|
índice 105-106 →
siguiente → anterior → PDF → |
||||||
Pedro Miramontes
|
|||||||
A cualquiera que piense que las leyes de la física son meramente convenciones sociales, lo invito a que las transgreda desde la ventana de mi apartamento (vivo en un vigésimo piso). Alan Sokal |
|
||||||
¿Qué es el universo? ¿Qué es la vida? Sería realmente difícil
encontrar dos preguntas que, como éstas, se hayan planteado desde los albores de la humanidad y que aún resulte tan difícil de responder. Filósofos, teólogos, científicos, por una parte, y toda clase de vividores y charlatanes, por la otra, han producido una extensa colección de escritos alrededor de estos temas. ¿Es la vida un sueño, una ilusión, un frenesí, una sombra, una ficción? Recordemos que Segismundo, encerrado desde su más tierna infancia por su padre, el Rey, en una prisión para hacerlo escapar del destino marcado por un oráculo, sueña que ha soñado que por un momento conocía el mundo exterior, mas que en realidad nunca ha salido de su torre y, con justa razón, concluye que la vida es un sueño y los sueños, sueños son.
El ilustre Pedro Calderón de la Barca arma de manera magistral la trama para que Segismundo exprese una idea, un concepto filosófico que ha atraído, posiblemente desde la época de las primeras religiones védicas, a amplios sectores de la humanidad, a saber si la vida es una mera ilusión, si las montañas, árboles y demás seres vivos son un reflejo de mi pensamiento y si la realidad como tal no existe más allá de los límites de mi conciencia. De esta manera nosotros, nuestra mente, lo sería todo: los sentimientos, el universo material; seríamos a la vez dios y el más humilde insecto pues todo ello no sería más que un constructo de nuestra mente. Después de todo, yo no puedo estar seguro que lo que yo llamo “rojo” sea el mismo “rojo” para los demás y, de hecho, el pensamiento de los demás me es inaccesible y, por lo tanto, inexistente hasta no percibir sus manifestaciones externas que bien pudieran ser parte de las emanaciones de mi conciencia.
En este contexto, en el siglo XVIII, en la maravillosa prosa ficcional de Eric-Emmanuel Schmitt, Gaspard Languenhaert funda en el barrio parisino de Montmartre “la escuela de los egoístas”. Desde ahí enseña a sus adeptos que el mundo no es nada más que el producto de sus propias fantasías y que lo único real son sus mentes. Este modo de concebir el mundo se conoce con el nombre de solipsismo (del latín, solus ipse, sólo yo existo). Ser solipsista es muy cómodo, pues en el mundo de mi egocentrismo no debe preocuparme si la gente de mi sociedad o de otras muere de hambre, si son sometidos a torturas salvajes o si el neoliberalismo imperante los empuja al suicidio. Si al fin y al cabo todo es una construcción de mi mente, no reviste para mí el mínimo interés preocuparme por lo que les pasa a otros. El solipsismo es una corriente radical de la filosofía conocida como idealismo. Su contraparte, el pensar que existe una realidad material objetiva independientemente de mi existencia, que un árbol haga ruido al caer aunque yo no esté ahí para atestiguarlo, es la filosofía del materialismo. Habría que dejar claro, de entrada, que tanto el idealismo como el materialismo son escuelas filosóficas con muchas facetas y profundas ramificaciones y que sus denominaciones no siempre coinciden con el significado de los términos en el lenguaje cotidiano. En efecto, en el habla normal el adjetivo “idealista” se suele emplear para calificar a una persona de sentimientos puros y desinteresados mientras que “materialista” se usa para referirse a una persona que sobrepone el interés pecuniario por sobre todas las cosas. Ambas corrientes son ricas en variantes y diferentes líneas de pensamiento y no es posible recoger esa diversidad en un ensayo como éste. ¿¡Qué carajos sabemos!?
Es prácticamente imposible encontrar en la historia del cine una película comercial, con un tema científico y con propósitos didácticos, parecieran términos mutuamente excluyentes; existen películas comerciales con temas científicos pero normalmente son productos sensacionalistas, groseramente burdos en su contenido científico y que normalmente sirven para machacar una y otra vez la idea de que el científico es un inadaptado social, demente, ambicioso, megalomaníaco y muchas otras cosas. Desde el cine del mad-doctor (Frankenstein de James Whale, 1931, El signo de la muerte de Chano Urueta, 1939) hasta los churros hollywoodenses de cine de matiné y palomitas (El profesor chiflado con Jerry Lewis, 1963, y el remake del mismo nombre donde actúa Eddy Murphy en 1996), el matrimonio entre cine comercial y ciencia es un fracaso para ésta última.
