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El cuarto elemento y los seres vivos:
ecología del fuego
El fuego guarda una estrecha relación con los fenómenos naturales, los elementos abióticos y bióticos del ecosistema y el hombre. Se enfatizan los estudios sobre incendios en México, así como en la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel de Ciudad Universitaria.
Sonia Juárez Orozco y Zenón Cano Santana
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En numerosas culturas el fuego tiene un importante papel. Cuenta el mito griego que Prometeo entregó el fuego del conocimiento a los hombres provocando la ira de Zeus quien lo condenó a ser encadenado y sistemáticamente torturado por un águila. Los zoroastras, descendientes de una secta religiosa de la antigua Persia, lo adoraban como símbolo de pureza. Para su profeta, Zaratustra, la llama encarnaba al espíritu puro y sabio, lo cual coincide con la representación del Espíritu Santo de los católicos, aunque en la Biblia el fuego también simboliza el castigo divino, en la mítica destrucción de Sodoma y Gomorra Dios hizo llover azufre ardiendo y fuego. En México, los mexicas adoraban a Huehuetéotl, el dios del fuego, quien era el encargado de cuidar el equilibrio del cosmos y se le representaba como un anciano soportando el peso de un bracero que simboliza un volcán.
 
Los incendios son tan antiguos como la vegetación terrestre. Frecuentemente, el hombre primitivo se enfrentó al fuego y su domesticación constituyó un gran logro que se registra en todas las culturas conocidas. El ser humano es el único organismo que maneja el fuego, lo cual lo dis­tingue de los demás animales. Es el primer tipo de energía que pudo controlar, para usarlo como fuente de calor, para cocinar sus alimentos e iluminar su entorno. La domesticación del fuego fue la primera gran transición ecológica que produjeron los humanos, pero su utilización es un arma de dos filos, pues si se hace con descuido pue­de ocasionar graves daños.

Desde el punto de vista ecológico, el fuego constituye un disturbio; esto es, un evento súbito que daña a los organismos de una comunidad, dejando espacios abiertos para que otros seres vivos lo colonicen. La perturbación que provoca el fuego en las comunidades consiste en la re­ducción de la biomasa de algunas plantas y la muerte de otras, así como de animales y hongos.

Los humanos han afectado el régimen de incendios en el planeta. Directamente, al usar el fuego para preparar el terreno agrícola, favoreciéndolos por descuido; o indirectamente, introduciendo especies exóticas en los ecosistemas. Por ejemplo, la introducción de ganado en los bosques de Pinus ponderosa disminuye la frecuencia natural de incendios, mientras que la de pinos en los matorrales xerófilos de Sudáfrica la incrementa.

Muchas características de algunos ecosistemas y orga­nismos se explican por la acción del fuego. Se sugiere que la baja densidad de árboles que caracteriza los pastiza­les y sabanas se debe, parcialmente, a la presencia de recurren­tes incendios. Los chaparrales típicos de climas medi­te­rrá­neos, que también experimentan frecuentes incendios, albergan especies vegetales que cuentan con tubérculos y cortezas gruesas que les permiten sobrevivir al fuego. Sin embargo, existe una gran variedad de ecosistemas que no responden de la misma forma ante este tipo de disturbios. En los ambientes desérticos, por ejemplo, sólo sobrevive 35% de los cactus columnares sometidos al fuego.
 
Para que se produzca un incendio deben combinarse calor, combustible y oxígeno. La combustión libera bióxido de carbono, vapor de agua y energía, por lo que esta reac­ción es inversa a la de la fotosíntesis. En los ecosistemas terrestres es muy fácil que se inicie un incendio por la existencia de una gran variedad de materiales combustibles, como la materia viva y muerta contenida en ramas, hojarasca, troncos, pastos, dosel de los árboles y heces. Asimismo, se registran muchas fuentes de calor —sol, rayos, lava, chispas y actividades humanas— y nues­tra atmósfera tiene una alta concentración de oxígeno, calculada en 20 por ciento.

Los incendios pueden clasificarse en superficiales, sub­terráneos o de copa. Los primeros son los que se propagan horizontalmente sobre un terreno, consumiendo el estrato bajo de la vegetación. Los subterráneos, se propagan bajo el suelo por la acumulación y compactación del combustible, que suele consistir en mantillo y raíces. Los de copa o aéreos alcanzan el dosel de los bosques y por lo general son muy destructivos y difíciles de controlar.

De acuerdo con su origen, los incendios también se cla­sifican en naturales y artificiales. En los naturales no interviene el ser humano, son provocados por los rayos, las erupciones volcánicas, la producción de chispas durante un choque de rocas y la combustión espontánea de materia vegetal o compuestos volátiles e inflamables despedidos por ciertas plantas en las horas de mayor calor. Por su parte, los artificiales están asociados con las actividades humanas, entre las que se encuentran las chispas producidas por los ferrocarriles, las hogueras, los fumadores, la quema no controlada de desechos o la realizada con fines agropecuarios y los incendios intencionales. Relacionados indirectamente con las actividades humanas, están los producidos por la combustión espontánea de materiales de desecho inflamables, domésticos e indus­triales, los ocasionados por la introducción de especies exóticas pirófilas —las que necesitan o se benefician de los efectos del fuego—, como los pastos, los eucaliptos y los pinos; y los que se originan por la concentración de energía solar producida por los objetos de vidrio depositados en zonas naturales.

Efectos del fuego

Los incendios producen cambios en los rasgos físicos y químicos del ambiente. Por ejemplo, el contenido de muchos nutrimentos aumenta por la liberación de cenizas durante la combustión; sin embargo, con temperaturas tan altas, el nitrógeno y la materia orgánica se volati­lizan. Asimismo, un incendio puede cambiar la acidez del suelo en ambos sentidos, haciéndolo más ácido o más al­calino. Por otro lado, al quemarse la cubierta vegetal hay mayor incidencia de radiación solar, lo que provoca un drástico incremento de temperatura al nivel del suelo, aumenta la velocidad viento y disminuye la humedad.

Las plantas sufren dos tipos de daños por efecto del fue­go: los directos, asociados con la desnaturalización de pro­teínas y la alteración en la movilidad de los lípidos, y los indirectos, que se derivan de los efectos del calor sobre el metabolismo. La posibilidad de que una planta muera de­pende del grado del daño, ya que su crecimiento modular les permite regenerarse cuando algunos de sus mó­dulos no están quemados.

En este sentido, las plantas más grandes son las que tienen mayor posibilidad de sobrevivir. También, la presen­cia de bulbos, macollos —tallos, flores o es­pigas que nacen justos—, lignotubércu­los o cortezas grue­sas, así como follaje resistente al fuego y semillas de testa dura, les per­mite sobrevivir. Al­gu­nos pas­tos son resistentes al fuego porque poseen rizomas que se encuentran protegidos bajo el suelo. Un ejemplo de adap­tación extrema es el de las coníferas de las especies Pinus banksiana, P. contorta, P. clausa, P. leiophylla, Cupressus sargentii y Picea americana que presentan conos serotinos —los cuales permanecen cerrados du­rante largo tiempo— y que requieren del calor producido por el fuego para liberar sus semillas. Asi­mismo, exis­ten otras plantas cuya presencia favorecen los incendios en el ecosistema, como el pasto Aris­tida stric­ta, la maleza del fuego Epilobium angustifolium, algunos pinos, los eucaliptos, el álamo Populus tremuloides y las secuoyas.

Después de un incendio, las plantas sobrevivientes re­generan sus órganos y recolonizan el territorio por medio de semillas. El clima y la herbivoría son factores claves que determinan el establecimiento de las plantas. La lluvia favorece el crecimiento vegetal, en tanto que los her­bí­voros pueden desaparecer por el fuego, o bien, el surgimiento de nuevos rebrotes los atrae, lo cual aumenta o re­duce las posibilidades de supervivencia de las plantas, respectivamente. La primera opción hace que la quema de áreas para la ganadería sea tan popular, se eliminan insectos nocivos y hay hierba fresca y nutritiva después de la quema, además de que la zona se libera de garrapatas, moscas parásitas y competidores.

También se reportan respuestas positivas de las plantas después de un incendio, asociadas al incremento de la productividad primaria —esto es, la tasa de fijación de ma­teria o energía por parte de las plantas—, de la floración, la dispersión de semillas, la germinación y del establecimiento de las plántulas. La productividad primaria aumen­ta por la alta disponibilidad de nutrimentos y el rápido calentamiento del suelo debido al color negro que le confie­re las cenizas, las cuales estimulan el crecimiento vegetal.

Los animales, a diferencia de las plantas, no resisten las elevadas temperaturas que se experimentan durante un in­cendio, pues además del daño que sufren sus órganos, la inhalación de humo dificulta su respiración y pue­den mo­rir por asfixia. Sus principales mecanismos para no sucum­bir en un incendio son escapar o esconderse en madrigue­ras, islas de vegetación no afectadas por el fuego o al interior de cuerpos de agua. Por lo general, los animales grandes hu­yen, mientras que los pequeños bus­can refugio.

Después de un incendio, los animales encuentran su am­biente sumamente alterado. La vegetación que proveía de espacio, alimento y protección se reduce o desapa­rece. La mayor parte de los cambios no los favorecen; pero, a pe­sar de esto, se mejora la calidad y cantidad de alimento disponible y disminuye la incidencia de parásitos. Se ha registrado que las comunidades de saltamontes, grillos, cucarachas y arañas se recuperan rápidamente.

La situación actual en México

En México, que ocupa el octavo lugar entre los países que pierden sus bosques por causa de los incendios, 90% de ellos son superficiales y muchos ocurren en épocas de ma­yor estiaje. En la década de los noventas se registraron 7 839 incendios por año, los cuales consumieron 267 mil hectáreas anualmente. Las causas cambian según la región: en el centro del país es la quema de pastos y las fogatas, en el sureste, la práctica de la roza, tumba y quema para pre­parar zonas de vegetación natural para el cultivo.

Los incendios forestales provocan diversos daños en los ecosistemas mexicanos, como la destrucción de madera, el aumento de zonas erosionadas que limitan la infiltración de agua al subsuelo, la destrucción del hábitat de la fauna silvestre, la generación de contaminantes atmosféricos que contribuyen al calentamiento global y la reducción de la belleza del paisaje. Asimismo, conllevan negativos efectos económicos y sociales. Si bien es cierto que los incendios naturales son parte importante de la di­námica de algunos ecosistemas, no ocurre lo mismo con los frecuentes incendios de origen antrópico.

Un año catastrófico fue 1998, cuando 14 445 incendios fueron registrados, los cuales afectaron 850 mil hectáreas. Su envergadura fue tal, que alcanzaron veinte enti­da­des fe­derativas de México y algunos países de Centroamérica; en­tre el 14 y el 20 de mayo de ese año se detectó una bruma espesa producto de las partículas liberadas por esos incen­dios, que se extendió hasta Texas y Florida, donde se decre­taron medidas sanitarias y de contingencia ambiental.

Para combatir este tipo de incendios es necesaria la capacitación en técnicas de control de incendios para pro­teger los bienes y las vidas de quienes los combaten. Durante 1998, por ejemplo, se registró la muerte de setenta personas durante acciones de control de incendios forestales en el país. Por otra parte, es importante conocer la relación entre la acumulación de combustibles y la proba­bilidad de que ocurra un incendio. Los de baja intensidad deben ser permitidos y aun prescritos artificialmente, por­que impiden que se acumulen grandes cantidades de com­bustible, lo que ha causado los mayores desastres pro­du­cidos por incendios. Ese fue el caso del incendio ocu­rri­do en el Parque Nacional Yellowstone en julio de 1988, en el cual se quemaron 450 000 hectáreas de bosque, por­que des­de 1872 se implantó un estricto control que permi­tió la acumulación de gran cantidad de materia combusti­ble. Actualmente, se sabe que los incendios que asolan la península de Yucatán están relacionados con el paso previo de un huracán sobre las selvas, el cual ocasiona la caí­da de hojas y ramas leñosas.

La prescripción de quemas ligeras y periódicas tienen numerosas ventajas, como la disminución de riesgos para el ser humano, las plantas y los animales, la reducción de la pérdida de suelos, el control de plagas y enfermedades, la eliminación de combustibles, el control de la vegetación dominante y competitiva, la protección del banco de semillas, el mantenimiento de la diversidad, la estimulación de plantas de interés económico —como los pinos y los zacates— y el mejoramiento de la calidad del forraje. La prescripción de quemas ligeras puede ir acompa­ñada con el retiro de los restos leñosos y de la vegetación exótica, como los eucaliptos y los pastos que incrementan el riesgo de incendios. También es necesario estudiar con detenimiento la posibilidad de usar brechas cortafuego en ecosistemas donde ocurran incendios frecuentes y donde no existan posibilidades de invasiones por parte de comunidades humanas. No obstante, todas las acciones de control y manejo del fuego deben estudiarse profundamente y aplicarse con suma cautela.

El Pedregal de San Ángel

En la ciudad de México, la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel de Ciudad Universitaria, que cuenta con una vegetación tipo matorral xerófilo única en el país por su estructura y composición biótica, se asienta sobre un sus­trato rocoso basáltico originado hace 2 000 años por los derrames del volcán Xitle y de conos adyacentes. La activi­dad volcánica ocasionó una alta heterogeneidad geomorfológica, aunque en algunas zonas se pueden apreciar sitios planos. La extensión original del derrame fue de 80 kilómetros cuadrados, de los cuales 2.37 fueron decretados como Reserva Ecológica en 1983. En este sitio domina un estrato herbáceo y uno arbustivo, aunque también se encuentran elementos arbóreos de menos de siete me­tros de altura. La flora de este particular ecosistema cuen­ta con más de 300 especies de plantas vasculares, entre las que se encuentra la especie endémica Mammillaria haageana var. san-angelensis, conocida como biznaga de chili­to, mientras que la fauna la componen artrópodos, molus­cos, peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Por ejemplo, salamandras, víboras de cascabel, colibríes, zorrillos, tlacua­ches, liebres, cacomixtles y zorras grises sobreviven dentro de la gran megalópolis.

En la Reserva, los incendios ocurren principalmente en la época de secas —entre febrero y abril— y, a pesar de ser un área natural protegida, la mayoría son de origen ar­tificial. Entre 1992 y 1997, se reportaron 455 incendios en la zona de la reserva ecológica y las aledañas de vegeta­ción natural. Es muy probable que la frecuencia de incen­dios en este ecosistema se haya incrementado como consecuencia de la fragmentación y la reducción del área, lo que origina un mayor impacto de las actividades humanas que favorecen la producción de incendios, como el pi­soteo, la introducción de especies exóticas pirófilas —como los eucaliptos y el pasto kikuyo—, las fogatas, las colillas de cigarros y la acumulación de basura doméstica inflamable —papel, cartón, plásticos y madera.

