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El hombre en la luna, el fin de las enfermedades y otros mitos
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George J. Annas
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A medida que el año 2000 avanza, es necesario reflexionar y especular acerca de lo que será el 3000. No para tratar de dilucidar cómo será la vida del hombre, sino para pensar seriamente cómo queremos que sea nuestra vida. Dicho de otra manera, ¿qué es lo esencial de los seres humanos y de ser un ser humano? ¿Qué hace a los seres humanos ser humanos? ¿Cuáles son los valores que debemos preservar para conservar la humanidad? ¿Cómo sería un “mejor ser humano”? ¿Hay cualidades que deseamos minimizar, o por el contrario hay cualidades que deseamos mejorar? ¿Y si los derechos humanos y la dignidad del ser humano dependieran de nuestra naturaleza humana podríamos nosotros cambiar nuestra “humanidad” sin cambiar nuestra dignidad y nuestros derechos humanos? Para analizar estas preguntas debemos primero empezar por analizar los pasados mil años.
Guerras santas
El principio del segundo milenio se caracterizó por las guerras santas; guerras regionales, como la reconquista de la península ibérica de las manos de los moros, y las guerras de carácter mundial, como las Cruzadas, que intentaron retomar de las manos de los musulmanes la Tierra Santa, quienes estaban asediando a los peregrinos cristianos. Las Cruzadas abarcaron casi doscientos años luchando en nombre de Dios, con el grito de batalla Deus Volt (la voluntad de Dios). El enemigo era el no creyente, el infiel, y su muerte un acto santo. La posibilidad de marcar al enemigo como un ser “diferente”, y por lo tanto de deshumanizarlo y justificar su muerte en Dios (o en la nación), fue la principal característica de todo este milenio.
Como los cruzados, Cristóbal Colón buscó conquistar nuevos territorios habitados por infieles en nombre de Dios. Cuando Colón llego al “Nuevo Mundo”, el cual pensó que era parte de las Indias orientales, bautizó a la isla con el nombre de San Salvador y tomó posesión de la tierra en nombre de la Iglesia católica y de los reyes católicos de España. Para los europeos, bautizar las tierras era simbólico de conquista, de tomar posesión. El acto era simbolizado izando una bandera. Sin embargo, Colón, quien también tenía como objetivo convertir a todos los “salvajes” que habitaban el Nuevo Mundo, dijo, de acuerdo con los archivos históricos, que “en todas partes dejé una cruz en pie”, señal de la dominación cristiana. La religión fue la excusa que se usó como fachada para la conquista. A pesar de esto, los encuentros de Colón con los indígenas resultaron en subyugación y genocidio.
Los conquistadores españoles que siguieron a Colón continuaron usando la religión católica y la ausencia de ésta en el Nuevo Mundo para tomar posesión de la tierra y conquistar a sus habitantes. William Prescot, por ejemplo, hace un recuento en su libro La historia de la conquista de México acerca de cómo los europeos de aquel tiempo creían que el paganismo “era un pecado castigado con fuego [...] en este mundo, y en el más allá, con el sufrimiento eterno”. Prescot añade que “bajo este código el territorio de no creyentes, donde quiera que se encontrara [era entregado a la Santa Sede] y como tal era dado libremente por la cabeza de la Iglesia a cualquier potentado que quisiera asumir la carga de su conquista. Prescot parece tener algo de simpatía por Montezuma (el dios del Sol), y por los aztecas asesinados por los españoles durante la conquista; pero al final concluye que los aztecas no merecían considerarse completamente como seres humanos, “¿cómo una nación puede avanzar por el camino de la civilización si prevalecen los sacrificios humanos y especialmente cuando se combinaban con canibalismo?”
De forma similar, Pizarro justificó la conquista del Perú y la subyugación de los incas, incluyendo el secuestro y asesinato de Atahualpa, por la “gloria de Dios” y para traer “nuestra Santa Fe Católica a tan vasto número de infieles”. Aunque Dios y religión eran las excusas, el motivo real de la conquista era el oro. En la búsqueda de El Dorado ninguno de los conquistadores que siguieron a Cortés y a Pizarro (quien consiguió la recompensa en oro más grande del mundo por Atahualpa) fueron capaces de robar la cantidad de oro que estos dos pudieron haberse llevado.
Las Cruzadas, los viajes de Colón y las conquistas de los españoles son poderosas metáforas para todas las exploraciones humanas y todos los encuentros humanos con lo desconocido. Ellos nos enseñaron que no solamente el campo de la dominación humana se pueden expandir radicalmente con imaginación y coraje. Más importante aún, ellos nos enseñaron que sin una igualdad fundamental de los seres humanos y sin una dignidad humana los costos de tal dominación serían violaciones brutales a los derechos humanos, los cuales son más importantes para el futuro de la humanidad que el oro o los nuevos territorios ya conquistados. Ellos también nos enseñaron a dudar de los motivos explícitos y de las historias encubiertas, pues aunque llenos de celo misionero todos estos aventureros y exploradores buscaban principalmente fama y fortuna personal.
