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Fragmentos de una historia del Instituto Médico Nacional
En este texto se describe el contexto en el que surgió y se desarrolló, al final del siglo XIX y principios del XX, el Instituto Médico Nacional. Institución pionera en el estudio farmacológico, organizado y sistemático, de la flora medicinal de México.
Nina Hinke
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El desarrollo de las ciencias en México, durante el siglo xix, es considerado por varios autores como el resultado de una política estatal que buscaba promover la modernización del país. Sin embargo, es hasta la Restauración de la Repú­blica, con la creación de la Escuela Nacional Preparatoria, la reorganización de los estudios superiores y el apoyo a corporaciones científicas como la Sociedad Mexicana de Historia Natural, cuando se promovió la formación de cua­dros profesionales y se abrieron nuevos espacios dentro del gobierno para el desempeño de las ciencias.
 
Como revela el estudio de Luz Fernanda Azuela ­acerca de tres de las principales sociedades científicas, desde la Re­pública Restaurada y durante el Porfiriato, el Estado prime­ro patrocinó a las corporaciones científicas y posterior­mente creó instancias —comisiones e institutos— al in­terior del aparato gubernamental que incorporaron de manera creciente a los científicos provenientes de las antiguas corporaciones, y también a los nuevos cuadros formados en las escuelas superiores y profesionales. Por ejemplo, en la Secretaría de Fomento funcionaron la Dirección de Estadística, los observatorios Astronómico Central y Meteorológico, las comisiones exploradoras del territorio y poste­riormente los institutos Médico Nacional y Geológico. Esto, no fue el resultado de un proceso unilateral por parte del Estado, muchas de las iniciativas provinieron de la comunidad científica y fueron incorporadas al proyecto gubernamental. Su inclusión dependía de una compleja red de alianzas en las que participaron algunos científicos que lo­graron promover al interior de las élites en el poder —de las cuales formaban parte—, las aspiraciones corporativas y profesionales.

El estudio organizado y sistemático de la flora medicinal del país es un buen ejemplo de ello. Algunos autores afirman que fue iniciado por el farmacéutico Alfonso Herrera quien, junto con otros naturalistas, formó la Comisión Científica Mexicana con el fin de estudiar la flora del Valle de México, su sede fue la Escuela Nacional Preparato­ria donde Herrera era director. Sin embargo, desde los años de la República Restaurada se realizaron diversos proyectos para estudiar la flora nacional. Estos trabajos formaban ­par­te de un interés —casi generalizado— por las riquezas na­tu­rales del país, que buscaba poner de relieve las produc­cio­nes potencialmente útiles para la industria y el co­mercio. Las plantas —y en menor medida los animales— me­dici­nales eran parte de este universo, al igual que las especies maderables, las proveedoras de grasas, de sustancias alimenticias o de combustibles. “Rica es, á no dudarlo, nuestra flora, muy rica es la flora mexicana; pero desgraciada­men­te poco conocida, o por mejor decir, muy poco estudiada”, se afirma en un documento de la época. Había que exami­nar la naturaleza y el territorio mexicano para descubrir y poner sus tesoros a la disposición de la industria y el co­mercio, y contribuir así al desarrollo de la nación.
 
Para ampliar el conocimiento de las “producciones del suelo mexicano”, en 1868 fue creada la Sociedad Mexicana de Historia Natural. En su seno, el farmacéutico Gumersindo Mendoza presentó un trabajo acerca del té de milpa. Analizó químicamente la infusión preparada con Bidens leucantha o té de milpa y comparó su constitución con la del té de China. Encontró una gran similitud entre ambos productos y planteó que esta hierba, que crecía en los cam­pos sembrados de maíz, podía sustituir fácilmente al té importado porque su precio era mucho menor. El mismo año, Alfonso Herrera presentó una disertación acerca del chayote. El trabajo constaba de varios rubros, desde su cul­tivo hasta su análisis como alimento. Entre sus virtudes mencionó la elaboración de féculas “de fácil digestión” que podrían servir a la nutrición de los niños y de los enfermos. Por su parte, la Sociedad Farmacéutica Mexicana, al escribir la nueva edición de la Farmacopea Mexicana, insiste en este punto: “Se extrañará que en esta parte de la Farmacopea se mencionen multitud de plantas y productos indígenas, que ni se usan por los médicos, ni se venden en nuestras boticas; […] porque muchas de ellas pueden susti­tuir a ciertas drogas exóticas […] ¡Ojalá que estas indicacio­nes sirvan de base a estudios más completos, y que den­tro de unos años tenga México una terapéutica verdadera­mente nacional, aprovechándose las innumerables riquezas de la hermosa y variadísima Flora con que el Criador ha querido embellecer nuestro extenso territorio”.