El Pedregal de San Ángel es un ecosistema donde se acu­mula una gran cantidad de combustible en forma de ma­teria vegetal muerta, la cual se deposita en el suelo o per­ma­nece en pie. Pero a pesar del gran número de incendios que ocurren dentro de la zona, existen pocos estudios acer­ca del origen y efecto del fuego sobre la comunidad biótica. De hecho, hasta la fecha sólo existen cinco investigaciones que analizan los incendios en este ecosistema.

Los incendios se producen en la temporada más seca del año, cuando muchas especies de plantas se encuentran en estado latente como bulbos, tubérculos, meristemos —que son tejidos cuyas células pueden dividirse y ori­gi­nar los otros tejidos de la planta— enterrados y semillas, y mucha materia orgánica seca se encuentra almacenada en el mantillo, que en esas fechas alberga en promedio un kilogramo y medio de materia muerta por metro cua­drado.

En 2001, Martínez Mateos registró que después de un incendio ocurrido en febrero de 1998, la cobertura vegetal disminuyó hasta en 12% y que la temperatura máxima del aire al nivel del suelo alcanzó 26.1°C, mientras que en las zonas no quemadas era de sólo 16.4°C. Después del incendio, únicamente detectó 15 especies de plantas con tejidos aéreos. Entre las especies que crecen en la re­serva medio año después del incendio, 73% son perennes y rebrotan a partir de bulbos, tubérculos, meristemos sub­terráneos y tallos semienterrados; en tanto que el restante 27% son hierbas anuales que se reclutan a partir de se­millas. Por su parte, en 1998, Cano Santana y León Rico observaron que la cobertura vegetal se incrementa rápidamente entre abril —que es cuando ocurrió el incendio estudiado— y octubre, y que el fuego reduce la cobertura de los árboles y los arbustos provocando que la comunidad vegetal retroceda en el proceso sucesional. Tres años más tarde, Martínez Orea encontró que el número de semillas viables y la riqueza específica en semillas se reducen des­pués de un incendio, pues en los sitios quemados registró 33 o 34 especies y 22 o 23 plántulas en 300 gramos de suelo, mientras que en los no quemados, entre 36 y 43 es­pecies y de 55 a 108 plántulas en la misma cantidad de suelo.

Recientemente Juárez-Orozco encontró que después de siete meses de ocurrido un incendio, en el sitio quemado se registra una biomasa aérea en el estrato herbáceo tres veces más alta que en un sitio adyacente no quemado. En el primero, la diversidad vegetal, siete meses después del incendio, es baja por la gran dominancia, en términos de biomasa, del zacatón Muhlenbergia robusta y del bejuco Cissus sycioides. En ese momento, en el sitio que se quemó se encontró un tercio de la densidad de artrópo­dos epífitos registrada en el sitio no quemado.

Finalmente, en 2006 Vivar Evans y sus colaboradores encontraron que las semillas de Dahlia coccinea pueden tolerar o incluso ser favorecidas por incendios de baja in­tensidad. Ellos sugieren que la alta heterogeneidad del sus­trato del Pedregal de San Ángel permite la presencia de mi­crohábitats donde las semillas pueden mantener su via­bilidad.

Las evidencias observadas sugieren que el ecosistema que alberga esta reserva ecológica es resiliente al fuego, es decir, muestra una alta velocidad de recuperación des­pués del siniestro. Sin embargo, es necesario considerar que el fuego reduce la diversidad de un hábitat, ya que al­gunos elementos de la flora, como Senecio praecox y los helechos, así como los artrópodos, son afectados negativa­mente. De igual forma, hay que reconocer que se ha es­tu­dia­do poco la forma como los incendios dañan a los verte­bra­dos, durante un incendio se han escuchado los chillidos de los mamíferos que se esconden en las grietas subterráneas.

Nuestras observaciones de campo nos permiten sugerir que en los sitios de topografía plana, donde domina el za­catón Muhlenbergia robusta, los incendios pueden ser más frecuentes por la naturaleza pirófila de esta especie y la baja densidad de árboles, por lo que las temperaturas son más altas y los niveles de humedad muy bajos. Lo con­trario ocurre en los sitios de topografía accidentada, donde se establece un estrato arbóreo bien definido.

Para acrecentar nuestros conocimientos acerca de los incendios en este ecosistema, sería de gran utilidad contar con el registro de las zonas específicas que se queman año con año, de la duración e intensidad de los incendios, en términos del calor producido o de las temperaturas registradas, así como del factor de inicio y las temperaturas de ignición de los distintos materiales.
Conclusiones

El papel del fuego es complicado, pues tiene efectos po­si­ti­vos y negativos, dependiendo de las características del in­cendio y de las adaptaciones de las especies. Existen eco­sistemas en los que los incendios son raros y otros en los que son parte integral de su funcionamiento. En Mé­xi­co, hay pocos estudios acerca del papel del fuego en sus eco­sis­temas, de allí la importancia de hacer inves­ti­ga­cio­nes en eco­logía del fuego para mejorar la protección de nues­tros recursos naturales y enfrentar el problema de su con­trol. Además, debemos conocer cuáles ecosistemas tienen re­la­ción con el fuego y en cuáles aplicar quemas controladas.

El fuego puede tener consecuencias ambientales, eco­nómicas y sociales indeseables si se sale de control. El adecuado manejo de los incendios en el país resulta fundamental para proteger los ecosistemas terrestres y los servicios ambientales que nos prestan, así como para sal­va­guardar los bienes de la población y evitar pérdidas hu­manas.

El control de incendios en los ecosistemas naturales debe iniciar con medidas preventivas. En el caso de la Re­serva Ecológica de Ciudad Universitaria, es recomendable el control de los accesos de visitantes, establecer una estricta vigilancia sobre las personas que tiran escombros, desechos de jardinería y basura doméstica, implementar jornadas de limpieza y acciones de control de plantas exó­ticas —en este caso, eucaliptos y el pasto kikuyo—, impul­sar jornadas permanentes de educación para la comunidad universitaria y sus visitantes, y fortalecer las acciones de control de los incendios artificiales. Estas actividades pre­ventivas podrían aplicarse en otras zonas de vegetación natural susceptibles de quemarse.

Epílogo

Los filósofos presocráticos pensaban que toda la materia es­taba constituida por cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Heráclito afirmó que el principio de todas las co­sas era el fuego, el cual representaba el movimiento y el cam­bio que describe nuestra realidad. El fuego es destruc­ción, pero también renovación. Sin aire, tierra y agua no hay vida.

El fuego, el temible cuarto elemento, seguirá persistiendo en los ecosistemas terrestres y por ello es fun­damental conocer los beneficios y los daños que ocasionan, y qué tan rápido es capaz un ecosistema de recuperarse, todo ello para predecir mejor los cambios que sufrirían los otros tres elementos vitales.
Sonia Juárez Orozco y Zenón Cano Santana
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Agradecimientos

Agradecemos a Marco Romero su asistencia técnica. A la Dirección General de Servicios Generales de la unam la información sobre los incendios en Ciudad Uni­versitaria y a Leticia Valencia su revisión bibliográfica. A Vania Chagoya Lizama y a Víctor López Gómez les agra­decemos la revisión del texto.
Referencias bibliográficas
 
Böhme, G. y H. Böhme. 1996. Fuego, agua, tierra y aire: Una historia cultural de los elementos. Herder, Barcelona.
Cano Santana, Z. y R. León Rico. 1998. “Regene­ración de la vegetación después de un incendio en una comunidad sucesional temprana de la Ciudad de México”, en Libro de resúmenes. P. Magaña (ed.), vii Congreso Latinoamericano de Botánica y xiv Congreso Latinoamericano de Botánica, Sociedad Botánica de México, México, D.F., p. 125.
conafor, Comisión Nacional Forestal. 2005. www.conafor.gob.mx.
Juárez Orozco, S. M. 2005. Efectos del fuego y la her­bivoría sobre la biomasa aérea del estrato herbá­ceo de la Reserva del Pedregal de San Ángel. Tesis pro­­fesional, Facultad de Ciencias, unam.
Martínez Mateos, A. E. 2001. Regeneración natural después de un disturbio por fuego en dos microambientes contrastantes de la reserva ecológica El Pedregal de San Ángel. Tesis profesional, Facultad de Ciencias, unam.
Martínez Orea, Y. 2001. Efecto del fuego sobre el ban­co de semillas de la Reserva Ecológica del Pe­­dre­gal de San Ángel. Tesis profesional, Facultad de Cien­cias, unam.
Vivar-Evans, S., V. L. Barradas, M. E. Sánchez Coronado, A. Gamboa de Buen y A. Orozco Segovia. 2006. “Ecophysiology of seed germination of wild Dahlia coc­cinea (Asteraceae) in a spatially heterogeneous fire-prone habitat”, en Acta Oecologica, núm. 29, pp. 187-195.
Whelan, R. J. 1995. The ecology of fire. Cam­bridge University Press, Cambridge.
Sonia Juárez Orozco es bióloga por la Facultad de Ciencias, unam. Estudia ecología del fuego y los factores de riesgo de incendios en la República Mexicana. Cursa la Maestría en Geografía en el Instituto de Geografía, unam campus Morelia.
Zenón Cano Santana es biólogo y doctor en ecología por la unam. Actualmente es coordinador de la Unidad de Enseñanza de la Biología de la Facultad de Ciencias de la unam. Sus líneas de especialización son ecología de artrópodos terrestres, ecología de ecosistemas, ecología de la interacción planta-insecto y restauración ecológica de pedregales.
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como citar este artículo

Juárez Orozco, Sonia y Cano Santana, Zenón. (2007). El cuarto elemento y los seres vivos: ecología del fuego. Ciencias 85, enero-marzo, 4-12. [En línea]

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Helechos invasores y sucesión secundaria post-fuego
Se analiza el problema de la invasión de Pteridium en la Península de Yucatán como resultado de una larga historia de disturbios, entre los que destacan el cambio de uso de suelo y la amplia utilización del fuego como herramienta agrícola. Se discuten algunos aspectos de la biología de este helecho, enfatizando su adaptación al fuego.
María del Rosario Ramírez Trejo, Blanca Pérez García y Alma D. Orozco Segovia
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La introducción de especies invasoras, junto con la pérdida del hábitat, es una de las mayores amenazas para la biodiversidad. Se establecen fuera de su área de distribución normal y actúan como agentes de cambio, provo­can­do la pérdida irrecuperable de espe­cies y la degradación de los ecosistemas nativos. Normalmente, las invasiones bio­lógicas se producen después de la presencia de disturbios, los cuales son parte de la dinámica de los ecosistemas; sin embargo, las actividades hu­ma­nas modifican los regímenes de disturbio provocando importantes alteraciones en el sistema —por ejemplo, en la disponibilidad de recursos— y, frecuentemente, incrementando las oportunidades para la invasión por es­pecies exóticas. El cambio de uso del suelo ha exacerbado los efectos nega­ti­vos de las especies invasoras, al crear hábitats favorables para su establecimiento e invasión temporal o perma­nen­temente en los ecosistemas na­tivos.
 
Después de perturbaciones antro­po­génicas de intensidad moderada, los bosques tropicales pueden recupe­rarse, pero si los disturbios son severos, como la compactación y pérdida de suelo o los incendios forestales de gran intensidad, producen condiciones que dificultan la regeneración de la vegetación y detienen los procesos de sucesión. Esos sitios suelen estar do­­minados por especies invasoras, como pastos y helechos, que compiten con las nativas por la humedad del suelo, los nutrimentos y la luz; en ocasiones, pueden excluirlas. El resultado es la formación de extensos tapetes mono­específicos o comunidades empobrecidas desde el punto de vista florístico, las cuales ofrecen muy pocos recursos y atraen un limitado número de disper­sores de semillas, lo que aumenta los obstáculos para el reestablecimiento de la flora nativa.

La península de Yucatán es una zo­na que desde tiempos prehistóricos está sujeta a todo tipo de disturbios, tan­to naturales como humanos. La ac­tual vegetación del área es el resultado de esa larga historia. Habitada desde hace más de 10 000 años, sustentó el de­sarrollo de la civilización maya y es­tuvo densamente poblada en el Pe­rio­do Clásico —entre los años 300 y 900 de nuestra era. Durante siglos, la península yucateca fue el escenario de diversas actividades económicas que promovieron un cambio sustancial en el uso del suelo. Por ejemplo, el sis­tema de roza, tumba y quema practicado por los mayas para preparar los suelos destinados a la agricultura, sufrió fuertes modificaciones durante las últimas décadas, principalmente por la reducción de los periodos de descanso de la tierra, los cuales pasaron de entre quince y veinte años a tan sólo de tres a cinco. Esto ocasionó que la recuperación de la fertilidad no fuera completamente adecuada y que disminuyeran las escasas áreas de vegeta­ción en etapas de sucesión avanzada. Al requerirse más superficie incorpo­rada al sistema, se produjo un aumen­to en los índices de deforestación y en los incendios forestales. Desde 1890 has­ta finales de la segunda guerra mun­dial, la extracción del chicle repre­sen­tó una importante actividad económica para la Península. Con la estrepitosa caída de la demanda de este producto, la industria maderera se convirtió en la principal actividad forestal de la región. Mientras que el cultivo de caña de azúcar, primero, y el de henequén después, propiciaron una gran transformación en el uso del suelo. A media­dos de los años setentas, ante el fra­caso del cultivo de henequén, se abandona­ron extensas áreas que ahora están en diversas etapas de regeneración.

Esta ocupación continua tuvo un fuerte impacto en la vegetación de la península. Sin embargo, la mayor afec­tación ocurrió en los últimos veinte años, periodo en que el área fue impac­tada por el huracán Gilberto, en 1988 y por dos grandes incendios forestales, en 1989 y 1995, cuyos orígenes pue­den atribuirse a las interacciones sinérgicas de las fluctuaciones climáticas y las actividades humanas.

En las zonas tropicales, los incendios tienen una estrecha relación con la presencia de huracanes, los cuales, cuando pasan, derriban una gran can­tidad de árboles y producen la defoliación y el resquebrajamiento de las copas. Con el tiempo, eso convierte en material combustible y al combinarse, por un lado, con la presencia de condiciones meteorológicas adversas, como sequía y fuertes vientos, y por el otro, con el amplio uso del fuego para actividades agropecuarias du­rante la temporada seca, se incre­menta las probabilidad de que ocurran incen­dios forestales de considerable mag­ni­tud. En 2002, según el informe sobre la Situación del Medio Ambiente en Mé­xico de semarnat, las actividades agro­pecuarias fueron responsables de 46% de los incendios forestales en Mé­xico.

