genoma Humano, uno de los programas más grandes y ambiciosos, con el que se instaura el reinado de la biología molecular y la genética. Para remarcar su importancia, el biólogo William Gilbert declaró que “la búsqueda del grial biológico continuó durante el paso del siglo XIX al XX, pero ha entrado en su fase culminante con la reciente creación del Proyecto Genoma Humano, cuyo objetivo último es el conocimiento de todos los detalles de nuestro genoma”.
En las dos últimas décadas, se han logrado avances muy significativos en la comprensión de la estructura y función del genoma humano. Muchos consideran esto una verdadera revolución científica de proporciones incalculables, porque su conocimiento permitiría penetrar el código de la vida para intervenir en él, desde una supuesta postura racional. Esta cultura, eminentemente pragmática, que fusiona la ciencia y la tecnología, se le ha denominado tecnociencia. La impresionante tecnología desarrollada en torno al estudio del genoma humano posibilita no sólo su descripción y conocimiento, sino la capacidad de manipularlo. Ésta es conocida, en términos generales, como ingeniería genética, que es el estudio de todo lo que pueda lograrse operando técnicamente tanto organismos como productos que de ellos se derivan; lo cual necesariamente impacta en el orden de la naturaleza. Bajo estas circunstancias, es totalmente comprensible que se abran espacios a los problemas de corte ético. En 1953, J. Watson y F. Crick publicaron en la revista Nature un artículo en el que describían el descubrimiento que inauguró este nuevo impulso de las ciencias y que tiene su centro en la genética y la biología molecular. Lo explicaban de forma bastante sencilla: “deseamos proponer una estructura para la molécula de ácido desoxirribonucleico (adn), ésta tiene características nuevas de considerable interés biológico”. Antes de que este modelo festejara sus cincuenta años, en 2003, el Proyecto Genoma Humano entró en la etapa de delimitar el número de genes que componen nuestro genoma, así como la descripción de una gran cantidad de secuencias en estos; por eso resulta más significativo el corolario del texto de Watson y Crick, “no se nos ha escapado que el emparejamiento de las bases que hemos postulado sugiere inmediatamente un posible mecanismo de copia del material genético”. Por genoma entendemos todo el material genético que está contenido en los cromosomas de un organismo o, en términos más generales, puede decirse que es el patrimonio genético de cada individuo. Desde hace mucho se presuponía que el conocimiento de este patrimonio aportaría una gran cantidad de información y promovería el desarrollo de métodos para curar, corregir o atenuar los efectos de alguna enfermedad, o tratar varias de las malformaciones que afectan al ser humano. En la década de los noventas, las investigaciones en genética impulsaron los primeros intentos en terapia genética, investigación cromosómica en busca de los genes del cáncer, selección genética del primer embrión humano, etcétera. Sin embargo, fue en los albores de esa década cuando realmente se entronizaron la genética y la biología molecular con el Proyecto Genoma Humano, que tendría uno de los más grandes presupuestos asignado a la ciencia —3 000 millones de dólares. A la cabeza del proyecto, invitado por los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos, estaba el investigador de la Universidad de Michigan Francis Collins, quien se había anotado éxitos tales como la identificación del gen de la fibrosis quística, el del cáncer de la neurofibromatosis y otros más. También fue propuesto para este programa J. Craig Venter, quien trabajando en los mismos institutos, había descubierto un innovador método para obtener una gran cantidad de datos de secuencias del adn de muchos genes, con el que identificó genes en tejidos humanos. La asociación de estos dos grandes científicos tenía como objetivo obtener la secuencia completa del genoma humano en el año 2005. Nada hacía suponer que varios años después, Venter se separaría de la investigación pública, aceptando la presidencia de una institución privada declarada como no lucrativa para llevar a cabo investigaciones en la misma línea. Esta decisión y el perfeccionamiento de su método para desentrañar la secuenciación completa del genoma humano fueron suficientes para atemorizar a los ciudadanos del mundo, principalmente en los países donde se realizaba este programa, alarmados