José Martí y la ciencia, diez notas apenas perceptibles |
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Luis Toledo Sande
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Hace ya la cifra, ni siquiera módica, de casi treinta años, mientras espigaba criterios de José Martí sobre la creación intelectual, me sorprendió su interés por las ciencias. Creo que para entonces algo similar le había ocurrido, o estaba por ocurrirle, sin que el uno tuviera noticia del otro, al ingenioso ingeniero José Altshuler, a propósito, en su caso, de las observaciones de Martí sobre la electricidad. Que yo sepa, ni al sabio Altshuler ni a mí nos dio por convertir a Martí en tecnólogo, descubridor de bacterias o inventor de artefactos, ni mucho menos por abrazar la peregrina idea de que se convertía en moderno porque abandonaba terrenos tan arcaicos como el arte y la literatura para dedicarse a eso que acapara el nombre de periodismo científico, como si las ciencias pertenecieran solamente a un pedazo de las ocupaciones y preocupaciones de la humanidad. Tampoco nos dio por ignorar que la mayor dimensión científica de Martí se halla en su entendimiento de la historia y de la sociedad, aunque ni siquiera se ha librado de que la extraordinaria calidad artística de su palabra le enajene la consideración que merece en el terreno de la sociología y la historiografía. Lección probable, aunque refutada por no pocos ejemplos magnos: para ser científico, séase farragoso.
Recientemente, al planearse la participación de científicos en una conferencia internacional sobre Martí, alguien —y no hay por qué negarle sus dosis de razón y de razones— expresó que eso resultaría difícil en su sector, formado por profesionales de las llamadas ciencias técnicas o naturales o exactas o no sé de qué otras maneras, válidas, sobre todo, para menospreciar la seriedad del resto de las ciencias, esas pobrecitas a las que tanto esfuerzo les ha costado ser tenidas por tales. Con lo que, después de todo, no se gana mucho, porque el nombre no basta para asegurar el valor de lo nombrado. Tal vez por eso no incurrió Martí en lo que Pedro Henríquez Ureña llamó la manía de las clasificaciones, que tienen su lado cómico, para no decir monstruoso. Así, por ejemplo, hablar de ciencias sociales encarna otra expresión de la arrogancia, pues por muy individualista que sea el científico y muy aislado que él actúe, no conozco ciencia alguna que pueda ser no social y desentenderse de para qué y dónde y cómo existe. Eso, desde luego, sin detenernos en un rubro como el que recientemente prosperó entre nosotros: ¡ciencia animal!, capaz de hacer que uno imagine, digamos, a vacas y toros dedicados al afán de investigar y llegar a conclusiones y decisiones geniales. Lo que no estaría mal, dicho sea de paso, porque tal vez así serían ellas y ellos —es decir, las vacas y los toros— quienes se encargarían de asegurarnos el abastecimiento de leche y de carne.
A menudo se oye hablar de ciencia y cultura, como si fueran dos cosas separadas, cuando ni la ciencia vive fuera de la cultura, ni la cultura puede prescindir de aquella. Son ni menos ni más que elementos de ese conjunto que es la actividad humana, indivisible salvo por obra de la abstracción. Desde luego, usar mucho los términos ciencia y cultura no es garantía bastante para ser ni científico ni culto, aunque se les use con tono y gestos de academia y salón. Martí no se distinguió precisamente por el uso de tales vocablos, sino por su contribución a la realidad en que se inscriben los conceptos que ambos representan. Su labor de divulgación científico-técnica en la revista latinoamericana de Nueva York La América, y sus chisporroteos para la “Sección constante” del diario caraqueño La Opinión Nacional, son apenas muestras ostensibles de ello en lo tocante a determinadas expresiones particulares de ciencia y tecnología, tema al que no casualmente quiso dedicarle en La Edad de Oro un espacio del cual finalmente no dispuso.
