del cerebro |
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La ciencia de la mentira |
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Claudia Arlene Salazar Aldrete y Hilda Minerva González Sánchez | ||||||||||||||
¿Qué circuitos neuronales se activan cuando mentimos?
¿Existen cerebros diseñados para mentir? ¿Podemos fielmente detectar cuando una persona está mintiendo? Son incógnitas cuya resolución ha sido lenta debido a que el simple proceso cognoscitivo resulta complicado, tanto como definir qué es mentir, ya que implica hacer coincidir múltiples disciplinas como la fisiología y la psicología, y ámbitos como la política y la religión. A fin de facilitar esta tarea, diremos que, de acuerdo con Abe, mentir es: “un proceso fisiológico por el cual un individuo deliberadamente intenta convencer a otro de tomar como cierto algo que se considera falso, típicamente para obtener ganancias o para evitar un castigo”; el rango de actividades que caen en la definición es bastante amplio, incluyéndose en él las mentiras piadosas, las mentiras por omisión e incluso el autoengaño. “Localizar” las mentiras
La corteza cerebral tiene a su cargo diversas actividades, entre ellas las conocidas como ejecutoras que se refieren a las funciones cerebrales que ponen en marcha, organizan, integran y manejan otras. Para la elaboración de una mentira se ha sugerido que varias de estas funciones pueden estar involucradas: la memoria de trabajo, la planificación, la flexibilidad y la monitorización e inhibición de conductas, las cuales permiten que las personas sean capaces tanto de evaluar sus acciones al momento de llevarlas a cabo como de hacer los ajustes necesarios en casos en que las acciones no están dando los resultados deseados. Por ello existe la hipótesis de que el mentir forma parte de las funciones ejecutoras y la corteza frontal es la principal involucrada en llevarla a cabo.
Los estudios de neuroimagen sostienen esta idea; en 2008, Spence y colaboradores estudiaron a diecisiete sujetos sanos para explorar las zonas corticales de mayor actividad durante el proceso de mentir y encontraron que existe un foco de actividad bilateral en la corteza frontal ventrolateral, que está implicada en el control y supresión de conductas inapropiadas como el mentir y en el ”switch de actividades”. No obstante, esta área no está relacionada directamente con el proceso cognitivo que construye el engaño, una tarea que se atribuye a la corteza frontal dorsolateral, que se activa cuando un sujeto produce respuestas nuevas o complejas en reacción a su ambiente, las cuales incluyen la manipulación de la memoria de trabajo, la selección de respuestas y el control cognitivo.
La corteza prefrontal anterior también está implicada en dicho proceso. En 2010, Karim y sus colaboradores concluyeron que tras una estimulación inhibitoria en la corteza prefrontal anterior se logra que un individuo mienta con mayor facilidad, ya que se miente con mayor frecuencia, menor culpabilidad y la conductancia transdérmica (medida por la respuesta autonómica con el polígrafo) no registra ningún cambio significativo.
Asimismo, se ha sugerido que distintos tipos de mentira se asocian con diferentes patrones de activación cerebral. En 2003, Ganis y sus colaboradores mostraron por primera vez la influencia del tipo de mentira en la actividad cerebral; cuando la mentira es espontánea, mayor es ésta en la corteza del cíngulo anterior y en la corteza visual posterior, mientras que si es elaborada, la actividad ocurre en la corteza frontal anterior derecha. La corteza del cíngulo anterior regula funciones autonómicas como el ritmo cardiaco y la presión sanguínea, y se le relaciona con la toma de decisiones y el control de emociones, funciones importantes para el desarrollo de una mentira.
Se pretende que en un futuro seamos capaces de identificar patrones de actividad cerebral particulares que asociemos con diferentes tipos de mentiras. No obstante, tales estudios nos muestran que el proceso de mentir es realmente muy elaborado y requiere la participación de múltiples regiones cerebrales para que se lleve a cabo en forma exitosa. Las regiones cerebrales que parecen estar principalmente implicadas son las cortezas frontales dorsolateral y ventrolateral, así como la corteza prefrontal anterior, que en conjunto permitirían al individuo tener un mejor control cognitivo en la elaboración de una mentira, así como en la supresión de respuestas involuntarias que podrían delatarlo como culpable.
