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La persistencia de la memoria
 
Carlos Aguilar Gutiérrez y
Aline Aurora
Maya Paredes
   
   
     
                     
                     
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  articulos  
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Patricia Magaña Rueda
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
 

como citar este artículo

Aguilar Gutiérrez, Carlos y Maya Paredes, Aline Aurora. (2009). Astronomía. La persistencia de la memoria. Ciencias 95, julio-septiembre, 78-79. [En línea]
     


 
 
 

 

       
 
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Estrés postraumático
 
Luis Raúl González Pérez
   
   
     
                     
                     
Estrés postraumático (ept)
Benjamín Domínguez Trejo, James W. Pennebaker,
Yolanda Olvera López
Editorial Trillas, 2009.
 
Este libro aborda un tema que ha sido poco tratado. Como sabemos los efectos que producen el estrés postraumático derivan de diversos eventos: ataques, abu­so, violación, desastres natu­ra­les, accidentes, cautiverio o por haber presenciado un acto violento o trágico; es decir, es consecuencia prin­ci­pal­men­te de la vida mo­der­na, que nos expone a las más variadas presiones, par­ticu­larmente a quienes vivimos en las ciudades.
 
Es una obra que nos en­se­ña cómo los efectos del estrés postraumático afectan gra­ve­men­te a quienes lo padecen ha­cien­do necesaria una atención inmediata, para lo cual se requiere un pronto diag­nós­ti­co, el tratamiento adecuado a seguir, así como personal capa­ci­ta­do para brindarlo. Con gran acierto señala que ante el pa­de­ci­miento debe haber cono­ci­mien­to y capacidad para ­saber tratar a la víctima, desde el primer con­tac­to. De esta manera, existe la necesidad de otor­gar un tratamiento a partir de un en­foque multidisciplinario que con­sidere las contribuciones de las dinámicas bio­lógi­ca, psi­cológica y social. Asi­mis­mo, se reconocen y valoran las apor­taciones que hace la far­ma­cología, la educación, la nu­tri­ción, el trabajo social, la legislación y la historia. Es decir, en el tratamiento se debe tomar en cuenta la naturaleza multifacética de este trastorno.

El libro también destaca que del estudio del estrés pos­traumático deriva una herra­mien­ta útil para la investigación de violaciones a derechos hu­ma­nos y la comisión de delitos. Particularmente previene y brin­da información sobre el tema con base en casos prácticos y señala los as­pec­tos a con­si­de­rar, orientando así la ca­pa­ci­ta­ción que debe tener el de­fen­sor de derechos humanos res­pec­to del manejo que hay que des­ple­gar en la atención a las víctimas. Particular­men­te, se resalta la necesidad de la apli­cación del tratamiento en sec­tores vulnerables como los familiares de desapare­cidos u otras víctimas de vio­lación de los derechos hu­manos, como los casos de tortura.

Recientemente se es­ta­ble­ció a nivel constitucional el de­re­cho de toda persona a guar­dar silencio, así como la correspondiente prohibición de la prueba confesional. Lo ante­rior tuvo el claro objetivo de evitar la práctica recurrente en nuestro país de maltratar física o psicológicamente a los detenidos a fin de que emitan una confesión, empleada como prueba o indicio para dictar una condena.

Al respecto, se debe decir que aun cuando es posible que la tortura haya disminuido sen­si­ble­men­te en los últimos años, no ha desaparecido del todo en México.

Con relación a este asunto se elaboró el Manual para la in­ves­ti­ga­ción y documentación eficaces de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhu­ma­nos o degradantes, mejor conocido como Protocolo de Estambul, el cual sirve para dar las directrices internacionales aplicables a la eva­luación de aque­llas personas que aleguen haber sufrido tor­tura y ma­los tra­tos. Este do­cu­mento —que fue firmado por México—, establece los es­tán­da­res básicos que se deben atender y evaluar para las víctimas de estrés postraumático y de tortura.

Respecto de su aplicación, debemos decir que se tiene la idea errónea de que el estrés pos­trau­má­ti­co tiene que ser la principal consecuencia de la tortura, lo cual no es necesa­ria­men­te cierto. Recuerdo haber platicado el tema con Benjamín Domínguez Trejo, ex­po­nién­do­le que el estrés postraumático no siem­pre obe­dece a cir­cuns­tan­cias derivadas de tortura.
Por ejemplo, el estrés postrau­má­ti­co que su­fra una persona acusada de un delito y que se encuentre en prisión puede obedecer sólo a esa condición y no a que haya sido torturado. Por el contrario, tam­bién debe decirse que la ausen­cia de estrés no determina la no responsabilidad.

Por lo anterior tiene que existir gran cuidado en el diagnóstico que se emita. Pre­cisamente, este libro resul­ta va­lio­so por la información teó­rica y práctica que ofrece a cada uno de los diferentes es­pe­cia­lis­tas que participan en el diag­nós­ti­co del estrés postraumático. Particularmente, considero que será una herramienta de utilidad para quienes es­tán interesados en la de­fen­sa de los derechos humanos, por lo cual me congratulo y felicito a los autores.
 
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Texto leído en la presentación por Luis Raúl González Pérez, abogado general de la UNAM.