Pero, ¿qué querían decir con una terapéutica nacional? En primer lugar, sería una terapéutica basada lo más posi­ble en drogas que crecieran en el territorio mexicano, sus­tituyendo los productos provenientes del extranjero que empleaban los médicos para curar algunos padecimientos o para producir un efecto particular. Si a una planta se le atribuían ciertas propiedades, se le estudiaba con la es­peranza de emplearla en lugar de otra. Entre los alumnos de medicina y de farmacia era común investigar alguna plan­ta o animal nacional con propiedades terapéuticas como trabajo de tesis para la obtención de su título profe­sional. “Costumbre es ya en esta Escuela el que los aspiran­tes al ejercicio de la difícil profesión de Farmacia, presenten […] algún estudio sobre las propiedades de tal o cual planta que tiene en el vulgo aplicaciones más o menos frecuentes”.
 
Pero no se trataba únicamente de sustituir drogas extranjeras y encontrar equivalentes nacionales. Otro de los objetivos era contribuir al descubrimiento de especies más eficaces para curar ciertas patologías, sobre todo patologías propias. Según Plinio, el naturalista de la Anti­güedad, en los lugares donde son endémicos ciertos padecimientos crece también su remedio. Este argumento suele emplearse como justificación por los farmacéuticos para explicar su afán por estudiar las especies que crecen en sus suelos natales, y los mexicanos no son la excepción. Un estudiante de farmacia, Gustavo Artigas, al emprender el estudio de la nochebuena explica: “los sabios han comprendido que sus vegetales indígenas les procurarán en todo caso un re­medio á sus dolencias […] ¿acaso ignoramos que cada país tiene plantas propias para combatir sus en­fermedades?”

Los científicos mexicanos albergaban la esperanza de en­contrar un remedio que no sólo curase enfermeda­des pro­pias, sino que fuese requerido por “la humanidad dolien­te” de otras partes del globo. En cierta manera, ya ha­bía dos plantas nacionales de uso generalizado que aparecían en diversas farmacopeas europeas: la zarzaparrilla (Smilax medica) y la jalapa (Ipomoea purga). Sus raíces se exportaban hacia Europa desde la época de la Colonia. La primera gozó de la reputación de ser un antisifilítico por sus propiedades diaforéticas y diuréticas. La jalapa era un purgan­te drástico muy apreciado. Por su importancia comercial, am­bas aparecían detalladas en las listas de exportaciones, mien­tras que el resto de las plantas con propiedades terapéu­ti­cas que se exportaban se encontraban consignadas bajo el rubro de drogas o medicinas vegetales.
 
Al reseñar la nueva edición de la Farmacopea Mexicana —texto que apareció traducido en la Gaceta Médica de Mé­xico— el farmacéutico francés Dreyer opinaba que uno de los aspectos más interesantes de la obra era la inclusión de numerosos productos indígenas. Aunque, proseguía, la mayor parte de ellos no se utilizaba más que en la medicina popular, ya que los médicos únicamente prescribían medicamentos de la terapéutica europea. A esta aseveración el traductor anónimo de la reseña objeta a pie de pá­gina que también “muchas de las drogas indígenas se usan por los médicos mexicanos” y cita varios ejemplos. Es de­cir, en la práctica cotidiana, los médicos y farmacéuticos empleaban distintas drogas que se encontraban fácilmente en el país aunque no estuvieran registradas en los libros oficiales, pero cuya eficacia era reconocida por ambos gre­mios. En teoría, los médicos y los farmacéuticos aprendían la terapéutica y la farmacia occidentales, basados principalmente en los textos y formularios europeos, pero en la práctica, estaban familiarizados y empleaban un sinnúme­ro de drogas “no oficiales” comunes en el país. Alfonso He­rrera, profesor de la clase de Historia de las drogas en la Escuela de Medicina, se quejaba de que los libros extranjeros de materia médica no reflejaban la práctica médica y farmacéutica nacionales y completaba sus cursos con lec­ciones orales, en las que enseñaba a sus alumnos las dro­gas nacionales.