por el hecho de que una empresa privada tuviera la primicia de este conocimiento; la simple idea de que el proyecto pasara de público a privado despertó una enorme inquietud en la comunidad internacional, se temía que Venter se apropiara de lo que es considerado como un derecho inalienable del ser humano, su ser genético. Aunque parte de esta preocupación se atenuó cuando en Inglaterra, la Fundación Wellcome incrementó significativamente los fondos al Sanger Centre destinados a la secuenciación del genoma humano, esa situación confusa, ambigua y desconcertante fue la piedra de toque que sensibilizó a los ciudadanos en lo que atañía a la investigación misma y a las repercusiones de los resultados del Proyecto Genoma Humano. Por su parte, Venter y otros investigadores de su equipo, para apaciguar las distintas manifestaciones de la comunidad, expresaron su deseo de “poder establecer una asociación mutuamente satisfactoria entre las instituciones públicas y privadas, ya que unas y otras desempeñan un importante papel en la aplicación de las maravillas de la biología molecular en beneficio de todos”. El proyecto no ha logrado deslindarse de estas inquietudes, a pesar de que prácticamente desde que fue concebido, conforme a los reclamos públicos, estableció la importancia de acompañarlo de un Comité de bioética, para monitorear los progresos científicos realizados en este campo. En particular, los Estados Unidos dedicaron 5% del presupuesto asignado al proyecto para apoyar la labor de los comités de ética, y la Comunidad Europea junto con Canadá decidieron dedicar 8%. Entre otras cosas, con estos recursos se elaboró “la declaración universal de la unesco”, específicamente sobre la bioética, y la Convención europea sobre los derechos humanos y la biomedicina en 1997. Las propuestas emanadas de estos eventos fueron adoptadas por las Naciones Unidas en 1998, estableciendo, entre otros acuerdos, que “las consecuencias éticas y sociales de las investigaciones en el ser humano imponen a los investigadores responsabilidades de rigor, prudencia, probidad intelectual e integridad, tanto en la realización de sus trabajos como en la presentación y utilización de sus resultados”. En este marco, la posición de algunas disciplinas científicas al final del siglo xx fue severamente cuestionada, porque no podían dar cuenta de sí mismas; esto era bastante preocupante en campos como la biología molecular y la genética, donde las aplicaciones de sus descubrimientos e invenciones pueden transformar técnicamente el mundo, el cual finalmente sería en gran medida su resultado. Así, puede afirmarse que no son las ciencias las que se encuentran en crisis, sino la propia vida moderna. Crisis que ha permeado la conciencia colectiva, posibilitando evidenciarla y cristalizar los principales reclamos en la parcela de los problemas éticos. La bioética, ¿redención o solución? La bioética se origina a partir de los impresionantes avances científicos y tecnológicos de mediados del siglo xx, caracterizados por sus fuertes connotaciones en los ámbitos ético, social y jurídico. Entre ellos se cuentan los transplantes de órganos —relacionados con la ética en referencia al cuerpo y su integridad—, los diagnósticos prenatal y de la muerte cerebral, la relación médico-paciente y otras más. Desde esta óptica, la gran cantidad de dudas, ambigüedades y desafíos que el desarrollo de las ciencias y tecnologías relacionadas con la vida constantemente plantean, inducen a cuestionar el significado de la vida humana para las ciencias, involucrándolas en ámbitos en los que tradicionalmente trataban de mantenerse apartadas. La gestación de un enorme poder de manipulación sobre la vida humana y sobre la naturaleza, adquirido con base en un conjunto de conocimientos tan controvertidos, motivó la duda de que si bastaba que algo fuera técnicamente posible para que también sea éticamente aceptable. A partir de este cuestionamiento la bioética fue perfilándose como el espacio académico cuyo primer objetivo era sustentar la responsabilidad de los científicos, en un sentido bastante amplio, frente a los descubrimientos e invenciones de la ciencia y la tecnología, especialmente tratándose de aspectos directa o indirectamente relacionados con la vida humana. La paternidad de esta nueva disciplina le corresponde a Van Ransselaer Potter, desde la construcción del neologismo elaborado del latín bios (vida) y ethos (valores), hasta el propósito