 

 

como citar este artículo
Domínguez Trejo, Benjamín. (2009). Estrés postraumático. Ciencias 95, julio-septiembre, 76. [En línea]
     

 

       
 
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Algo que debemos saber acerca de los virus... o la gripe que viene

 

Luisa Alba Beatriz Rodarte, Claudia Segal,
Víctor Valdez y Alfonso Vilchis
   
   
     
                     
                     
Los virus no están incluidos den­tro de los cinco reinos de la vida, ¿por
qué?, porque son en­tidades biológicas constitui­das sólo por ácidos nucleicos y pro­teínas y ocasionalmente al­gu­nos lípidos de la membrana que se llevan de las células que infectan, es decir, están for­ma­dos únicamente por una o algunas proteínas (la cápside o cubierta) y material ge­né­tico (adn o arn), que cons­ti­tuye sus genes. Los virus no tie­nen estructura celular, no pue­den mo­verse, no pueden llevar a ca­bo —en forma indepen­dien­te— su metabolismo, por tan­to pue­den ser denominados “parásitos genéticos”, lo cual sig­ni­fi­ca que utilizan la maquinaria genética de su hospede­ro (célula que infectan) para su propia supervivencia.
 
 
Durante el proceso infec­cio­so, los virus pueden seguir dos estrategias principales de reproducción: virulenta y la­ten­te. La modalidad virulenta involucra, después de la liberación del material genético del virus en el interior de la célula, la síntesis de proteínas víricas necesarias para la replicación de su genoma y la conformación de sus estructuras protei­cas de recubrimiento, utilizando la maquinaria celular. Esto da lu­gar a la formación de múltiples partículas virales que serán liberadas a partir de la célula hospedera, prosiguiendo el pro­ceso infectivo (por ejem­plo, el virus de la influenza). Por otra parte, la modalidad de latencia radica en el hecho de que el material genético del virus no se replica de manera inme­diata, sino que puede permanecer en el citoplasma como episoma (por ejemplo, virus del herpes) o integrarse en el genoma de la célula hospedera (por ejemplo, retrovirus). Ba­jo ciertas condiciones, el geno­ma del virus comienza a replicarse y a dirigir la síntesis de pro­teínas virales, generando nuevas partículas y continuando el desarrollo infeccioso.
 
Como consecuencia de su mecanismo de multiplicación, al­gunos virus muestran una al­ta variabilidad que les permite generar múltiples variantes que eventualmente le llevarán a eva­dir tanto los sistemas de defensa del hospedero como los mecanismos farmacológicos de contención terapéutica.
A lo largo de la evolución, la naturaleza ha creado y preservado distintos tipos de virus: con respecto de los ácidos nu­cleicos los hay cuyo material genético es adn o bien arn, y pueden ser de cadena senci­lla o doble. Los ácidos nucleicos pueden estar protegidos por varios monómeros de una misma proteina, como ocurre en los virus filamentosos (por ejemplo, el virus del mosaico del tabaco); pueden estar en­vuel­tos dentro de una figura ico­sahédrica compuesta por dis­tin­tas subunidades proteicas, como los virus esferoidales (por ejemplo, el adenovirus) o pueden estar formados por estructuras proteicas mucho más complejas para proteger los ácidos nucleicos de orga­nis­mos como los bacteriófagos, cuya estructura se conoce co­mo esferoidal con cola, o virus “envueltos”, en los que la cápside está rodeada por una cubierta de doble capa lipídica con proteínas embebidas. Las pro­teínas están codificadas por el genoma viral, sin embar­go los lípidos de la membrana se de­rivan de las membranas de las células anfitrionas. Los virus en­vueltos son comunes en el mundo animal, ejemplos son los coronavirus y los virus de la influenza.
 
Virus de la influenza

Los virus de influenza pertene­cen a la familia Orthomyxoviridae; tienen un genoma de arn de una sola cadena fragmentado en 7 u 8 segmentos, con capacidad para codificar unas 10 proteínas, y la cápside es he­li­coi­dal y posee una envol­tu­ra lipídica en una estructura de aproximadamente 100 nanómetros de diámetro. En su envoltura se encuentran varias copias de tres proteínas: la pro­teína de membrana (m) y las glucoproteínas hemaglutinina (h) y neuroaminidasa (n). La proteína m, junto con el ácido nucleico, permiten clasificar es­tos virus como a, b o c; sólo los dos primeros tipos pueden producir epidemias. De las pro­teínas h y n se conocen distintos subtipos para la influenza a, 15 para h (de h1 a h15) y 9 para n (de n1 a n9), y es su combinación la que da lugar a las diferentes cepas vi­ra­les; en cambio, para la in­fluen­za b sólo hay un subtipo de h y uno de n
(figura 1).
 
 
FIG1
 
 
En 1918 y 1919, una pan­demia de influenza ah1n1 co­bró la vida de 20 millones de per­sonas en todo el orbe; a me­dia­dos de los cincuentas y a mediados de los setentas volvieron a ocurrir epidemias li­mitadas de otros subtipos de vi­rus de la influenza.

Durante el año 2003 se des­cri­bieron varios casos de muer­te en humanos por una en­fermedad respiratoria no iden­ti­fi­cada en China. Más tar­de fue aislado en los pacientes una forma de virus aviar pre­sen­te hasta entonces única­men­te en aves, el h5n1. En ese momento se describió an­te el mundo la nueva capacidad adquirida por este virus aviar de transmitir la infección viral de ave a hombre y de hom­bre a hom­bre. Esta infección viral se denomina Síndrome agudo respiratorio severo (SARS).