En las últimas décadas, la frecuen­cia, escala e intensidad de los incendios han aumentado. Esta espiral ascen­den­te de mayor biomasa quemándose en el trópico puede tener múltiples y severos impactos sobre la diversidad y las funciones ecológicas de los bosques. Entre los más preocupantes, la invasión de una flora oportunista, conformada principalmente por espe­cies secundarias resistentes al fuego como las del género Pteridium, que ade­más de crecer abundantemente después de quemas recurrentes, favorecen la ocurrencia de incendios por la gran cantidad de hojarasca que generan y por su alta flamabilidad, origi­nan­do un círculo vicioso que podría conti­nuar indefinidamente si se sigue uti­lizando el fuego de manera in­controlada.

El género Pteridium

Las especies de este género están con­sideradas entre las plantas invasoras más exitosas del mundo, se encuentran en los cinco continentes, tanto en zonas templadas como tropicales y desde el nivel del mar hasta altitudes que superan 3 000 metros. Afectan profundamente los ecosistemas intervenidos por la actividad humana y son especialmente propensas a inva­dir sitios talados, campos de cultivo, pastizales inducidos, parcelas abando­nadas y, sobre todo, áreas afectadas por incendios.

En México crecen tres especies de Pteridium, todas ampliamente distribuidas en el país: Pteridium aquilinum (L.) Kuhn, con tres variedades, var. la­­tiusculum (Desv.) Underw. ex Heller; var. pubescens Underw. y var. feei (W. Shaffn. ex Fée) Maxon ex Yunck.; P. arach­noi­deum (Kaulf.) Maxon y P. caudatum (L.) Maxon, la última se encuentra en la península de Yucatán.

La invasión de Pteridium represen­ta un serio problema para la conserva­ción y para los productores y administradores de recursos, pues retrasa la recuperación de la estructura y composición de los bosques y obstacu­liza o, en el peor de los casos, imposi­bi­lita las labores agrícolas y forestales al obligar a los campesinos a abandonar sus tierras por la fuerte inversión inicial en mano de obra que requiere el abatimiento de la población de hele­chos, cuyos rizomas —tallos subterrá­neos— forman una densa red bajo el suelo que es extremadamente difícil de remover en su totalidad y práctica­mente inmune a los herbicidas.

Desafortunadamente, no se trata sólo de una maleza que crece profusa­mente, ahogando pastos y cultivos, también es una amenaza para los humanos, en la medida en que afecta su salud y la sus animales de cría. Al ser in­gerido por el ganado produce afec­cio­nes graves como avitaminosis, pa­rá­lisis mecánica, padecimientos he­ma­to­lógicos, ceguera permanente, hemorragias internas y cáncer. Existen crecientes evidencias de que algunos de sus efectos pueden transmitirse al ser humano por medio de la leche de animales expuestos al helecho. Se ha demostrado que la leche contiene un carcinógeno denominado ptaquilósido en cantidad suficiente para ser el causante o coadyuvante del muy alto índice de cáncer gástrico observado en algunas regiones de Venezuela y de Cos­ta Rica, donde este helecho invade los potreros de producción láctea. En Gales, al oeste de Inglaterra, donde abundan las poblaciones de Pteridium, se ha observado una inusual incidencia de cáncer entre la población huma­na. Se han adelantado varias hipótesis, incluyendo la contaminación del agua de pozos por exudados de las raí­ces y rizomas del helecho, y la invasión de sus esporas en los acueductos de superficie, pero no se ha demostrado cla­ramente ninguna relación. También en Japón, país en donde no sólo abun­dan los Pteridium sino que se comen los brotes tiernos como una delicadeza en ensaladas, se observa un índice muy elevado de cáncer gástrico y eso­fágico en relación con otros tipos de cáncer humano.

¿Qué los hace tan exitosos?

El gran potencial competitivo de este helecho resulta de su amplia tolerancia al estrés y las perturbaciones ambientales, aspectos que responden, en gran medida, al producto de una exi­to­sa combinación de características mor­fológicas y fisiológicas, entre las que destacan: 1) un sistema de rizomas o tallos subterráneos muy largo y longevo que se ramifica indefinidamente, confiriéndole una gran capacidad de invasión. Adicionalmente, estos órga­nos almacenan carbohidratos que pue­den movilizarse rápidamente hacia las hojas y son los responsables de la abundante propagación vegetativa, por el gran número de yemas en esta­do latente que portan. Cada una, poten­cialmente puede formar nuevas hojas, especialmente después de quemas re­currentes; 2) una efectiva actividad alelopática y antidepredadora, resultante de la posesión de un amplio y poderoso arsenal químico de metabo­litos secundarios, entre los que desta­can las ecdisonas —un tipo de hormo­nas que promueven la muda o ecdisis en los insectos—, los sesquiterpenos, taninos, glucósidos cianogénicos, flavonoides y tiaminasa —una enzima que descompone la tiamina o vitamina B1; 3) un alto potencial reproductivo, cada planta produce cientos de millones de esporas microscópicas, transportadas grandes distancias por el viento, las cuales permanecen viables, es decir, capaces de germinar en la siguiente etapa favorable, después de la dispersión; y 4) un fenotipo —es­tructura o arquitectura— que le confiere ventajas sobre otras plantas, como por ejemplo su tamaño, que en ocasiones supera tres metros de al­tura, además de que poseen tallos rígidos y hojas muy grandes —de entre 1.5 y 3 metros—, amplias y sobrepues­tas que privan de luz solar a las plantas subyacentes, debilitándolas o matándolas, al tiempo que impiden el establecimiento de otras especies colonizadoras.

Todo ello hace de Pteridium una plan­ta extremadamente competitiva, muy hábil para sobrevivir, sumamente prolífica y con una amplia plasticidad morfológica y fisiológica en su ran­go de distribución, características que la convierten en una de las malezas más difíciles de combatir por métodos mecánicos, biológicos e incluso químicos.

Invasión de Pteridium en Yucatán

Se desconoce si Pteridium constituyó un obstáculo para la agricultura y los sistemas de producción de los antiguos mayas y, más aún, si éstos realizaron al­gún tipo de control o manejo de dicha maleza. El registro fósil muestra una relación inversa entre la cantidad de esporas del helecho y los granos de polen de maíz en las tierras bajas de la región, lo cual probablemente indica que la abundancia de Pteridium estuvo restringida por la práctica de una agricultura intensiva. Sin embargo, es­ta misma línea de evidencia pone de manifiesto un incremento de las esporas de Pteridium hacia finales del Clásico Tardío, período en el que sobre­vino el colapso de la civilización maya y la subsecuente desocupación masiva de esa zona.

Existen varias interpretaciones de las causas de la invasión de este he­le­cho en la península de Yucatán. Una teo­ría propone que este fenómeno es­tá relacionado con el uso, en el largo plazo, de técnicas tradicionales de cul­tivo —por ejemplo, la agricultura itine­rante de roza, tumba y quema com­bi­na­da con reducidos ciclos de reposo—; otro punto de vista considera que las quemas que se escapan del control de los campesinos, y que se propagan en extensas áreas del paisaje, son las responsables de la existencia de man­chones continuos de Pteridium. Una ter­cera teoría incorpora ambos aspectos y sugiere que la invasión de este helecho es un proceso complejo, donde están involucrados degradación ambiental, estrategias de uso del suelo y regímenes de fuego.

Independientemente de las causas que originan o facilitan la expansión de esta pteridofita en el sureste mexicano, es un hecho que el problema va en aumento. Un estudio realizado en la región de Calakmul, al sur de la pe­nín­sula, mostró que entre 1987 y 2001 se incrementó significativamente la densidad de Pteridium, tanto en el área protegida de la Reserva de la Biósfera, como en las tierras ejidales y privadas. Entre 1987 y 1997, el área invadida se cuadruplicó pasando de 19 a 92 kilómetros cuadrados. En esta zona, la dis­tribución de Pteridium se caracteriza por una baja densidad poblacional en ejidos donde se realiza el cultivo intensivo de la milpa combinado con la producción comercial de chile en baja escala, mientras que las densidades más altas del helecho están aso­cia­das con los ejidos de mayor antigüedad y extensión, donde predominan los pro­yectos agrícolas o ganaderos de gran escala.

El mecanismo de invasión de Pteri­dium en comunidades sucesionales tem­pranas puede desarrollarse por dos vías: partiendo de esporas provenien­tes de la lluvia de propágulos —parte de una planta capaz de originar otro in­dividuo—, siguiendo la vía sexual, tam­bién llamada gametofítica, o mediante la expansión lateral de rizomas de individuos localizados en áreas adyacentes previamente invadidas. Se asume que la mayor parte de las invasiones ocurren, principalmente, por el último mecanismo.

¿Por qué lo beneficia el fuego?

Pteridium se considera bien adaptado al fuego en su rango de distribución. En los trópicos, muchos bosques son aclareados, usando el sistema de roza, tumba y quema. El material vegetal acumulado se deja secar y se quema justo antes del advenimiento de las pri­meras lluvias de verano. Consecuen­temente, cuando la estación lluviosa comienza las condiciones existentes después del fuego son muy próximas a las ideales para la germinación de las esporas y el establecimiento de los jóvenes esporofitos o plántulas. El fue­go crea un sustrato estéril, rico en nu­trimentos y alcalino, lo cual favorece el desarrollo de los gametofitos —fase del ciclo vital de las plantas en la que se producen los gametos—, re­mue­ve temporalmente a los competidores y reduce la diversidad microbiótica; Pteridium rápidamente toma ventaja de estas condiciones y sus esporofitos pueden establecerse en un periodo muy corto, incluso en áreas donde no existía previamente. Por otro lado, la remoción y quema de la cobertura vegetal altera significativa­mente el microclima del suelo del bos­que e incrementa la mineralización de la materia orgánica, resultando en una mayor disponibilidad de nutrimen­tos para Pteridium y otras especies her­báceas.

La principal adaptación de las especies de Pteridium al fuego es el sistema de rizomas subterráneos que se encuentran usualmente a una profun­didad de entre 10 y 50 centímetros; así permanecen aislados de las temperaturas letales producidas por un in­cen­dio en el horizonte mineral del sue­lo. Algunos estudios indican que en sitios incendiados Pteridium crece abun­dan­temente partiendo de las yemas vegetativas del rizoma, las cuales produ­cen hojas rápidamente, incluso antes de que los competidores se establezcan, confiriéndole ventaja en la subsecuente competencia ecológica.

Por otro lado, las evidencias dispo­ni­bles parecen indicar consisten­te­men­te que el establecimiento de Pte­ri­dium, partiendo de esporas, es un even­to muy raro en situaciones natu­rales, pero en una gran variedad de há­bitats intervenidos por los humanos, especialmente aquellos creados por la remoción y quema de la cobertura ve­getal, la colonización vía esporas pue­de ser rápida y efectiva. Se sospecha que incluso la presencia de fuego podría ser un requerimiento para la germinación de las esporas. Una vez removida la competencia natural, estas plantas pueden completar su ciclo de vida exitosamente. Bajo esas condi­ciones cada espora que germine podría producir una invasión rápida en dos años.

En los trópicos, donde las condicio­nes de temperatura y humedad son bas­tante estables, es probable que la liberación de esporas ocurra durante gran parte del año, por lo que una fuen­te constante de esporas estaría disponi­ble para cualquier área potencialmen­te habitable. Las oportunidades para el establecimiento de Pteridium podrían incrementarse considerablemente si el suelo contuviera un reservorio de esporas viables con el potencial para germinar en cualquier época del año. La probabilidad de que Pteridium colonice nuevas áreas vía esporas tiene implicaciones importantes para el control de su establecimiento en sitios nuevos y para su reestablecimien­to en áreas donde existía previa­mente. Más aún, la amplia existencia de bancos de esporas de Pteridium podría sig­nificar que las actividades diseñadas para erradicar este helecho promueven la colonización por nuevos indivi­duos, al crear numerosas oportunida­des para la germinación de las esporas y el establecimiento de los gametofitos después de cualquier forma de dis­turbio en el suelo, lo que promueve la renovación de la población y de su acer­vo genético.

¿Que se hace en México?

Evidentemente la expansión de este helecho no es un problema exclusivo del sureste mexicano; su presencia en casi todo el planeta lo convierte en un problema de carácter global y en un tó­pico de investigación fundamental pa­ra muchos países.

Si bien es cierto que se ha estu­dia­do intensamente la ecología de este he­lecho en las zonas templadas, las in­ves­tigaciones en los trópicos son es­ca­sas y algunos aspectos importantes, como la respuesta ecológica al fuego y su di­námica en áreas incendiadas, se han ex­plorado poco en los trópicos ameri­canos y prácticamente nada en Mé­xico.

En el país, recientemente se están realizando importantes esfuerzos ­para entender la biología de este helecho. Por ejemplo, en 1988 Suazo pu­bli­có un estudio sobre aspectos ecológicos de es­ta invasora en una selva húmeda de la región de Chajul, Chiapas. En Ca­lakmul, al sur de la penín­su­la de yucateca, Schneider evaluó en 2004 la dis­tribución de Pteridium en re­lación con el uso del suelo. Desde ese año, en la región de la Chinantla, Edouard y sus colaboradores dirigen un pro­gra­ma experimental de restauración de áreas invadidas por P. aquilinum.

Motivados por la fascinante biología de este helecho, y por la necesidad impostergable de lograr una mejor com­prensión de los factores que promueven su establecimiento, persisten­cia y distribución en el trópico mexica­no, el grupo de Biología de pteridofitas de la Universidad Autónoma Metropo­litana Iztapalapa inició un proyecto de investigación en la Reserva Ecológica El Edén, ubicada al noreste de Quintana Roo, cuyo principal objetivo es evaluar las estrategias de rege­ne­ración post-fuego de esta pteridofita y el papel que juegan las esporas y las estructuras vegetativas en la suce­sión secundaria. Esto permitirá gene­rar información básica sobre el proceso de invasión y desarrollar, en el mediano y largo plazo, adecuadas es­tra­tegias de control encaminadas hacia la restauración funcional de las áreas invadidas por Pteridium en el norte de Quintana Roo y en el resto de la pe­nínsula de Yucatán.

Consideramos que un programa efectivo de control o combate de espe­cies invasoras como Pteridium ame­rita el desarrollo de esquemas específicos de manejo acordes con las características físicas, biológicas y sociales de cada zona, así como al grado de in­ter­vención antrópica.