de contribuir al futuro de la especie humana. En dos artículos y un libro, Potter expone su idea de la bioética. En el primer artículo, “Bioethics, the science of survival” de 1970, acuño el término que apareció por primera vez un año más tarde; en el segundo “Bioethics” y en su libro Bioethics, Bridge to the Future, describe los objetivos planteados para esta disciplina en términos de una fructífera simbiosis de dos culturas, cuya comunicación no es sencilla, la de las ciencias naturales y la de las humanidades. En 1975, en su discurso “Humility with responsability”, Potter hace hincapié en el fin que debe perseguir la bioética, analizar y utilizar los conocimientos surgidos de las ciencias y las tecnologías, para garantizar la supervivencia de la humanidad y mejorar sus condiciones de vida. Aunque es justo el reconocimiento para Potter, André Hellegers del Kennedy Institute es quien le proporciona a la bioética una definición más precisa al caracterizarla como un diálogo entre distintas disciplinas para configurar un futuro plenamente humano, y los interlocutores ideales de este diálogo son, según él, los humanistas y los moralistas. E. D. Pellegrino amplía el encuentro entre la ciencia y la ética y concretiza la interrelación de docencia y bioética. A su vez, D. Callahan plantea que la bioética “consiste en ayudar a los profesionales y al público en general en la comprensión de los problemas éticos y sociales derivados del progreso de las ciencias de la vida”. Sin embargo, prácticamente todas las propuestas para establecer los principios estructurales de la bioética han enfrentado diversas críticas. A pesar de ello, durante las últimas dos décadas los estudiosos en este campo han adoptado la propuesta de Childress y Beauchamp, empleada a menudo en los debates y polémicas sobre bioética, basada en conceptos muy específicos como autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia, como marco mínimo orientado a la resolución de conflictos y problemas que atañen a la ética. Gran parte de los actuales avances científicos y tecnológicos vienen acompañados de una fuerte dosis de aportaciones cuyas aplicaciones tienen un impacto positivo en el bienestar y la salud humana, pero también presentan riesgos e implicaciones sociales, políticas, económicas y morales que no deben soslayarse; desde luego, habría que evitar que la controversia se establezca entre un supuesto mal uso del conocimiento y la posible cura o recuperación de enfermedades genéticas. Por ejemplo, una clara y visible conexión entre el Proyecto Genoma Humano y la bioética surge de la posibilidad de patentar genes y organismos, mostrando la influencia del aspecto comercial sobre el quehacer científico. Este problema ya se había presentado, recordemos los casos de organismos transgénicos como el microrganismo capaz de digerir petróleo en 1980 o el ratón diseñado expresamente para el estudio del cáncer en 1988. En la misma década, se patentaron genes relacionados con algún problema o enfermedad genética, principalmente relativos a su diagnóstico, como los genes asociados a la neurofibromatosis tipo I y los implicados en la fibrosis quística. En torno a la cuestión de patentar los genes, se presentan las discusiones más fuertes respecto al Proyecto Genoma Humano. Al grado que desde su inicio los científicos sugirieron algunas directrices sobre la propiedad intelectual del genoma humano; el mismo Venter planteó la necesidad de publicar la secuencia completa del genoma con el fin de evitar que una empresa privada se atribuyera su propiedad. Para fundamentar la propuesta, partía de la convención de que una patente se otorga si cumplía los siguientes requisitos: que el producto sea nuevo —o novedoso—, inventivo —que no resulte obvio ni para el especialista en el tema—, y útil —que se relacione con alguna utilidad industrial—; Venter y otros de sus colegas, sostenían que al ser publicado no se cumpliría el requisito de novedoso. Otro lado del debate discurre sobre los conceptos de invento o descubrimiento; concretamente los genes del genoma humano se encuentran allí desde hace una gran cantidad de tiempo y se transmiten de generación en generación. Sin embargo, la ambigüedad con que en ocasiones se maneja el concepto de gen resulta en diferentes interpretaciones para patentarlos. Bajo este espectro puede considerarse la pregunta de si un gen se descubre o se inventa; en países como los Estados Unidos no se establece