Desde entonces ha habido brotes de influencia aviar alrededor del mundo: en Europa cen­tral se presentó como in­fluen­za aviar altamente pa­tó­ge­na, el h7n7; más tarde se reportó en Asia en pollos y hu­manos, el h5n1, diseminán­do­se hasta llegar a reconocerse casos del mismo virus que infectó también cerdos en Estados Unidos; de esta manera las agencias de salud mundial pusieron en alerta a los países prediciendo una probable pan­demia de influenza, para lo cual se hizo una llamada al planeta a estar preparados para una con­tingencia mayor; los labora­torios farmacéuticos se dieron a la tarea de investigar la producción de una vacuna que pu­diera contrarrestar la posible infección viral de influenza.

Muchas vacunas se desa­rro­llaron sobre virus aislados y reconocidos como patógenos, pero la capacidad de mutación, cambio o adaptación de los virus para mantener su via­bilidad, ha hecho de estas va­cunas únicamente drogas ca­paces de disminuir los sín­to­mas pero que no contrarrestan en un 100% la infección viral.

Hay tres modos posibles de que virus aviares infecten a los humanos: directamente, el virus de ave acuática puede infectar a seres humanos; una cepa de influenza aviar entra al hospedero intermediario y de ahí a un humano sin sufrir ma­yores cambios; y un virus aviar puede ser transmitido desde un ave acuática (reservorio de es­tos virus) a un cerdo, hos­pe­dero intermediario, que simul­tá­nea­men­te es infectado por un virus de influenza huma­na. Al ocurrir la liberación de los virus, estos pueden llevar genes de las distintas cepas que infectaron, permitiendo la in­fec­ción de un humano a otro (figura 2).
 

FIG2

 
Vacunas

La Organización Mundial de la Salud ha establecido que “la va­cunación es la principal medida para prevenir la influenza y reducir el impacto de la epi­de­mia”. Las vacunas contra la influenza son de dos clases: inac­tivadas y vivas-atenuadas. Las vacunas inactivadas pueden, a su vez, consistir en tres cla­ses: a) el virus inactivado por formaldehído; b) el virus par­cial­mente fragmentado por un de­tergente, o c) una preparación que contiene únicamente las dos proteínas de la superficie del virus, la hemaglutinina y la neuroaminidasa; esta vacuna también se conoce como vacuna de subunidades. Por su parte, las vacunas vivas-ate­nua­das consisten en prepa­ra­cio­nes del virus atenuado o de­bi­lita­do en su virulencia por cul­tivos seriados en medios específicos.

Las proteínas de la su­per­fi­cie del virus —hemaglutinina y neuroaminidasa—, que pueden ser reconocidas por el ­sis­te­ma inmune de los seres ­humanos, se denominan antígenos.

La eficacia de una vacuna re­si­de en la capacidad de los antígenos de inducir una respuesta inmunitaria mediante la formación de anticuerpos y cé­lu­las de defensa en el ser humano.

Debido a la alta variabilidad genética que presenta el virus de la influenza tipo A, sus proteínas de superficie también presentan variaciones antigénicas, por lo que la aplicación de una vacuna o, en su caso, la inmunidad que una persona adquiere después de contraer la infección, frente a un tipo es­pe­cí­fi­co del virus de la in­fluen­za A no protege total­men­te contra variantes antigénicas o genéticas del mismo virus. Es­to explica el surgimiento de brotes epidémicos y, por otra parte, la necesidad de la revacunación cada determinado tiempo.
 
  articulos
Referencias bibliográficas

National Institute of Allergy and Infectious Diseases (niaid) de nih, en:
http://www3.niaid.nih.gov/topics/Flu/Research/basic/AntigenicShiftIllustration.htm
Stryer, L., Berg, J.M. y J. L. Tymoczko. 2006. Bioche­mis­try. W. H. Freeman, sexta edición.
Guan, Y., Shortridge, K. F., Krauss S., Li, P.H., Ka­wao­ka, Y. y R. G. Webster. 1996. en Journal of virology, vol. 70 núm. 11, pp. 8041-8046.
Webby, R. J. y Webster, R. G. 2003. En Science, vol 302, 28.
Lewin, Benjamin. Genes ix. Jones & Bartlett Pu­blish­ers, novena edición.
 
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Loisa Alba, Beatriz Rodarte, Claudia Segal, Víctor Valdez yAlfonso Vilchis
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.
 

como citar este artículo

Alba Lois, Luisa y Rodarte Beatriz, Segal Claudia, Valdés Víctor, Vilchis Alfonso. (2009). Algo que debemos saber acerca de los virus.. o la gripa que viene. Ciencias 95, julio-septiembre, 62-65. [En línea]
   

 

       
 
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Los laberintos del NO en la creación, a propósito de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas

Ana María Cetto

   
   
     
                     
                     
En 1825, el Servicio Postal de Estados Unidos creó una ofi­ci­na especial (Dead Letter Office) adonde iban a parar las in­nu­me­rables cartas que no podían entregarse a su destinatario. De una de sus filiales fue des­pe­dido Bartleby antes de que lo contratara un abogado mayor, dueño de una oficina en Wall Street. La obra de Herman Melville, Bartleby el escribano, publicada en 1853, cuenta la historia de este personaje singular, a quien cada vez que se le encargaba un trabajo res­pon­día de entrada: preferiría no hacerlo. Melville escribió es­ta novela porque su obra maestra Moby Dick no se vendía tan bien como había esperado.
Ahora Enrique Vila-Matas ha escrito una obra motivado por la historia del personaje de Melville. El libro Bartleby y compañía habla de aquellos que dejan de escribir e indaga sus razones para preferir no ha­cerlo. Con este fin, rastrea el amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura: la atracción negativa o la pulsión por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente —o quizás precisa­men­te por eso— no lleguen a es­cribir nunca, o bien escriban uno o dos libros y luego re­nun­cien a la escritura, o bien tras iniciar con éxito una obra, que­den un día literalmente pa­ra­li­zados para siempre.