Guerras no santas
Claro que es más fácil mirar atrás quinientos años que cincuenta. Sin embargo, me parece que tres cosas —una guerra, un evento y un prospecto— son las que van a definir en el próximo milenio los derechos humanos y la responsabilidad científica; ellas son: la Segunda Guerra Mundial, la llegada del hombre a la Luna y la ingeniería genética humana. El origen del posmodernismo puede fecharse desde cualquiera de estas tres cosas, y cada una tiene sus propias lecciones y peligros. A través de todo esto podemos observar cómo la ciencia se convierte en la nueva religión de una sociedad secular y cómo la búsqueda de la vida eterna con Dios es reemplazada por el reto de inmortalidad en la tierra.
La Segunda Guerra Mundial
Muchos académicos fechan el inicio del posmodernismo en Hiroshima y en el Holocausto; el primero fue una aniquilación instantánea, el segundo una aniquilación sistemática. Con la aplicación de tecnologías industriales para masacrar vidas humanas, ambos eventos representan la muerte del sueño del progreso moral y científico que había caracterizado los tiempos modernos. El mundo nuclear del posmodernismo es mucho más ambiguo e incierto.
El movimiento moderno de los derechos humanos nace de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial y del rechazo de que la única ley válida es la promulgada por un gobierno, incluyendo el gobierno alemán. La Organización de las Naciones Unidas se fundó para prevenir futuras guerras bajo la premisa de que todos los seres humanos tienen dignidad e iguales derechos. El juicio multinacional de los criminales de guerra en Nuremberg después de la Segunda Guerra Mundial se llevó a cabo bajo los postulados de que hay una ley humana superior (derivada de la “ley natural” que está basada en el entendimiento de la esencia natural de los seres humanos) y de que las personas pueden ser juzgadas y condenadas por violarla. Esta ley universal, que se aplica a todos los seres humanos y los protege a todos, criminaliza las ofensas contra la humanidad, incluyendo el genocidio, la muerte, la tortura y el esclavizamiento respaldado por los Estados. Obedecer la ley del país o las órdenes de un superior no son defensa válida: el Estado no puede proteger a sus agentes de ser juzgados por crímenes contra la humanidad.
La ciencia y la medicina estuvieron específicamente bajo investigación durante el llamado “Juicio de los Médicos”, donde veintitrés médicos nazis fueron juzgados por experimentos que incluyeron muerte y tortura; actos sistemáticos y barbáricos con el único objetivo de causar la muerte. Los sujetos de estos experimentos, que entre otros incluyeron experimentos de congelamiento y altitudes extremas, fueron prisioneros de los campos de concentración; casi todos judíos, gitanos y eslavos, gente que los nazis veían como subhumanos. Siguiendo los pasos de la conquista del Nuevo Mundo, la filosofía nazi se basó en la noción de que los alemanes eran una raza superior con el destino de subyugar y regir a las razas inferiores. Una parte central de la filosofía nazi fue el “eugenismo”, un intento por mejorar la especie humana, principalmente eliminando a las personas “inferiores”, los llamados “consumidores inútiles”. En su veredicto, la corte pronunció lo que hoy se conoce como Código de Nuremberg. Este código continúa siendo el documento ético y legal con más autoridad sobre normas internacionales de investigación, que insiste en el consentimiento informado de cada uno de los sujetos participantes en la investigación. El código es uno de los primeros documentos sobre derechos humanos en la historia del mundo.
Los primeros juicios en Nuremberg fueron rápidamente seguidos por la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el documento más importante sobre derechos humanos hasta hoy día. La Declaración fue seguida por dos tratados: el Convenio sobre los Derechos Civiles y Políticos y el Convenio sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales. La Declaración y los dos tratados representan importantísimos pasos para la humanidad: el reconocimiento de que los derechos humanos están basados en la dignidad humana y que esta dignidad es compartida por todos los seres humanos sin distinción de raza, religión u origen nacional. Éste es un concepto poderosísimo y el reto a seguir es verlo hecho realidad (junto con las otras promesas contenidas en los dos tratados).
El hombre en la luna
La exploración más espectacular de este milenio, junto con la de Colón, es el viaje de la nave Apolo 11 a la Luna y su regreso. Las palabras de Neil Armstrong cuando puso pie en la superficie lunar son en realidad las precisas: “un pequeño paso para un hombre, un salto gigante para la humanidad”. Aunque la carrera espacial tuvo que ver más con las políticas de la Guerra fría que con la ciencia, no deja de ser éste un logro casi mágico de la ingeniería. Y aunque Estados Unidos estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para poner al primer hombre en la Luna y que éste fuera un estadounidense, el experimento tuvo limitaciones en cuanto a los derechos humanos. El presidente John F. Kennedy, por ejemplo, puso como objetivo mandar un hombre a la Luna “y traerlo de regreso” antes del final de la década de los sesentas. Sin embargo, varias vidas humanas se pusieron en segundo plano con tal de ganar la carrera científica a los rusos; como muestra de esta circunstancia está el hecho de que se consideró mandar a un hombre a la Luna sin tener aún concebido cómo regresarlo a la Tierra.
