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La sexualización del cosmos  
Alfredo López Austin
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Recordamos a menudo la historia de Gregorio Mendel, no sólo por sus grandes méritos como descubridor de las leyes sobre los caracteres hereditarios en los híbridos, sino por la injusticia cometida en su contra al haberle reconocido sus logros científicos en tiempos tan tardíos. El buen monje agustino no fue tomado muy en serio por sus hermanos de orden ni por los biólogos de su época. En 1900, seis años después de su muerte, sus leyes fueron redescubiertas por Karl Correns, Hugo de Vries y Erich Tschermak, lo que produjo la revisión de sus postulados y su valoración como fundador de la genética moderna. En forma póstuma pasó a ocupar su sitial en el santoral mundano de la ciencia.
 
La historia de Mendel es triste en el marco del mundo científico. Como los actores, los científicos necesitan del aplauso. Aun aquellos que no están al pendiente del reconocimiento público, temen que sus logros pasen inadvertidos, sin impacto en el debate o sin aplicación práctica. Por ello la historia de Mendel cala tan profundamente.
 
Sin embargo, otros científicos han sido peor tratados que el agustino austriaco. Muertos sin honores, sus aportes han trascendido, transformando decididamente su disciplina. Lo han hecho de una manera tan callada, tan opaca, que el gran descubrimiento de algún científico se convierte en una obviedad, como si el fruto de sus esfuerzos resultase tan claro, evidente y elemental, que nadie se preocupase por saber quién lo puso en la mesa de los debates.
 
Este es el caso de Robert Hertz, sociólogo francés del grupo de científicos dirigido por Durkheim. A los 27 años publicó un seminal ensayo en la Revue Philosophique (1909) que llevó por título “La preeminencia de la mano derecha. Estudio sobre la polaridad religiosa”. Es ahora cuando se reconoce el valor de dicho ensayo, calificado por Evans-Pritchard como uno de los más finos estudios escritos en la historia del pensamiento sociológico. El autor no sobrevivió por mucho tiempo a su publicación. Seis años después de la aparición de su ensayo, en 1915, murió en el campo de batalla, durante la Primera Guerra Mundial, bajo el fuego alemán.
 
¿Cuál es el contenido del ensayo? Hertz describe las condiciones naturales y culturales que establecen una diferencia significativa tan profunda entre la mano derecha y la mano izquierda. Observa que la diferencia entre ambas manos es convertida en una jerarquía social que —como en el caso de las supuestas jerarquías entre las razas y los sexos— se pretende fundar en la naturaleza de las cosas. Por esta razón se atribuye vigencia eterna a dicha jerarquía; esto es, se considera que trasciende los condicionamientos históricos. Hertz observa que la idea del supuesto fundamento natural sigue su desarrollo en el campo moral, deviniendo preceptiva, y que los pobres zurdos de su época padecen los efectos de una educación absurda y dogmática que los fuerza a actuar “correctamente”, “diestramente”. Más allá, como lo ve Hertz en su propia sociedad, “el hecho de ser zurdo es un delito que atrae sobre el culpable el ridículo y la reprobación social más o menos explícita”.
 
Tras el origen del privilegio de la mano derecha, Hertz propone la búsqueda de la idea de la jerarquía en las representaciones colectivas, y más puntualmente en el ámbito de las creencias y emociones religiosas. Así llega al dualismo, concepción esencial del pensamiento primitivo. Observa que el dualismo domina la organización social, dividiendo a las tribus en dos mitades o fratrías, opuestas pero complementarias. En dichas sociedades, las más importantes pautas —qué debo comer, con quién me puedo casar, de qué seres puedo derramar la sangre, qué cadáver puedo tocar, quién puede preparar mis ceremonias sagradas— dependen de esta concepción general de las mitades. La vida social hace indispensable la existencia de la fracción opuesta. La división dual se proyecta a todo lo que existe a partir de las concepciones religiosas, y así —según Hertz— “el universo entero se divide en dos mundos contrarios donde las cosas, los seres y los poderes se atraen o repelen, se implican o excluyen, según graviten hacia uno u otro de los polos”. De esta manera, la naturaleza se ordena en pares: la luz frente a las tinieblas, el día frente a la noche, el oriente y el sur frente al poniente y el norte, lo alto frente a lo bajo, el cielo frente a la tierra. El cuerpo del hombre —concluye el sociólogo francés— no puede escapar de esta polaridad. Se compone de la mitad izquierda y de la mitad derecha. Es un microcosmos en el cual valen las mismas leyes que ordenan y dan movimiento al universo. Cada individuo carga en sí mismo, en sus dos mitades que oponen lo sagrado y lo profano, lo viril y lo femenino, lo diestro y lo siniestro, el valor simbólico general del cosmos.
 
El ensayo de Hertz no produjo efectos inmediatos en la sociología y la antropología. Los resultados de las primeras investigaciones sobre el valor simbólico de la mano derecha y la mano izquierda empezaron a aparecer en 1933, y la atención de los estudiosos se centró en China, en algunas culturas africanas y en Célebes. A partir de entonces los estudios se multiplicaron, enriquecidos por la particular atención de los estructuralistas sobre el tema, pero no solamente. Hoy las conclusiones de Hertz pueden parecernos demasiado obvias; sólo que, como dijera Evans-Pritchard, nos parecen obvias gracias a que Hertz les dio tal carácter.
 