Entonces, incluir las drogas nacionales en las obras ofi­ciales buscaba legitimar una práctica terapéutica que era común en el país. Al mismo tiempo, se pretendía ampliar el repertorio de drogas, por lo que se dedicaron al estudio de las plantas y animales empleados “por el vulgo”. De esta manera, las drogas de uso tradicional se convirtieron en fuente de materiales nuevos para la investigación científi­ca. Este es el caso del pipitzahoac (Perezia adnata). En 1852, el Dr. Mariano Ortega presentó ante la Academia de Medi­cina un trabajo acerca de esta planta que los indígenas usa­ban como purgante enérgico contra el tabardillo. Al poco tiempo, el Dr. Hidalgo y Carpio inició algunas observaciones en la clínica de San Pablo, donde corroboró su acción purgante. Conociendo estos resultados, dos renombrados farmacéuticos —Leopoldo Río de la Loza y Seve­riano Pérez— realizaron, años después, algunos trabajos acer­ca de su composición química y aislaron un compuesto ac­ti­vo. El pipitzahoac y su compuesto activo, el ácido pipitza­hói­co, fueron inscritos en la Farmacopea Mexicana de 1874.

La creación del Instituto

El 6 de diciembre de 1888 se aprobó en la Cámara de Dipu­tados el proyecto de creación de un instituto médico para darle una forma científica a la terapéutica nacional y completar los datos para la forma­ción de cartas climatológicas como base de la geografía mé­dica del suelo mexicano. Los trabajos emprendidos en ese sentido —exponía el general Carlos Pacheco— habían iniciado en 1884 con la creación de una comisión para el estu­dio de la distribución geográfi­ca y de las condiciones clima­tológicas de las enfermedades y la flora propias de cada región. Además, con motivo de la Exposición Internacional de París, en ese año el ministerio comenzó la recopilación e identificación de plantas me­dicinales del país. Para ello, la Secretaría de Fomento envió cuestionarios a las distintas entidades de la República solicitando información y ejemplares de la flora y fauna empleados en la tera­péutica. Aunado a esto, se organizaron expediciones para colectar materiales que serían enviados a París. Dicha colec­ción —que contó con 2 500 drogas y plantas medicinales— y un inventario detallado titulado Repertorio de plantas me­dicinales indígenas, escrito por Fernando Altamirano, fueron expuestos en el pabellón mexicano.
 
En el dictamen de creación del Instituto Médico Nacional quedó establecido que sus tareas serían el estudio de la fauna y flora medicinales, de las aguas minerales y de la climatología y la geografía médicas nacionales. Se trataba de una empresa que serviría para varios fines: hacer el inventario de las especies útiles del país que puedan co­mercializarse, establecer una terapéutica y una materia mé­dica propias que validen una práctica común entre los médicos y farmacéuticos y, por último, crear una ciencia nacional. Así se percibía ésta al momento de crearse el Ins­tituto Médico Nacional: “Una medicina verdaderamente nacional, sería aquella que pudiera gloriarse de poseer ver­dades en este país descubiertas, y quizás en algunos casos solamente a este país aplicables. Una patología mexicana, una cirugía, una terapéutica, una obstetricia, una higiene mexicanas, tales serán los títulos que nos darán derecho a ser considerados en el mundo científico allende nuestros mares y nuestras fronteras”.
 
Para producir resultados visibles, los investigadores pu­blicaron una obra titulada Ma­teria Medica Mexicana, cuyos primeros tres tomos aparecieron en 1894, 1898 y 1900, respectivamente. En un año, lograron estudiar parcialmen­te y redactar 32 monografías de plantas con un uso medici­nal. Durante este tiempo, el pe­riodo más fructífero del pro­yecto de estudio de la flora y fauna medicinales nacionales, trabajaron a un ritmo for­zado para la producción del pri­mer tomo, titulado Datos pa­ra la Materia Medica Me­xicana.