El autor explora los vericue­tos del laberinto del no, donde se encuentra, según él, “el úni­co camino que queda abier­to a la auténtica creación literaria, una tendencia que se pregunta qué es la escritura y dón­de está, y que merodea alrededor de la imposibilidad de la misma”. Sólo de este la­be­rin­to puede surgir la escritura por venir, afirma, por esto, en vez de un libro escribió un compendio de notas de pie de página, las notas al texto invisible, al libro ausente —pero no necesariamente por ello inexistente.

En la negación del escritor, fraguada en la obra de una cons­telación de autores que in­clu­ye a Hoffmannsthal, Kaf­ka, Musil, Beckett, Rimbaud y Salinger; en el mundo de Ro­bert Walser el copista y Juan Rulfo el oficinista, hay que ras­trear ese camino que queda abierto a la auténtica creación literaria. Y en el proceso se des­cu­bre que los motivos para no escribir o dejar de hacerlo pue­den ser muy variados.

A los 19 años Rimbaud con­sideró que ya había escrito toda su obra y cayó en un si­len­cio literario que duraría has­ta el final de sus días, mien­tras Guy de Maupassant dejó de es­cribir por creerse inmortal; Clara Whoryzek (La lám­pa­ra íntima, 1892) concluyó que era más sensato no escribir los libros que había pensado por­que eran como pompas de jabón que no se dirigían a nadie, de modo que no serían leídos ni por sus amigos; a Juan Rul­fo se le murió el tío Celerino, que era quien le contaba las historias; y el triestino Bobi Baz­len consideraba que casi todos los libros escritos no son más que notas de pie de pá­gina, infladas hasta convertirse en volúmenes. por lo que, después de haber leído todos los libros en todas las lenguas, y cuando sus amigos creían que acabaría por escribir un li­bro que sería una obra maestra, escribió sólo sus Note sen­za testo (1970).

A veces se abandona la es­critura porque se cae en un es­tado de locura del que ya no se recupera jamás, como es el caso de Hölderlin, quien estuvo encerrado los últimos 38 años de su vida en la buhardilla de un carpintero escribiendo versos raros e incomprensibles. Kafka, por su parte, no cesó de aludir a la imposibilidad esen­cial de la materia literaria, sobre todo en sus Diarios; mien­tras Wittgenstein, quien sólo escribió dos libros —el célebre Trac­tatus y un vocabulario rural aus­tria­co— externó en más de una ocasión la dificultad que para él entrañaba exponer sus ideas.

Otros grandes escritores se han visto paralizados ante las dimensiones absolutas que con­lleva toda creación. Algunos llegan al extremo de ser ágrafos, que sin embargo, paradójicamente, pueden constituir literatura. Manuel Pénabou, en Por qué no he escrito nin­gu­no de mis libros, explica: “so­bre to­do no vaya usted a creer, lec­tor, que los libros que no he es­crito son pura nada. Por el con­trario (que quede claro de una vez), están como en suspensión en la literatura universal”.

Hay quienes sí escriben, pe­ro para crear personajes que se pierden en el laberinto del no. En el siglo xix, Hoffmann y Balzac crean pintores que no pueden pintar más que un frag­men­to de una figura soñada como perfecta. Gide construye un personaje que recorre to­da una novela (Paludes, 1895) con la intención de escribir un libro que nunca escribe. La pa­radigmática Carta de Lord Chan­dos dirigida a Francis Ba­con (Hoffmannstal, 1902) des­cri­be la crisis de lenguaje de su autor, que no le permite expre­sar adecuadamente la experiencia humana y lo hace prometer que no escribirá nunca más una sola línea. Más tarde, Musil convierte casi en un mito la idea de un “autor improductivo”’ en El hombre sin atributos (1930-1942). Monsieur Tes­te, el alter ego de Valéry, no sólo ha renunciado a escribir, sino que incluso ha arrojado su biblio­te­ca por la ventana.

Claro está que hay quienes usan algún truco para negarse a escribir por temporadas o para siempre. Como Stendhal, quien estuvo aguardando años a que le llegara la inspi­ra­ción, o el poeta Pedro Garfias, quien pasó una infinidad de tiempo sin escribir una sola línea porque buscaba un adjetivo. En realidad más de 99% de la humanidad se inclina, al más puro estilo Bartleby, por no escribir: porque no sabe, o cree que no sabe, o no tiene ganas, o prefiere hacer otra cosa.
 