El estudio del francés sobre la clasificación binaria lleva a una evidencia impresionante: conforme avanzan las investigaciones, se descubre que el principio dualista ha marcado el pensamiento del ser humano en todo el mundo, o al menos en casi todo. A lo largo y ancho del orbe se encuentran registradas —desde la antigüedad hasta nuestros días, desde el pensamiento popular hasta el filosófico— bases taxonómicas de oposición que cargan de valores significativos todo lo que comprenden. En la antigüedad y en el actual pensamiento popular se han utilizado pares como izquierda/derecha, anciano/joven, macho/mujer, frío/calor, húmedo/seco, amargo/dulce y muchísimos más. Estos pares son de diverso valor semántico. Dentro de cada tradición, hay los que tienen un valor restringido a un estrecho campo, y los privilegiados, extremadamente polivalentes, verdaderos símbolos sintetizadores del cosmos, arquetipos que parecen poder aplicarse a muy diversas realidades. Tal vez algunos de estos últimos nos parezcan extraños, como el par robusto/tierno que entre los persas medievales sirvió para clasificar alimentos, vestidos o la calidad del aire y del agua. Sin embargo, debemos recordar que en nuestras oposiciones más familiares contamos con la de frío/calor, aplicada, por ejemplo, a los alimentos; su definición se refiere a su naturaleza, nada tiene que ver con su temperatura. Otra oposición que nos es familiar es la de las cualidades pesado/ligero, aplicadas también a la naturaleza de la comida, que no se relacionan directamente con el peso de los productos consumidos.
 
No debemos pensar que estas bases clasificatorias sólo se encuentran en los llamados pueblos primitivos o en el pensamiento popular. El dualismo alcanza un enorme desarrollo en grandes culturas de la humanidad, ya como punto de partida de las taxonomías holísticas, ya como fundamento de doctrinas religiosas o como orden lógico de diversos sistemas de conocimiento, entre ellos el médico. Ejemplos muy notables son la concepción cósmica china del yin y el yang, base de varias doctrinas religiosas, entre ellas el taoísmo; las religiones dualistas como el gnosticismo, el mandeísmo, el maniqueísmo o el catarismo, con su enorme influencia en el cristianismo; el principio masculino del espíritu y el femenino del alma para los alquimistas medievales, y, entre los sistemas médicos, el griego, que tomó la doble oposición frío/calor y  húmedo/seco, postulada por Empédocles, para llegar a ser punto de partida del complejo sistematizador de la doctrina médica, gracias a Hipócrates.
 
Si el dualismo —como hasta el momento parece— ha sido universal, ofrece un problema teórico de primer orden: ¿nace de características innatas del ser humano?, ¿el hombre piensa, indefectiblemente, con una base de oposición dual? O, por el contrario, ¿es el dualismo un producto cultural, nacido de formas de organización social que, al menos en su parte esencial, han sido tan semejantes que se han proyectado en las cosmovisiones por procesos hasta cierto punto similares? Hocart, quien se planteaba estas preguntas en 1936, concluyó que, dadas las diferencias específicas que el dualismo adquiere en las distintas tradiciones, era dudoso considerarlo inherente a la especie humana. Distinto es el postulado de Leach, para quien las oposiciones binarias son intrínsecas al proceso del pensamiento humano, pues cualquier descripción del mundo obliga a discriminar categorías en forma de “p es lo que no es no-p”. Lévi-Strauss ocupa una posición intermedia, afirmando que el dualismo deriva de una conjugación de lo social y lo biológico.
 
El problema sigue abierto como uno de los más interesantes de la antropología contemporánea. En la discusión ha de tenerse presente que, pese a que hay inquietantes coincidencias de clasificación en las distintas tradiciones, también son notables las peculiaridades en cada una de ellas. Por ejemplo, en contraste con numerosas concepciones del cosmos, en Egipto se dieron al cielo atributos femeninos, mientras que los masculinos fueron de la tierra. Una discordancia más es que la polaridad bien/mal, fundamental en muchas religiones del mundo, no tuvo una importancia considerable en otras (entre ellas la mesoamericana que, como se verá, fue fuertemente dualista).
 
Dejemos por ahora este problema, cuya solución parece estar muy distante, y hagamos hincapié en uno de los pares de oposición más importante en las concepciones dualistas. El hombre, al concebir el cosmos a su imagen y semejanza naturales y sociales, coloca en un lugar privilegiado de oposición complementaria el par femenino/masculino, hembra/macho. Es éste uno de los símbolos más polivalentes y extendidos en el planeta. Aunque son abundantísimos los ejemplos dignos de ser mencionados, provenientes de las más diversas tradiciones, vuelvo a Hertz y transcribo sus palabras:
 
“El pensamiento primitivo atribuye un sexo a todos los seres del universo, incluso a los objetos inanimados. Todos ellos se reparten en dos grandes clases, según se les considere machos o hembras. Entre los maoríes, la expresión tama tane, “lado macho”, designa las cosas más diversas: la virilidad del hombre, la descendencia por línea paterna, la fuerza que crea, la magia ofensiva, etcétera, mientras que la expresión opuesta, tama wahine, “lado hembra”, vale para todos los contrarios.”
 
El ejemplo maorí es pertinente no sólo porque da idea de cómo el símbolo de la dualidad sexual humana permea todo el universo, sino porque se advierte que en la clasificación fundamental el lado femenino lleva implícitas características negativas. Esto se hace evidente cuando Hertz nos dice que, según un proverbio maorí, “del elemento hembra vienen todos los males, la miseria y la muerte”, lo que se corrobora con la descripción del siguiente rito religioso:
 
“El sacerdote (maorí) levanta, sobre el terreno sagrado, dos pequeños montículos de los que uno, el macho, está dedicado al cielo, y el otro, la hembra, a la tierra. Sobre cada uno de ellos planta una varita: la primera, que lleva el nombre de “varita de la vida” y se encuentra en el este, es el emblema de la salud, la fuerza y la vida; la segunda, la “varita de la muerte”, situada al oeste, es el emblema y el foco de los males.”
 