Por otro lado, los estudios previamente mencionados tienen como limitantes que en ellos existe la instrucción específica de mentir y la falta de consecuencia al hacerlo, es por ello que diversos grupos de investigación han optado por estudiar a personas que podrían estar imposibilitadas para mentir. Entre ellos encontramos a los pacientes con enfermedad de Parkinson, que curiosamente han sido caracterizados como personas “honestas”, ya que los diversos cambios neurodegenerativos observados en ellos llegan a afectar sus capacidades ejecutoras y por lo tanto hacerlos parecer como tales, y se ha demostrado que presentan mayor dificultad para mentir, lo cual se correlaciona de manera positiva con una menor actividad metabólica en la corteza prefrontal dorsolateral.
Implicaciones evolutivas
Para mentir con éxito, al parecer, la misma evolución nos ha dotado de un desarrollo cerebral ventajoso. En este contexto, Richard Byrne y Nadia Corp asumieron que si el mentir es un proceso evolutivo, debería estar asociado con la presencia de estructuras filogenéticamente nuevas como la neocorteza y, por ende, presente en especies con “inteligencia superior, como los primates, quienes poseen las redes de interacción social más complejas” y, según describen, son capaces de utilizar la mentira táctica, definida como “una serie de actos del repertorio normal de un individuo desplegados de tal manera que se malinterprete una circunstancia, generando una ventaja para el que las lleva a cabo”. En este grupo el desarrollo cortical parece estar relacionado con el índice de mentiras tácticas, ya que se encontró una correlación positiva entre el volumen neocortical y el uso de tal recurso.
Tratando de extrapolar esto a los seres humanos, debemos enfocarnos en el desarrollo de las diferentes áreas corticales. Las neuronas que conforman la corteza alcanzan su pico máximo al momento del nacimiento, sin embargo, posteriormente existen procesos de remodelación, en donde la corteza prefrontal es la última en terminar su desarrollo. El pico máximo lo alcanza entre dos y seis años de edad, pero se extiende hasta aproximadamente los dieciséis, un periodo que se ve fuertemente influenciado por el ambiente que rodea al individuo y en donde ocurren procesos únicos de sinaptogénesis y el establecimiento de circuitos neuronales especializados. Un estudio que apoya dichos hallazgos es el efectuado por Yaling Yang y su colaboradores en 2005 mediante diversos cuestionarios y que, apoyados por la técnica de resonancia magnética, cuantificaron la proporción de materia gris y materia blanca, encontrando que un grupo de mentirosos patológicos poseían un cociente menor de materia gris en relación con la blanca, disminución que llegaba a ser de hasta 22% comparada con el grupo control, lo cual les confería diferencias anatómicas que les facilitaban las múltiples actividades necesarias para mentir con éxito.
Detección de mentiras
Un campo muy activo en la investigación es la detección de mentiras, dedicado al desarrollo de tecnologías capaces de determinar cuándo miente un sujeto. Considerando la definición de mentira inicial, debemos tomar en cuenta que mentir es un proceso fisiológico con actividades autonómicas claramente medibles, como el cambio en la conductancia transdérmica, la presión arterial y la frecuencia respiratoria, que son reguladas por el balance de las respuestas del sistema nervioso autónomo. Estas respuestas autonómicas constituyeron, en un principio, la base para la generación de aparatos para detección de mentiras, como el polígrafo diseñado por Marston en 1923, el cual se basaba únicamente en los registros de variación de la tensión arterial. Su observación seguía un algoritmo simple que incluye de manera lineal: estímulo (la pregunta del investigador), pensamiento (sobre lo que se ha de responder), emoción y adaptación (autocontrol) lo cual conlleva a generar la respuesta al cuestionamiento original. A pesar de que esta última es modulada por el individuo en el interrogatorio, todos los cambios previos adaptativos no lo son y para Marston dicha respuesta indicaba indudablemente culpabilidad.