Por ello, es preciso entender que la expansión de especies vegetales in­vasoras como las pertenecientes al gé­nero Pteridium amenazan la integri­dad de algunos de los ecosistemas más diversos del planeta, como los bosques tropicales del sureste mexicano; por esa razón, debería asumirse como un tema de prioridad que exige accio­nes urgentes, así como una mayor par­ticipación y compromiso de las partes interesadas. Por otro lado, constituye un reto para los científicos dedicados al estudio de malezas e interesados en la conservación, así como una tarea im­postergable para los gobiernos y administradores de recursos.
María del Rosario Ramírez Trejo y
Blanca Pérez García
Departamento de Biología,
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
Alma D. Orozco Segovia
Instituto de Ecología,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Referencias bibliográficas
 
Aguilar, V. 2005. “Especies invasoras, una amenaza para la biodiversidad y el hombre”, en Biodiversitas, núm. 60, pp. 7-10.
Edouard, F., J. Jiménez y M. Cid. 2004. “Restauración de áreas invadidas por copetate en la región de la Chinantla, Oaxaca, México”, en Revista de Agroecología leisa, núm. 30, pp. 34-37.
Gómez Pompa, A., M. F. Allen, S. L. Fedick y J. J. Jiménez Osornio. 2003. The Lowland Maya Area. Three millenia at the human-wildland interface. The Haworth Press, Inc., Nueva York.
Mickel, J. T. y A. R. Smith. 2004. “The pteridophytes of Mexico”, en Memoirs of The New York Botanical Garden, núm. 88, pp. 529-533.
Rué, D. J. 1987. “Early agriculture and postclassic ocupation in western Honduras”, en Nature, núm. 326, pp. 285-286.
Schneider, L. C. 2004. Understanding Bracken Fern Invasion in the Southern Yucatán Peninsular Re­gion through Integrated Land Change Science. Doctoral Dissertation, Graduate School of Geography. Clark University.
Suazo, I. 1988. Aspectos ecológicos de la especie invasora Pteridium aquilinum (L.) Kuhn en una selva húmeda de la región de Chajul, Chiapas, México. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán.
Turner, B., W. C. Clarck, W. Kates, J. F. Richards, J. T. Mathews, W. B. Meyer (eds.). 1990. The earth as trans­formed by human action: global and regional changes in the biosphere over the past 300 years. Cambridge University Press, Reino Unido.
Ma. del Rosario Ramírez Trejo es bióloga por la Universidad Autónoma Metropolitana y Maestra en Ciencias por la unam. Actualmente es becaria del conacyt y candidata a Doctora en Ciencias Biológicas por la uam. Ha publicado varios artículos científicos y de divulgación sobre pteridofitas.
Blanca Pérez-García es profesora-investigadora del Departamento de Biología en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Doctora en Ciencias por la Facultad de Ciencias de la unam. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Alma Orozco-Segovia es Investigadora del Instituto de Ecología de la unam. Doctora en Ciencias por la Facultad de Ciencias de la unam. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia de la Investigación Científica.
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como citar este artículo

Ramírez Trejo, María del Rosario, Blanca Pérez García y Orozco Segovia Alma D. (2007). Helechos invasores y sucesión secundaria post-fuego. Ciencias 85, enero-marzo, 18-25. [En línea]
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Los colores invisibles de la astronomía
En este texto se describen los principales sucesos que llevaron a la incorporación del estudio del espectro electromagnético en la astronomía. El autor nos narra cómo el descubrimiento de las radiaciones invisibles estimuló el surgimiento de nuevos campos en la astronomía, que aún hoy continúan desarrollándose.
Luis F. Rodríguez
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Los seres humanos siempre hemos ob­­servado los astros tratando de entenderlos. Inicialmente, sin la ayuda de ningún instrumento, utilizando el ojo para este propósito. Pero desde 1609, cuando Galileo apuntó su primitivo telescopio hacia la Luna, Satur­no, Jú­pi­ter y otros cuerpos cósmicos, esta he­rramienta se ha mejorado de manera dramática, proporcionando información cada vez más detallada de cuer­pos y fenómenos cada vez más remotos.

El estudio del Universo utilizando la luz, sea sólo con la vista o con teles­copios y otros detectores, constituye el campo de la astronomía clásica, sobre la cual se fundamenta buena parte del conocimiento que tenemos del Universo. Pero la luz únicamente es un componente de un fenómeno mucho más amplio, el espectro electromagnético.

En efecto, a mediados del siglo xix los estudios del físico escocés James Clerk Maxwell dejaron claro que la luz era parte de algo más grande. Como to­das las cosas importantes, la luz tiene varias descripciones. Aquí la visua­lizaremos como una forma de energía que viaja por el espacio a gran velocidad, aproximadamente 300 000 kiló­me­­tros por segundo. Más aún, po­demos describir esta energía como existente en forma de ondas electromagnéticas, que quedan caracterizadas principalmente por su longitud de onda —es de­cir, la separación entre dos crestas consecutivas de la onda—, la cual determina el “color” de la luz visible.

Por ejemplo, si la longitud de la on­da es de alrededor de 0.55 micras —que son una millonésima de metro—, el ojo humano la capta como de color ver­de y, así, cada color es producido por un intervalo de longitud de onda. Pero si es menor que 0.38 o mayor que 0.74 micras —lo que respectivamente corresponde al extremo violeta y al ro­­jo del espectro visible—, el ojo humano simplemente no la detecta. En otras palabras, fuera de este intervalo de longitudes de onda, la ra­diación electromagnética no es visible para nosotros. Metafóricamente, son colores in­vi­sibles.

El prisma de Newton

En 1666, Isaac Newton realizó un im­por­tante descubrimiento que se ha representado románticamente en algunas pinturas: en un cuarto intencio­nalmente oscurecido, un angosto rayo de Sol penetra a través de un agu­jero en la cortina. Un joven y apuesto New­ton sostiene un prisma que intersecta la trayectoria del rayo de luz. El mila­gro ocurre; del otro lado del prisma surge, transfigurado, el rayo de Sol que de originalmente blanquecino se ha transformado en un abanico de colores, en un pequeño arco iris artificial.

Por supuesto, el mérito de New­ton no fue jugar con un prisma y la luz del Sol para producir pequeños ar­cos iris, efecto conocido desde siglos atrás, sino ofrecer una explicación de lo que observaba. Newton propuso que la luz no era simple y homogénea, co­mo se creía hasta entonces, sino que estaba compuesta de distintos colores y que el prisma los afectaba de di­ferentes ma­neras, desviándolos en diversos án­­gu­los y permitiéndonos así distinguir uno del otro. Al abanico de colores que se formaba al pasar un rayo de luz por un prisma, Newton lo bautizó con el nombre de espectro. Al atravesar el pris­ma, de acuerdo con su longitud de onda —o su color—, la luz se desvía un ángulo diferente, con el violeta desviándose más que el azul, éste más que el verde y así sucesivamente.

El color de las estrellas

Para el astrónomo, el color de una es­trella proporciona información sobre su temperatura. En una primera apro­ximación, las estrellas emiten como un cuerpo negro, siguiendo la ecuación de Planck —la cual relaciona la energía y la frecuencia. La radiación de cuerpo negro tiene su máximo en una longitud de onda que va inversamente como la temperatura del cuerpo —relación que es conocida como la ley de Wien. De este modo, las es­tre­llas rojas son relativamente frías, mien­tras que las azules lo son calientes. La estrella Antares, que tiene una temperatura superficial de 3 400 grados Kelvin, es roja, mientras que la estrella Spica, con una temperatura superficial de 23 000 grados Kelvin, es azul. Nuestro Sol, cuya temperatura superficial es de 5 800 grados Kelvin, es intermedio entre las dos anteriores, se ve amarillo. En realidad, la mayoría de las estrellas en el cielo sim­plemente se ven blancuzcas, porque la luz que nos llega es muy poca, insuficiente para excitar los conos de la retina —que son los fotorreceptores sensitivos al color— y sólo excita los bastones, que no son sensitivos al color. Ca­si todas las estrellas se ven así por la misma razón que aquello que dice el refrán: “de noche, todos los gatos son pardos”.

Por supuesto, los astrónomos po­de­mos medir con bastante exactitud la forma del espectro de emisión de las estrellas y determinar la temperatura con precisión, pero el color por sí solo nos da una idea. Es interesante que esta relación entre el color y la temperatura era conocida y utilizada desde hace mucho por los herreros y forjadores de metales que la empleaban para estimar a ojo la temperatura del metal que estaban calentando. En este contexto, cuando un astrónomo ha­bla de una estrella azul quiere decir una caliente y cuando habla de una ro­ja, es una fría.

Recientemente se descubrió un nue­vo tipo de cuerpos que están entre las estrellas y los planetas. Son muy fríos en el contexto de la astronomía estelar —tienen temperaturas de apenas alrededor de 1 000 grados Kelvin— y se les bautizó como enanas marrón —en inglés brown ­dwarfs. Lo de enanas es por su tamaño relativamente pequeño y lo de marrón porque a su temperatura casi no emiten luz visible y se verían oscuras. Si bien estos cuerpos, más grandes que los planetas y más pequeños que las estrellas, al inicio de su vida pueden tener procesos termonucleares en su interior —como lo hacen las estrellas normales—, no logran mantenerlos y después se comportan casi como planetas, sin fuente propia de energía. En Mé­xico, en ocasiones las llamamos ena­nas cafés, pero para no confundir el color con la bebida, quizá el término marrón sea más apropiado. Por otra parte, con lo de que “de noche, todos los gatos son pardos”, quizá las deberíamos de llamar enanas pardas —lo cual creo que es el caso en algunos paí­ses de habla castellana.

Entonces, si un cuerpo es muy frío o muy caliente, por la ley de Wien emi­tirá la mayor parte de su radiación elec­tromagnética fuera del inter­valo de los colores tradicionales y será invisible para nosotros o al menos, muy difícil de detectar. Si es muy frío será más rojo que el rojo y si es muy caliente, más violeta que el violeta. ¿Có­mo llamarle a estos colores invi­sibles?

El espectro electromagnético

Podemos pensar en la parte visible del espectro electromagnético como en un piano. Del lado izquierdo están los sonidos graves, de longitud de onda larga —que equivaldrían al rojo— y del derecho están los sonidos agudos, de longitud de onda corta —que re­presen­tarían el azul. Imaginemos ahora que el piano se extiende infinitamente, tan­to hacia la izquierda como hacia la derecha. Al apretar las te­clas que están más allá de las del piano normal, ya no captaríamos los sonidos por encon­trarse fuera del intervalo de audición del oído humano. Lo mismo pasa con la radiación electromagnética. El ojo humano sólo per­cibe la parte visible, pero construyen­do los detectores adecuados se puede captar y detectar el resto del espectro electromagnético.

Como era de esperarse, fueron as­tró­nomos y físicos los que descubrieron los colores invisibles que colindan con el intervalo de radiación visible. En 1799, el astrónomo británico Sir Wi­lliam Herschel realizó unos sencillos experimentos que indicaban la exis­tencia de radiaciones invisibles. Luego de haber formado un espectro con la luz solar, Herschel tomó un ter­mómetro y lo fue colocando en la zo­na de cada uno de los colores, la tem­pe­ra­tura subía al absorber la energía con­tenida en la luz solar, aumentaba al ir hacia el extremo rojo del espectro. Con una brillante intuición, Hers­chel colocó el termómetro antes del color ro­jo, donde no llegaba luz visible. La co­lumna de mercurio se elevó aún más que en el rojo. Entonces, ha­bía una forma de energía invisible an­tes de este color. A esta radiación se le lla­ma infrarroja, por encontrarse por de­bajo del rojo.

Al año siguiente, en 1800, Johann Wilhelm Ritter descubrió que también había una radiación invisible más allá del otro extremo del espectro vi­si­ble. Esta nueva radiación tenía el po­der de ennegrecer el cloruro de pla­ta de las placas fotográficas de antaño, con ma­yor efectividad que la luz visible. ¿Cómo bautizar este nuevo co­lor? Ra­diación ultravioleta, desde lue­go, por encontrarse más allá del color vio­leta.

Por conveniencia y tradición, en la actualidad se acostumbra dividir el espectro electromagnético en seis ban­das, que en orden decreciente de longitud de onda son: radio, infrarrojo, vi­sible, ultravioleta, rayos X y rayos ga­ma. Estas ondas tienen propiedades muy similares —por ejemplo, están descritas por las ecuaciones de Max­well y, en particular, todas viajan a la velocidad de la luz— pero difieren en su longitud de onda.

Por supuesto, la más familiar de las bandas del espectro electromagné­tico es la de la luz visible. Pero las ra­dia­ciones invisibles cada vez son más comunes por la aplicación de la tecno­logía en la vida diaria. Todos tenemos aparatos que captan ondas de radio, y las aplicaciones médicas de los rayos X y los rayos gama también nos son familiares. Los hornos de microondas utilizan ondas de radio para ca­len­tar los alimentos. Las ondas ultravioletas del Sol son las que broncean nuestra piel. La radiación infrarroja es de utilidad en ciertos tratamientos de rehabilitación médica. Los colores invisibles de Herschel, Ritter y Max­well son ya parte de nuestra vida diaria e inclusive han encontrado múltiples aplicaciones prácticas.

Las rayas espectrales

Además de la emisión de banda ancha que caracteriza un cuerpo negro, los átomos y moléculas que hay en los astros emiten y absorben radiación elec­tromagnética a longitudes de onda muy bien definidas, produciéndose las rayas espectrales que son general­mente muy angostas en el intervalo de lon­gitud de onda en el que están pre­sen­tes. Por ejemplo, el átomo de calcio tiene dos rayas espectrales a 0.39685 y 0.39337 micras en la zona del color violeta. Otra raya espectral muy im­por­tante proviene del hidrógeno y está a 0.65628 micras en el rojo. También hay rayas espectrales de importancia para la astronomía fuera del intervalo visible. A 1.3483 centímetros, en la ban­da de radio, está la línea del vapor de agua, y en todas las bandas encontramos rayas espectrales que proporcionan información de la composición química y de las condiciones físicas —como temperatura, densidad o grado de ionización— de los objetos estudiados. Como estas lon­gitudes de onda son tan precisas, la presencia de rayas usualmente nos dice inequívocamente que tal o cual elemento está pre­sente en el astro es­tudiado.

Corrimiento Doppler

Pero la situación de las rayas espectra­les se complica cuando consideramos que los astros tienen movimientos re­lativos a la Tierra, en ocasiones de muy alta velocidad. Por el efecto Dop­pler, si un cuerpo se acerca a nosotros, la lon­gitud de cualquier onda que emita —sea radiación electromagnética o so­nido— se acorta, mientras que el efec­to contrario se presenta si el cuerpo se aleja de nosotros. Entonces, una on­da que tiene un color en el marco de referencia del cuerpo que la emite, pue­de verse de otro color por un observador en reposo. Los astrónomos decimos que la radiación “está corrida al rojo” si el cuerpo se aleja de nosotros, o bien, “corrida al azul” si se acerca.