La carga negativa de lo femenino se ha hecho presente a lo largo de la historia, y es fácilmente observable en el pensamiento popular contemporáneo. Veamos, como un ejemplo que nos es culturalmente próximo, una concepción presente en el sur de España, sobre todo entre la población gitana. El lagarto, animal considerado benéfico, forma par de oposición con la serpiente. Es ésta de tan mal agüero que no es aconsejable pronunciar su nombre, y se sustituye por el eufemismo “bicha”. En la división sexual del cosmos los lagartos quedan en el sector masculino y son, además, defensores de los varones contra los ataques de las serpientes; mientras que éstas pertenecen al sector femenino y son aliadas de las mujeres. Por ello, cuando un varón se enfrenta a la serpiente en presencia física o en palabra, para deshacer el daño debe hacer con la mano el signo del lagarto, levantando del puño los dedos índice y meñique, al tiempo que pronuncia la invocación: “lagarto, lagarto”. Otro par español: en el pensamiento popular no se escapan de la carga negativa femenina ni siquiera las personas sagradas de Cristo y María. El primero se asocia a la tierra firme; la Virgen, en cambio, al mar, peligroso, inestable y cargado de sal.
 
Nuestra otra vertiente cultural, la indígena, ofrece uno de los ejemplos más interesantes del dualismo. Esto se puede observar más claramente en la tradición religiosa mesoamericana. Precisemos conceptos: el territorio que hoy pertenece a México vio desarrollarse en su antigüedad tres superáreas culturales. En la mitad meridional del territorio, donde el clima es más favorable para la agricultura, surgió Mesoamérica hacia el siglo XXV aC, debido a las transformaciones sociales que implicó el asentamiento agrícola, fundado en el cultivo del maíz y otras plantas domesticadas. Aridamérica quedó al norte, donde la aridez no permitió el desarrollo de la agricultura; sus habitantes mantuvieron una cultura de recolectores-cazadores. Hacia el siglo V aC, con el auxilio de técnicas de irrigación avanzadas, algunos pueblos del noroeste pudieron asentarse alrededor de sus cultivos en las zonas desérticas, y su forma de vida permite caracterizar la tercera de las superáreas, Oasisamérica.
 
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Mesoamérica y sus divisiones
 
Son interesantes las visiones dualistas en las tres superáreas. Por ahora atendamos sólo una: Mesoamérica. Me referiré a las concepciones de los agricultores de la mitad sur de nuestro territorio, quienes desde muy remotos tiempos fueron construyendo una religión propia. Podemos denominarla religión mesoamericana, y la profesaron muchos de los pueblos famosos en la historia: olmecas, teotihuacanos, zapotecos, mayas, toltecas, mexicas, huastecos, totonacos, tarascos, mixtecos y muchos otros. A pesar de las grandes diferencias que se dieron en el tiempo y en el espacio, sobre todo en sus aspectos superficiales, la religión mesoamericana conservó una gran unidad en sus principios básicos. Entre ellos destacaba, obviamente, el acentuado dualismo.
 
Me referiré a la tradición religiosa mesoamericana, concepto más amplio que el de la religión mesoamericana. Es la tradición que llega a nuestros días. Después de la Conquista, la vida colonial produjo transformaciones culturales severas. Con la evangelización de los dominados nacieron religiones indígenas coloniales que siguieron perteneciendo a la tradición religiosa mesoamericana, pero que se insertaron también en la tradición cristiana implantada en el Nuevo Mundo por los conquistadores. Esta amalgama se hizo más compleja por la propia elaboración indígena de sus nuevas creencias y prácticas religiosas, pues la religión tuvo el múltiple carácter de vehículo de arraigo a lo propio, de asimilación de lo ajeno, de imposición, de resistencia y de respuesta a una situación colonial que no era propia ni de los pueblos que profesaban la religión mesoamericana en la antigüedad ni de los cristianos que la impusieron.
 
Estas religiones indígenas coloniales siguen existiendo —y se siguen construyendo incesantemente— en nuestros días. ¿Por qué es conveniente incluirlas en el estudio del dualismo? Porque los principios de la religión mesoamericana, hoy tan distantes, se esclarecen a la luz de las religiones coloniales de nuestros días, pese a la transformación que la vida indígena ha sufrido en sus cinco siglos de existencia colonial.
 
La tradición religiosa mesoamericana se puede dividir, por tanto, en dos grandes periodos: el primero —el de la religión mesoamericana— del siglo xxv aC al xvi dC; el segundo —el de las religiones indígenas coloniales— del siglo xvi a nuestros días. En ambos, la tradición religiosa mesoamericana se caracteriza por un fuerte dualismo. Sobre uno de los pares de oposición arquetípico, el par frío/calor, los antropólogos Claudia y William Madsen hicieron excelentes estudios en los años 50, en el sur del Distrito Federal. Sus resultados muestran cómo en la mentalidad indígena de mediados de nuestro siglo estaban arraigados los principios polares que separaban los campos de la alimentación, la enfermedad y la medicina en dos sectores que no sólo se complementaban, sino que podían ser manejados por el hombre para mantener o recuperar la salud. Así, la alimentación cotidiana era, para quienes creían y observaban puntualmente estos principios, todo un arte de equilibrios. En cuanto al bienestar del organismo, a las enfermedades frías correspondían, grosso modo, dietas y medicamentos calientes, y para las enfermedades calientes se utilizaban dietas y medicamentos fríos.
 