También hay los que se opo­nen activamente a la es­cue­la de Bartleby, legándonos miles de páginas escritas. Al­gu­nos de ellos recorren con mu­cho éxito el laberinto del SÍ. Recordemos a Georges Sime­non, el más prolijo de los auto­res en lengua francesa, quien en el curso de 60 años publicó 193 novelas con su nombre y 190 con diferentes seudó­ni­mos, 25 obras autobiográficas y más de un millar de cuen­tos, además de obras menores. Con orgullo hablaba de las téc­nicas que empleó para incrementar poco a poco su eficien­cia hasta permitirle escribir ocho cuentos en un día.
Decía Wittgenstein que si al­gún día escribiera el libro de las verdades éticas —expre­san­do con frases claras y compro­bables qué es el bien y qué es el mal en un sentido absoluto— ese libro haría estallar to­dos los demás libros en mil pedazos. Enorme ambición, da­do el antecedente de las Ta­blas de la Ley de Moisés, cuyas líneas se revelaron incapa­ces de comunicar la grandeza de su mensaje. Al respecto apun­ta Vila-Matas: “qué es­pan­to si sólo existiera el libro de Wit­tgenstein, y nosotros tuviéramos que acatar ahora su ley. Mejor quedarse con uno de los dos que escribió Rulfo que con el que, gracias a Moisés, no es­cri­bió Wittgenstein”. El libro ausente de Wittgenstein es, afortunadamente, un libro imposible. Parafraseando a D.

At­tala, el simple hecho de que existan millones de libros es la prueba de que ninguno con­tie­ne la verdad total.
 
“Escribir no es más que re­nun­ciar a todo lo que no se pue­de escribir”, parecen decirnos todos estos escritores. Pe­ro a veces es necesaria la renuncia. Escribir es una actividad de alto riesgo y, en este sentido, la obra escrita, si quiere tener validez, debe abrir nuevos caminos o perspectivas y tratar de decir lo que aún no se ha dicho. Porque pueden existir miradas nuevas sobre los nue­vos y los viejos objetos, y por lo tanto es mejor correr el ries­go y escribir, que no hacerlo.
El autor que trata de ampliar las fronteras presentes de lo humano puede fracasar. En cambio, dice Vila-Matas, “el autor de productos literarios con­ven­cionales nunca fra­ca­sa, no corre riesgos, le basta apli­car la fórmula de siempre, su fórmula de académico aco­mo­dado, su fórmula de ocul­ta­miento”.

Qué familiar nos suena es­to, si pensamos en la tarea de escribir y publicar en ciencia. Una actividad también de alto riesgo, cuyo producto, si quie­re tener validez, debe abrir nue­vos caminos o brindar pers­pec­ti­vas novedosas; decir algo que aún no se ha dicho. Y también en el campo de la ciencia hay ejemplos paradigmáticos de autores que han optado por perderse en los laberintos del no. Kurt Gödel, cuya obra ha tenido un im­pac­to revolucionario en la lógica de las matemáticas, publicó en vida una escasa docena de tra­ba­jos. Prácticamente a partir de su ingreso al Insti­tu­to de Estudios Avanzados de Princeton, a los 40 años de edad, dejó de publicar del todo. Lo que no ha impedido que se produzca una colección de cinco volúmenes con sus obras completas, que incluyen manuscritos y notas no publicadas, ampliamente comenta­das por terceros.

Peter Higgs publicó apenas un puñado de artículos de investigación durante su vi­da activa como físico teórico —tres de ellos acerca del mecanismo que confiere masa a las par­tí­culas elementales, que aho­ra lleva su nombre. A partir de entonces resistió la cre­cien­te presión institucional por publicar, con el argumento de que lo haría cuando tuviera otra vez algo nuevo que co­municar. Lo que no ha im­pe­di­do que otros autores hayan publicado ya más de 8 400 ar­tículos con el nombre de Higgs en el título.Pero a diferencia de los es­­cri­tores del club de Bar­tle­by, para la mayoría de los cien­tí­fi­cos es demasiado grande el ries­go que se corre al no pu­bli­car. Antes es pre­fe­ri­ble per­der­se en la espiral del sí —o me­jor di­cho, del y ­sí…— donde lo importante no es callar, sino por el contrario, tra­tar de decir­lo todo, aun a ries­go de repe­tirse.

¿Podría alguien alguna vez pretender, a la manera de Witt­genstein, escribir el libro de las verdades científicas que ha­ría estallar todos los demás ­libros en mil pedazos? ¿Acaso sería posible, mediante una gran obra semejante a las Tablas de Moi­sés, comunicar la grandeza del mensaje entero de la natu­raleza?
También en este caso el gran libro ausente es un libro imposible, pues el simple hecho de que existan millones de libros (y artículos) es la prueba de que cada uno de ellos contiene cuando mucho sólo frag­men­tos de la verdad. Siguiendo el símil, podría decirse que hacer ciencia implica renunciar a la posibilidad de conocer la verdad total. Ya que se han perdido las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar continuamente nuestros modos de exploración y representación. Seguiremos haciendo ciencia porque la na­turaleza, en su inmenso mis­te­rio, se dará a conocer sólo asin­tóticamente, nunca de ma­nera plena.
 
 
  articulos  
Referencias bibliográficas
 
Vila-Matas, Enrique. 2000. A propósito de Bartleby y com­pañía. Anagrama, Barcelona.
 