Estados Unidos no conquistó el espacio precisamente por la gloria de Dios, pero Dios sí estaba presente en las mentes de los conquistadores espaciales a bordo de la nave Apolo, el dios del Sol. Los pensamientos religiosos más explícitos fueron los del diseñador de cohetes Werner von Braum, quien había sido un oficial de las Brigadas ss durante la Alemania nazi y quien diseñó los cohetes v2 que llovieron sobre Inglaterra al final de la Segunda Guerra Mundial. Von Braum fue capturado por Estados Unidos y “condonado” para trabajar en el programa de cohetes, impulsado por los esfuerzo de la nasa. El día en el que la nave Apolo 11 fue lanzada, Von Braum explicó las razones para poner un hombre en la Luna: “nosotros estamos expandiendo la mente humana. Estamos extendiendo este cerebro y estas manos que Dios nos dio hasta los límites más distantes, y en este proceso la humanidad entera se beneficiara. Toda la humanidad usufructuará los logros de esta cosecha”. El celo misionero de los cruzados y de los conquistadores hizo eco en la Luna.
Norman Mailer, en su crónica del alunizaje, Sobre el fuego en la Luna, hace una pregunta clave: “¿fue el viaje de la Apolo 11 la expresión más noble de la era tecnológica, o la mejor evidencia de su simple y llana locura? [...] ¿Somos nosotros testigos de grandeza o de locura?” Hoy día ninguno de los extremos parece completamente cierto. Las rocas lunares traídas a la Tierra son un símbolo mediocre del viaje; en cambio, las fotos de la Tierra tomadas desde el espacio han tenido un profundo impacto en lo que podríamos llamar nuestro sentido de conciencia colectiva, pues es ésta en realidad la que ayudó a que surgiera el movimiento mundial de protección ambiental. Es muy difícil negar nuestra humanidad cuando todos podemos ver el hogar que tenemos en común.
Nosotros también sabemos ahora que los rusos nunca fueron serios contendientes en la carrera por llegar a la Luna, y por eso las posibilidades de una exploración espacial seria que surgieron en Estado Unidos después del alunizaje fueron grandemente sobrestimadas. Nuestra pérdida de encanto, y aun de interés por la Luna, fue plasmada por Gene Cernam, el último de los doce astronautas que visitó la Luna. Cuando la nave despegó de la superficie lunar Cernam dijo: “dejemos esta cosa acá”. El alunizaje fue principalmente un asunto comercial y de política mundial, no de paz y armonía mundial. Otro testimonio es el del historiador Walter McDougall, quien en su libro Los cielos y la Tierra señala que, aunque la placa conmemorativa que fue dejada en la Luna decía “vinimos en paz de parte de toda la humanidad”, la paz nunca fue el propósito de esta misión. Quizás tuvo algo que ver con la ciencia, pero McDougall escribe: “casi todo fue sobre satélites espías y de comunicaciones y otros aparatos orbitales para el beneficio militar y comercial. Estos objetivos militares y comerciales continúan dominando el espacio, tal como fue en la época de los conquistadores, y una vez más la exploración científica ha quedado relegada a la ciencia ficción”.
Y es en el campo de la ciencia ficción y de la literatura donde se están discutiendo y evaluando los dilemas humanos, y donde el futuro de la humanidad está siendo imaginado. Borges, por ejemplo, fue el primero que sugirió que los seres humanos pueden llegar a ser inmortales, si estamos dispuestos a dejar que las máquinas hagan todas nuestras funciones corporales. Los seres humanos pueden llegar a un mundo de pensamiento puro colocando sus cerebros en “muebles de forma cúbica”. En este sueño, Borges imagina cómo la cirugía moderna y el reemplazo de partes mecánicas pueden llegar a traer un tipo de inmortalidad a los seres humanos; no como actor inmortal, pero sí como un testigo inmortal. Arthur Clarke en 2001 sugirió que la evolución humana puede seguir un rumbo diferente y desarrollar una mente computarizada encapsulada en un cuerpo de metal en forma de nave espacial, el cual rondará la galaxia buscando nuevas sensaciones. El precio por la inmortalidad del ser humano, de acuerdo con este punto de vista, es la erradicación tanto del cuerpo como de la mente humana; el primero por un cuerpo artificial indestructible, y el segundo por un programa de computadora capaz de duplicarse indefinidamente. Claro que un cuerpo robótico indestructible dirigido por un procesador digital de memoria no sería propiamente lo que consideramos hoy día como “humano”; es más, “los derechos” de tal artefacto estarían en la actualidad en el rango de los que tienen los robots y no de los que tienen los seres humanos. Nosotros estamos en capacidad de explorar el espacio exterior con uno de estos “robots”, pero nuestra fascinación parece estar en el espacio interior. En vez de expandir nuestros conocimientos y horizontes meditando sobre los misterios del espacio exterior, con la posibilidad de encontrar otras formas de vida, nos estamos volteando hacia nuestro propio interior y estamos contemplando nuestros cuerpos a un nivel microscópico. La nueva biología, quizás descrita mejor como la nueva genética, o como la “edad de la genética”, propone otra opción diferente a la de alcanzar la inmortalidad a través de un cerebro digitalizado en un cuerpo de metal o plástico, cambiando y mejorando nuestras capacidades humanas por medio de alteraciones a nivel molecular de nuestros genes. O como lo ha dicho James Watson, el codescubridor de la estructura del adn: “nosotros pensábamos que nuestro futuro estaba en las estrellas, ahora sabemos que el futuro está en nuestros genes”.