Lo más importante de los registros de los Madsen fue que la clasificación basada en el par frío/calor no se limitaba al ámbito del cuerpo del hombre y a lo que éste ingería. Se consideraba la existencia de astros y meteoros de naturaleza caliente y de otros de naturaleza fría; de seres humanos, animales y plantas de naturaleza caliente o fría (los hechiceros y naguales eran, por ejemplo, de naturaleza fría); metales y minerales calientes (oro, plata, acero, basalto) o fríos (plomo); días de la semana calientes o fríos (los martes y los viernes se estimaban de naturaleza caliente porque se dedicaban a actividades sobrenaturales). Había también meses calientes (noviembre y enero), que se calificaban así por la presencia en ellos de la helada, que era de naturaleza caliente, etcétera. Como se ve, no se trataba de valores térmicos, sino de esencia.
 
El par frío/calor es uno entre varios indicadores que colocan a cada ser de este o del otro mundo en el gran sector del cosmos al que pertenece. Y, como en todo sistema clasificatorio, su utilidad no radica sólo en la calificación de los seres, sino en la operación del entorno. Se trata de una construcción lógica, con buena dosis de empirismo, que permite al hombre pensar y actuar de modo racional frente la naturaleza, en su medio social, y reflexivamente le sirve para pensarse y actuar sobre sí mismo. La clasificación explica el mundo, da significado y valor a las cosas, guía la acción del hombre, produce confianza, legitima...
 
¿Cuáles son los principios que rigen esta clasificación dual en la tradición religiosa mesoamericana? En primer término, la clasificación es holística. Todo, incluidos los dioses, está compuesto por las sustancias opuestas y complementarias que los hacen pertenecer, por su predominio, a uno u otro de los sectores del cosmos. En el fondo, la pertenencia a un sector deriva de las proporciones que en cada ser guardan entre sí las dos sustancias que lo forman.
Según las antiguas creencias, estas sustancias —imperceptibles— imprimían su carácter a los seres, y esto se entiende tanto en los sobrenaturales como en los mundanos. Las dos sustancias formaban la esencia de cada ser.
 
En lo que a seres mundanos toca, la esencia debe ser entendida tanto en razón de clase como de individuo. En cuanto a las clases, sus esencias habían sido creadas en el tiempo primordial, el del mito. Desde entonces pasaban de unas criaturas a otras, indefinidamente. Los seres mundanos se destruían pero las clases se mantenían sobre el mundo, porque la esencia pasaba de los individuos que dejaban de existir a los que surgían de nuevo en el mundo.
 
Los individuos adquirían sus cargas peculiares tanto en el momento de su concepción y en el de su nacimiento como a lo largo de su existencia. Esto implicaba que la esencia era una entidad muy compleja, en la que residían tanto las cualidades generales de la clase o la especie como las particulares del individuo. Las últimas, además, podían variar con el paso del tiempo.
 
Pongamos como ejemplo a un ser humano. Parte de su esencia de origen estaba constituida por la sustancia general de su especie; pero también eran de origen sus particularidades étnicas, que incluían —entre otros elementos característicos— su lengua y su pertenencia a un dios patrono. De origen era también su sexo que, en el caso de los varones, los colocaba en el lado del calor; y si eran mujeres las hacía pertenecer al lado frío del cosmos. Además, si el individuo era de piel oscura, su calidad caliente se acentuaba. Otras circunstancias iban variando su esencia con el paso del tiempo. La más importante, la edad, iba aumentando la naturaleza caliente del individuo, fuese varón o mujer. A lo largo de su vida, el individuo se inclinaba hacia uno u otro sector del cosmos, debido a múltiples accidentes como el cambio de su posición jerárquica, las enfermedades que contraía, sus méritos sociales, sus transgresiones, las transitorias variaciones de su humor, etcétera.
 
La proporción entre ambas sustancias es fundamental. No hay ser que, por su composición, pertenezca en absoluto a un sector. Como en otras cosmovisiones binarias —entre ellas la china— todo lleva en sí, al menos, una partícula de lo opuesto. En la clasificación importa no sólo que un ser pertenezca a un sector, sino el grado de predominio de una de sus sustancias sobre la otra. Esto hace que el sistema clasificatorio, a pesar de fundarse en la simple división dual, se haga sumamente complejo.
 
Los diversos pares de oposición son indicadores que marcan la posición de cada ser en uno de los dos grandes sectores del cosmos. La formación de los pares de indicadores va de lo general a lo particular. Todo tiene su contraparte. Los antiguos nahuas denominaban inámic a la contraparte, y quedaban designados con este calificativo una enfermedad y su medicina; uno de los componentes de una vianda y el que servía para equilibrarlo en la composición; el jugador y su contrario; el guerrero y su enemigo; cada cónyuge respecto al otro, etcétera. Los nahuas de San Francisco Tecospa, en el Distrito Federal, dijeron a Madsen que hasta el papel tiene su contrario, aunque no se sepa cuál es.
 
Los pares de oposición se van volviendo cada vez más generales en el ámbito de la metáfora. Los más poderosos pueden incluir bajo su simbolismo una gran variedad de seres. En la cúspide están los pares arquetípicos, aquellos que sirven para calificarlo todo. Entre ellos podemos mencionar, entre los antiguos mesoamericanos, oscuro/luminoso, hembra/macho o frío/calor.
 