Asimismo, para promover sus trabajos y el uso generalizado de las plantas medicinales nacionales, los miembros del Instituto propusieron varias iniciativas. En su mayoría, se trata de publicaciones destinadas a un público más general o a las distintas profesiones, pero también promueven los trabajos del Instituto en diferentes foros. En 1904, el Dr. Juan Martínez del Campo presentó un “Proyecto para facilitar entre la clase médica la aplicación de los medicamentos útiles extraídos de las plantas mexicanas”, y sugirió publicar una obra en la que se consigne de manera breve y concisa la forma de emplear y preparar las plantas medicinales nacionales. Al año siguiente, el secretario Leopoldo Flores propone la re­dacción de un Manual Terapéutico de plantas mexicanas, el cual será publicado en forma de formulario en un librito con los datos de 70 plantas medicinales. Finalmente, los miembros del Instituto convienen en elaborar una serie de monografías de grupos medicamentosos —eupépticos, antipalúdicos, etcétera— que formen todas juntas una Terapéutica Nacional. En dichas monografías se reunirían los datos dispersos publicados por el Instituto Médico Nacional, y se darían a conocer en conjunto los medicamentos pertenecientes a una misma clase. Así, los médicos podrían comparar la acción de las distintas plantas de una clase te­rapéutica y saber a cuál darle preferencia según el caso. En 1907 terminan la recopilación del material de un Direc­torio de Herboristería Farmacéu­tica, dirigido a farmacéuticos y hierberos, que contiene el catálogo de todas las plantas que deben de existir en las bo­ticas según las prescripciones del Consejo Superior de Salu­bridad, con la sinonimia vulgar y científica, una guía del herbolario con instrucciones para la colecta de las plantas medicinales, señalando los lu­gares donde se pueden colec­tar, y un álbum fotográfico pa­ra facilitar el reconocimien­to de las especies.

Paralelamente, se trabaja en la creación de un registro de la flora y la fauna naciona­les para la divulgación que con­tiene la sinonimia vulgar y científica, el lugar de producción, las aplicaciones vulga­res y fotografías de las diversas plantas que comprende. Con ello, Altamirano propone la formación de tres obras independientes: una dirigida a la enseñanza de los medicamen­tos nacionales en la Escuela Nacional de Medicina, otra para la consignación de los mismos en la Farmacopea Mexi­cana y la tercera de consulta, que además contenga da­tos acer­ca de otras especies útiles.

Al igual que Altamirano, su sucesor a la cabeza del Ins­tituto, José Terrés, está convencido de la importancia de que los médicos conozcan y empleen los recursos terapéu­ticos locales. Según él, el fracaso de la terapéutica nacional, y por tanto, de los objetivos del Instituto depende en buena medida de los médicos, farmacéuticos y agricultores, “Harto escaso provecho se obtiene de que aquí se des­cubra que la esencia del axocopaque obra como la de Wintergreen y el saliciato de metilo, si los agricultores no cul­tivan la planta, si los farmacéuticos no poseen la droga y los médicos ni siquiera se toman la molestia de leer lo que publicamos [mientras] los farmacéuticos y médicos nada más sepan leer en libros extranjeros, nuestra terapéu­tica únicamente será la sombra de la de otros países.”

En 1909, Terrés obtuvo el permiso de la Secretaría de Ins­trucción Pública para reor­ganizar la sección segunda y producir medicamentos na­cio­nales en mayores canti­dades, los cuales fueron ela­bo­ra­dos por las alumnas del curso de farmacia de la Escuela de Artes y Oficios para Mujeres. El plan benefició a todos los involucrados, por un lado la Secretaría de Instruc­ción Pública encuentra un es­pacio para la formación de las alumnas de la Escuela de Artes y Oficios, y a cambio, el Ins­tituto puede surtir a las bo­ticas de la ciudad con los medicamentos nacionales para promover su uso. También ges­tionó la contratación de un botánico colector, el alemán Carlos Reiche, quien ha­bía llegado a México como maes­tro de la Escuela Nacional de Altos Estudios, para promover las plantas nacionales entre los agricultores y garantizar así el suministro de material al Instituto. Con Reiche planea hacer una fitogeografía. Si bien se trata del estudio de la flora nacional desde el punto de vista de la geo­grafía, cumplirían la misma función de las floras regionales propuestas por Altamirano. Fomentar el aprovechamiento de las plantas nacionales entre los agricultores e industriales.