Esta designación se emplea aun cuan­do nos refiramos a ondas fuera del intervalo visible, donde en realidad su uso no tiene sentido. Si estudia­mos ondas de radio, decir que una raya es­pectral está corrida al rojo, significa que tiene una longitud de onda ma­yor que la que mediríamos en el mar­co de referencia del emisor. Es la con­vención, aun cuando una señal de ra­dio “corrida al rojo” —del espectro visible— tendría en principio una lon­gitud de onda más corta que la que mediríamos en el marco de referencia del emisor. Una de tantas inconsistencias con las que vivimos todos los científicos.

En 1929, el astrónomo estaduni­den­se Edwin Hubble comenzó a estudiar las galaxias externas a la nuestra. La luz que de ellas nos llega es la suma de la luz individual de muchísimas estrellas, lo cual confirma que son cuerpos celestes similares a nuestra Vía Láctea. Pero pronto quedó claro que tenía una característica extraña: estaba sistemáticamente corrida al ro­jo. De estas observaciones del cambio de color de la luz de las galaxias de­rivó uno de los descubrimientos más grandes de la humanidad, el que el Uni­verso está en expansión, de modo que las galaxias se alejan las unas de las otras.

El hecho de que el movimiento re­lativo entre el objeto emisor y el ob­ser­vador cambia el color de lo emitido queda bien reflejado en la novela Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon, donde el protagonista inicia un viaje interestelar a gran velocidad y nos dice: “Al cabo de un rato, noté que el Sol y todas las estrellas vecinas eran rojas. Las del polo opuesto del cie­lo eran en cambio de un frío azul. En­ten­dí rápidamente el extraño fenó­me­no. Yo estaba viajando aún, y viajando a tal velocidad que la luz misma no era indiferente a mi paso. Las ondas de los astros que quedaban atrás tarda­ban en alcanzarme. Me afectaban por lo tanto como pulsaciones más lentas que lo normal y las veía como rojas. Las que venían a mi encuentro, en cam­bio, se apretaban y acortaban y eran visibles como una luz azul”.

Por cierto, Stapledon comete el pe­queño error de asociar el azul con lo frío —“de un frío azul”—, cuando en realidad es lo opuesto, lo caliente.

Un caso extremo de corrimiento al rojo lo presenta la llamada radiación cósmica de fondo. Cuando se pro­du­jo, hace 13 700 millones de años, el Uni­verso estaba a 3 000 grados Kelvin y la longitud de onda típica de esta radia­ción era como de una micra. Por la ex­pansión del Universo, ahora la de­tec­tamos con longitudes de onda típicas de un milímetro, es decir, mil veces ma­yor que la original. Hoy, la ra­dia­ción cósmica de fondo tiene la forma prácticamente perfecta de un cuerpo negro con temperatura de 2.725 grados Kelvin, pero su temperatura original era mil veces mayor.

La primera de las astronomías invisibles

Hace un siglo, en 1901, prácticamente todo el conocimiento astronómico provenía de la observación de la luz visible que emiten los astros. Durante el siglo xx ocurrió una ampliación dra­mática en nuestra capacidad para estudiar el Universo gracias a la ob­serva­ción en las otras cinco bandas, hasta entonces inexploradas, del espectro electromagnético.

La exploración del Universo en las bandas invisibles la inició Karl Gu­the Jansky en la década de los treintas. Na­cido en 1905, en el estado de Okla­ho­ma de los Estados Unidos, en el se­no de una familia de raíces europeas —su padre era de origen checoeslova­co y su madre, francés e inglés—, Jans­ky estuvo desde su niñez inmerso en una atmósfera con marcadas in­fluen­cias científicas y de ingeniería. Se reci­bió de físico en 1927 en la Universidad de Wisconsin y al año siguiente empezó a trabajar en los importantes laboratorios Bell, en sus instalaciones de Cliffwood, New Jersey. Su jefe, Ha­rald Friis, de inmediato le enco­mendó trabajar en el problema de la estática que se recibía en las bandas de radio y que dificultaba la comunica­ción trasatlántica. En aquel entonces esos laboratorios eran la institución encargada de la investigación de la com­pañía de teléfonos Bell y trataban de entender por qué había estática que interfería con las comuni­ca­cio­nes radiotelefónicas entre América y Europa. Obviamente, era un área con gran futuro comercial y había gran in­terés en dominarla tecno­ló­gi­ca­mente.

Para investigar el problema, Jans­ky construyó una antena con su respectivo sistema de recepción que cap­taba ondas electromagnéticas con longitud de onda de 15 metros. La an­te­na de Jansky tenía una importante ca­racterística: estaba montada sobre una estructura que podía girar como un carrousel y que le daba la capacidad de apunte. Es decir, Jansky podía de­terminar de qué región del horizon­te provenían las señales que recibía. Pron­to notó que una importante fuen­te de estática eran las tormentas eléctricas, tanto las cercanas como las lejanas. En efecto, todos hemos tenido la experiencia de que los relámpagos producen un ruido en un receptor co­mercial de radio.

Pero además de esta interferencia de origen natural y terrestre Jansky de­tectaba, como luego reportaría por escrito, “una estática constante, como un siseo, cuyo origen es desconocido”. Con la tenacidad que lo caracterizaba, continuó estudiando el problema has­ta que pudo determinar que la mis­teriosa estática alcanzaba su mayor intensidad cuando su antena apun­ta­ba hacia cierta región en el cielo. Era el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea.

Jansky reportó su descubrimiento el 27 de abril de 1933 en una po­nen­cia titulada “Perturbaciones eléctricas de origen aparentemente extraterrestre”, la cual presentó en una sesión de la Unión Internacional de Radiociencia en Washington. Si bien estos resultados no despertaron gran interés ahí —en una carta a su padre, Jans­ky se queja de que el auditorio esta­ba somnoliento—, el departamento de pren­sa de los Laboratorios Bell pre­paró un resumen que hizo llegar a los más importantes periódicos, y así a los pocos días, el 5 de mayo de 1933, uno de los encabezados del New York Times decía: “Ondas de radio provenientes del centro de la Vía Láctea”, seguido del resumen. Uno hubiera es­perado que esta noticia despertara gran interés en la comunidad as­tro­nó­mica de la época, pero no fue éste el caso. Los astrónomos de entonces estaban familiarizados con las propiedades de la luz, con los telescopios y las placas fotográficas, pero se sentían totalmente incómodos en un medio en el que se hablaba de on­das de radio, antenas y receptores. Ade­más, por ra­zones ajenas a su con­trol, Jansky tuvo que abandonar esta área de investigación. A pesar de su insistencia en continuar trabajando en el problema de la “estática estelar”, su jefe le encargó otras tareas. Después de todo, Jansky había cumplido en identificar el origen de las distintas formas de es­tática que dificultaban las telecomuni­caciones y Friis pensó que no corres­pondía a ellos, prácticos ingenieros de una compañía telefónica en medio de la gran depresión, el continuar dedicando re­cursos a un problema que tenía carac­terísticas de pertenecer a la ciencia pura.

Pero la semilla ya estaba sembrada y pronto germinó. Al final de la se­gunda guerra mundial, con equipo de radar de desecho, grupos de in­ves­ti­ga­dores en Inglaterra, Holanda, Aus­tra­lia, la Unión Soviética y Canadá, en­tre otros países, comenzaron a construir radiotelescopios y a refinar lo que Jans­ky había iniciado. Ahora, la ra­dio­astronomía es un área importante de la astronomía e inclusive se han en­tregado tres premios Nobel en física a radioastrónomos. En 1974, lo re­ci­bieron Antony Hewish y Martin Ryle por el descubrimiento de los pul­sares —el primero— y por el desarrollo de la técnica de síntesis de apertura —el segundo. En 1978, les tocó a Robert W. Wilson y Arno Penzias por el des­cu­brimiento de la radiación cósmica de fondo. Finalmente, en 1993 lo reci­bieron Russell A. Hulse y Joseph H. Taylor Jr. por el descubrimiento del pulsar binario, lo cual ha permitido po­ner a prueba ciertas predicciones de la relatividad general.

En una primera aproximación, la radioastronomía es la astronomía del Universo frío —recordemos la ley de Wien. Fenómenos como las nubes mo­leculares y el polvo cósmico nos proporcionan información de com­po­nen­tes muy fríos del Cosmos. En general, los procesos de formación de galaxias y de estrellas inician en regiones frías y la radioastronomía ha brindado información muy valiosa. Hay fenómenos de muy alta energía que emiten fuerte­mente en ondas de radio. Quizá el me­jor ejemplo sea la radiación sin­cro­tró­nica, que se produce cuando elec­trones moviéndose a velocida­des relativistas en un campo magnético emiten copiosamente ondas de radio. Este tipo de radiación ha permitido estudiar objetos como las radiogalaxias, los pulsares y distintos ti­pos de estrellas.

La astrofísica de altas energías

Después de la segunda guerra mundial, hubo gran interés en comenzar a explorar astronómicamente las regiones de altas energías del espectro, ¿emi­tirían los astros rayos x y rayos gama? Del considerable conocimiento acumulado en los inicios del siglo xx, que­daba claro que las estrellas más o menos normales como el Sol, no serían fuentes significativas de rayos x o gama puesto que prácticamente emiten casi toda su energía en el infra­rrojo, visible y ultravioleta. Para que hubiera una astronomía de altas ener­gías, tendría que haber en el Universo astros de naturaleza distinta a los que entonces se conocían.
 
Una limitante crucial al estudio en las otras bandas del espectro elec­tromagnético es que la atmósfera sólo es transparente —o sea, deja pa­sar— para la luz, parte del infrarrojo y las ondas de radio, pero es opaca —o sea, no deja pasar— para las otras ra­dia­cio­nes.

Entonces, no es fortuito que la se­gunda astronomía en desarrollarse fue­ra la radioastronomía, porque como la astronomía visible, se puede rea­lizar desde la superficie de la Tierra. Pa­ra observar el Universo en las otras radiaciones era necesario elevarse por encima del manto protector de nuestra atmósfera. La astrofísica de altas energías tuvo que esperar el desarrollo de la tecnología espacial para poder realizarse.

En 1960, un grupo de estadounidense encabezado por Riccardo Giacconi, Herbert Gursky, Frank Paolini y Bruno Rossi envió un cohete que por unos minutos estuvo por encima de la atmósfera terrestre y que trataría de detectar rayos x provenientes de la Luna. Habían supuesto que la Luna podría absorber y reemitir parte de los rayos x que le llegaban del Sol. Para su gran sorpresa, detectaron una fuen­te muy intensa de rayos x en la constelación del Escorpión, en una po­sición distinta a la de la Luna. Esta fuen­te era mucho más intensa de lo que es­peraban que fuese la Luna. Más aún, seguramente se encontraba fuera del Sistema Solar y esto quería decir que la fuente era intrínsecamente muy luminosa en los rayos x. De hecho, si suponían que el objeto emisor de rayos x era una estrella colocada en el centro de nuestra Galaxia, resul­ta­ba ser cien millones de veces más in­tensa en los rayos x que nuestro Sol. Varios grupos comenzaron a lanzar co­he­tes con detectores de rayos x, encon­trando algunas nuevas fuentes, pero el verdadero alcance e im­por­tan­cia de la astronomía de rayos X sólo que­dó claro con la construcción del pri­mer satélite dedicado a los rayos X, el cual fue puesto en órbita el 12 de diciembre de 1970 y se le bautizó con el nombre de uhuru. La misión de es­te satélite duró poco más de dos años —pasado cierto tiempo, los fluidos que lleva el satélite para distintos usos se agotan y la electrónica comienza a fallar y el satélite “muere” quedando en silenciosa órbita alrededor de la Tierra—, al final de los cuales produjo un ca­tálogo de más de 300 fuentes cósmi­cas de rayos X. La mayoría caía en una de las cuatro categorías siguien­tes: 1) sistemas de estrellas binarias, 2) remanentes de supernova, ambos ti­pos de objeto en nuestra Galaxia, 3) las llamadas galaxias activas y 4) los cúmulos de galaxias. Si bien los cuatro tipos de objetos se conocían con an­terioridad, la presencia de emi­sión de rayos X reveló nuevas facetas de ellos. En todos, la emisión de rayos x provie­ne de gas que se ha calen­tado, por dis­tintos procesos, a tempe­ra­turas enor­mes, de decenas de millones de grados Kelvin o más.
 
En 2002, Riccardo Giacconi recibió 50% del premio Nobel de física por su papel en el descubrimiento de fuentes cósmicas de rayos x. En realidad, en este caso el premio reconocía la la­bor de cientos, si no es que miles, de personas que creyeron en Giacconi y que trabajaron por décadas con él en la construcción de enormes y costosos satélites, verdaderos observatorios en órbita, que permitieron esos descubrimientos.

En la actualidad, existe investigación astronómica en todas las ventanas del espectro electromagnético y gracias a estos colores invisibles, sabe­mos que el Universo es mucho más di­verso e interesante de lo que se creía hace unas décadas. Con el conoci­mien­to cada vez más detallado de la radiación electromagnética que proviene del Cosmos, la astronomía comienza a volver los ojos hacia dife­rentes formas de energía, como los neutrinos y la radiación gravitacional, para continuar avanzando en el en­ten­dimiento de nuestro Universo.
Luis Felipe Rodríguez
Centro de Radioastronomía y Astrofísica
Universidad Nacional Autónoma de México
Luis Felipe Rodríguez es físico por la Facultad de Ciencias de la unam y Doctor en Astronomía por la Universidad de Harvard. Es el iniciador en nuestro país de la radioastronomía y autor de numerosos trabajos científicos y de divulgación. Actualmente es Director del Centro de Radioastronomía y Astrofísica de la unam, en el campus de Morelia, Michoacán.
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Rodríguez, Luis Felipe. (2007). Los colores invisibles de la astronomía. Ciencias 85, enero-marzo, 40-48. [En línea]
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Usos y abusos del recurso agua
En este texto se describen los principales elementos de los patrones de consumo de agua que ejercen gran presión sobre la disponibilidad de este recurso. Asimismo, se exponen algunos de los obstáculos que deberán superarse para alcanzar un uso sustentable del agua.
Marta Magdalena Chávez Cortés
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Crítica para la vida en toda su diversidad,
el agua es el fluido vital de la sociedad
y un cimiento de la civilización.
Oliver M. Brandes y colaboradores
 
El agua dulce es uno de los recursos estratégicos de este siglo, tanto en la escala local como en la global. Su profusa presencia en todo el planeta contrasta con su desigual distribución, y el hecho de ser un elemento esencial para la vida hace que, en la actualidad, sea el centro de muchos conflictos. Un amplio rango de crisis ecológicas y humanas que enfrenta el mundo está relacionado con el mane­jo inapropiado de este líquido y de los ecosistemas que lo producen. La disponibilidad de agua, junto con la degradación del suelo y la pérdida de la biodiversidad, son con­siderados los principales problemas que amenazan los recursos naturales y la preservación y el buen funcionamiento de los sistemas que soportan la vida.
 