Desde luego hay que mencionar unas cuantas excepciones en las cuales el tratamiento que los cineastas le han dado a la ciencia es cuidadoso; es notable el caso de Gattaca (Andrew Niccol, 1997), La amenaza de Andrómeda (Robert Wise, 1971) y 2001, odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968). También hay que poner en un rincón aparte algunas cintas biográficas, notablemente las clásicas Madame Curie, dirigida en 1943 por Mervyn LeRoy, y La historia de Louis Pasteur, por William Dieterle en 1935. A éstas se le puede contraponer la burda historia, que ni la presencia de Kate Winslet logra salvar, de Enigma, que es una criptobiografía de Alan Turing. Por otra parte, es escaso el cine científico con propósitos didácticos. Este género documental más bien pertenece al ámbito de la televisión; un par de ejemplos podrían ser las obras de Jacques Cousteau y los de Carl Sagan. En suma, la única película que el autor de este ensayo conoce que es, a la vez, comercial, científica y didáctica es What the #$*! do we know?, realizada por William Arntz en 2004, y que me he permitido traducir como aparece en el título de esta sección. Talking Heads
No me refiero al popular grupo estadounidense de rock de los años setentas y ochentas del siglo pasado. En los países anglosajones, sobre todo de Norteamérica, se llama Talking head a una técnica muy extendida en la televisión, principalmente en los reportajes periodísticos, y que consiste en poner a cuadro en la cámara a un comentador especialista en algún tema. Recibe su nombre del hecho de que habitualmente aparece el entrevistado de los hombros o cintura hacia arriba. El reportero o conductor que lleva la entrevista se encuentra fuera de la toma y normalmente se incluye en la parte inferior de la toma un cintillo con el nombre y credenciales del comentador. Esta técnica tiene la ventaja de que permite una gran agilidad en los programas televisivos (donde el tiempo es oro) cuando se necesita de manera rápida dicha opinión autorizada de algún especialista. Por otra parte, la técnica también se presta a malos manejos, pues como los programas que la emplean casi nunca son transmitidos en vivo, al ser editados, se toman frases del comentador fuera de contexto o bien se cortan pedazos de la intervención para favorecer algún punto de vista específico o llevarle la contra.
“¿¡Qué carajos sabemos!?” tiene la originalidad de combinar un libreto cinematográfico con entrevistas a talking heads, es decir, es una mezcla de documental con ficción. Los comentaristas van desde un físico teórico que se dedica a la interacción mente-materia, hasta un quiropráctico, pasando por un profesor de espiritualidad y un teólogo, una larga lista que (con currícula incluidos) se puede consultar en la red en el sitio oficial de la película, y en donde también se encuentran varios textos, como el siguiente: “la protagonista, Amanda, se encuentra a sí misma involucrada en una fantástica historia estilo Alicia en el país de las maravillas cuando su aburrida vida diaria comienza a aclararse, revelando el mundo incierto del campo cuántico oculto tras de lo que nosotros consideramos nuestra realidad normal y cotidiana.” ”Ella se ve, literalmente, sumergida en un remolino de sucesos caóticos, cuando los personajes que encuentra en esta odisea le van revelando un profundo conocimiento oculto que ella ni se ha dado cuenta que ha estado deseando. Como toda heroína, Amanda cae en una crisis profunda que cuestiona las premisas fundamentales de su vida: todo en lo que hasta ahora ha creído —cómo son los hombres, cómo deberían ser las relaciones personales y cómo las emociones afectan su trabajo, nada de eso es real.” “Mientras Amanda se habitúa a la nueva experiencia, ella derrota sus temores, incrementa su conocimiento y obtiene la clave del mayor secreto de todos los tiempos, todo ello de manera entretenida y relajada. Ya no será víctima de las circunstancias, se encuentra en el camino de ser su propia fuerza creativa y su vida nunca será la misma. Los catorce excepcionales científicos y místicos que han sido entrevistados en la parte documental de la película, interpretan el rol de un corifeo. Sus ideas se entretejen en una trama de verdades en una coreografía plena de arte cinematográfico. El pensamiento y las palabras de un miembro del coro se funden con las del siguiente, agregando énfasis a la idea fundamental de la película: la interconexión de todas las cosas.” “Los miembros del coro actúan como anfitriones que viven fuera de la historia y, desde su Olimpo, comentan sobre las acciones de los personajes de la película. Ellos están en su lugar para formular las grandes