Así pasamos a otro de los principios de la cosmovisión mesoamericana: su gran capacidad de inclusión hace que los pares arquetípicos sean sinónimos, y consecuentemente intercambiables en buena medida. El par frío/calor puede sustituirse por el par oscuro/luminoso, o por húmedo/seco, abajo/arriba, muerte/vida, menor/mayor, débil/fuerte, noche/día, época de lluvias/época de secas, agua/fuego, hembra/macho, etcétera.
 
La intercambiabilidad de los arquetipos lleva a otro principio más: como grandes sintetizadores que son, forman complejos en que quedan asimiladas todas las calificaciones de uno de los dos grandes sectores cósmicos de oposición. Así se hermanan, simbólicamente, lo frío, húmedo, femenino, mortal, débil, inferior, oscuro, etcétera, y en el campo contrario lo caliente, seco, masculino, vital, fuerte, superior, luminoso, etcétera.
 
En la tradición religiosa mesoamericana uno de los pares arquetípicos más vigorosos es el de hembra/macho. Una de las principales características de los dioses mesoamericanos es que fueron imaginados como sexualmente duales o, ya con su personalidad separada, como parejas de consortes. La divinidad de la tierra, por ejemplo, pese a su carácter predominantemente femenino, era y es invocada —según las necesidades del creyente— como diosa o como dios. Por ejemplo, se ha registrado en la zona maya que el rezandero se dirige a esta divinidad como a un dios varón si pide el agua de las montañas, o como a una diosa si solicita el favor de la fertilidad de la tierra, poder que corresponde a su aspecto plano. En la antigüedad el dios supremo era concebido un ser dual o como dos supremas deidades, el Señor y la Señora. Varios de los conjuros registrados en las fuentes documentales del siglo XVII se dirigen a un gran dios que regía todas las transformaciones del mundo, el dios anciano o dios del fuego. En los conjuros, uno de los nombres de esta poderosa divinidad era Padre de los Dioses, Madre de los Dioses. Se podrían dar muchísimos ejemplos más.
 
Como puede suponerse, esta característica de los dioses es una proyección de las concepciones que regían la vida cotidiana. El juego de las oposiciones calificadas sexualmente se daba en todos los ámbitos de las relaciones sociales. Pongamos por caso el de la organización política de los antiguos estados mesoamericanos del Altiplano Central de México, y específicamente de los mexicas.
 
Los gobernantes supremos eran dos: el tlatoani (que los españoles llamaron rey), y el cihuacóatl, su adjunto en el gobierno que, aunque varón, desempeñaba las funciones relacionadas con la parte femenina del cosmos. En efecto, el nombre del cihuacóatl era el mismo de la diosa de la tierra y significa “la serpiente femenina”. Los campos de funciones de ambos gobernantes son equiparables a los del macho y la hembra dentro de la familia: el tlatoani, como el varón, tenía la representación institucional, sobre todo hacia el exterior; el cihuacóatl, como la mujer, regía la administración interna, sobre todo lo relacionado con la economía. Como en el caso del indicador frío/calor, independiente de las calidades térmicas, el indicador hembra/macho no tenía nada que ver con la vida sexual de los personajes. Hubo casos —pocos— de mujeres que desempeñaron el papel propio del tlatoani, y, concomitantemente, el cihuacóatl podía distinguirse por sus acendrados valores de masculinidad. El par de oposición hembra/macho se presentaba en otros niveles y órdenes políticos. Así, había dos supremos jefes del Ejército, uno encargado del mando de los hombres y otro de la administración de armas y bastimentos. Había dos supremos jefes hacendarios: uno, el jefe de todos los cobradores de tributos y otro encargado de la guarda de la hacienda pública. Y había dos sacerdotes supremos, uno dedicado al dios solar (el poder masculino y celeste) y otro al dios de la lluvia (el poder femenino que surgía del interior de la tierra), cargos correspondientes a la división dual de la pirámide mayor de Mexico-Tenochtitlan, que estaba coronada por dos capillas, la de Huitzilopochtli y la de Tláloc.
 
Hay cuatro aspectos que destacan en la tradición religiosa mesoamericana por lo que toca a la sexualización del cosmos. El primero es la explicación mítica de cómo se inicia, a partir de la unidad primordial, una separación de entidades que llevan la oposición hembra/macho. El segundo se refiere a la creación de los seres mixtos —entre ellos, arquetípicamente, el Sol— por una cópula cósmica. El tercero toca al juego de las fuerzas sexuadas del cosmos, que descansa en una permanente alternancia de los dos tipos de poderes. El cuarto consiste en la explicación del origen del tiempo a partir de la lucha-connubio entre las fuerzas del cielo y de la tierra.
 