El periodo de la dirección de José Terrés se caracterizó por un regreso al estudio de las plantas medicinales, con én­fasis en la práctica cotidiana del médico y del farmacéutico, y sobre todo, en el análisis completo y minucioso de la terapéutica nacional. La mayor preocupación de Terrés era la práctica médica, por ello la creación de la Farmacología Nacional se convirtió en el principal proyecto del Instituto Médico Nacional desde 1911 hasta 1914, aunque como fecha de publicación aparece el año de 1913.

Las colecciones de herbario y de drogas

En la sección primera del Instituto, la que tenía a su cargo la identificación y clasificación de las plantas medicinales, el herbario funcionaba, en principio, como cualquier otro en el mundo. La tarea era recibir e identificar los especime­nes botánicos, montarlos en hojas de cartón junto con la información pertinente, ordenarlos y asegurar su conservación. El herbario era relativamente pequeño —comparado con otros— y se especializó en la flora del país. Sus investigadores también reunieron material de aquellas flo­ras que compartían rasgos con la de México, como las de Estados Unidos y Guatemala. Al final de los 27 años de su existencia, su colección estaba constituida por poco más de 17 000 ejemplares completamente clasificados, de los cua­les alrededor de 7 000 provenían de canjes, colecciones pri­vadas donadas o compradas, previamente clasificadas; es decir, los investigadores clasificaban y procesaban entre 300 y 500 ejemplares anuales.

Por su parte, el museo de drogas llegó a tener entre 1 500 y 2 000 ejemplares clasificados y ordenados. Al igual que para el herbario, las colecciones se centraron en ejem­plares de drogas nacionales, muchas de las cuales eran plan­tas con un uso medicinal local fuera del circuito de la far­macia y la medicina académicas. De este museo actualmente quedan aproximadamente 50 frascos en el Insti­tuto de Biología de la unam, los cuales en parte correspondieron a lo que en la época llamaron “muestrario”, colecciones que participaban en exposiciones y en los que se exhibían las drogas nacionales, los productos químicos y otros productos de interés comercial.
Al recabar información acerca de una planta, una de las principales fuentes de confusión para los científicos era la falta de uniformidad en el lenguaje común para de­signar a las diversas especies. El empleo de distintos nom­bres para designar una especie botánica provoca que los investigadores no puedan emplearlos como referencia segura acerca de la identidad de una planta. Asimismo, di­ficulta la recolección por parte de terceros, puesto que pueden confundirse con una especie distinta a la que bus­caban.

Así que una de las tareas emprendidas por los investigadores del Instituto Médico Nacional, práctica común en­tre los botánicos del país, fue elaborar diversos mecanismos que permitieran establecer la relación inequívoca en­tre un nombre común y el nombre científico. Uno de ellos fue el registro detallado, en las etiquetas de los ejemplares botánicos colectados e identificados, del nombre común y de la localidad donde fue colectada. Cada ejemplar era registrado en dos catálogos de uso interno de la sección, en el primero se consignaban por orden alfabéti­co las especies botánicas y en el segundo por orden de cla­sificación o número de herbario.

En 1902, después de años de trabajo, José Ramírez pu­blicó en colaboración con Gabriel Alcocer, el conservador del herbario, una Sinonimia vulgar y científica de las plantas mexicanas. A pesar de que la práctica de consignar el nombre vulgar seguido del científico era común entre los botánicos, la obra de Ramírez contiene una innovación. Las sinonimias anteriores sólo iban en una dirección, indi­caban el nombre local y posteriormente daban el nombre científico. Ramírez en cambio, elabora una suerte de diccio­nario bilingüe, en el cual primero se presenta por orden alfabético los nombres comunes y la clasificación botánica, y en una segunda sección procede a la inversa, propor­cionando en orden alfabético la lista de nombres cientí­ficos de las plantas que forman la primera parte, e indicando la familia botánica a las que pertenecen y la serie de nombres vulgares que le corresponde. Este trabajo difiere notablemente de los anteriores. Ya no se trata del interés del científico por inventariar e identificar las especies que conforman la flora mexicana y de la cual casi sólo se poseen los nombres locales; esto es, traducir los nombres locales en los científicos para construir una flora nacional cientí­fica. Ahora se busca crear un instrumento que permi­ta tran­sitar entre ambos ámbitos, el local y el científico. Las venta­jas que resultaban de este doble diccionario son múltiples. Se creaban lazos tanto entre los nombres locales y los científicos, como de identidad entre los materiales botánicos y las plantas de una región determinada, así como entre los actores situados en las distintas esferas.