preguntas compartidas por la ciencia y la religión. A lo largo de la película, la distinción entre ciencia y religión se vuelve cada vez más difusa, y caemos en cuenta que, en esencia, tanto la ciencia como la religión describen los mismos fenómenos”. La que considero la escena crucial de la película ocurre cuando Amanda se encuentra caminando por las calles de una gran ciudad. Sin darse cuenta, pues va ensimismada en sus reflexiones, cruza por una cancha de baloncesto en la que un niño, Reggie, se encuentra jugando. Después de entablar conversación con el pequeño, éste le muestra que la atención que le dedicamos a un pedazo de materia, por ejemplo, el balón, es lo que hace que éste exista y ocupe un lugar en el espacio y el tiempo. En ese momento entra en acción un par de talking heads que nos invitan a eliminar de nuestras mentes el pensamiento materialista y nos tratan de convencer de que el mundo no es sino una colección de posibilidades en nuestra conciencia y que nosotros logramos que alguna de ellas se realice. De la charla con Reggie, Amanda aprende, por ejemplo, que la materia no es sólida, que los electrones brotan y desaparecen todo el tiempo sin que nadie sepa de dónde vienen o a dónde van; que el mundo en que vivimos es indeterminista puesto que la base fundamental de todo es la mecánica cuántica y de ella se deriva el indeterminismo a todos los niveles de la materia. En una escena muy graciosa, Reggie le muestra, ufano, a Amanda que él ha aprendido todo lo que sabe de un comic que se llama Dr. Quantum. El mensaje de la película es que nosotros creamos nuestra propia realidad. Los autores proponen un puente entre la mecánica cuántica y las ciencias cognitivas y parten del hecho de que en la mecánica cuántica el observador modifica la realidad observada para sugerir que nosotros podemos cambiar muestras actitudes mediante el “poder del pensamiento positivo”.
La película tuvo un gran recepción por parte de los círculos new age de los Estados Unidos. Para ser una película de bajo costo, tuvo un ingreso extraordinario de taquilla —se calcula que recolectó alrededor de quince millones de dólares. Por otra parte, obtuvo críticas bastante severas por parte de la comunidad científica; la revista Physics Today de noviembre de 2006 parte de una autocrítica sobre la calidad de la enseñanza de la física en los Estados Unidos que permite que el público crea que una mujer deprimida —Amanda— pueda dejar sus medicamentos encontrando el canal cuántico que la lleva hacia Ramtha, el dios guerrero de la Atlántida, con el cual uno se puede poner en contacto mediante uno de los talking heads. El periódico británico The Guardian, en su edición del 16 de mayo de 2005, publica una colección de entrevistas con científicos destacados que opinan negativamente acerca de esta película. Desde el punto de vista cinematográfico, como ya mencioné, pienso que esta película es uno de los pocos ejemplos, de cine comercial, científico y didáctico a la vez. Pero también es un fracaso didáctico, pues es una muestra de cómo un puñado de hechos científicos tomados de manera aislada se puede combinar para dar lugar a una sarta de falsedades. Invito a los lectores a que vean este film y que saquen sus propias conclusiones. Sin embargo, no quiero dejar pasar la oportunidad de opinar acerca de por qué la mecánica cuántica da lugar a este tipo de manejos que llevan directamente al solipsismo más burdo. Estoy seguro de que quien lea este ensayo, es porque tiene la formación y educación suficiente para poder discernir ciencia de pseudociencia. Sin embargo, se sorprenderán al saber que existen amplios círculos académicos donde reina tanto el relativismo cultural, tan genialmente desarmado por Alan Sokal en el epígrafe de este escrito, como el postmodernismo de las ciencias sociales, que no es otra cosa que la versión moderna de un reduccionismo ya dejado atrás en otras ciencias. El relativismo cultural es una tendencia de las ciencias sociales, sobre todo de la antropología social, que en una de sus variantes más extremas, clama que cada sociedad da origen a sus propias leyes naturales y que las explicaciones del mundo que conocemos son el producto de la sociedad occidental, blanca, cristiana y sexista, por lo que no necesariamente sus explicaciones tienen que ser válidas en grupos con otras características como, por ejemplo, los bosquimanos que habitan el desierto de Namibia. Yo he escuchado afirmar a una socióloga mexicana que la primera ley de la termodinámica no tenía validez entre los nahuas pues en su escatología, el elemento frío, el semen, enfriaba aún más al elemento caliente, el útero. ¿Juega dios a los dados?