Ingeniería genética
Como la exploración espacial, el trabajo de la genética humana está dominado por agencias gubernamentales e intereses comerciales, estos últimos tomando la delantera. Y el objetivo es sin lugar a dudas conquistar la muerte y desarrollar un ser humano inmortal. Como lo declaró el presidente y gerente general de Human Genome Sciences a principios de 1999: “la muerte es una serie de enfermedades previsibles”. Las estrategias básicas para inventar un “mejor ser humano” han sido propuestas en dos recientes experimentos genéticos: la clonación de una oveja y la hechura de un ratón más inteligente.
A principios de 1977 el embriólogo Ian Wilmut anunció al mundo entero que había clonado una oveja, creando un gemelo genético de un animal adulto (ya muerto) gracias a la reprogramación de una de las células somáticas para actuar como el núcleo de huevo anuclear. Él bautizó a la oveja clonada Dolly, e inmediatamente se desató un debate internacional para hacer ilegal la clonación de seres humanos, el cual no ha terminado. Previas discusiones literarias sobre la clonación ayudan a entender por qué esta tecnología no debe ser aplicada en seres humanos. Wilmut no ha usado ninguno de estos argumentos literarios para fortalecer su posición, aunque si quisiera podría hacerlo. El reportero que describió a Wilmut como “el padre de Dolly” no hubiera podido traer un mejor ejemplo que las imágenes de Frankenstein, el personaje de la novela de Mary Shelley. Frankenstein también fue el padre y dios de su criatura; la criatura misma le dice a él: “yo debería ser tu Adán”. Igual que Dolly, la “chispa de vida” de esta criatura fue infundida a través de la electricidad, pero contrario a Dolly la criatura de Frankenstein fue creada ya desarrollada (lo cual está fuera del alcance de la clonación, aunque es lo que los estadounidenses sueñan y temen), por lo que deseaba ser más que una simple criatura: él quería una pareja de su “propia clase” con la cual pudiera vivir y reproducirse. Frankestein aceptó a regañadientes hacerle una pareja sólo si la criatura prometía dejar a la humanidad tranquila. Pero al final, Frankenstein destruye la pareja de la criatura alegando que él no tiene el derecho de darles como carga a las “generaciones futuras” los niños de estas criaturas, una “raza de demonios”. Frankenstein finalmente reconoció su responsabilidad para con la humanidad, y con ello Shelley explora en su novela casi todos los aspectos no comerciales del debate actual sobre la clonación.
El nombre del primer animal clonado, así como el de la isla San Salvador y la nave espacial Apolo, tiene gran importancia. El único sobreviviente de doscientos setenta y siete embriones (o “parejas fusionadas”) pudo haber sido llamado por el número de serie que le correspondía en la secuencia (por ejemplo, 6ll3), pero esto sólo hubiera enfatizado el carácter de producto. En contraste, el nombre de Dolly sugiere la existencia de un individuo único, lo cual tiene consecuencias en muchos otros niveles; aun a nivel de producto, una muñeca (Dolly significa muñequita en español) trae felicidad a los niños y como objeto es inofensivo. Victor Frankenstein, claro está, no le puso nombre a su criatura, por lo cual él rechazó cualquier responsabilidad paternal. Por haberle dado un nombre al primer mamífero clonado, Wilmut aceptó la responsabilidad sobre ella.
Clonar es duplicar y como tal tiene poca atracción o interés para aquellos que quieren tener hijos. La gran mayoría de nosotros queremos tener hijos para darles una vida mejor de la que nosotros mismos hemos tenido y no simplemente duplicárselas, así sea por medios genéticos. Por eso los experimentos de ingeniería genética que prometen “mejores” niños (y mejores seres humanos) son mucho más importantes para el futuro de la humanidad. En septiembre de 1999 el científico Joe Tsien, de la Universidad de Princeton, anunció que él ya ha usado técnicas de ingeniería genética para crear ratones con mejor memoria y que por lo tanto podían aprender más rápido que otros ratones; estos ratones eran “superinteligentes”. Tsien está convencido de que si estos resultados pudieran aplicarse en humanos todos desearían usar la misma técnica para tener niños más inteligentes. Textualmente, Tsien dijo que “cada uno de nosotros quiere ser inteligente”.
