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El cerebro y las emociones.
Sentir, pensar, decidir
133B04
 
 
 
Tiziana Cotrufo y Jesús Mariano Ureña Bares,
2018. Editoral: Emse Edapp,
S.L. y Editorial Salvat S.L.
 
 
                     
Seamos sinceros: hasta ahora, las emociones han tenido
mala prensa. O, como mínimo, no la han tenido muy buen. Esta afirmación seguramente sorprenderá a más de uno, y no tardarán en ponerse sobre la mesa objeciones destinadas a demostrar lo contrario. Al fin y al cabo, la historia está llena de alabanzas genéricas a las emociones, y no cabe duda de que han sido las protagonistas indiscutibles en un terreno tan apreciado como el arte: la ira, el amor, la alegría o la tristeza han sido el tema principal y también la fuente de inspiración de las más grandes novelas, melodías o creaciones plásticas. Todo ello es cierto. Pero si examinamos con mayor detalle nuestro desarrollo cultural y nuestra propia cotidianidad, descubriremos algunos aspectos significativos que desmienten, o cuando menos matizan, esa supuesta admiración que profesamos a las emociones.
 
Empecemos por la historia evolutiva de cada uno de nosotros. Durante la infancia, las emociones son las protagonistas de nuestras vidas. En un abrir y cerrar de ojos, un niño puede pasar de la alegría que da recibir un regalo a la tristeza que siente cuando sus padres tienen que ir a trabajar, de la rabia por tener que compartir un juguete a la tranquilidad que lo invade cuando le leen un cuento antes de acostarse. Sin embargo, tradicionalmente la educación ha ido encaminada a controlar, cuando no reprimir, esas emociones, subordinándolas al juicio o la razón, sobre todo en el caso de emociones negativas como la ira o el asco. Cuando el niño las manifiesta, se le invita a explicar sus motivos, a buscarles un origen, a ser sensato. A medida que crece, le pedimos que reflexione y razone sobre aquello que dice o hace, y así se transmite, aunque sea de manera implícita, un cierto predominio del pensamiento sobre las emociones.
 
Si ampliamos ahora la perspectiva hasta abarbar la historia de nuestra cultura, encontramos un claro indicador de que las emociones están subordinadas a la razón.
 
A resultas de todo ello, en nuestra tradición cultural con frecuencia tratamos las emociones no sólo como algo ajeno a la razón, sino como algo que interfiere en su buen funcionamiento. Incluso las emociones positivas, como la alegría o el amor, nos parecen dignas de elogio siempre y cuando no las mezclemos con las “cosas serias”, tales como aprender, pensar o tomar decisiones importantes. Como si fueran ese amigo divertido pero poco fiable por el cual, aunque nos guste pasar un buen rato con él preferimos no dejarnos llevar.
 
En defesa de las emociones
 
Lo dicho hasta ahora no pretende ser un alegato en contra de la razón ni de nuestra tradición cultural, ¡faltaría más! Nadie discute que el pensamiento es una facultad íntimamente unida a la condición del ser humano y esta concepción heredada de los griegos es la que ha permitido, con el paso de los siglos, la aparición de un peculiar forma de afrontar y conocer el mundo: la ciencia. Sin embargo, es precisamente la misma ciencia la que, en fechas muy recientes, ha empezado a poner en cuarentena todo lo que hasta hace poco se sabía acerca de las emociones. Gracias a los nuevos avances en el conocimiento del cerebro y a la evidencias experimentales acumuladas a lo largo de los últimos años, ahora sabemos que las emociones, además de hacernos, al igual que la razón, propiamente humanos, desempeñan un papel esencial en el correcto funcionamiento de nuestras “facultades elevadas”. La curiosidad y el asombro —que intervienen en la motivación— son ingredientes indispensables del aprendizaje, ya que memorizamos más y mejor aquellas informaciones que están vinculadas a las emociones; el miedo, a su vez, nos permite tomar decisiones adecuadas en situaciones de riesgo, pues ayuda a anticipar posibles amenazas y peligrosos. Como ya intuyó Charles Darwin, uno de las precursores de la neurociencia afectiva, si las emociones están ahí es porque cumple una función positiva en nuestra supervivencia como especie.
 
Este es exactamente el propósito del presente libro: hacer una reivindicación, razonada y sensata, de la emociones. In medio star virtus, que dirían los antiguos. Para ello, empezaremos con un primer capítulo destinado a poner un orden y responder a una pregunta fundamental para poder seguir adelante: ¿qué es una emoción? Definiremos sus rasgos esenciales desde el punto de vista científico y haremos un breve esbozo de los principales modelos que se han propuesto para clasificarlas. Una vez que tengamos claro de qué estamos hablando, en el segundo capítulo intentaremos seguirles el rastro e identificar su lugar de residencia. De qué son, pasaremos al dónde y cómo brotan. Nuestras pesquisas, inevitablemente anatómicas, no nos llevarán al corazón, sino a diversas regiones del cerebro. Y es que, como sucede con tantas otras cuestiones humanas, también cuando se trata de emociones, casi todo está en la cabeza.
 
Equipados ya con un necesario bagaje “académico”, en los siguientes capítulos podremos dedicarnos a profundizar en el conocimiento de las principales emociones, descubriendo las características distintivas de cada una de ellas y cómo intervienen en nuestra vida. De entrada, nos centraremos en las emociones primarias, aquellas que parecen hermanarnos a todos los seres humanos independientemente del entorno cultural en el que hayamos sido educados. Son el miedo, la ira, el asco, la alegría, la tristeza y la sorpresa. Seguiremos con el capítulo dedicado en exclusiva al amor, con el que el libro debería alcanzar su clímax romántico; pero no nos engañamos, aparecerán más neuromoduladores que bellas parejas a la luz de la luna. Ya para acabar, tendremos ocasión de ver a todas las emociones en acción y comprobar que, lejos de ser un obstáculo, resultan imprescindibles para que podamos aprender, recordar y decidir más y mejor Quod erat demonstrandum.
 
A lo largo de todo el trayecto complementaremos las explicaciones de naturaleza más teórica con la descripción de curiosos experimentos y célebres casos clínicos, como el de Phineas Gage o la paciente S. M. La función de estos ejemplos no es tan solo la de “salpimentar” la teoría. Por un lado, representan el obligado aval empírico que diferencia al conocimiento de la mera especulación sin fundamento o, peor aún, de las simples leyendas urbanas. Si, como decíamos antes, el propósito de este libro es romper una lanza a favor de las emociones de forma sensata y razonada, las pruebas experimentales constituyen un elemento irrenunciable para ello.
 
     
     

     
Fragmento de la introducción.      

     
 
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