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Ana María Cetto
Instituto de Física, Universidad Nacional Autónomal de México.
 

como citar este artículo

Cetto, Ana María. (2009). Los laberintos del NO en la creación a propósito de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas. Ciencias 95, julio-septiembre, 72-74. [En línea]
     

 

       
 
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El libro de la naturaleza en Galileo
 
Italo Calvino
   
   
     
                     
                     
La metáfora más famosa en la obra de Galileo —y que con­tie­ne en sí el núcleo de la nue­va filosofía— es la del libro de la naturaleza escrito en len­guaje matemático.
“La filosofía está escrita en ese libro enorme que tenemos continuamente abierto de­lante de nuestros ojos (hablo del universo), pero que no puede entenderse si no apren­demos primero a comprender la lengua y a conocer los caracteres con que se ha escrito. Está es­cri­to en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geo­mé­tricas sin los cua­les es humanamente imposible entender una palabra; sin ellos se deam­bula en vano por un laberinto oscuro” (Saggiatore [Ensayista] 6).
 
La imagen del libro del mun­do tenía ya una larga his­to­ria antes de Galileo, desde los ­filósofos de la Edad Media has­ta Nicolás de Cusa y Mon­­taigne, y la utilizaban contemporáneos de Galileo como Fran­cis Bacon y Tommaso Cam­pa­ne­lla. En los poemas de Campanella, publicados un año antes que el Saggiatore, hay un so­ne­to que empieza con estas pa­labras: “El mundo es un libro don­de la razón eter­na escribe sus propios conceptos”.

En la Istoria e dimostrazioni intomo alie macchie solari [His­toria y demostraciones acer­ca de las manchas solares] (1613), es decir diez años antes del Saggiatore, Galileo oponía ya la lectura directa (libro del mundo) a la indirecta (libros de Aristóteles). Este pa­sa­je es muy interesante porque en él Galileo describe la pin­tu­ra de Archimboldo emi­tien­do juicios críticos que valen para la pintura en general (y que prue­ban sus relaciones con ar­tis­tas florentinos como Ludo­vi­co Cigoli), y sobre todo refle­xiones sobre la combinatoria que puede añadirse a las que se leerán más adelante.

“Los que todavía me con­tra­di­cen son algunos defen­so­res severos de todas las mi­nu­cias peripatéticas, quienes, por lo que puedo entender, han sido educados y alimentados desde la primera infancia de sus estudios en la opinión de que filosofar no es ni puede ser ­si­no una gran práctica de los tex­tos de Aristóteles, de modo que puedan juntarse muchos rá­pi­damente aquí y allá y en­sam­blar­los para probar cualquier problema que se plantee, y no quieren alzar los ojos de esas páginas, como si el gran libro del mundo no hubiera sido escrito por la naturaleza pa­ra que lo lean otras personas además de Aristóteles, cuyos ojos habrían visto por toda la posteridad. Los que se inclinan ante esas leyes tan es­tric­tas me recuerdan ciertas cons­tric­cio­nes a que se someten a ve­ces por juego los pintores capri­cho­sos cuando quieren re­­presentar un rostro humano, u otras figuras, ensamblando ya únicamente herramientas agrícolas, ya frutos, ya flores de una u otra estación, extravagancias que, propuestas co­mo juego, son bellas y agra­da­bles y demuestran el gran ta­len­to del artista pero que si alguien, tal vez por haber dedi­cado todos sus estudios a esta manera de pintar, quisiera sa­car de ello una conclusión uni­versal diciendo que cualquier otra manera de imitar es imperfecta y criticable, se­gu­ra­mente el señor Cigoli y los otros pintores ilustres se reirían de él”.

La aportación más nueva de Galileo a la metáfora del libro del mundo es la atención a su alfabeto especial, a los “ca­racteres con que se ha escrito”. Se puede pues precisar que la verdadera relación metafórica se establece, más que entre mundo y libro, entre mun­do y alfabeto. Según este pasaje del Dialogo sopra i due mas­simi sistemi del mondo [Diá­logo sobre los dos máximos sistemas del mundo] (jornada II) el alfabeto es el mun­do: “Tengo un librito, mucho más breve que los de Aristó­te­les y Ovi­dio, en el que están con­te­ni­das todas las ciencias y cualquiera puede, con poquísimo estudio, formarse de él una idea per­fec­ta: es el alfabeto; y no hay duda de que quien sepa acoplar y ordenar esta y aquella vo­cal con esta o aquella consonante obtendrá las respues­tas más verdaderas a todas sus dudas y extraerá ense­ñan­zas de todas las ciencias y todas las artes, justamente de la misma manera en que el pin­tor, a partir de los diferentes colores primarios de su pa­leta y juntando un poco de ­éste con un poco de aquél y del otro, consigue representar hom­bres, plantas, edificios, pá­jaros, peces, en una palabra, imi­tar todos los objetos visibles sin que haya en su paleta ni ojos, ni plu­mas, ni escamas, ni hojas, ni guijarros: más aún, es necesario que ninguna de las cosas que han de imitarse, o parte de alguna de esas cosas, se encuentre efectiva­men­te entre los colores, si se quie­re representar con esos colores todas las cosas, que si las hubiera, plumas por ejem­plo, no servirían sino para pintar pájaros o plumajes”.