Usando las palabras del alunizaje como metáfora, Tsien dijo acerca de su ratón modificado genéticamente (al cual le dio el nombre de Dougie, un médico graduado casi adolescente, y personaje ficticio de la televisión): “para la comunidad científica es un pequeño paso”. La pregunta fundamental es “si éste es un salto para la humanidad”. Tsien también ha sugerido que el trabajo en el campo de la ingeniería genética es más importante que la clonación, porque el clon es una réplica exacta que no añade nada nuevo al mundo.
Su punto de vista es comprensible, pues la posibilidad de aplicar técnicas de ingeniería genética en seres humanos con el propósito de hacernos más inteligentes, más fuertes, más felices, más hermosos, o más longevos trae a colación las mismas preguntas con las que empecé esta presentación: ¿qué significa ser un ser humano y qué cambios en nuestra “naturaleza humana” darían como resultado “mejores seres humanos” (o en el surgimiento de una especie completamente diferente)? En el mundo de la ingeniería genética, por ejemplo, nos convertimos en productos de nuestra propia manufactura. Como producto estamos sujetos a controles de calidad y de mejoramiento, y a la destrucción o al reemplazo si salimos “defectuosos”. Creamos con esto un nuevo eugenismo basado no el defecto de nuestro prójimo, sino en el sueño (o pesadilla) de lo que se considera va a ser en un futuro un ser humano “ideal”. ¿Queremos nosotros en realidad lo que parece que queremos? ¿Está el doctor Tsien en lo cierto al argumentar, por ejemplo, que todas las personas quieren tener una mejor memoria?
El trabajo de toda una vida de Elie Wiesel, quien es el testigo más elocuente del Holocausto, ha estado dedicado al recuerdo, tratando de asegurarse que el mundo entero no olvide el Holocausto y, por lo tanto, para que éste no se repita. Éste fue también el objetivo principal de los fiscales y los jueces del Tribunal Internacional Militar llevado a cabo en la ciudad de Nuremberg. Los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la Segunda Guerra Mundial tienen que seguir siendo recordados. Como lo planteó el fiscal en jefe, magistrado Robert Jackson, al Tribunal: “los males que buscamos aquí condenar y castigar han sido tan bien premeditados, tan perversos y tan devastadores, que la civilización entera no puede tolerar que pasen desapercibidos, porque de seguro no podría sobrevivir al repetirlos”. Como tal, la memoria no vale la pena, pero sí el significado de la información que contiene esa memoria, y el uso que los seres humanos le dan a esa información. Por ejemplo, cada día tenemos más y más información sobre nuestros genes, y se nos dice que la ciencia pronto podrá explicar la noción de vida desde el punto de vista molecular. Sin embargo, nosotros no vivimos la vida al nivel molecular, sino como seres enteros; nunca podremos entender la vida (o cómo ésta debe ser llevada, o lo que ésta significa para los seres humanos) explorando nuestros cuerpos desde un nivel molecular, atómico, o aun desde el nivel subatómico.
Hoy parece que la ciencia se comporta como si el objetivo de la humanidad fuera un mundo de felicidad y control en masa; un zoológico humano que abarca todo el planeta y en el cual hombres, mujeres y niños, aparte de tener todos los “genes inteligentes” que se les puede proveer, se alimentan con comida nutritiva, son protegidos de todas las enfermedades previsibles, viven en ambientes de aire limpio y filtrado y son abastecidos con un flujo constante de drogas o de genes para mantener un estado constante de felicidad o, aún más, de euforia. Y esta vida feliz, la cual Borges previó con horror, podría ser extendida por cientos de años, a no ser de que no haya más vida que un cuerpo perfectamente diseñado por la ingeniería, una mente satisfecha y una virtual inmortalidad. El médico y filósofo Leon Kass ha puesto este concepto en el contexto de la ingeniería genética (aunque bien pudo haber estado hablando de Cristóbal Colón): “aunque bien equipados, nosotros no sabemos quiénes somos o a dónde vamos”. Nosotros literalmente no sabemos qué hacer con nuestros seres. Esto es porque los seres humanos deben informar a la ciencia y no la ciencia informar (o definir) a la humanidad. La tecnología no es sustituto del significado ni del propósito de la vida.
