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Raúl Alcaraz
     
               
               
Es un hecho muy conocido que a partir de la revolución
industrial inglesa, se ha dado un desarrollo y fortalecimiento de las fuerzas productivas, basado en la explotación de los recursos naturales y en la explotación del trabajo de una parte de la humanidad. Esto se ha constituido en un sistema que antes que contribuir a la preservación de la especie humana, ha conducido a un estilo de vida que tiende a la autodestrucción.
 
Esto es de esperarse, ya que el sistema social vi gente no busca la satisfacción de las necesidades humanas, sino más bien, producir y obligar a consumir todo aquello que resulte rentable para los detentores de los medios de producción, que así logran una acumulación constante de capital.
 
También es un hecho, que en el desarrollo del capitalismo, una vez superada la primera fase, se empieza a dar la sustitución del trabajo humano por el trabajo de maquinaria progresivamente más sofisticada. Sin embargo, esta mecanización implica a altas inversiones, lo que lleva en forma directa a tratar de obtener beneficios crecientes que las amorticen. Así, proporcionalmente, el número de obreros ocupados es cada vez menor. A esto, hay que agregar que la competencia inevitable de las diferentes empresas de una misma rama, implica la necesidad de rentabilizar la maquinaria del modo más rápido posible, para substituirla por otra más eficaz y sofisticada.
 
Este proceso pasa por etapas criticas cuando el beneficio baja y el sistema es incapaz de reproducir el capital a una velocidad suficiente. Surgen entonces, las llamadas crisis de sobreacumulación que generalmente se contrarrestan con aumentos en el precio de las mercancías, por el aumento de la cantidad de productos vendidos o por ambos.
 
En estas condiciones, mediante aparatos ideológicos, como la publicidad y otras formas de control social, se puede garantizar el crecimiento capitalista, estimulando el consumo creciente de productos, en particular, de aquellos que generen mayores beneficios, que no necesariamente son los que asegurarán la satisfacción de las necesidades primarias.
 
Es claro además, que este sistema requiere de cantidades crecientes de materias primas, energéticos, trabajo y capital. Estos requerimientos se incrementan aún más al programar un rápido desgaste de los productos, a fin de aumentar su consumo y por lo tanto su demanda. Cabe señalar que, para asegurar la producción, es también necesario que las compañías multinacionales consigan controlar cierta clase de recursos, regularmente naturales, lo que implica el control político y, en ocasiones, militar, de los países que los detentan.
 
Por otra parte, hasta cierto punto es inevitable que tal patrón de producción tenga graves efectos ecológicos, debido a la contaminación masiva que provocan, tanto las industrias, como la utilización de sus productos. Tomemos como ejemplo el caso de la industria automovilística. La producción masiva de automóviles estimuló el desarrollo de empresas multinacionales del petróleo y otras empresas afines, que conformaron grandes conglomerados productivos, los cuales utilizan gran cantidad de materias primas y una mano de obra no muy difícil de formar, gracias a la necesaria mecanización de la producción en serie.
 
El resultado de la expansión de este tipo de empresas ha sido el consumo masivo de recursos para satisfacer una necesidad artificial de transporte, que, por otra parte, puede y debe racionalizarse, pues paulatinamente los problemas de circulación se incrementan, con el consecuente aumento de los índices de contaminación.
 
Ha sido muy notoria la forma en que la industria automovilística, para incrementar su expansión, comenzó a fabricar coches cada vez menos durables con el fin de acelerar el consumo. Lo mismo, con algunas variantes, se podría decir de diversos productos que la industria actual nos obliga a consumir.
 
Este absurdo modelo de mantener el crecimiento económico nos es presentado como el único posible, y no solo por economistas y políticos del sistema. El caso mexicano puede ser revelador, ya que el plan nacional de energía concibe el crecimiento económico en términos de un mayor consumo de energéticos y de recursos diversos, además de plantearse como la única salida a la crisis. Dicho plan no considera en ningún momento, que la solución podría estar en cambiar la orientación de la producción esto es, dirigirla a la satisfacción de las necesidades reales, de los sectores más desprotegidos de la economía nacional lo que no necesariamente implica un crecimiento inflacionario del PIB (producto interno bruto).
 
El aspecto más grave de la crisis actual surge de la imposibilidad de mantener un crecimiento constante de la producción, basado en la utilización de bienes no renovables.
 