El postulado aristotélico de que un objeto pesado cae más rápido que uno ligero fue una verdad aceptada hasta que pasó al olvido una vez que Galileo hizo el experimento que muestra que llegan al piso al mismo tiempo. La separación entre la mecánica terrenal y la mecánica celeste, también obra de el Estagirita, tuvo que ceder el paso a la maravillosa síntesis newtoniana que nos enseña que la misma fuerza que hace caer una manzana es la que obliga a la Luna a girar en torno a la Tierra. La mecánica clásica se convirtió en una teoría completa en cuanto la mayoría de la gente asimiló sus resultados y los hizo compatibles con su acontecer cotidiano. Después de todo, no es para nada intuitivo que la Luna, al girar alrededor de la Tierra, esté en realidad en un eterno caer. La existencia de satélites espaciales, misiles balísticos y, en buena medida, gracias a la educación, han dado como resultado que sintamos como propia la mecánica clásica, la cual ha enseñado que su determinismo intrínseco
(F = ma, la segunda ley de Newton) no es más que una declaración de que las causas, las fuerzas, producen efectos, la aceleración, en los cuerpos (siendo la masa una constante de proporcionalidad). El determinismo no está reñido con la impredecibilidad intrínseca de la naturaleza. En efecto, sistemas netamente deterministas pueden dar lugar a comportamientos caóticos que, en apariencia, son indistinguibles del azar.
La mecánica cuántica, por otro lado, es la descripción de los fenómenos que ocurren en las magnitudes microscópicas cercanas a la escala de Planck. Es una teoría que tiene una coherencia matemática muy robusta y que ha tenido un gran éxito como fundamento de muchas aplicaciones tecnológicas —baste mencionar los dispositivos basados en los láseres, los transistores, la imagenología médica (PET, resonancia magnética) y los microscopios electrónicos y de barrido. También cabe ser optimista en cuanto a lo que vendrá: cómputo cuántico y la posibilidad de teletransportación. Sin embargo, con todas sus aplicaciones y la explicación que ha dado de muchísimos fenómenos (para empezar con la radiación del cuerpo negro, el efecto fotoeléctrico y el calor específico de la materia), la mecánica cuántica no es una teoría completa pues aún no es posible interpretar adecuadamente una buena parte de sus comportamientos. La mecánica cuántica nos obliga a tremendos esfuerzos de imaginación para tratar de pensar cómo es posible que exista la dualidad onda-partícula, es decir, cómo es que una partícula material, por ejemplo, el electrón, se comporta como una onda cuando tiene que pasar por una rejilla de difracción. También nos reta a que comprendamos que una partícula pueda saltar una barrera con una energía menor que el potencial de la barrera, el efecto túnel. No obstante, quizá lo que más choca contra nuestros sentidos es el papel del observador en la mecánica cuántica. Dado que los objetos cuánticos son caracterizados por una función de onda que nos proporciona la probabilidad de que dichos objetos se encuentren en un estado posible —por lo que un objeto puede estar en varios estados a la vez o al menos tener distintos probabilidades de estar en diferentes estados—, el observador, nosotros o nuestros instrumentos, percibe el objeto según nuestra escala física, la clásica, lo que hace que la función de onda se colapse y el objeto ocupe un único estado. Esto ha dado lugar a que notables físicos, por ejemplo, Eugene Wigner, propongan que la conciencia del observador es la que provoca el colapso de la función de onda independientemente de cualquier otra realidad física, es decir, es la mente lo que determina el estado de la materia. Dicho de otra manera, que el gato de Schrödinger puede estar vivo y muerto a la vez y adquiere una de las dos posibilidades en el momento en que interviene un observador. Recordemos la discusión de secciones anteriores y reconozcamos que la postura de Wigner es un idealismo que raya en el solipsisimo. Fritjof Capra se encarga de difundir y popularizar esta idea en su libro El tao de la física, y considera que el pensamiento de los físicos teóricos que siguen la postura de Wigner tiene sus raíces en el misticismo oriental y en las escuelas religiosas del hinduismo, budismo y taoismo. Tales son las fuentes directas de “¿¡Qué carajos sabemos!?— y de otras obras new age, como la novela Quarantine de Greg Egan y otras del popular Dan Brown. No todos los físicos están de acuerdo en que la conciencia determina la realidad. Louis de Broglie, Max von Laue, Albert Einstein y otros jamás aceptaron dicha interpretación. Einstein emitió su famosa frase “dios no juega a los dados”, pues tenía la firme convicción de que detrás del aparente maremagno de la mecánica cuántica debía existir un fondo de leyes causales y deterministas, como lo explican Luis de la Peña y Ana María Cetto. Desafortunadamente, falleció antes de que el caos determinista se propagara con certificado de legitimidad en la ciencia, y de que fuera posible contar con un ejemplo de sistemas físicos deterministas que producen comportamientos impredecibles. Colofón
No todos aquellos que caen en la tentación del solipsismo son chiflados new age; hay ejemplos tristes de ilustres pensadores que al adentrarse en el difícil campo de las ciencias cognitivas y acercarse a la frontera de lo desconocido, se abruman por la complejidad de aquello de lo cual aún no tenemos explicación y buscan salidas por líneas alternas que conducen a algún grado de misticismo. Puedo mencionar el caso de Francisco Varela, un ilustre biólogo chileno que, junto con Humberto Maturana, hizo contribuciones originales y heterodoxas a la filosofía de la biología pero, después, la desesperación de no encontrar respuestas lo llevó al campo de las filosofías orientales y terminó sus días, prematuramente, negando lo que en su vida previa había intentado explicar: la realidad.