Cuando habla de alfabeto, Galileo entiende pues un sis­te­ma combinatorio que puede dar cuenta de toda la multiplicidad del universo. Incluso aquí lo vemos introducir la com­pa­ra­ción con la pintura: la com­bi­natoria de las letras del al­fabe­to es el equivalente de aque­lla de los colores en la paleta. Ob­sérvese que se trata de una com­binatoria a un plano diferente de la de Archimboldo en sus cuadros, citada antes: una combinatoria de objetos ya dotados de significado (cua­dro de Archimboldo, collage o combinación de plumas, centón de citas aristotélicas) no pue­de representar la totalidad de lo real; para lograrlo hay que recurrir a una combinatoria de elementos minimales, co­mo los colores primarios o las letras del alfabeto.
En otro pasaje del Dialogo (al final de la jornada I), en que hace el elogio de las grandes invenciones del espíritu hu­ma­no, el lugar más alto corres­pon­de al alfabeto. Aquí se habla otra vez de combinatoria y también de velocidad de co­mu­nicación: otro tema, el de la velocidad, muy importante en Galileo.

“Pero entre todas esas invenciones asombrosas, ¿cuan eminente no habrá sido el espí­ritu del que imaginó el modo de comunicar sus más recón­di­tos pensamientos a cualquier otra persona, aunque es­tu­vie­ra separada por un gran lapso de tiempo o por una larguísima distancia, de hablar con los que están en las Indias, con los que todavía no han nacido y no nacerán antes de mil años, o diez mil? ¡Y con qué facilidad! ¡Mediante la combinación de vein­te caracteres sobre una pá­gina! Que la invención del al­fa­be­to sea pues el sello de to­das las admirables inven­cio­nes humanas…”

Si a la luz de este último tex­to releemos el pasaje del Sag­giatore que he citado al co­mien­zo, se entenderá mejor cómo para Galileo la matemática y sobre todo la geometría desempeñan una función de alfabeto. En una carta a Portu­mo Liceti de enero de 1641 (un año antes de su muerte), se precisa con toda claridad este punto.
“Pero yo creo realmente que el libro de la filosofía es el que tenemos perpetuamente abierto delante de nuestros ojos; pero como está escrito con caracteres diferentes de los de nuestro alfabeto, no pue­de ser leído por todo el mundo, y los caracteres de ese libro son triángulos, cuadrados, círcu­los, esferas, conos, pirámi­des y otras figuras matemáticas ade­cuadísimas para tal lectura”.

Se observará que en su enu­meración de figuras, Galileo a pesar de haber leído a Ke­pler, no habla de elipses. ¿Por qué en su combinatoria debe partir de las formas más simples? ¿o por qué su batalla con­tra el modelo tolemaico se libra todavía en el interior de una idea clásica de proporción y de perfección, en la que el círculo y la esfera siguen sien­do las imágenes soberanas? El problema del alfabeto del li­bro de la naturaleza está vincu­lado con el de la “nobleza” de las formas, como se ve en este pasaje de la dedicatoria del Dialogo sopra i due massimi sistemi al duque de Toscana: “El que mira más alto, más ­altamente se diferencia del vul­go, y volverse hacia el gran libro de la naturaleza que es el verdadero objeto de la filoso­fía, es el modo de alzar los ojos, en cuyo libro aunque todo lo que se lee, como hecho por el Artífice omnipotente, es su­mamente proporcionado no por ello es menos acabado y digno allí donde más aparecen, a nuestro entender, el trabajo y la industria. Entre las cosas na­turales aprehensibles, la cons­titución del universo puede, a mi juicio, figurar en primer lugar, porque si ella, como con­tinente universal, supera toda cosa en grandeza también, co­mo regla y sostén de todo, de­be superarla en nobleza. No obstante, si jamás llegó alguien a diferenciarse de los otros hom­bres por su intelecto, Tolo­meo y Copémico fueron los que tan altamente supieron leer, escrutar y filosofar sobre la constitución del mundo”.

Una cuestión que Galileo se plantea varias veces para apli­car su ironía a la antigua ma­ne­ra de pensar es ésta: ¿aca­so las formas geométricas regulares son más nobles, más perfectas que las formas natu­rales empíricas, accidentadas, etcétera? Esta cuestión se dis­cu­te sobre todo a propósito de las irregularidades de la Lu­na: hay una carta de Galileo a Ga­llanzone Gallanzoni en­te­ra­men­te consagrada a este tema, pe­ro bastará citar este pa­saje del Saggiatore: “En lo que me concierne, como nunca he leído las crónicas particulares y los títulos de nobleza de las fi­gu­ras, no sé cuáles son más o me­nos nobles, más o me­nos perfectas que las otras; creo que todas son antiguas y nobles, a su manera, o mejor dicho, que no son ni nobles y per­fectas, ni innobles e im­per­fectas, porque cuando se tra­ta de construir, las cuadradas son más perfectas que las esféricas, pero para rodar o pa­ra los carros son más perfectas las redondas que las triangulares. Pero volviendo a Sarsi, dice que yo le he dado argu­men­tos en abundancia para probar la asperidad de la superficie cóncava del cielo, por­que he sostenido que la Luna y los demás planetas (también cuerpos celestes, más nobles y más perfectos que el cielo mismo) son de superficie mon­tuosa, rugosa y desigual; pero si es así, ¿por qué no ha de en­contrarse esa desigualdad en la figura del cielo? A esto el propio Sarsi puede responder lo que respondería a quien quisie­se probar que el mar debería estar lleno de espinas y escamas porque así lo están las ba­lle­nas, los atunes y los otros peces que lo pueblan”.