Hacia un “mejor ser humano”
A medida que tomamos la evolución del ser humano en nuestras manos, no son los aztecas o los nazis a quienes planeamos conquistar. El territorio es ya el de nuestros propios cuerpos, y lo reclamaríamos en nombre del nuevo “derecho” eugenérico que tiene cada ser humano de hacer lo que le venga en gana con su propio cuerpo. Sin embargo, la historia nos enseña que hay límites tanto en nuestro conocimiento como en nuestros derechos de dominio. Cortés pudo llegar a explicar el subyugamiento de los aztecas porque, entre otras cosas, ellos participaban en sacrificios humanos y canibalismo. Hoy día, gracias a la experimentación humana, hemos hecho del sacrificio humano un arte y con los transplantes de órganos hemos domado al canibalismo. El hombre posmoderno no acepta límites ni tabúes.
Si la humanidad sobrevive otros mil años, ¿cómo sería en el año 3000 un “mejor ser humano”? Con más de las tres cuartas partes del planeta cubiertas por agua, ¿serían la adición de agallas a nuestro cuerpo un mejoramiento o una deformación? ¿Qué tan alto sería ser alto? ¿Puede ser uno lo suficientemente inteligente para su propio bien? Si continuamos ignorando nuestro ambiente quizá un “mejor ser humano” sería aquel capaz de respirar aire contaminado y alimentarse de basura. A medida que agotemos nuestras fuentes de energía no renovables, tal vez un “mejor ser humano” sería aquel con ruedas en vez de piernas para movilizarse eficazmente. ¿Dejaremos a los científicos hacer cualquiera de estos experimentos en seres humanos o podemos aprender de las consecuencias no previstas de las conquistas y de los horrores de la guerra (en la que los seres humanos quedamos mejor cuando pensamos antes de actuar) y proceder democráticamente cuando las consecuencias de tales acciones repercutan en todos nosotros?
La Organización de las Naciones Unidas fue fundada con el objetivo de prevenir las guerras, y para identificar a los responsables de los crímenes de lesa humanidad, tales como los asesinatos, la tortura, la esclavitud y los genocidios, fue propuesta la Corte Criminal International. Claro está que muchos Estados continúan permitiendo los crímenes contra la humanidad. Sin embargo, el mundo no puede seguir ignorando los derechos de las personas que a principios de este siglo eran catalogadas simplemente como “incivilizados” o “subhumanos”. Si nosotros queremos ser amos de nuestro propio destino y no simplemente el producto de nuestra tecnología vamos a necesitar instituciones de carácter internacional tan sólidas como la Organización de las Naciones Unidas y la mencionada Corte Criminal Internacional para canalizar y controlar estos nuevos poderes, y en consecuencia proteger los derechos básicos de los seres humanos.
La ciencia no es una actividad criminal, y actividades como la clonación y la ingeniería genética no son precisamente parte de la categoría de crímenes de lesa humanidad. Es más, la ingeniería genética parece totalmente inofensiva al lado del Holocausto y las armas atómicas. Pero la realidad es engañosa por las siguientes razones: la ingeniería genética tiene la capacidad de cambiar la esencia misma de lo qué significa ser humano. No conocemos los límites de qué tan lejos podemos llegar cambiando la naturaleza sin cambiar nuestra propia esencia humana. Ya que el significado de nuestra naturaleza humana es lo que da origen a los conceptos de dignidad y derechos humanos, alterar ésta minaría tanto a esa dignidad como a esos derechos. ¿Cómo podría un producto, por ejemplo, reclamar sus derechos ante su “creador”? Estamos hablando de “jugar a ser Dios”, pero en realidad lo que parece que queremos es reemplazar a Dios (ya que si conquistamos a la muerte no tendríamos que temer el castigo eterno, ni aun el juicio final). Una premisa fundamental de los derechos humanos es que todas las seres son iguales por el hecho de ser humanos; la discriminación está prohibida. Obviamente, nosotros sabemos que los ricos tienen mejores oportunidades que los pobres y que una igualdad real requeriría una redistribución de las riquezas; sin embargo, los ricos no pueden esclavizar, torturar ni matar al más pobre de los seres humanos de este planeta, y los pobres tienen que tener una voz y un voto en cuanto al futuro de nuestra propia especie y de la de nuestro planeta.
¿Pueden los derechos universales del ser humano, anclados en la dignidad de éste, sobrevivir a la ingeniería genética? Sin objetivos claros, la economía de mercado definirá lo que significa ser un “mejor ser humano”. El mercado y la publicidad comercial en masa nos llevarán a conformarnos con unos cuantos ideales basados en la cultura del momento en vez de celebrar nuestras propias diferencias. Esto es una de las lecciones más importantes del mundo de la cirugía cosmética: donde casi todos los pacientes-clientes de esta área desean ser “reconstruidos” para parecer “normales” o para ser “remodelados” para lucir más jóvenes. Esto debería al menos demostrarle a la ciencia obsesionada por la inmortalidad que a medida que ha aumentado la esperanza de vida en este siglo, las sociedades han marginalizado y despreciado a los ancianos y se han puesto a venerar y a tratar de emular los cuerpos de los jóvenes.