Además, la imposibilidad de seguir produciendo a ritmo creciente no depende exclusivamente de importantes recursos no renovables, sino, también y en forma importante, de la degradación continua del aire, del agua y del suelo, los cuales tendrán que ser renovados, requiriéndose para ello, de inversiones sin crecimiento de la producción ni de las ganancias.
 
De esta manera la renta del capital encuentra límites “físicos” y la reproducción del sistema tiende al autobloqueo. Frente a esto, nos encontramos con la paradoja de que con los recursos utilizados en la actualidad, e incluso con menos en ciertos campos, la humanidad podría encontrarse en el umbral de una sociedad, en la cual la escasez material habría desaparecido, a condición de no pretender reproducir el “american way of life”, a nivel mundial. Al contrario de lo que pretenden hacernos creer los ideólogos del sistema, lo cierto es que podríamos vivir mejor produciendo menos.
 
En efecto, la pobreza y marginación de amplias capas de producción en los países desarrollados, no es consecuencia de las insuficiencias en la capacidad productiva, sino del modo de producir y de la naturaleza de los productos. En cuanto a los países llamados pobres, su “pobreza” es determinada por el sistema impuesto por las naciones imperialistas, el cual les impide desarrollarse autónomamente debido, por una parte, a la super explotación constante de sus recursos y, por otra a la forma de consumo suntuario posible, en este caso, sólo para una minoría privilegiada. De esta forma la pobreza se produce y se reproduce como parte del sistema que obliga a un consumo superfluo y a una economía basada en el despilfarro. La salida a la presente crisis no radica en el crecimiento a toda costa, sino en cambiar el modelo que impone la “racionalidad” capitalista.
 
Las alternativas de tipo ecologista pretenden, precisamente, apuntar a soluciones que tengan en cuenta los factores profundos de la actual crisis. Pero ¡cuidado! La utilización del análisis basado en la Ecología puede llevarnos a consecuencias absolutamente contradictorias. Los problemas que enuncian los ecologistas pueden ser utilizados por la burguesía en el poder —al menos en lo que se refiere a la escasez de recursos y exceso de población y contaminación—, de tal forma que pueda integrarlos en una nueva faceta que le permita subsistir.
 
En otras palabras, la lucha centrada exclusivamente en problemas como la contaminación, escasez de recursos, medidas de seguridad, etc., es compatible con una política de aumento de precios, reducción de cierto tipo de productos y una mayor concentración del poder económico y político, lo que tiende a agudizar las desigualdades.
 
Es necesario señalar que tomar en cuenta los datos más sobresalientes de la Ecología no implica automáticamente un rechazo del autoritarismo o de la tecnocracia, sino que puede igualmente llevar a su fortalecimiento. En conclusión, la lucha de corte reformista, basada únicamente en la Ecología y no dentro de una alternativa social-revolucionaria, puede servir más para sostener al sistema que para superarlo. Este podría ser el caso en nuestro medio, con asociaciones que empiezan a surgir en algunos Estados de la República, el CODEMICH,** por ejemplo.
 
Es claro que la combinación habitual de factores de producción para obtener el máximo de beneficio posible, empieza a derrumbarse. La excesiva concentración de la producción, con las consecuentes aglomeraciones humanas y contaminación ambiental, requiere cada vez más, la restauración, por depuración artificial, de las condiciones y los recursos naturales para evitar el bloqueo de la producción. Esto implica, como es lógico, un aumento en la inversión del capital y en los costos de producción. Como consecuencia aumentarán los precios, se irá reduciendo el consumo y, por lo tanto, aumentará la diferencia entre aquellos que puedan pagar esos bienes de lujo y la gran masa del pueblo. Simultáneamente, los grupos más fuertes aprovecharán las limitaciones que impone la Ecología, para eliminar a los más débiles y monopolizar, todavía más, la producción. La opción que dejan entrever los estudios presentados por algunas instituciones ante el Club de Roma, resulta bastante ilustrativa de la tendencia a la monopolización progresiva.
 
Tras los descalabros económicos a que condujeron las leyes del mercado al operar sin ningún control, la vanguardia patronal del orbe comenzó a estudiar las alternativas para un replanteamiento ordenado de sus bases de dominación. En general, predominó una de esas alternativas, a la cual se le llamó, con entusiasmo, la “salida”.
 