Paradójicamente, con frecuencia las sociedades huma­nas operan con ingenuidad, como si tuvieran ilimitadas posibilidades para alterar los recursos hidrológicos, así como el paisaje, sin degradar su capacidad para satisfacer sus necesidades. Olvidan que el agua existente en la Tierra es finita, vulnerable y no tiene sustituto. De continuar la actual tendencia de las actividades humanas, la disponibilidad de agua, una historia que quisiéramos que nunca termine, seguramente no desembocará en que el agua se habrá consumido, pero estará tan contaminada que se volverá prácticamente inútil.

En México, se ha señalado que la disponibilidad de agua es uno de los problemas más serios que se deberá en­frentar durante las próximas dos décadas. Nuestro país se ha desarrollado de manera inversa en relación con la dis­ponibilidad de agua, 76% de la población vive donde se localiza tan sólo 20% del agua dulce disponible. Como re­sultado, la sobreexplotación de los acuíferos, las costosas transferencias de una cuenca a otra para satisfacer las crecientes demandas y los conflictos entre usuarios en competencia se han incrementado durante los últimos veinte años. Estos factores, junto con la contaminación y el desperdicio por falta de una cultura para la conservación del agua, combinados han incrementado la presión sobre los ecosistemas acuáticos y los sistemas de suminis­tro, con los consecuentes impactos sociales, económicos, po­líticos y ambientales.

El uso no sustentable


Generalmente, hay dos formas en que puede gestarse el uso no sustentable del agua. La primera es por medio de al­teraciones de los reservorios y corrientes de agua, lo que modifica la disponibilidad de este recurso en el espacio o en el tiempo. La segunda, por alteraciones en la deman­da de los beneficios que proporciona, resultado de cam­bios en los niveles de población, en los estándares de vida, el uso de tecnología u otros de carácter social.
 
Especial atención, en relación con las variaciones de la disponibilidad de agua, merecen el incremento po­bla­cio­nal y el cambio tecnológico. Se sabe que el crecimiento de la población trae como consecuencia un aumento en la de­manda por disfrutar los beneficios del agua. Por lo tan­to, la disponibilidad de agua per capita se reduce simplemente porque hay más personas entre quienes repartir el recurso —eso suponiendo niveles constantes de disponibilidad total. En México, en 1950 la disponibilidad de agua per capita anual era de 12 885 metros cúbicos, en 1995 se redujo a 3 992 y, considerando tasas de crecimiento po­blacional bajas, se estima que para el año 2025 decrecerá hasta 2 740 metros cúbicos. El crecimiento irrestricto de la población también provoca la reubicación del agua desde un usuario o sector hacia otro y el agotamiento de los re­servorios de agua no renovables. Este hecho se ilustra con el descenso, en algunos puntos de la ciudad de México, de 20 metros en el nivel de la capa freática durante los úl­ti­mos 50 años.

Por su parte, el desarrollo tecnológico puede alterar la disponibilidad de agua y afectar la cantidad requerida para satisfacer las distintas demandas. Se ha documentado que reemplazar vieja tecnología con nueva puede reducir las necesidades de agua hasta en un factor de 10. También se sabe que existe la tecnología para aumentar la dis­ponibilidad de agua dulce; por ejemplo, la desalinización de agua de mar. Sin embargo, frecuentemente se pierde de vista que estas alternativas sólo serán viables cuando el va­lor del agua exceda los costos económicos y ambientales que implica el proporcionar el recurso por medio del empleo de la nueva tecnología.

Asimismo, las innovaciones tecnológicas deberán en­mar­carse en un contexto de restricción de uso del agua, pues de lo contrario, podría ser que una nueva tecnología para producir energía, por ejemplo, requiera más agua para su funcionamiento que la anterior.
 
Los requerimientos de la agricultura, la industria, la pro­ducción de energía y de algunas actividades recreativas como el turismo, ejercen gran presión en los patrones de con­sumo de agua. A pesar del crecimiento de las zonas ur­banas, con el consecuente abandono de las rurales, y de la elevada migración, en México la irrigación representa 83% de la utilización del agua, mientras que en los hogares se emplea 12% y en la industria 5%. Aunado al intenso consumo, la irrigación masiva deseca, cambia y degrada la calidad fisicoquímica de los cursos de agua y representa una seria amenaza para los recursos de agua subterránea y los humedales.

Por otro lado, los estándares de vida también influyen sobre los patrones de consumo de agua. En los Estados Uni­dos, una familia típica de cuatro personas requiere 1 300 li­tros por día para satisfacer sus demandas, de los cuales sólo 3% se usa para cocinar y beber. En contraste, en paí­ses en desarrollo el consumo es sólo de 75 litros por día para la misma familia de cuatro, cantidad muy cercana al estimado de 50 litros por día que algunos científicos calcu­lan como el requerimiento mínimo de agua para un ser hu­mano. Globalmente, el consumo de agua debido al cambio en los estándares de vida y al crecimiento poblacional se ha incrementado alrededor de siete veces desde el prin­cipio del siglo XX.

¿Un uso sustentable?

La discusión de estos problemas derivó en el establecimien­to de una serie de condiciones necesarias para cambiar los patrones de consumo de agua y alcanzar un uso sustentable de dicho recurso. Esas condiciones son: 1) garantizar el suministro básico de agua para que todos los huma­nos puedan conservar su salud y para restaurar y mantener la salud de los ecosistemas; 2) sostener una calidad del agua acorde con ciertos estándares que variarán dependiendo del sitio y del uso que se le dará; 3) evitar que las actividades humanas afecten la renovación de los reservorios y de las corrientes de agua dulce; 4) colectar y difundir datos sobre disponibilidad, uso y calidad del agua; y 5) establecer mecanismos institucionales para prevenir y resolver con­flictos sobre el agua.

Con ello se trata de integrar las necesidades humanas y las ecológicas. Por lo tanto, alcanzar el uso sustentable del agua implica promover procesos de transformación social y económica que establezcan nuevos patrones de consumo y no sólo imponer restricciones al desarrollo económico tradicional para mitigar sus impactos sobre el ambiente.

En el caso del agua, transitar hacia su uso sustentable requiere un cambio de enfoque que sitúe la integridad de los ecosistemas como una base fundamental de todo el pro­ceso de planeación. Es indispensable reconocerlos y consi­derarlos como un usuario legítimo del agua dulce, con nece­sidades propias para subsistir y para seguir proporcionando servicios como el de productor y purificador de agua, entre muchos otros.
 
Esta posición supone limitar la tradicional expansión de la infraestructura hidráulica orientada hacia el incremento de la extracción y de la distribución, así como abordar los efectos acumulativos del uso del agua dentro de la cuenca como unidad de planeación y desencadenar el potencial de la innovación orientada hacia la conservación del recurso.

La premisa que subyace a esta perspectiva es que la me­jor fuente de agua nueva no es la que proviene de nue­vos reservorios, sino aquella que surge de un mejor uso de la existente. Es decir, busca aumentar la productividad del uso del agua —hacer más con la misma cantidad—, antes que nuevas fuentes de abastecimiento. En términos formales, esto significa pasar de un manejo rígido del agua a uno suave.

El primero depende fundamentalmente de la construcción de infraestructura —presas, bordos, pozos— y de la toma de decisiones centralizada para lograr sus propósitos: proporcionar agua de calidad potable y retirar las aguas residuales. Este manejo rígido o de la oferta es la for­ma en la que usualmente se satisfacen las necesidades relacionadas con el agua tanto en México como en buena parte del mundo.
 
Por su parte, en el llamado camino suave, aunque tam­bién depende de infraestructura centralizada, ésta es com­plementada de manera importante con otras descentralizadas, poniendo el énfasis en las tecnologías eficientes y en el capital humano. En contraste con el manejo rígido, sus fines son hacer un uso eficiente del agua, propor­cio­nando una calidad menor cuando no se requiere agua po­table, trabajando en forma más cercana con los usuarios en los ámbitos local y comunitario para cambiar las percepciones y actitudes en torno al agua donde sea nece­sario, y empleando herramientas económicas para fomen­tar el uso eficiente y la adecuada distribución del agua.

De acuerdo con Gary Wolff y Peter Glieck, dos recono­cidos estudiosos del agua, si se pone en operación el cami­no suave “todas las personas y los ecosistemas naturales tendrían agua en suficiencia y de calidad adecuada para sa­tisfacer sus necesidades básicas. El agua se ofrecería de ma­nera económica y eficiente por medio de instituciones abiertas y transparentes en sus mecanismos de operación. Sólo se construiría infraestructura donde se necesitara y únicamente después de consultar con las comunidades lo­cales. Se restauraría los ecosistemas degradados y daña­dos. Las aguas subterráneas y superficiales se administra­rían en conjunto, como un solo sistema, a la vez que se vi­gilaría y protegería la calidad del agua”. El rumbo está mar­cado; pero, ¿qué obstáculos habrá que sortear en el camino para hacer realidad este escenario?

Los principales retos

Primero, habrá que vencer la resistencia de los grupos con intereses creados alrededor del manejo del agua para acep­tar el camino suave. Para ello, es necesario informar al pú­blico sobre las reales ventajas de esta estrategia, con el fin de que puedan tener una actitud crítica ante las políticas públicas y exigir a las autoridades cómo quieren que sean las cosas. Entre los aspectos que es importante difundir está el hecho de que las medidas para la preservación del agua no sólo sirven para ahorrar el líquido, sino que la con­servación del agua caliente ahorra energía, la del agua do­méstica reduce los costos de tratamiento de aguas residua­les y la del agua de riego puede aumentar los rendimientos agrícolas o disminuir la mano de obra necesaria para man­tener las áreas verdes urbanas. También debe recalcarse que usar menos agua no significa un menor crecimiento eco­nómico sino un desarrollo con un uso eficiente de ella.
 
Otro desafío es transformar la forma en que se conducen los negocios para incrustar los temas ambientales en el centro de la toma de decisiones. Esto implica buscar un balance entre los patrones de producción y los de con­sumo que favorezca la reducción y el reciclaje del agua. También será necesario que el gobierno impulse instituciones e incentivos para facilitar la transición hacia un uso sustentable del recurso.
 
Indudablemente, otra prueba será conseguir que los pro­cesos económicos, políticos y sociales garanticen la in­tegridad de los ecosistemas. Habrá que entender que la dis­tribución de agua puede supeditarse, en tiempo y espacio, a una necesidad mayor, asegurar que los procesos natura­les de una cuenca se mantengan. También será necesario romper la fragmentación ver­ti­cal de los niveles de gobierno y la horizontal entre de­par­ta­mentos y municipios en una cuenca, con el fin de asignar mayor poder de decisión en los niveles más bajos de gobier­no. Esto permitiría lograr que múltiples organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, involucra­das en movilizar y administrar la acción colectiva, sean capaces de responder adecuadamente frente a cambios impredecibles.
 
Finalmente, deberá desarrollarse una ética del agua para lograr resultados más duraderos en el largo plazo. Aquí es indispensable la participación tanto de la sociedad civil como del sector industrial y de comercio.
 
Resulta claro que alcanzar un uso sustentable del agua no es una empresa sencilla y que el tiempo es un fac­tor cla­ve. Sin embargo, a pesar de que estas tareas, todavía abor­da­das por muy pocos, parecen extremadamente difíciles, no es razón para abandonarlas. En diversas ocasiones, la hu­manidad ha tenido la oportunidad de demostrar que puede salir adelante en situaciones de crisis y ahora no tie­ne por qué ser la excepción.
Fernando Guadarrama y el taller de son y versada Tapacamino   Aguadiosa
Quiero que tupa la fronda
y nos traiga la humedad,
bendita felicidad
de la selva y de su sombra...

La sangre es como los ríos
que van tejiendo memoria
y así se tejió la historia
de la sangre de los míos,
del cerro hacia los bajíos
se juntaron las corrientes,
entre lluvias y crecientes,
entre montañas y llanos,
se reunieron mis hermanos,
mis padres y mis parientes.

De niebla traigo el aliento
y ojos con agua de mar,
soy lágrimas que al llorar
se llueven de sentimiento,
del árbol traigo el lamento
cuando le arrancan la vida,
soy la selva destruida,
soy el río vuelto desierto
y el llanto de un pueblo muerto
por la ambición desmedida.

Soy la montaña y el mar
y soy la niebla que viaja,
agua que lloviendo baja
y vuelve al mismo lugar,
torrente que al reventar
se desmenuza en rocío,
soy el viento húmedo y frío
que viene de la cascada,
y soy la selva nublada
que amanece junto al río.

Soy agua desde que estuve
en el vientre de mi madre,
soy la lluvia de la tarde
que regresa envuelta en nube,
soy el sereno que sube
temprano por la mañana,
soy brisa de la sabana,
caricia de amanecer,
soy la neblina al llover
y el agua de esta jarana.

Ay Chalchiutlicue aguadiosa,
mujer de faldas de jade,
humedad que el alma invade,
Candelaria prodigiosa,
con tu saya milagrosa
líbranos de todo mal,
con tu bendito caudal
fertiliza la simiente,
dale esperanza a mi gente
Patrona del aguazal.
* Este son obtuvo el primer lugar del certamen “La canción del agua”, realizado por el Consejo Civil del Agua en Oaxaca en 2006.
Marta Magdalena Chávez Cortés
Departamento El hombre y su ambiente,
Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco.
Referencias bibliográficas
 
Brandes, O. M., K. Ferguson, M. M’Gonigle y C. Sandborn. 2005. At a Watershed: Ecological Governance and Sustainable Water Management in Canada, The polis Project, University of Victoria, Canadá.
Brandes, O. M. y D. B. Brooks. 2005. The Softh Path for Water In a Nutshell, en http://www.polisproject.org/polis2/pdfs/Nutshell.pdf.
Gleick, P. H. 1998. “Water in Crisis: Paths to Sustainable water use”, en Ecological Applications, vol. 8, núm. 3, pp. 571-579.
Gleick, P. H. 2001. “Safeguarding Our Water. Mak­ing Every Drop Count”, en Scientific American, februa­ry, pp. 29‑33.
Martha Magdalena Chávez Cortés es ingeniera en cómputo y maestra en investigación de operaciones por la unam, y doctora en planeación regional y del desarrollo por la Universidad de Liverpool, Reino Unido. Actualmente es profesora e investigadora de la uam-Xochimilco, especialista en planeación ambiental y manejo sustentable de recursos naturales, especialmente agua.
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como citar este artículo

Chávez Cortés, Marta Magdalena. (2007). Usos y abusos del recurso del agua. Ciencias 85, enero-marzo, 30-36. [En línea]
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Hijo de Zague, ¿Zaguiño?
Este texto presenta algunos análisis que contribuyen al debate en torno al concepto de la herencia. A partir de la lectura del libro El Sesgo Hereditario de Carlos López Beltrán, el autor desarrolla una serie de ideas acerca del origen de la teoría sobre la herencia.
Antonio Lazcano Araujo
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“Las generaciones de los hombres”, escribió Homero en La Iliada, “son como las hojas de los árboles de un bosque. Unas caen para ser substituidas por otras que tomarán su lugar”. Lo mismo ocurre con los cantantes y la música que interpretan. Abrumados por la presencia metrosexual de Alejandro Fernández, se nos olvida que hace unos cuantos años era su padre, Vicente Fernández, el que se escuchaba en todas las estaciones de radio inter­pretando con energía La ley del monte, un auténtico himno al lamarckismo escrito por José A. Espinosa. “Grabé en la penca de un maguey tu nombre”, aullaba frenético Don Vicente, “unido al mío, entrelazados, como una prue­­ba ante la ley de monte/que allí estuvimos enamorados”. Ah! Pero como se puede ver en Elmariachi.com, la ingra­ta no sólo olvida el amor jurado, sino que resulta ser una pérfida: aprovechando la oscuridad de la noche, sube al mon­te y corta la penca del maguey en un intento por bo­rrar las huellas del pasado. La botánica predar­wi­nista es la que rescata la memoria del amor perdido. ­Como canta­ba Vicente Fernández, “no se si creas las extrañas cosas/que ven mis ojos, tal vez te asombres/las pencas nuevas que al maguey le brotan/vienen marcadas con nuestros nombres.”
 