Declaraciones de Martí en las cuales a la ligera podrían apreciarse señales de actitud anticientífica deben leerse rectamente como expresión de rechazo a determinadas formas de asumir el hecho científico. Así ocurre, en particular, con su desvelo ante los peligros de un positivismo que, si bien en las condiciones de nuestra América podía ser o al menos parcialmente fue beneficioso frente a las secuelas de la escolástica y el atraso feudal, también se asociaba a deslumbramientos colonizados ante lo foráneo. Por otra parte, el empirismo y el mecanicismo positivistas están lejos de corresponder a la espiritualidad de Martí, a quien el Wagner del Fausto de Goethe le suscitó impugnar “la inutilidad de la ciencia sin el espíritu”. Y tampoco se corresponden con su capacidad integradora en el ejercicio del criterio. Hablamos, espero que no haya dudas, de virtudes a las que sería frustrante renunciar. En cuanto al modo como se expresaban en Martí, leamos este socorrido fragmento de su obituario escrito por Emerson en 1882, pensador afín a él: “Las ciencias confirman lo que el espíritu posee: la analogía de todas las fuerzas de la naturaleza; la semejanza de todos los seres vivos; la igualdad de la composición de todos los elementos del Universo; la soberanía del hombre, de quien se conocen inferiores, mas a quien no se conocen superiores. El espíritu presiente; las creencias [sic: ¿las ciencias?] ratifican. El espíritu, sumergido en lo abstracto, ve el conjunto; la ciencia, insecteando por lo concreto, no ve más que el detalle. Que el Universo haya sido formado por procedimientos lentos, metódicos y análogos, ni anuncia el fin de la naturaleza, ni contradice la existencia de los hechos espirituales. Cuando el ciclo de las ciencias esté completo, y sepan cuanto hay que saber, no sabrán más que lo que sabe hoy el espíritu, y sabrán lo que él sabe”.
Para los propósitos de estas notas descosidas no es preciso adentrarse en terrenos tan polémicos como la caracterización filosófica de Martí, cuyo “impuro” idealismo, por otra parte, le trazó a la filosofía y a la ética cubanas mejores pautas que las ofrecidas por sus compatriotas y contemporáneos más decididamente materialistas, lo que en general, para el caso, equivale a decir positivistas. Pero, incluso ahorrándonos discusiones de ese cariz, podemos aventurar la propuesta de que si algo distinguió el pensamiento de Martí fue su perspectiva dialéctica. Llamémosla así, a sabiendas de que él, hombre que no se asfixió en escuela alguna, empleó el término dialéctica no en la connotación filosófica utilizada hoy, sino siguiendo la etimología que lo emparienta —como en la filosofía griega— con el diálogo y, por ese camino, con lo verbal. Ello se aprecia en el temor que en uno de sus Cuadernos de apuntes de 1881 expresó con respecto al peligro de que, lejos de unirse “en consorcio urgente, esencial y bendito, los pueblos conexos y antiguos de América” —lo que debían hacer para salvarse—, se dividieran, “por ambiciones de vientre y celos de villorrio, en nacioncillas desmeduladas, extraviadas, laterales, dialécticas”. Eso, que finalmente ocurrió, también hace pensar en su angustia por la educación verbalista que nuestra América padecía.
Desde su posición al mismo tiempo regionalista y libre de aldeanismo vanidoso, Martí mantuvo con respecto a las ciencias —sobre todo en las directamente relativas a la sociedad y a la política— criterios que tampoco hoy son como para echar por la borda. En “Crece”, artículo aparecido en Patria el 5 de abril de 1894, doce días antes que “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, y sobre el cual creo que no se ha llamado suficientemente la atención, expresó: “La ciencia, en las cosas de los pueblos, no es el ahitar el cañón de la pluma de digestos extraños, y remedios de otras sociedades y países, sino estudiar, a pecho de hombre, los elementos, ásperos o lisos, del país, y acomodar al fin humano del bienestar en el decoro los elementos peculiares de la patria, por métodos que convengan a su estado, y puedan fungir sin choque dentro de él. Lo demás es yerba seca y pedantería. De esta ciencia, estricta e implacable —y menos socorrida por más difícil— de esta ciencia pobre y dolorosa, menos brillante y asequible que la copiadiza e imitada, surge en Cuba, por la hostilidad incurable y creciente de sus elementos, y la opresión del elemento propio y apto por el elemento extraño e inepto, la revolución”.