Tal como sucede con las especies botánicas, la identificación y el reconocimiento de las drogas es un ejercicio de comparación. En cierto sentido, las colecciones de drogas juegan el mismo papel que el herbario; generalmente son una exposición ordenada de distintos ejemplares a par­tir de los cuales se pueden establecer comparaciones y realizar clasificaciones. Se trata de presentar, sea al estudio­so, al farmacéutico o al comerciante, la sustancia, pro­ducto o parte útil de una especie. Muchas de las colecciones y libros de texto sobre la materia estaban organizados según la parte empleada de la planta —raíz, hoja, etcétera— y no según el tipo de efecto terapéutico —por ejemplo, emético o anestésico.

Como gran parte de los materiales del Instituto, el museo de drogas se formó inicialmente con los ejemplares reu­nidos para la Exposición Universal de París de 1889, gra­cias a los cuestionarios enviados a todos los Estados de la República y a los ejemplares colectados por José Ramírez y por un botánico colector que recorrió varios Estados. Los comisionados en formar la exposición, también compraron drogas en las diversas droguerías de la Capital. En unos cuantos meses de intenso trabajo se lograron reunir unos 2 500 ejemplares de drogas y de plantas medicinales y con ello, Altamirano elaboró el Repertorio de plantas medicinales indígenas.

En un inicio, las drogas identificadas y en buen estado de conservación se integraban a la colección de drogas del museo, ordenada según el método del prestigiado farmacognosta francés Gustave Planchon, que expone en su obra Traité pratique de la détermination des drogues simples. En ella se presentaban las drogas por orden organográfico: hier­bas, flores, frutos, granos, raíces, rizomas, tallos, cortezas, maderas, hojas; después los productos como gomas, gomo-resinas, oleo-resinas, esencias, etcétera, y dentro de cada una de estas divisiones las drogas aparecían por orden al­fabético. Este orden reproducía la secuencia espacial en la que se colocaban las drogas vegetales en las boticas. Sin embargo, en 1893 se decide cambiar el orden del museo de las drogas; los miembros del Instituto reemplazan el orden organográfico por el de las familias naturales, el mismo del herbario. A decir de Ramírez, este nuevo arreglo tenía la ventaja de ser “un plan más práctico que facilita su consul­ta”. Este reordenamiento permite crear vínculos con el her­bario y, de ese modo, asociar una droga con una especie de­terminada, y a la inversa, identificar una especie con una planta de uso comercial, porque como las drogas son únicamente las porciones útiles de las plantas, sean las hojas, las flores, los tallos o las raíces, no era raro que no se cono­ciera la planta, y mucho menos la especie, de la que deri­vaban, incluso de aquellas que se utilizaban con mucha frecuencia o que gozaban de una gran reputación como remedios.

La identificación de las drogas con las especies botáni­cas es resultado de intereses divergentes y de una mirada distinta sobre el mismo objeto. Para la práctica cotidiana lo importante es la parte útil de la planta, y fue el reconocimiento de ésta la que dominó los intereses corporativos y de enseñanza. En cambio, para los farmacéuticos acadé­micos como Planchon o para los miembros del Instituto, la identificación está ligada a la noción de tipo en la botánica. Es decir, se estudian las drogas como ejemplares de herbario, en el que cada una es el representante de una es­pecie determinada. Por otro lado, se le otorga más peso a la identidad botánica de las drogas, al grado que comienzan a verse como partes de una planta y ya no como enti­da­des propias.