¿Laboraron Mendel, Weissman y Morgan en vano? ¿Tenían razón Lamarck y Vicente Fernández, su heredero intelectual, cuando afirmaba que los rasgos que los organismos van adquiriendo a lo largo de su vida serán heredados a sus descendientes? Si los nombres grabados en las pencas de los magueyes se perpetúan a través del tiempo, ¿estaban predestinados Alejandro Fernández a seguir los pasos de su padre, Angélica Vale los de Angélica María y Raúl Vale, e Irene Joliot-Curie los de Pierre y Marie Curie, sus progenitores? Hijo de tigre, ¿pintito? ­Hijo de Zague, ¿Zaguiño?

¿Por qué nos parecemos (por lo general) a nuestros padres? ¿Por qué heredamos el lunar de la bisabuela, las orejas del tío materno o la calvicie prematura del padre? ¿Por qué reaparecen, luego de varias generaciones, rasgos y parecidos que creíamos perdidos en los vericuetos de las genealogías y los secretos familiares? Con una franqueza que parecía debilitar sus ideas sobre el papel de la selección natural, Charles Darwin se vio obligado a confesar en El Origen de las Especies, que “las leyes que ri­gen la herencia son, en su mayor parte, desconocidas. Na­die puede decir por qué la misma particularidad en diferentes organismos de la especie o en diferentes especies es unas veces heredada y otras no; no sabemos por qué muchas veces el niño, en ciertos caracteres, vuelve a su abuelo o a su abuela, o a un antepasado más remoto, por qué muchas veces una particularidad es transmitida de un sexo a los dos sexos, o a un sexo solamente y, en éste caso, más comúnmente, aunque no siempre, al mismo sexo”.

No todos compartían las dudas que Darwin ventilaba abiertamente con tanto candor. Tan pronto como supo del embarazo de su nuera, la archiduquesa Sofía de Austria se apresuró a escribirle a su hijo, el emperador Francisco José, para prevenirlo sobre los riesgos a que se estaba exponiendo el trono de los Habsburgo por culpa de su mujer, la excéntrica emperatriz Sissi. En una carta enviada el 29 de junio de 1859 al Emperador, apenas unos meses antes de la publicación de El Origen de las Especies, la archiduquesa escribió: “Me parece que Sissi no debería pasar tantas horas con sus papagayos. Durante los primeros meses del embarazo resulta demasiado peligroso ver con insistencia determinados animales. Es mucho más conveniente que la Emperatriz se mire al espejo durante mucho tiempo, o que te contemple a ti. Que procurase hacerlo sería muy de mi agrado”.
 
No importa la preocupación, a menudo violentada por el nacimiento de bastardos, por mantener la pureza de la sangre en las familias de la aristocracia, o la precisión de los nombres de linajes reales en el Directorio Nobi­liario del Gotha (cuyos editores, me contó una vez la here­dera de un título nobiliario, cobran una cuota anual en euros para tener actualizadas las ramas de los árboles genealógicos). La carta de la archiduquesa Sofía es un resumen espléndido de la ignorancia sobre las leyes de la heren­cia que predominaba en muchos sectores de la so­cie­dad decimonónica. Lo más irónico, sin embargo, es que en los dominios de los Habsburgo, no muy lejos del asiento de la corte imperial de Viena, un monje llamado Gregor Mendel, neé Johann, llevaba más de cinco años cruzando chícharos y otras plantas en un intento por describir en términos cuantitativos los fenómenos de la herencia.

¿Quién era Mendel? La mayoría de los textos de biología suelen presentarlo como un monje con aficiones de jardinero que compensó la falta de inteligencia, inventiva y educación formal con una tenacidad de horticultor que le permitió resolver, por vez primera en la historia de la biología, los secretos de la genética y las leyes de la herencia gracias a los chícharos que se cultivaban en el monasterio de Brno por razones estéticas o culinarias. Nada más alejado de la realidad. Como lo demuestra el úl­timo libro de Carlos López Beltrán, el “sesgo hereditario” (para utilizar el título de la obra misma) ha dominado muchos aspectos de la vida intelectual y científica mucho tiempo antes de que la doble hélice del DNA se con­virtiera en un icono de nuestros tiempos. Ello no significa, como se suele creer, que la genealogía de nuestras ideas sobre la herencia esté enraizada en la noche de los tiempos, o que haya comenzado a ser sistematizada desde las épocas de Aristóteles. Por el contrario, como afirma explícitamente López Beltrán en su libro, “a pesar de lo que algunas veces leemos en algunos libros de historia de la biología, no hay tal cosa como una teoría de la heren­cia biológica anterior al siglo XIX” y aclara, sin ánimo condenatorio pero con la firme intención de reducir los índices de los textos de genética, que “ni Aristóteles ni Hipócrates ni Harvey ni aun Buffon elaboraron teorías sobre ese fenómeno. Más adelante agrega, usando el plural mayestático, que “ni el concepto ni su dominio empírico de referencia ni propuesta teórica alguna se dio antes del trabajo constructivo que los posibilitó y que hemos intentado esbozar”.

Lo que López Beltrán llama un esbozo es, en realidad, el libro en el que transformó los resultados del trabajo de investigación que le sirvió como tesis de doctorado en Inglaterra, y en donde es fácil advertir la influencia de autores como Frederick Churchill (cuyo espléndido análisis sobre la evolución de las teorías de transmisión hereditaria debería ser lectura casi obligatoria entre los biólogos) pero, sobre todo, el peso de los grandes nombres que contribuyeron a configurar la escuela francesa de la historia de las ideas. Aunque el diploma de doctorado de López Beltrán viene del muy inglés King’s College, es obvio que su libro creció no a la sombra del espíritu británico (always minding the gaps), sino bajo la tutela de las ideas de Bachelard, Cavailles, Koyré, Canguilhem y, por supuesto, Foucault. Hay detalles reveladores, como el uso inclemente de términos como “coagulación conceptual”, o la manera implacable en que nos asesta galicismos como “hereditarismo” o, pecado de lesa nomenclatura en un científico, al referirse al DNA como ADN (variante que les perdono a los franceses, como les perdono casi todo, pero no a un biólogo mexicano). Pero donde más se nota la influencia de la escuela francesa, sin embargo, es en su versión de la historia del concepto de la herencia, que hace girar en torno al examen social de su medicalización, una preferencia más o menos extraña en un biólogo. Para hacer cuajar su idea, Carlos López Beltrán adoptó el eclec­­ticismo metodológico que vuelve tan atractiva la historia de las ideas: revisó libros y otras publicaciones científicas, se asomó a las biografías de investigadores, leyó hagiografías de héroes científicos, examinó diccionarios médicos y generales, vio de pasada los catálogos siempre indispensables de Carmen Castañeda, y leyó y analizó novelas (aunque menos de las que yo hubiera creído. Hubiera sido interesante ver la inclusión de novelas como La Maquina del Tiempo, de H. G. Wells, publicada en 1896, de Tarzán de los Monos, de Edgar Rice Burroughs, 1917 y Tess of the D’ Urbervilles, de Thomas Hardy, un autor emparentado con la mitad de la ecuación Hardy-Weinberg.

Al igual que sus sinodales del King’s College, no dudo ni del esfuerzo hecho por López Beltrán, ni de la lucidez de su análisis, ni la precisión de su metodología—pero su conclusión central me sorprende, y me parece que se hubiera podido completar. Más allá de cualquier chauvinismo profesional, me hubiera gustado encontrarme en la larga lista de referencias y pies de página de su libro con el registro de la literatura producida por los naturalistas y los agrónomos de la época, así como por los criado­res de animales (como lo hizo Darwin, por ejemplo, al ci­tar una y otra vez a quienes se dedicaban a criar palomas). En lugar de hacerlo, López Beltrán se limitó a mencionar el trabajo de otros como Vatizlav Orel, que relata las tribulaciones de Nestler, y terminó omitiendo a Koelreuter, Gaertner y otros que han sido estudiados por historiadores de la ciencia como Olby.

A pesar de la extrañeza que nos puede causar hoy en día, es fácil comprender el que criadores de plantas y animales supieran seleccionar diversos organismos sin tener ni una teoría de la herencia ni una idea de la selección natural. Por ejemplo, se pueden encontrar ejemplos de fenómenos donde hay replicación (o multiplicación) y genealogía (o, si se quiere, pedigree), pero no herencia (la lista de los nombres de los Papas o el fuego de las antor­chas olímpicas son ejemplos de ello), y es posible que a Carlos López Beltrán le asista la razón en forma absoluta y que haya podido prescindir sin problema alguno del análisis de las ideas de los naturalistas —pero la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencias. Hubiera sido interesante incluir y analizar las ideas de personajes como Cotton Mather, un inglés que desde los confines provincianos de Norteamérica aún nonata describió en 1716 el fenómeno de la dominancia al estudiar las plantas de maíz. ¿Tenía o no un concepto, aunque fuera rudimentario, de lo hereditario? Como trataré de explicar más adelante, me resulta difícil aceptar la conclusión de López Beltrán que fue sobre todo en la comunidad médica donde se definió inicialmente el fenómeno hereditario, y que la larga tradición de naturalistas, agrónomos y los que él llama hibridólogos no haya contribuido desde un principio al reconocimiento formal de éste concepto. Mi desconcierto no proviene de ningún intento de reivindicar a los biólogos y a los naturalistas desde la óptica de quien no es un historiador ni de las ideas ni de la ciencia, pero no deja de ser sorprendente la afirmación que se hace en la Introducción de El sesgo hereditario, en el sentido de que “la herencia biológica comenzó siendo herencia humana”. O, como escribe más adelante, que “el sustantivo fran­cés heredité fue sin duda el primero en establecerse como un término científico con fuerza explicativa autónoma, impulsado por toda una generación de médicos de principios del siglo XIX, que decidió que ‘lo hereditario’ debía jugar un papel menos marginal en la comprensión del pasado y del presente en la humanidad, y por tanto también en la creación de su futuro. Las causas de ésta decisión son complejas, están enraizadas en los dramáticos cambios sociales de la Europa del periodo. Después de 1830, la herencia (heredité) ocupó un lugar preponderante en los escritos de la comunidad médica francesa hasta convertirse en el emblema de su nueva actitud, ambiciosa, postilustrada y postrevolucionaria”.
Así, al amparo del King’s College, pero asomándose ha­cia la otra orilla del Canal de la Mancha para analizar las transformaciones radicales que sufrieron la práctica y la teoría médicas luego de la Revolución Francesa, López Beltrán escribe que “creo que la posibilidad de que existiera un campo de investigación científica que se concen­trara en la transmisión de las características particulares y generales de los padres [yo hubiera usado el término “progenitores”] a los descendientes, a través de una ruta fisiológica es una de las cosas que le debemos casi por entero a las primeras décadas del siglo XIX francés”. Y añade que “dicha posibilidad no surgió espontáneamente; fue concebida en un medio intelectual en el que los fenómenos de la transmisión hereditaria en diferentes especies, y entre los humanos en particular, adquirieron una importancia que nunca habían tenido antes”. Como lo insinúa López Beltrán a lo largo de los primeros cuatro capítulos de su libro (y lo afirma con toda claridad Clara Pinto-Correia en su libro The Ovary of Eve) “era fácil usar la herencia como una arma letal en contra del preformacionismo”, si se intentaba explicar la presencia de rasgos de ambos progenitores. Ello, lo sabemos bien, desató un deba­te feroz y maniqueo sobre las contribuciones que uno y otro sexo hacían a los procesos hereditarios, una discusión importante que Carlos López Beltrán prefirió obviar por razones que no alcanzo a comprender.

Es cierto que, como se afirma en El sesgo hereditario, para que la herencia fisiológica (es decir, biológica) se vol­viese una corriente hegemónica se requería el concurso y la coincidencia de diferentes grupos, entre los cuales, dice el autor, estaban los biólogos con formación médica. También es cierto que en ese momento las fronteras entre las diferentes disciplinas eran difusas, y que muchos tran­sitaban sin dificultad de la medicina a la botánica y de ésta a la geología. Pero ¿y las otras tradiciones intelectuales atentas al fenómeno biológico, ajenas a las ciencias médicas y al estudio del hombre, que también existían y que venían de raíces distintas? Sorprende la ausencia casi absoluta de los puntos de vista de naturalistas porque, después de todo, Mendel no surgió por generación espontánea. Como recuerda López Beltrán en su libro, Vitezlav Orel ha documentado la forma en que en la déca­da que comienza en 1830 la noción de herencia se detecta por primera vez en las discusiones entre los criadores de borregos sobre la capacidad de los sementales para transmitir características a sus descendientes. Creo en el azar, pero no en tantas casualidades. ¿Esa coincidencia en el tiempo resultó de la convergencia de ideas, o de va­sos comunicantes cuya existencia se le escapó a López Beltrán? ¿O de una retroalimentación aún por describir entre los médicos a los que hace referencia López Beltrán y los agrónomos y naturalistas a los que no hace mención alguna?