Entre las muestras de que las inquietudes y la cultura científica de Martí no se agotaron en lo historiográfico y sociológico se halla su ya aludida labor en La América. A ella pertenece la nota aparecida en marzo de 1883 con el título “El libro de un cubano”, en la cual desborda su júbilo porque “ha salvado los mares la noticia del libro monumental que se prepara a presentar al público el naturalista cubano don Felipe Poey”. Martí probablemente conoció el extracto que, “con igual celebración”, circulaba entonces por los Estados Unidos, y calificó el libro de “obra mayor de análisis y paciencia, que ha requerido para llevarse a cabo el vigor [agreguemos: no manía] de clasificación de un severo filósofo, y toda la bondad que atesora el alma de un sabio”. El mérito de Poey le sirvió para calzar su confianza en las potencialidades de nuestros pueblos, desconocidas o negadas por tantos colonialistas y colonizados: “Cuando descanse al fin de sus convulsiones —necesarias todas, pero de término seguro— la América que habla castellano —¡qué semillero de maravillas no va a salir a la luz del sol!”. Tan optimista predicción la hizo en un medio cultural en que ni su mismo lenguaje escaparía a la huella de prejuicios conceptuales infusos en los términos en boga. Es lo que parece apreciarse en esta afirmación: “Nuestras tierras son tan fecundas en oradores y en poetas, como en sabios”. Él mismo, ejemplo mayor de orador y de poeta, ¿no lo era igualmente de sabio? Pero la mala herencia se estrella contra la limpia y esperanzada pupila de quien afirma: “Ya va siendo notabilísimo en los poetas y oradores de nuestra raza el afán de hacerse hombres de ciencia. ¡Y hacen bien!” Como la ética es su brújula omnipresente, concluye: “Heredia debe estar templado de Caldas”. O sea, en los polos de la ecuación, la poesía representada por José María Heredia, cimentador del patriotismo de su pueblo, y la ciencia representada por el naturalista Francisco José de Caldas, quien murió defendiendo la independencia de Colombia, su patria. De un polo al otro, el beneficio recíproco y la fragua de los valores morales.
Martí no se asfixió en escuela alguna, pero tampoco en la esterilidad de la iconoclasia. Con las ganancias que le vinieron de su personal conocimiento del mundo, heredó —aunque no usara él ese término— la actitud electiva que distinguió al pensamiento cubano y fue cimentada y solidificada por educadores como José Agustín Caballero, Félix Varela y José de la Luz y Caballero. Yo opto por decir actitud, más que filosofía, no sólo porque la concentración propiamente filosófica no fue la distintiva en Martí, sino porque tampoco es sensato reducir el electivismo —que bien entendido sirve para enfrentar las limitaciones de los sistemas cerrados— a otra expresión de la ortodoxia dogmática. Desde la política, la cultura en su más amplio sentido y la acción revolucionaria, Martí llevó la orientación electiva del pensamiento cubano a su culminación fecundante, inagotable en su siglo, tanto como la imprimió a un proyecto nacional liberador cuya validez, incluida su significación planetaria, perdura y perdurará. Su poesía testimonia la conciencia con que él se situó en el legado de su patria y en el del mundo todo. En Versos sencillos, libro explícitamente basado en la experiencia de su vida, afirmó: “Yo vengo de todas partes, / Y hacia todas partes voy: / Arte soy entre las artes, / En los montes, monte soy”. “Todas”, desde luego, no equivale a “cualquiera”. El mismo poeta define su procedencia y su destino: “Vengo del sol, y al sol voy”.
Para dar síntesis de eficaz consigna a su pensamiento, se le atribuye a Martí haber escrito: “Ser cultos para ser libres”. Con eso no habría dicho poco quien mostró su convencimiento de que la cultura no es patrimonio de “especialistas”. Pero dijo mucho más: “Ser culto es el único modo de ser libre”, fue lo que —en uno de sus artículos de La América, “Maestros ambulantes”, publicado en mayo de 1884— escribió luego de este otro apotegama al cual también dio jerarquía de párrafo: “Ser bueno es el único modo de ser dichoso”. En el amplio sentido funcional con que él la concebía, la cultura no era un lujo opcional si de alcanzar la libertad se trataba, sino requerimiento ineludible; y en ese grado constituía una obligación para quienes quisieran ser libres y contribuir a que lo fuera su pueblo.
Tanto a nivel individual como a escala social la actitud electiva sustentada sobre una sólida base de cultura, no la ignorancia ni el alejamiento del mundo, era tenida por Martí como garantía hasta para la solidez de la condición revolucionaria. Si en la carta póstuma a Manuel Mercado plasmó la importancia que el conocimiento a fondo de los Estados Unidos tuvo para su decisión de tomar la honda de David, en el mismo poemario citado expresó: “Yo sé de Egipto y Nigricia, / Y de Persia y Xenophonte”. Sin eso no habría tenido consistencia su elección: “Y prefiero la caricia del aire fresco del monte”.
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Referencias bibliográficas
Martí, José. 1975. Cuadernos de apuntes, Obras completas. T. 21. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
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Luis Toledo Sande
Escritor cubano, Casa de las Américas.
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como citar este artículo → Toledo Sande, Luis. (2003). José Martí y la ciencia, diez notas apenas perceptibles. Ciencias 71, julio-septiembre, 70-75. [En línea] |
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