Conforme la farmacia académica fue dominando el es­tudio de las drogas, se cambió la forma de ordenar las co­lec­ciones, de organizar los cursos y los libros de texto. Se privilegió la exposición de los ejemplares por familias botá­nicas en lugar del anterior arreglo organográfico. Por ejem­plo, Planchon ordena los capítulos de su primer libro ­Traité pratique de la détermination des drogues simples, por raíces, tallos, hojas, etcétera, pero en su libro de texto Drogues sim­ples d’origine végétale, de 1895, las expone por familias botánicas. Lo mismo sucede en México. Mientras que los cur­sos de Alfonso L. Herrera de Historia de las drogas en la Escuela Nacional de Medicina seguían el orden de las partes de las plantas, los de su sucesor, Juan Manuel Noriega, miembro del Instituto, siguen el de las familias botá­nicas.

Pero la voluntad de conocer la especie botánica o animal de la cual provenían las drogas no obedeció sólo a una in­quietud académica, en el caso de México, fue parte de un proyecto más generalizado de la época, enfocado en la pros­pección e inventario de las riquezas naturales nacionales. Fue así que la colección de drogas se convirtió en un mues­trario en donde estas riquezas eran exhibidas en frascos lu­josamente rotulados, los cuales eran movilizados con motivo de las ferias y congresos nacionales e internacionales.

El laboratorio de análisis químicos

En México, al momento de la creación del Instituto Médi­co Nacional no existían laboratorios de investigación ni abun­daban las personas especializadas en el análisis de plantas o en la extracción de alcaloides y el establecimiento de su composición elemental. Algunos farmacéuticos habían hecho trabajos de esta naturaleza en sus laboratorios particulares, y a ellos se recurrió al inicio para la preparación de las sustancias que se exhibieron en la Exposición Univer­sal de 1889, y para la continuación de las labores del recién creado Instituto.
El análisis químico de las plantas comprendía dos tipos de estudios: el de la composición general, y el aislamiento y la caracterización de las sustancias activas siguiendo el método descrito por Draggendorff, en el cual se sometía a la planta a solventes de distinta naturaleza. Para estudiar la composición general se procedía a separar los diversos compuestos por medio de disolventes que no modificaran la constitución de los elementos. Según Federico Villaseñor, este método se basa en la constatación de que en los di­ver­sos vegetales existen siempre una serie de principios que “forman verdaderas familias” que comparten características como las grasas, las resinas o los ácidos, y dentro de estas familias los distintos cuerpos presentan característi­cas que les son peculiares, como el punto de fusión de una grasa, su combustibilidad, untuosidad, color, sabor, entre otros. Es decir, durante la determinación de la composición de una planta, el químico aprovecha las características comunes de algunos cuerpos para ir fraccionando en clases, posteriormente para separar los distintos cuerpos de una clase por medio de sus propiedades específicas, y finalmente para determinar las características únicas de una sustancia.

Mientras que el análisis de la composición general de una droga puede hacerse siguiendo una metodología esta­blecida —el método de Draggendorf—, el aislamiento y la preparación de cada alcaloide, glucósido y de las sustancias amargas, es decir, de los principios activos, requería métodos particulares. Por ello, era mucho más compli­cado, pues no había una receta única que se pudiera aplicar. Para cada droga había que buscar un procedimiento que les per­mitiera aislar el o los principios activos. Particularmente los alcaloides y glucósidos resultaban, en ocasiones, muy difíciles de aislar hasta su forma pura y cristalina. A veces se degradaban, otras, parecían estar ligados a otra sustancia o a una materia colorante.

El procedimiento que se requiere depende de las características del compuesto, las cuales no se conocen de antemano, ni la cantidad que se encuentra en la droga o los otros compuestos presentes en la planta que interactúan con él. Cuando Villaseñor describe el trabajo del ais­lamiento y la caracterización de los alcaloides comenta: “decir las dificultades sin cuento con que sin cesar se tropieza al tratar de aislar un principio de esta naturaleza, haría interminable este trabajo […] estas difíciles labores en que se emplean días y días, semanas, meses y muchas ve­ces años enteros, sin lograr concluir el estudio de uno de estos interesantísimos cuerpos”.