¿Cómo se explicaba, a través del mito, la separación dual del cosmos entre lo masculino y lo femenino? La persona primordial es de naturaleza femenina. En efecto, uno de los principios fundamentales de la cosmovisión mesoamericana es que sólo lo femenino puede generar lo femenino y lo masculino. La persona primordial es monstruosa, cocodriliana, feroz, acuática, caótica, y aparece representada desde épocas muy tempranas como el ser que da origen al árbol cósmico. Así se encuentra en las lápidas esculpidas en el extremo sur de la actual frontera de México con Guatemala, en Izapa. Las bellas esculturas izapeñas, cuya producción empezó hacia el año 400 aC, nos muestran varias representaciones del  cocodrilo primordial en forma de raíz del árbol cósmico. En una de ellas aparece claramente la cabeza del monstruo como base del árbol, y su dorso, convertido en tronco, forma con sus placas córneas las prominencias que caracterizan el abultado tronco de la ceiba. Muchos siglos después, cuando los mayas clásicos representaban en su calendario el primer día de la veintena con la figura de la ceiba, llegaron en ocasiones a sustituir el glifo correspondiente con la cabeza del monstruo reptiliano. Esta figura primordial seguiría a través de los siglos como el primer signo de la veintena hasta llegar a los nahuas, que llamaron Cipactli a este personaje.
 
Por el mito náhuatl conocemos algo más de la vieja creencia en Cipactli. La diosa, llamada también Tlaltéutl o “divinidad de la tierra”, flotaba en el agua con su cuerpo armado de fauces en todas sus coyunturas, mordiendo como bestia salvaje. Dos dioses, Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, se convirtieron en grandes serpientes y atacaron a la diosa, comprimiendo su cuerpo hasta el grado de troncharlo por la mitad. Elevaron una de las mitades para formar con ella el cielo. La otra mitad conservó su naturaleza original, quedando como tierra. Para evitar que la diosa se reconstituyese, otros muchos dioses ayudaron a elevar la parte celeste y pusieron postes que impidieron la unión. De esta forma se produjo la división del cosmos en lo alto y lo bajo, que corresponde a las categorías sexuales de lo femenino y lo masculino.
 
La división primordial y el reencuentro de las fuerzas opuestas es la base de explicación del origen del Sol y de otros dioses poderosos, entre ellos la Luna y Quetzalcóatl. La tierra y el cielo, pese a su separación, emanan corrientes de su sustancia para dar origen, por su hierogamia, a estos dioses. Debido a la riqueza de los registros documentales de la mitología de los pueblos de habla náhuatl, sigo haciendo uso principalmente de las antiguas narraciones de estos pueblos para ilustrar. Otro mito nahua, específicamente mexica, es un claro ejemplo del connubio del cielo y la tierra. Coatlicue, la diosa de la tierra, se encontraba barriendo cuando descendió del cielo un plumón blanco, símbolo tanto de la luz como del semen divino. La diosa recogió el plumón, lo guardó en su seno, y al poco tiempo sintió que estaba preñada. Sus hijos nocturnos, las estrellas y la Luna, trataron de matarla por haber concebido a un hijo que consideraron adulterino; pero el niño nació protegido por su padre, armado con el dardo de fuego celeste, y arremetió contra sus hermanos para dispersar las tinieblas nocturas y enseñorear como Sol, como señor de la luz.
 
Este mismo mito, con episodios y personajes distintos, pero equivalentes, siguen contándose en muy remotas regiones del territorio nacional, como clara continuidad de la tradición mesoamericana. En uno de ellos —que tal vez estuvo representado en la antigüedad en una bella figurilla maya de barro, procedente de Jaina— nos habla de una doncella tejedora que vio cómo llegaba y se posaba sobre los palos de su telar un pajarillo impertinente. La joven dio un golpe al ave, que cayó muerta. Arrepentida, la recogió y la guardó en su seno, desde donde el pájaro, revivido por el calor de la muchacha, salió volando. La joven se sintió embarazada, y tiempo después parió al Sol y a la Luna. En otras versiones actuales la joven es una muchacha rebelde que se niega a casarse porque tiene pretensiones de convertirse en diosa celeste. Uno de los pretendientes, sin embargo, insiste en sus demandas ante el padre de la muchacha, y éste le aconseja que vaya al cielo, se acueste boca abajo, y deje caer unas gotas de agua sobre la joven. Así lo hace el pretendiente, y como resultado de esta acción la joven queda preñada y de ella nacerán el Sol y la Luna.
 
El mito se transforma muchas veces en leyenda, y ésta se tiñe con las características de la historia milagrosa. Así, los personajes divinos parecen encarnarse en los héroes terrenales, y las hazañas míticas de los dioses se convierten en episodios mundanos. Una de estas supuestas historias es la del origen del rey-sacerdote Ce Acatl Quetzalcóatl.
 
Cuenta la Leyenda de los Soles que “fue Mixcóhuatl a conquistar en Huitznáhuac: a su encuentro salió la mujer Chimalma, que puso en el suelo su rodela, tiró sus flechas y su lanzadardos, y quedó en pie desnuda, sin enaguas ni camisa. Viéndola, Mixcóhuatl le disparó sus flechas: la primera que le disparó, nomás le pasó por encima y ella sólo se inclinó; la segunda que le disparó le pasó junto al costado, y nomás doblegó la vara; la tercera que le disparó, solamente la cogió ella con la mano; y la cuarta que le disparó la sacó por entre las piernas. Después de haberle disparado cuatro veces, se volvió Mixcóhuatl y se fue. La mujer inmediatamente huyó a esconderse en la caverna de la barranca grande [...] Nuevamente fue Mixcóhuatl, y otra vez ella le sale al encuentro; ésta de igual manera en pie, descubriendo sus vergüenzas; de igual manera puso en el suelo su rodela y sus flechas. Otra vez con repetición le dispara; lo mismo pasó por encima la flecha, una junto a su costado, una la cogió con la mano, una salió por entre las piernas. Después de que esto pasó, la toma, se echa con la mujer de Huitznáhuac, que era Chimalma, la que luego se empreñó. Cuando nació Ce Acatl, cuatro días afligió a su madre...”.
 