A pesar de lo que dicen libros de moda pero ridiculamente triviales como The Monk in the Garden, de Robin Marantz Hening, Mendel se incorporó a una comunidad religiosa empujado no por el llamado de los ángeles, sino por la pobreza familiar, que le impedía dedicarse al estudio de las ciencias. El monasterio de Brno representaba una alternativa espléndida para un joven campesino sin recursos. Cuando concluyó sus estudios de enseñanza media Mendel carecía de los medios necesarios para con­tinuar con su educación por lo que, para poder ingresar a la universidad, escribió que “tenía que encontrar una forma de vida que me librara para siempre de la amarga lucha por la existencia”. En septiembre de 1843 Mendel fue aceptado como novicio en el monasterio de Santo Tomás de Brno, adoptando el nombre de Gregor. En el claustro, sin embargo, no se encontró con una atmósfera de recogi­miento y meditación, sino con un pequeño observatorio astronómico, una magnífica biblioteca y un vivero dedicado a la investigación agrícola.

El monasterio de Brno era un sitio peculiar. Poco después de que la huída del anciano príncipe de Metternich y la abdicación del emperador Fernando de Habsburgo llevaron al trono a su sobrino Francisco José, un grupo de monjes, entre los que se encontraba el propio Mendel, dirigió una larguísima carta a la Asamblea Imperial solici­tando la extensión de los derechos civiles al interior de las órdenes monásticas y solicitando para la comunidad de Brno el permiso para dedicarse exclusivamente a la do­cencia y a la investigación científica. Luego de haber reprobado los exámenes de geología y de biología, lo que le impidió obtener el diploma que lo hubiera podido acreditar de manera permanente como profesor de enseñanza media, Mendel fue enviado en octubre de 1851 a la Univer­sidad de Viena, en donde estudió bajo la dirección del célebre físico Christian Doopler y de Franz Unger, un fisió­logo vegetal que llevaba varios años trabajando en la obtención de nuevas variedades de plantas mediante la fertilización artificial (cuyo nombre también omite López Beltrán). Como escribe Viteslav Orel, Mendel estaba de suer­te, porque muchos de los profesores de la Universidad de Viena creían no sólo en el estudio estadístico de la biología, sino también en la posibilidad de explicar los fenómenos físicos a partir de unas pocas leyes que describieran el comportamiento de partículas elementales. Aquí, de hecho, están parte de las raíces de lo que Carlos López Beltrán describe como “la ilusión con la que se ini­cia la genética en el siglo xx es que pronto se cerraría la búsqueda de la causa hereditaria, reduccionista y determi­nista (como las causas de la física), con la que los biólogos (y los demás) tendrían una teoría general de la vida basada en ella”. En realidad, tanto la ilusión como el opti­mis­mo reduccionista que se encierra tras ella eran mucho más antiguos. Es cierto, como escribió Michel Morange en 1998 en su libro La part des gènes, que en 1926 Hermann Muller escribió que “los genes son los átomos de los biólogos”. Sin embargo, como lo demuestra una rápida ojeada a la formación intelectual de Mendel, esta visión de la herencia tenía una larga genealogía cuyos atisbos ya se perfilan desde mediados de la segunda mitad del siglo XIX.
La lectura del libro de López Beltrán permite desplazar a Mendel del sitial de padre fundador de la genética, para conducir su memoria a un sitio distinto pero igualmente meritorio. En todo caso, ni Mendel vivió mucho tiempo que digamos, ni pudo continuar dedicado al estudio de la biología. Tuvo mucho en contra, desde las obligaciones administrativas que le imponía su papel de abad pueblerino, hasta el desdén injusto y apenas disimulado con el que lo trataron déspotas como Karl von Nageli, un influyente naturalista de la Universidad de Munich, que le recomendó abandonar el estudio de la herencia. Por ra­zones aún desconocidas, pocos días después de la muer­te de Mendel su sucesor ordenó la destrucción de sus archivos. Sin embargo, entre los pocos documentos y libros que lograron sobrevivir se encuentra un ejemplar del Origen de las Especies y de otros libros de Darwin, en los que hay una gran cantidad de anotaciones manuscritas. Gracias al testimonio de uno de sus amigos, sabemos que Mendel “estaba muy interesado en las ideas evolutivas, y ciertamente no era un adversario de la teoría evolutiva —aunque afirmaba que algo seguía faltando”. Lo que faltaba era que Mendel aceptara el concepto de selección natural. Como han señalado Olby, Serre, Bowler y otros investigadores contemporáneos, lo que Mendel en realidad pretendía demostrar con sus experimentos era que especies nuevas podían surgir de híbridos estables.

Darwin, por supuesto, no hubiera aceptado esta idea. Sabía de ella, pero no por Mendel, con quien nunca tuvo contacto alguno. Nunca hubo correspondencia entre Brno y Down, y el desinterés de Darwin en las separatas que supuestamente le envió Mendel no es más que un mito largamente acariciado. Es importante insistir, como lo hace Carlos López Beltrán, que la genética de Darwin era pre-mendeliana. Como escribió en 1930 Ronald A. Fi­sher, uno de los fundadores del neodarwinismo, las bases del mendelismo son tan obvias que cualquier pensador de la época victoriana las hubiera podido descubrir —pero no lo hicieron, y ello incluye al propio Charles Darwin, que cultivó chícharos en un intento por acercarse al estudio del problema de la herencia. Contrariamente a lo que afir­ma López Beltrán, Darwin no se contentó con acumular “durante décadas datos sobre la transmisión hereditaria, y en su hipótesis de la pangénesis trató de ‘salvar los fenó­menos de la mejor manera posible para reafirmar los aspectos de la transmisión que le interesaban”. A muchos se les olvida que Darwin era también un excelente experimentalista, y es una pena que se haya pasado por alto la espléndida introducción que Richard Dawkins escribió para una reedición de El origen del hombre de Darwin pu­blicada en 2002, en donde reprodujo parte de una carta que Darwin envió a Wallace en Febrero de 1866. La misiva es espléndida:

Mi querido Wallace, me parece que no entiendes a lo que me refiero cuando hablo de que ciertas variedades no se mezclan entre sí. Mi comentario no tiene nada que ver con la fer­tilidad, y un ejemplo lo puede explicar. He cruzado entre sí plantas de chícharos de las variedades Painted Lady y Purple, que presentan coloraciones muy diferentes, y he obte­nido, incluso en la misma vaina, chícharos de ambas variedades pero ninguno intermedio. Me parece que algo similar debe estar ocurriendo con tus mariposas y con las tres formas de Lythrum que mencionas. Aunque estos casos parecen sorprendentes, en realidad se trata del mismo fenómeno que hace que cada hembra en el mundo produzca descendencia tanto masculina como femenina.

Con mi afecto más sincero, Ch. Darwin

Pocos años más tarde, y al amparo de la escuela literaria del naturalismo, la genética (acompañada de la predestinación poética a las patologías) comenzó a llenar las páginas de cuentos y novelas. Como escribió en 1871 Emi­le Zolá, al describir los vicios de Naná, “al igual que la gra­vitación, la herencia está regida por sus propias leyes”. Es una pena que Carlos López Beltrán, que de biólogo, poeta y filósofo tiene de todo un poco, haya dejado pendiente el examen de la literatura mexicana que por esas épocas comenzó a tener preocupaciones equivalentes en las novelas de Ignacio Manuel Altamirano y en los textos de Justo Sierra, y que años más tarde encontrarían ca­bida en la obra de Federico Gamboa, Mariano Azuela, y otros más. Como el mismo López Beltrán escribe, la historia de cómo llegó para quedarse en la comunidad de médicos y naturalistas mexicanos la visión francesa de la herencia aún está por investigarse. Estoy cierto que ello es, más que una veta prometedora, una mina riquísima que todavía no ha sido explorada.

En realidad, la segunda parte de El sesgo hereditario debe ser vista como el preámbulo a trabajos aún por llevar a cabo. El apresuramiento con el que Carlos López Beltrán concluyó su libro es un reflejo de la riqueza del tema y la complejidad del problema. Me hubiera gustado ver, aunque fuera como pie de página en el capítulo en donde escribe sobre la genética y la medicina en México, alguna mención a los empeños de biólogos como Herrera, Ochoterena y otros más, que al margen de sus posibles predecesores médicos (si es que los tuvieron), inauguraron una disciplina nueva. Llaman la atención los buenos augurios con los que se inauguró en México el siglo XX: en 1904 Don Alfonso L. Herrera publicó su libro Nociones de biología, pensado como lectura para los estudiantes de la Normal Superior, en donde incluyó una pequeña sección en la que se mencionan las leyes de Mendel. Una lectura de la obra de Herrera que se detuviera en este libro (en cuyas páginas coexisten pacíficamente el mendelismo con el darwinismo de principios del siglo XX) parece­ría sugerir que Herrera no le concedió mucha importancia a la nueva genética. Sin embargo, basta leer el texto que Herrera publicó en 1931 en La medicina argentina, titulado “Continúan los ataques a los misterios de la vida, imita­ción de las figuras mitósicas o de la división celular” o, me­jor aún, echar una ojeada a los boletines de Plasmogenia que editaba desde la azotea de su casa en Santa María la Ribera, y observar sus empeños por simular la síntesis de cen­triolos y husos cromáticos para percibir la forma en que reconoció la importancia de la genética en el contexto de una teoría abiertamente darwinista. Sobreviven algunas evi­dencias de la correspondencia que Hugo de Vries, el mal llamado “redescubridor” de Mendelman, tenía con Herrera, y basta acercarse a la esquina de Balderas y Artículo 123, a pocas calles de la Alameda de la Ciudad de México, para descubrir en la arquitectura ecléctica de lo que alguna vez fue el Instituto de Biología General y Médica de la Dirección de Estudios Biológicos, los centriolos, husos mitóticas y cromosomas que Don Alfonso hizo esculpir en la fachada para mostrar a los ojos de una ciudad turbulenta los misterios de la reproducción celular y la danza de los cromosomas.

Esta parte de la historia de la biología mexicana está aún por estudiarse, y espero que El sesgo hereditario ayude a ello. Menciono rápidamente los textos de S. D. Montejo, la Teoría de Mendel sobre la herencia, que publicó en revistas y periódicos mexicanos, los empeños de 1916 de Isaac Ochoterena para describir La carioquinesis vegetativa en las plantas mexicanas, o sus comentarios a la teoría de la mutación de De Vries, que el mismo Ochoterena tra­dujo, publicó y comentó bajo los auspicios de Herrera para la incipiente comunidad de científicos mexicanos. Las preguntas que pueden surgir incluyen los aspectos políticos e ideológicos que López Beltrán menciona de pasada en su libro. Enlisto, en aras de la brevedad, sólo algunos de ellos. En 1976 Oparin me regaló copias de los trabajos en los que Vavilov reportaba los resultados de su visita a Mé­xico, en donde estudió el origen de plantas cultivadas. Los textos, que incluyen imágenes espléndidas que evocan la películas de Einsenstein, no sólo son un recordatorio no estudiado de la recepción apoteósica que biólogos y agrónomos de Chapingo le hicieron a Vavilov cuando le otorgaron la Medalla de Oro de la Sociedad Mexicana de Agricultura, sino también del silencio ominoso que guardaron cuando fue empujado por Lysenko a las mazmorras de Stalin. No está por demás evocar el ambiente político y científico insinuado por otros libros por ahora sólo disponibles en las librerías de viejo, como las ediciones de Prenant que publicaba la Universidad Obrera de Mé­xico al amparo del oportunismo político de Vicente Lombardo Toledano, los Problemas biológicos: ensayos de interpretación dialéctica materialista, que Enrique Beltrán publicó en 1945, el volumen titulado La genética en la urss, de Alan G. Morton, traducido y prologado en 1953 por Alfredo Barrera, Narciso Bassols Batalla y Rafael Martín del Campo, o las sorprendentes declaraciones prosoviéticas (y poco informadas) de Don Isaac Ochoterana, que en un ciclo de conferencias sobre “Genética y Herencia” que impartió en el Colegio Nacional al afirmar que “las in­ves­tigaciones sobre genética en la urss tienen tal fuerza y conducen a resultados tan definitivos, que tarde o tempra­no convencerán a los escépticos y acabarán modificando en grado mayor o menor el panorama de la doc­trina bio­lógica”.

Ningún libro nace sin errores y omisiones, y el de Car­los López Beltrán no es la excepción. No importa. Concen­trémonos en sus méritos fundamentales, y en el reconoci­miento de que su publicación viene a aumentar la exigua colección de textos dedicados a examinar la historia de las ideas científicas en nuestro país. Ello no es un mérito menor en un ambiente enrarecido por el desdén con el que muchos intentan disfrazar en los medios la distancia casi analfabeta que los separa de la cultura científica. Re­co­nocer las limitaciones del volumen de López Beltrán no impide ver su valor para contribuir a la comprensión de la cascada de descubrimientos y aplicaciones tecnológicas que provienen de la biología molecular y que están cambiando precipitadamente la relación de las estructuras legales, éticas y económicas en las sociedades contemporáneas con las ciencias de la vida. Enfrentemos los chícharos del monje a las declaraciones no por piadosas menos desinformadas del Episcopado mexicano, al recha­zo igualmente ridículo que los diputados del pan le oponen a la clonación, o a la incomprensible negativa de los militantes locales de Greenpeace a la ingeniería genética. El desarrollo de la medicina genómica, la clonación de ovejas y otros animales, los experimentos con células ma­dres y con organismos genéticamente modificados, la tera­pias génicas, la expansión experimental del código genético, y la posibilidad de sintetizar vida, así los veamos a distancia, son una demostración cotidiana de la necesidad de abrir con urgencia nuevas áreas de reflexión y discusión que la sociedad mexicana ha ignorado hasta ahora. Nos gus­te o no, estamos transitando con rapidez del código genético al código civil. El debate intelectual en México se ha ido restringiendo a unas cuantas voces cada vez me­nos informadas de lo que ocurre en disciplinas científicas. El mérito fundamental del libro de Carlos López Beltrán, estoy seguro, es el de enriquecer los puntos de partida para reflexiones más informadas que abran debates y dis­cusiones hasta ahora inéditas.
Antonio Lazcano Araujo
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Nota
Texto leído durante la presentación del libro El sesgo hereditario de Carlos López Beltrán, unam, México, 2004.
Antonio Lazcano Araujo es biólogo egresado de la Facultad de Ciencias de la unam, donde también obtuvo el grado de Doctor en Ciencias. Es Profesor Titular C de tiempo completo y ha publicado en libros y revistas científicas internacionales más de un centenar de trabajos de investigación sobre el origen y la evolución temprana de la vida.
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como citar este artículo

Lazcano Araujo, Antonio. (2007). Hijo de Zague, ¿Zaguiño? Ciencias 85, enero-marzo, 52-61. [En línea]
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