Una vez aislado el principio activo, los investigadores procedían a describir sus propiedades particulares. La caracterización de un principio activo consiste en estudiar las propiedades que le son únicas y que permiten diferenciarla de otras sustancias similares. Para ello, se necesitan cantidades hasta cien veces mayores que para los análisis anteriores; es decir, alrededor de 10 kg de planta. Al hacer la caracterización, se inicia por las características organo­lép­ticas, como color, sabor, olor, apariencia, y se sigue con determinaciones de constantes físicas y reacciones químicas características.

Los investigadores de esta sección fueron afinando las técnicas de investigación y adecuando la metodología con el fin de agilizar los análisis vegetales. En este sentido se creó una tensión entre la velocidad y la determinación de todos los compuestos de las drogas, lo que derivó en una discusión acerca de cuáles eran los objetivos y los resulta­dos que había que obtener. Mientras que los investigadores priorizaban la reducción del tiempo de los análisis y la identificación y aislamiento de las sustancias activas, se les sometía a presión para que realizaran el análisis completo de la planta.

El fin de un proyecto

En 1915, después de sobrevivir algunos ataques y momen­tos de incertidumbre por los múltiples cambios en el go­bier­no, el Instituto Médico Nacional cerrará definitivamente sus puertas. Con el ascenso de Venustiano Carranza a la Presidencia, Alfonso L. Herrera logra la creación de un nue­vo centro de investigación dedicado al es­tudio de la biología. Se dice que desde Veracruz, enton­ces capital de la República proclamada por los constitucio­nalistas y lugar donde se efectuó la entrevista entre Carranza y Herrera, el primero mandó clausurar el Instituto. Ya instalado el nuevo gobierno en la ciudad de México, y al momento de rees­tructurar las distintas Secretarías de Es­tado, las instalaciones y colecciones del Instituto Médi­co Nacional pasarán, junto con el Museo Nacional de His­toria Natural y el Museo de Tacubaya, a formar parte de la llamada Dirección de Estudios Biológicos, la cual depen­dería de la Secretaría de Fomento y estaría bajo la dirección de Alfonso L. Herrera. Al Instituto Médico Nacional se le cambió el nombre por el de Instituto de Biología Ge­neral y Médica, mientras que se fusionaron ambos museos de historia natural.

El programa de la nueva institución era el de estudiar la historia natural desde un nuevo enfoque que, en palabras de Herrera, debía de “subordinarse a la grandiosa bio­logía, la ciencia de las leyes supremas y de los fenómenos profundos de la vida”. En adelante, los museos cumplirían fundamentalmente el papel de lugar de exhibición y de edu­cación del público, mientras que la investigación se rea­lizaría en el Instituto de Biología General. Este se albergaría en el edificio del Instituto Médico Nacional.

Así, Herrera lograba su anhelado plan de contar con una institución dedicada al estudio de la biología y, en par­ticular, a su pasión por el origen de la vida. Apenas unos años antes había tratado de crear un nicho para el estudio de esta disciplina. Ofreció cursos de biología en la Escuela Nacional de Altos Estudios, y además intentó, sin éxito, que se creara una sección de biología al interior del Insti­tuto Médico Nacional. En ese momento, varios miembros del Instituto se opusieron y cuestionaron su pertinencia, porque encontraban que había una total separación con el resto de las tareas que se llevaban a cabo en el Instituto.

Por último, no hay que olvidar que el Instituto Médico Nacional representaba a una institución del régimen de Porfirio Díaz. Las reformas propuestas por Herrera simbo­lizaban una renovación. Se trataba del inicio de una nueva era, tanto para el ámbito científico como para el polí­tico.
Nina Hinke†
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Nota
Este texto es la unión de fragmentos diversos de la te­sis de doctorado en historia de la ciencia que preparaba Nina Hinke, cuyo manuscrito integral será publicada por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam.
Nina Hinke realizó la licenciatura en Investigación Biomédica Básica en la unam, una maestría en Fisiología del Desarrollo y otra en Epistemología e Historia de las Ciencias en la Universidad de París-7, donde cursó el doctorado en Epistemología e Historia de las Ciencias. Falleció en 2004 cuando preparaba la presentación de su tesis doctoral.
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como citar este artículo

Hinke, Nina. (2006). Fragmentos de una historia del Instituto Médico Nacional. Ciencias 83, julio-septiembre, 56-67. [En línea]
 
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