Como partidario de la geo­me­tría, Galileo debería defender la causa de la excelencia de las formas geométricas, pero como observador de la natura­leza, rechaza la idea de una per­fección abstracta y opone la ima­gen de la Luna “montuo­sa, rugosa (aspra, áspera), de­si­gual” a la pureza de los cielos de la cosmología aristotélico-tolemaica.

¿Por qué una esfera (o una pirámide) habría de ser más per­fecta que una forma natural, por ejemplo la de un caballo o la de un saltamontes? Esta pre­gunta recorre todo el Dia­lo­go sopra i due massimi sistemi. En este pasaje de la jornada II encontramos la comparación con el trabajo del artista en es­te caso el escultor.
“Pero quisiera saber si al re­pre­sentar un sólido se tro­pie­za con la misma dificultad que al representar cualquier otra figura, es decir, para explicarme mejor, si es más difícil que­rer reducir un trozo de mármol a la figura de una esfera perfecta, que a una pirámide perfecta o a un caballo perfecto o a un saltamontes perfecto”.
 
Una de las páginas más be­llas y más importantes del Dia­logo (jornada I) es el elogio de la Tierra como objeto de al­te­ra­cio­nes, mutaciones, generaciones. Galileo evoca con es­panto la imagen de una Tie­rra de jaspe, de una Tierra de cris­tal, de una Tierra incorrupti­ble, incluso transformada por la Medusa.

“No puedo oír sin gran asom­bro y, diría, sin gran re­pug­nan­cia de mi intelecto, que se atribuya a los cuerpos na­tu­ra­les que componen el universo, como título de gran nobleza y perfección, el ser impasibles, inmutables, inalterables, etc., y por el contrario que se estime una grave imperfección el hecho de ser alterables, engendrables, mudables, etc. Por mi parte, considero la Tierra muy noble y muy digna de ser admirada precisamente por las muchas y tan diversas altera­cio­nes, mutaciones, genera­cio­nes, etc., que en ella cons­tan­temente se producen y si no estuviera sujeta a ningún cam­bio, si sólo fuera un vasto desierto o un bloque de jaspe, o si, después del diluvio, al retirarse las aguas que la cubrían sólo quedara de ella un in­men­so globo de cristal donde no naciera ni se alterase o mu­dase cosa alguna, me parecería una masa pesada, inútil pa­ra el mun­do, perezosa, en una pala­bra, superflua y como extraña a la naturaleza, y tan diferente de ella como lo sería un animal vivo de un animal muerto, y lo mismo digo de la Luna, de Júpiter y de todos los otros globos del mundo […]. Los que exaltan tanto la incorruptibilidad, la inalterabilidad, etc., creo que se limitan a decir esas co­sas cediendo a su gran deseo de vivir el mayor tiempo posible y al terror que les inspira la muer­te, y no comprenden que si los hombres fuesen inmortales, no hubieran tenido oca­sión de venir al mundo. Es­tos merecerían encontrarse con una cabeza de Medusa que los transmutase en estatuas de jaspe o de diamante para ha­cerlos más perfectos de lo que son.”
 
Si se relaciona el discurso sobre el alfabeto del libro de la naturaleza con este elogio de las pequeñas alteraciones, mu­taciones, etc., se ve que la ver­da­de­ra oposición se sitúa entre inmovilidad y movilidad y que Galileo toma siempre par­tido contra una imagen de la inalterabilidad de la naturaleza, evo­cando el espanto de la Me­dusa. (Esta imagen y este argu­mento estaban ya presentes en el primer libro astronómico de Galileo, Istoria e dimostrazioni intorno alie macchie solarí). El alfabeto geométrico o matemático del libro de la na­turaleza será el que, debido a su capacidad para descom­po­ner­se en elementos mínimos y de representar todas las formas de movimiento y cambio, anule la oposición entre cielos inmutables y elementos te­rres­tres. El alcance filosófico de esta operación queda bien ilustrado por este cambio de ré­plicas del Diálogo entre el to­le­maico Simplicio y Salviati, por­tavoz del autor, en que vuel­ve a aparecer el tema de la “nobleza”: “simplicio: Esta manera de filosofar tiende a la sub­ver­sión de toda la filosofía na­tu­ral, lo perturba todo, introduce el de­sorden en el cielo, la Tierra, el universo entero. Pero creo que los cimientos del peripatetismo son tales que no hay peligro de que sobre sus ruinas ja­más se puedan edificar nuevas ciencias. salviati: No os preo­cupéis ni por el cie­lo ni por la Tierra; no temáis su subversión, ni tampoco la de la filosofía, porque en cuan­to al cielo, vues­tros temores son vanos si lo consideráis ­inalterable e impa­sible, y en cuanto a la Tierra, tra­tamos de ennoblecerla y de perfeccionarla cuando in­tentamos hacerla semejante a los cuerpos celestes y en cier­to modo a ponerla casi en el cielo de donde vuestros filóso­fos la han desterrado”.
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Nota

Texto tomado de: Italo Calvino. Por qué leer a los clásicos. Tusquet, Barcelona, 2005.
 
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Italo Calvino
Escritor italiano que siempre mostró gran interés por la ciencia. Falleció en 1985.
 

como citar este artículo

Calvino, Italo. (2009). El libro de la naturaleza en Galileo. Ciencias 95, julio-septiembre, 50-53. [En línea]
     
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