una clara distinción, lo que permite una gran flexibilidad al proceso de patentar. El punto de la diferencia es difícil de establecer, ya que la secuenciación de genes se ha vuelto algo rutinario; no obstante, hay que considerar que para la búsqueda de una determinada secuencia o gen, el científico debe saber lo que busca o lo que espera encontrar. En primera instancia, la utilidad estaría referida a los genes cuya aplicación industrial no tiene discusión, como los que producen insulina u otra proteína terapéutica o, en el caso de la biotecnología vegetal, los que mejoran la producción agrícola; un segundo caso serían los que están relacionados con procesos biológicos, como los neurotransmisores; finalmente encontramos los que constituyen una herramienta indispensable para realizar el diagnóstico de determinada enfermedad. Aquí hay que considerar el papel que juega la mutación en la posibilidad de ser patentado; por ejemplo, cuando la mutación de un gen es la causante de la enfermedad y permite detectarla. Sobre la base de las dificultades que implica definir cada paso o aspecto en el estudio del genoma humano, muchos grupos e instituciones rechazan las patentes de genes; sin estar de acuerdo con este criterio, no puede soslayarse que la patente sobre pruebas diagnósticas otorgadas a un laboratorio encarece el producto de tal manera que resulta inaccesible para muchos individuos que lo requieren, como la prueba para detectar el Alzheimer. Por otra parte, cabe recordar que a pesar de la recomendación de la unesco en 1997, donde propone que el genoma humano en su estado natural no debe ser comercializado, las prácticas para patentarlo la contradicen y ahora en el estrado se debate sobre el significado del estado natural de un gen. Por su parte, la Organización Internacional del Genoma Humano, fundada en 1988, propuso repartir los beneficios obtenidos para invertir en investigación o bien en la infraestructura que ésta requiere. Sin embargo, el snp Consortium creó un banco de genes, el First Genetic Trust de Chicago, cuya información almacenada —proveniente de universidades, institutos de investigación, etcétera—, sólo puede ser consultada con un permiso. Aunado a esto, la comercialización de la información obtenida del genoma humano resulta evidente si consideramos la proliferación de empresas de seguros relacionadas con los genes y la salud. En respuesta se ha creado una comisión para regular las relaciones entre la genética y las compañías aseguradoras, como la Genetics and Insurance Committee en Gran Bretaña. La patente depositada en los Estados Unidos de un gen humano —que pertenece a un individuo radicado en Nueva Guinea— avivó la discusión y conduce a reconsiderar las implicaciones y riesgos que conlleva trabajar con muestras de material vivo. Al parecer, el problema de patentar genes, secuencias, métodos y otros elementos genéticos se vuelve un proceso irreversible ante la lentitud y la problemática alrededor de la legislación correspondiente. Por ejemplo, con la tecnología de adn recombinante, la ingeniería genética se perfila como el rey Midas del presente siglo, ya que con la ayuda de instituciones y empresas dedicadas al estudio y comercialización del genoma humano se pretende convertir al material genético en oro. Por último, los rezagos y dificultades en la legislación no significa olvidar que, tratándose del genoma humano, debe constituir un principio inalienable el que ningún individuo puede ser el medio o la herramienta de nadie más, así como que tampoco se le puede privar de sus derechos fundamentales. Es necesaria una redefinición del concepto de vida humana emanado de la bioética, con la participación de personas morales, instituciones y comités de bioética, para dejar claramente asentado que el ser humano es el fin en sí mismo y no el medio para otros fines que vayan en detrimento de su autonomía. |
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Nancy G. Miravete Novelo
Laura Suárez y López Guazo
Colegio de Ciencias y Humanidades,
Plantel Sur,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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Referencias bibliográficas:
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como citar este artículo → Miravete Novelo, Nancy G. y Suárez y López Guazo, Laura. (2005). La bioética y el proyecto genoma humano. Ciencias 79, julio-septiembre, 66-73. [En línea]
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