Si el concepto del ser humano “ideal” está fuera del alcance de la mayoría de los miembros de la familia humana, los seres humanos manipulados por la ingeniería genética y considerados como “superiores” serían catalogados como “otros seres”. Y si la historia sirve como guía, tanto los seres humanos considerados “normales”, como los considerados “superiores”, se verían como extraños y terminarían por tratar de controlarse o destruirse los unos a los otros. Aquellos seres humanos considerados como “mejores” se convertirían, en la ausencia de un concepto universal de dignidad humana, en opresores o en oprimidos. En resumen, como lo aclaró H. G. Wells en su libro El valle de los ciegos, ciertamente es falso considerar que cada “mejora” de una habilidad del ser humano será apreciada universalmente: en el valle de los ciegos, los ojos que ven son considerados como aberraciones que tienen que ser eliminados quirúrgicamente, para que así la persona vidente pueda ser como todos los demás ciegos. Es imposible evitar que la ingeniería genética nos lleve a la evolución de dos especies diferentes, donde los seres humanos común y corrientes serían considerados como “salvajes” de la época precolombina por los nuevos seres humanos manipulados genéticamente, como impíos que pueden ser subyugados. La ciencia no nos salvará de nuestra inhumanidad hacia el prójimo; puede, eso sí, hacerlo más eficiente y más horrible. La ciencia y la opresión pueden ir juntas de la mano. Como lo dijo el historiador Robert Proctor en la conclusión de su estudio sobre salud pública durante el Tercer Reich: “la rutina de la práctica científica puede fácilmente coexistir con el ejercicio rutinario de la crueldad”.
Nuevas cruzadas
Aunque no hemos llegado a conquistar nuestra propia muerte, nosotros ya inventamos una criatura que sí lo ha hecho: el ente corporativo. Las corporaciones son entidades legales que gracias a las leyes son eternas y tienen una responsabilidad legal limitada. Estos entes, como el monstruo de Frankenstein, adquirieron poderes inesperados gracias a sus creadores. En su forma actual, las corporaciones se han convertido en entidades transnacionales que no están bajo el control de ningún gobierno, sea éste democrático o de alguna otra clase. Éstas sólo juran lealtad al dinero y no conocen límites en la búsqueda de ganancias económicas. Y así como la Corona española, las corporaciones también tienen su propia agenda. Éstas buscan tener ganancias económicas no para beneficio propio, sino para “hacer investigación científica para el mejoramiento humano”. El mundo corporativo parece que no sólo busca producir mejores plantas y animales, sino también seres humanos. Hoy parece más probable que los conceptos que Orwell escribió en su libro La granja de los animales (“todos los animales son iguales, pero los hay algunos que son más iguales que otros”) nos sean impuestos por las grandes “corporaciones dedicadas a las ciencias de la vida” y no por dictaduras totalitarias.
Ya que la nación no está en control de la salud o de la seguridad de sus ciudadanos, otras fuerzas deben ser llamadas para ayudar a dirigir el destino humano. Una posibilidad, que mi colega Michael Grodin y yo hemos planteado, es cambiar las fuerzas de dos importantes profesiones, medicina y abogacía, y así estimular a los miembros de estas dos profesiones, ya que éstas tienen el propósito y el medio para transcender tanto sobre los límites nacionales como sobre los corporativos, a trabajar juntos por el mejoramiento de los derechos humanos. La organización Global Lawyers and Physicians tiene este propósito. Esta clase de organizaciones no gubernamentales deben jugar un papel central en los asuntos mundiales si queremos que el dinero no se convierta en el único motivo que mueve al mundo. Activistas que trabajan a nivel comunitario deben unir sus esfuerzos si quieren influenciar el futuro de la humanidad: por ejemplo, los grupos que defienden los derechos humanos deberían formar coaliciones con los grupos ambientalistas, de ayuda humanitaria y con los pacifistas.
La cruzada de la ciencia ya no busca la vida eterna en Dios, sino en la Tierra. Con la decodificación del genoma humano la religión vuelve a ser la historia usada como fachada, por eso los científicos hablan del genoma como el “libro del hombre” y el “santo cáliz” de la biología. Sin embargo, el oro es nuevamente lo que hoy día buscan estos exploradores auspiciados por diferentes corporaciones. Porque existe la posibilidad de hacer dinero en este campo, el rediseño corporativo de seres humanos es inevitable si no existe lo que Vaclav Havel llama “una transformación del espíritu y de la relación humana para con la vida y con el mundo”. Havel ha señalado que la “nueva dictadura del dinero” ha reemplazado al totalitarismo, pero éste es igualmente capaz de drenar todo el significado de vida con sus “obsesiones materialistas”, la “proliferación del egoísmo” y la necesidad de “evadir la responsabilidad personal”. Sin responsabilidad nuestro futuro es lánguido. Como el fallido intento de los conquistadores españoles por encontrar El Dorado, nuestro deseo de tener más y más dinero traerá consigo un propósito mundano a la vida. Inmortalidad sin propósito es un vacío. En las palabras de Havel, “la única política que hace sentido es la que crece del imperativo y de la necesidad de vivir como cada uno debe vivir, y por lo tanto —en un término un poco más dramático— como cada uno debe responsabilizarse por el mundo entero”.