Ha de mencionarse, sin embargo, que la eficacia de este método, el polígrafo, oscila entre 90 y 95%, debido a que un pequeño porcentaje de respuestas está ligado al miedo, la angustia, el coraje y la presión de ser sometidos a un interrogatorio, por lo cual debilita la posibilidad de su aplicación en diversos ámbitos como el legal. Existen asimismo abordajes claramente encaminados a apoyar las observaciones realizadas por poligrafistas, como el lenguaje corporal, cuyas expresiones, en conjunto, llegan a ser más relevantes que la comunicación verbal, alcanzando hasta 70% de nuestra comunicación global. Un indicador importante es la posición que adoptamos al dirigirnos al receptor: los pies firmemente colocados, la extensión de las palmas de las manos y una cara con expresiones no exageradas tienden a mostrarnos a una persona honesta; por el contrario, unos pies vacilantes, manos ocultas y expresiones forzadas muestran que una persona probablemente nos está mintiendo; pero tampoco es una regla esto, ya que la mayoría del lenguaje corporal radica en expresiones que duran microsegundos. Un último indicador importante es la voz, que tiende a ser más aguda cuando de mentir se trata.
No obstante, ninguno de estos métodos resulta del todo fiable, dado que tan activo es el campo de investigación en el área como lo es el entrenamiento para eludirlo. Lo que sí podría resultar confiable es la observación de lo que el acto de mentir requiere, a saber el control de muchos procesos y la activación de circuitos neuronales encargados de procesos superiores como el razonar lo que respondemos, mantener la ilación y coherencia del relato, analizar la respuesta del receptor, controlar la comunicación no verbal, generar memoria a corto y largo plazo, mantener en control las emociones, inhibir la moral y un sinfín de recursos necesarios que son, por supuesto, mucho más demandantes que simplemente decir la verdad.
Conclusiones
Es incuestionable que el proceso de mentir resulta muy complejo, puesto que involucra el control de múltiples circuitos cerebrales para la elaboración de un relato, el análisis de la respuesta del receptor, la regulación de la respuesta corporal autónoma, la generación de memoria, entre otros, que hacen del acto de mentir algo mucho más elaborado que simplemente ser honesto. Al parecer, la evolución nos ha privilegiado con el desarrollo de estructuras que facilitan este acto, las cuales se encuentran en la neocorteza, pues diversos estudios indican que el mentir está ligado a las funciones ejecutoras corticales. Se sugiere que parte importante de este proceso lo realiza la corteza prefrontal organizando la inhibición de la verdad y la generación de respuestas falsas. Apoyando esta teoría, se ha encontrado que la honestidad observada en los pacientes con enfermedad de Parkinson puede ser causada por el daño en la corteza prefrontal, lo que abre la perspectiva de que, para el descubrimiento de las bases neurológicas genuinas del proceso de mentir, es necesario investigar tanto en individuos sanos como en aquellos con algún tipo de daño cerebral.
Estos hallazgos representan un importante avance en la comprensión del complejo comportamiento humano, sin embargo, aún se necesitan más estudios para delinear los mecanismos neurales relacionados con diversos aspectos de las mentiras como definir el por qué un individuo decide mentir. Seguramente este campo continuará en un activo desarrollo, puesto que el mentir es algo inherente al mero proceso de interacción social; después de todo, las pequeñas mentiras o rumores generan y consolidan vínculos entre los grupos sociales.
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Referencias bibliográficas
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Claudia Arlene Salazar Aldrete Facultad de Medicina, Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Hilda Minerva González Sánchez Centro de Investigación sobre Enfermedades Infecciosas, Instituto Nacional de Salud Pública. |
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cómo citar este artículo
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