No en vano la historia de esta cópula va acompañada de episodios que pueden vincularse con la simbología cósmica. Si buscamos el sentido de esta unión, debemos atender al nombre de ambos personajes. Mixcóhuatl es uno de los nombres del dios del cielo; Chimalma, uno de los que se daban a la diosa de la tierra. Así, el origen de Ce Acatl Quetzalcóatl en la historia legendaria remite a la hierogamia de cielo y Tierra.
 
Estos son nacimientos arquetípicos, los modelos explicativos del origen de las criaturas. Otros mitos relatan cómo, en términos generales, se unieron las dos sustancias contrarias para dar origen al mundo, sus pobladores y su devenir. Abrevio el relato del diluvio mesoamericano para hacer hincapié en el episodio final de la aventura de Tata y Nene, la pareja que se salva de las aguas metida en el tronco ahuecado de un árbol. Al retirarse las aguas que habían asolado la tierra, Tata y Nene encontraron sobre la húmeda superficie los cuerpos inertes de los peces que habían sido abandonados por el reflujo. Hambrientos, Tata y Nene asaron los peces, y el humo ascendió a los cielos, hasta la morada de los dioses. Estos, furiosos por el desacato, enviaron un castigo a los transgresores: cortaron la cabeza de Tata y de Nene, se las pegaron en el culo, y así quedaron ambos personajes convertidos en perros. Pero, ¿cuál fue la transgresión de Tata y Nene? Precisamente, haber motivado la cópula, la prohibida unión de los opuestos. Tomaron la materia muerta, fría, acuática de los peces, y la pusieron en contacto con el tesoro de los dioses celestes: el fuego. Es el mismo trabajo realizado por el dios Quetzalcóatl para crear al ser humano: Quetzalcóatl descendió al mundo de los muertos, tomó de las frías profundidades del Mictlán los huesos y las cenizas, ascendió con ellos a Tamoanchan, y sangró su pene para hacer con sangre y polvo de hueso la masa que formaría la materia de la especie humana.
 
La acción de Tata y Nene es, sin duda, un pecado. Sin embargo, es el pecado gracias al cual existen los seres mundanos.
 
Siendo tan importante en la tradición religiosa mesoamericana el aspecto femenino del cosmos, ¿podemos hablar de una igualdad entre lo masculino y lo femenino y, en forma más puntual, entre el varón y la mujer? No. Esta tradición, como ha sido muy común en las cosmovisiones de todo el mundo, es producto de sociedades en que existe un predominio del varón. Si fuese adecuado señalar una proporción numérica para expresar las diferencias entre lo femenino y lo masculino en la cosmovisión mesoamericana, diríamos que si lo femenino vale nueve, lo masculino vale 13. Al menos esa es la proporción de los 22 pisos del cosmos, pues nueve corresponden a la región de la muerte —la femenina—, cuatro a lo intermedio, a lo que queda inmediatamente arriba de la superficie de la Tierra, y nueve a los cielos superiores. Lo masculino comprende la suma de las últimas dos cantidades, pues se cuenta hacia arriba desde la superficie de la tierra. Lo masculino, como sucede en muchas otras cosmovisiones, incluye los valores de la luz, el fuego, la vida y la gloria, mientras que lo femenino incluye los de la oscuridad, el agua, la muerte y la sexualidad. Sin embargo, hay que hacer una aclaración muy pertinente: en sentido estricto no se trata de una oposición de valores positivos y negativos, ni tampoco de los dos extremos distantes de una línea recta. La complementariedad es total, absoluta, causal. No puede existir un sector sin el opuesto.
 
En diversas cosmovisiones de otros continentes se concibe este mundo como un tiempo/espacio imperfecto, compuesto por una parte de bondad y otra de maldad, que cuando llegue el tiempo de la justicia se separarán con la derrota y desaparición del mal y el triunfo definitivo del bien, para siempre jamás. Los mesoamericanos, en cambio, concibieron el mundo como el concierto de los contrarios en un juego que daba origen a la existencia misma de los seres. Este mundo era de sufrimientos y de gozos; y era, así, el posible, el definitivo, el real. En el juego de las oposiciones la regla es una lucha perpetua de los opuestos. Sus triunfos se van alternando en lo que es una búsqueda de equilibrio, sin que el equilibrio absoluto sea deseable, pues significaría la paralización del devenir. La relación entre los opuestos no se da en los extremos de una línea recta, sino en un círculo en movimiento. Esto hace que la muerte se conciba como consecuencia de la vida; pero, al mismo tiempo, que la vida se conciba como consecuencia de la muerte. La mujer, hermanada a la idea de la muerte, de la oscuridad y de la humedad, es la generadora de la vida: toma la sustancia vital —el semen— y lo hace morir; lo corrompe y lo transforma en su seno acuático y oscuro. La suerte del semen es la de la semilla, que se corrompe en la oscuridad y la humedad de la tierra para germinar; y es la del Sol, que tras su muerte en el horizonte occidental viaja al inframundo, se corrompe, se enciende de nuevo y renacido se eleva por el oriente.
 
En la ciclicidad se basa el juego permanente de las fuerzas sexuadas del cosmos como alternancia de los dos poderes opuestos. Es interesante ver cómo entre los actuales huicholes existen mitos que se refieren a la doma de las fuerzas primordiales. Ciertos relatos sagrados hablan de la llegada del fuego a la superficie de la tierra, y cómo el gran poder tiene que ser sofocado para la subsistencia de los hombres. De igual manera, el agua de las diosas madres debe ser atemperada, pues en un origen era tan líquida que no mojaba. Entre los totonacos —en el lado opuesto del país— se habla de la prisión a la que tuvo que ser sometido el señor de las aguas, ya que su fuerza era tan grande que, de estar libre, inundaría y destruiría la Tierra.
 