“¿¡Qué carajos sabemos!?” tiene el mérito de ser, aparentemente, bien intencionada. Su director, William Arntz, la califica como “una obra metafísica de izquierda”. La parte “metafísica” de su afirmación se puede creer. Sin embargo, la parte de ser de izquierda la pongo en duda, ya que el izquierdismo tiene que ser materialista pues, como comenté antes, el solipsista se desentiende, al no ser reales para él, de la injusticia y los sufrimientos ajenos. En un principio etiqueté la película como “comercial, de divulgación científica”. En lo comercial fue un éxito, obtuvo muchos premios en diversos festivales y tuvo muy buena taquilla. El juicio acerca de su papel como divulgadora de la ciencia debe haber quedado, a estas alturas, claro. Es una obra de propaganda de sectores norteamericanos aglutinados bajo el rubro de “el nuevo pensamiento”, que propugnan por una ciencia religiosa y, en particular, por el misticismo cuántico. “Ciencia religiosa” es un sinsentido, ya que los papeles, las motivaciones y las intenciones de la religión y la ciencia son incompatibles. Basar un argumento cinematográfico en una interpretación parcial de la mecánica cuántica e inferir a partir de ello que no existe una realidad objetiva hace que la película sea tendenciosa. Es una verdadera lástima pues no hay muchas películas comerciales de divulgación científica que lleguen al gran público. |
|
|
|||||
|
|
|
|
||||
|
¿¡Y tú qué sabes!?
|
|
|
||||
|
Título original: What the Bleep Do We Know!?
Dirección: William Arntz, Betsy Chasse, Mark Vicentez
Guión: William Arntz, Betsy Chasse, Matthew Hoffman, Mark Vicente
Reparto: Marlee Matlin, Elaine Hendrix, Robert Bailey Jr., Barry Newman
Fotografía: David Bridges/Mark Vicente
Música: Christopher Franke
Producción: Michael Douglas
Género: Intriga | Periodismo. Catástrofes. Holocausto nuclear
País y año: Estados Unidos, 2004
Duración: 122 minutos.
Sinopsis: ¿Qué es lo que somos? ¿Y la realidad? ¿Cómo la percibimos? ¿Podemos modificarla a través de nuestra mente? ¿Quién es Dios? ¿Y nosotros…? Diferentes científicos, teólogos y personalidades de la Física Cuántica intentan dar respuestas a todas estas preguntas y abrir, de este modo, nuevos caminos a nuevas posibilidades. Siguiendo la historia de Amanda (Marlee Matlin), la película se sumerge en el fantástico mundo de Alicia en el país de las maravillas con sus encuentros casuales y sus fenómenos inexplicables. Ya que su vida empieza a desmoronarse, Amanda se va dando cada vez más cuenta del incierto mundo que se esconde tras lo que consideramos nuestra realidad. A través de este viaje, Amanda descubre que mirar dentro de este mundo, en lugar de simplemente observarlo, hará que su vida no vuelva a ser la misma. |
|
|
||||
|
|||||||
Referencias bibliográficas
Capra, Frijof.1975. El tao de la física. Sirio, Barcelona, 2000. |
|||||||
____________________________________________________________
|
|||||||
Pedro Miramontes
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. Es Doctor en Ciencias Matemáticas por la Facultad de Ciencias de la UNAM, profesor de tiempo completo del Departamento de Matemáticas de la misma e integrante del Grupo de Biomatemática. Realizó un posdoctorado en la Universidad de Montreal. como citar este artículo →
Miramontes, Pedro. (2012). La ciencia en el cine comercial, un caso de estudio. Ciencias 105, enero-junio, 122-129. [En línea]
|