Responsabilizarse por el mundo puede parecer algo excesivo, pero aun Frankenstein lo reconoció como un deber. Esto nos recuerda el lema del movimiento ambientalista: “pensar globalmente, actuar localmente”, lo cual nos hace a cada uno de nosotros responsables por el todo. ¿Cómo podemos nosotros, ciudadanos del mundo, retomar el control de la ciencia y la industria, lo cual amenaza alterar la esencia misma de nuestras vidas? No será una tarea fácil, pero el rechazo mundial a la idea de clonar seres humanos trae la esperanza de que el esfuerzo no será en vano desde un comienzo. La ética médica ha demostrado que es un mecanismo débil para construir un movimiento internacional; el modelo de los derechos humanos parece ser el más fuerte y apropiado (por lo que no es la práctica médica y científica la que está en riesgo, sino la naturaleza de la humanidad y de los derechos de los humanos). En el campo de los derecho humanos me permito hacer unas sugerencias.
Necesitamos un reglamento internacional para la nueva ciencia, no sólo para regular la clonación y la ingeniería genética, sino también para regular las investigaciones de híbridos humanos-máquinas, en embriones, y de manipulaciones cerebrales. Todos éstos pueden ser puestos en un sentido más estricto bajo una misma categoría de “crímenes contra la humanidad”, actos que amenazan con cambiar la esencia misma de la humanidad. Esto no significa que al cambiar la naturaleza humana (por ejemplo, la clonación que cambia la definición del ser humano al eliminar la reproducción sexual que caracteriza a éste) va a ser siempre criminal, únicamente que ningún científico (corporación o país) tiene el poder social o moral para cambiar la humanidad por sí solo, y hacerlo sin un previo acuerdo social, democrático, puede considerarse como un crimen. Alterar la esencia misma de la humanidad requeriría un foro para una discusión mundial, siendo la Organización de las Naciones Unidad el único ente de esta naturaleza hoy día. También se requeriría una profunda discusión sobre nuestro futuro y sobre el tipo de gente que queremos llegar a ser y cómo podemos continuar insistiendo en los derechos basados en la dignidad del ser humano.
Un tratado internacional que prohíba las técnicas que específicamente “cambian a los humanos”, se hace necesario para que tal sistema sea efectivo. Ninguna de estas técnicas podría ser usada a menos de que un ente internacional lo apruebe para su uso en humanos. Este concepto aplica la “premisa de precaución” del movimiento ambientalista al área de experimentación extrema, que puede potencialmente cambiar la esencia del ser humano. El hecho de que hoy no exista tal tratado o tal mecanismo significa que la comunidad mundial no ha tomado responsabilidad por su propio futuro. Fue en el pasado cuando lo hicimos. James Watson estaba equivocado. La verdad es que al principio del milenio sabíamos que el futuro estaba en las estrellas; ahora, al final del milenio, pensamos que nuestro futuro está en nuestros genes.
Nosotros tenemos la tendencia simplemente a dejar que la ciencia nos lleve a su albedrío, sin embargo, la ciencia no tiene voluntad, y aun cuando sea programada, el juicio humano es casi siempre necesario para concluir cualquier experimento exitosamente. Las naves de Colón habrían retornado si no hubiese sido por el coraje y la determinación de éste. Asimismo, el alunizaje habría terminado en catástrofe sino hubiese sido por la experiencia como piloto de Neil Armstrong, que corrigió los errores de cálculo de la computadora. Las primeras palabras del hombre en la Luna en realidad no fueron aquellas de Armstrong: “un pequeño paso para el hombre”, sino las de Buzz Aldrin: “!luz de contacto! Bien, apagar motores [...] control de descenso automático apagado...” Ya es tiempo que nosotros los seres humanos tomemos el control de nuestra nave espacial Tierra y prendamos el botón de control sobre los motores de la ciencia.
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Nota.
Este texto fue el discurso inaugural de la conferencia Ética, libertad y responsabilidad, organizada por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam y la Academia Mexicana de Ciencias, el Consejo Consultivo de la Ciencia, la sep y conacyt, que tuvo lugar en la ciudad de México del 9 al 11 de noviembre de 1999. |
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George J. Annas
Escuela de Salud Pública,
Boston University.
Traducción.
Alejandro Moreno.
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como citar este artículo → Annas, George J. (2000). El hombre en la luna, el fin de las enfermedades y otros mitos. Ciencias 58, abril-junio, 63-72. [En línea]
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