Pero no debemos limitar el significado de estos mitos a la sujeción primordial de las fuerzas opuestas. También hay en ellos el intenso significado de la alternancia temporal, cotidianamente el paso de la noche y el día; anualmente, con un sentido agrícola, el de la temporada de lluvias y la de secas. Contra lo que pudiera pensarse desde la perspectiva occidental, en la tradición religiosa mesoamericana el agua es uno de los elementos subterráneos de la muerte, mientras que la fuerza seca del Sol se identifica con la vida y con el cielo. Bajo la tierra, en el interior de un monte sagrado, existe un lugar de eterno frescor y verdura donde los dioses de la lluvia guardan celosamente todas las riquezas en potencia. Cuando llega el tiempo del dominio de las madres sobre el mundo —cuando se inicia la época de lluvias—, los dioses empiezan a liberar, paulatinamente, los vientos, las nubes de lluvia y de granizo; los rayos, las corrientes de los manantiales, los corazones invisibles de las plantas de cultivo y las terribles fuerzas de la germinación y el crecimiento. Se cubre así el paisaje con el color verde-azul de las madres, y todo crece. Cuando el desarrollo llega a su fin, se inicia el tiempo de la maduración. El agricultor da gracias a los muertos que provocaron el reverdecimiento del mundo. Comienzan a regir entonces el poder del Sol y los dioses celestiales, que con sus rayos sazonan los frutos, volviéndolos dorados, con el color amarillo propio de los padres, y los campos se llenan de flores multicolores, divisa del dios del fuego. Es entonces el tiempo de la cosecha y del disfrute del trabajo agrícola. El hombre ofrece a los dioses los primeros frutos y quema los rastrojos para que el humo devuelva al gran depósito de los señores de la lluvia la humedad que quedó encerrada en los campos de cultivo. Y nuevamente, con la roza y con los rezos, tras dar gracias a los poderes del cielo por los rayos solares, se pedirán las lluvias del periodo siguiente en el perpetuo bregar de los agricultores.
 
 
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Árbol generador del tiempo. La copa es la parte masculina del cosmos; las raíces, la femenina. En el interior del tronco se unen las dos corrientes.
 
 
Llegamos así al cuarto aspecto destacable de la sexualización del cosmos en la tradición religiosa mesoamericana: el origen del tiempo. Es éste, con propiedad, una síntesis de los tres puntos anteriores. Dividido el gran monstruo primordial en la tierra femenina y el cielo masculino, las dos mitades conservaron, en lo alto y en lo bajo, la totalidad de las posibilidades de existencia. En los nueve pisos celestes superiores y en los nueve pisos del inframundo quedaron todas las posibilidades de existencia, en eterno presente. Pero ambas mitades emanaron sus jugos en un frustrado intento de volver a la unidad originaria. Las vías de circulación de sus fuerzas fueron los postes colocados para su separación, los troncos huecos de los árboles cósmicos. Así se unieron en connubio —o en guerra— el fuego del cielo y el agua de la región de la muerte. El choque, el gran coito cósmico, produjo el tiempo en cada uno de los troncos. Las nuevas fuerzas fueron alternando los contrarios, produjeron el juego de los días y las noches. Los árboles parieron, por turnos, en el espacio intermedio de los cuatro pisos que están sobre la superficie de la tierra, cada una de las unidades del devenir temporal. Cada día, cada mes, cada año es el fruto de la unión de las dos sustancias contrarias, y cada uno está también marcado por la parte del cosmos por la que brota al mundo. Un día surge por el árbol del este; el siguiente por el del norte; otro más, por el del oeste; el cuarto por el sur; y así se vuelve en movimiento levógiro al este, en lo ciclos perpetuos del tiempo. Lo mismo sucede con los años, cuyo signo revela su rumbo cardinal de procedencia. En la imagen visual del mito, en los códices sagrados, el árbol de Tamoanchan es roto por los dioses transgresores. Del tronco brota el chorro de la sangre divina. Entre la sangre van los discos de oro  y las cuentas de jade, joyas que respectivamente simbo lizan  el fuego y el agua, el macho y la hembra. En la cosmovisión mesoamericana, como en muchas cosmovisiones construidas a lo largo y ancho del planeta, el hombre proyectó en la totalidad universal lo más íntimo de su ser natural y social: la oposición complementaria de lo femenino y lo masculino. El cosmos fue sexualizado, adquirió un significado profundo para el ser humano en un contexto de empatía holística. El hombre pudo así pensar en los dioses, hablar a los dioses, comprender a los dioses y creer ser comprendido por cada uno de ellos. Su mundo, ya apropiado por el símbolo, le abrió sus espacios y movió ante él sus piezas bajo la ley universal del erotismo.Chivi50
Conferencia magistral pronunciada el 10 de abril de 1996 en el segundo Congreso Nacional de Educación Sexual y Sexología, organizado por la Federación Mexicana de Educación Sexual y Sexología, que tuvo lugar en la ciudad de Aguascalientes, Ags.
Alfredo López Austin
Instituto de Investigaciones Antropológicas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo
López Austin, Alfredo. (1998). La sexualización del cosmo. Ciencias 50, abril-junio, 24-33. [En línea]
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