Esta “salida” de la crisis, contraria al modelo tradicional de libre producción y despilfarro conlleva la eliminación de la competencia, de aquéllos empresarios que no participen en el aumento constante de la producción con base en las continuas innovaciones técnicas. Una política de este tipo exige, paralelamente, la imposición de una planificación estatal, que regule las relaciones entre los “grandes” de cada rama industrial, con el fin de que no entorpezcan unos a otros. El resultado es, entonces, el aumento del control tecnocrático sobre la sociedad, la programación creciente de la vida y la utilización de la represión masiva para asegurar su mantenimiento.
 
En estas nuevas condiciones se replantearía lo que es necesario y posible producir, ya que el consumo de ciertos bienes —viajes rápidos, automóviles de lujo, casas de fin de semana etc.—, que seguirían exigiendo los grupos privilegiados, implica un modelo similar al actual aunque en forma más limitada. Por otra parte el resto de la producción es decir, los sectores “fuertes” de la economía establecerían la nueva fase de la acumulación de capital; y es de esperar que la producción misma se fuera centrando, más directamente, en lo que atañe a ciertos aspectos de la calidad de la vida. Claro que todo esto implicaría, como primer paso, una nueva división internacional del trabajo.
 
Ahora bien, el contenido esencial de esta redistribución mundial de la producción, consiste en trasladar a países del tercer mundo las industrias que utilizan la mayor cantidad de energía, materias primas y mano de obra y, consecuentemente, las que más contaminan, como son: la siderurgia, la industria textil y gran parte de las industrias metalúrgicas y metalmecánicas. De este modo les naciones industrializadas resolverían varios problemas. En primer lugar, se reduciría la contaminación en los países más desarrollados, al tiempo que en estos, se estimularía el desarrollo de las industrias más “intelectuales”: nuclear, informática, investigación, etc.
 
Con todo ello se iría eliminando gran parte de la lucha ciudadana y obrera en los países desarrollados, a la par que se obtendría la misma cantidad de productos a menor costo, dado que, el hecho de producirlos en el tercer mundo no afecta a sus propietarios: las multinacionales norteamericanas, japonesas y europeas.
 
Los resultados inmediatos son una mayor centralización del poder mundial y un intervencionismo militar creciente para “defender” las inversiones. Por contraparte, la persistencia del hambre en los países menos desarrollados y el aumento del desempleo en los más desarrollados.
 
Según ciertas previsiones de expertos, antes de fin de siglo, más del 90% de los productos manufacturados por empresas estadounidenses se fabricarán en el exterior de ese país. Los enormes beneficios de estas empresas cubrirán con creces, los costos de importación de lo que sus propias filiales producen.
 
Esta situación, que ya se está viviendo en algunas partes del mundo, no será más que la preparación de una etapa posterior, en la que, tras el control total de la economía por parte de las multinacionales, se podrá pasar a planificar la producción mundial. En ese momento, y con el agotamiento de un gran número de recursos, se pasará a una creciente recirculación y a la inversión masiva en “nuevas industrias” como medicina, sexo, educación, cultura, etc., que aumentarán en estos últimos años. Como consecuencia, llegaremos, en breve plazo, a pagar el sol, la playa o el disfrute de los paisajes.
 
El control tecnocrático de la vida o para decirlo en breve, el tecnofascismo, sería, del modo que hemos descrito, una salida que preservaría un cierto equilibrio ecológico, pero a costa del placer mismo de vivir. Debernos, pues, llamar la atención sobre el hecho de que el análisis de problemas ecológicos por parte de los tecnócratas puede conducir al tecnofascismo.
 
La contrapropuesta, es decir, el análisis de las ecologistas, lleva a una opción incompatible tanto con el capitalismo como con el socialismo de tipo autoritario. Para ellos, el equilibrio ecológico sólo es posible y socialmente útil, si permite a la vida desplegarse en toda su riqueza y no, si se encierra en una cárcel planetaria. En este sentida, la lucha por una sociedad diferente, que no contemple una lucha particular por tecnología alternativas, será en vano.
 
Una sociedad donde trescientas o cuatrocientas multinacionales impongan su voluntad, que se basa además, en un esquema energético electronuclear, será necesariamente centralizada, represiva y empobrecedora de las mayorías. Sólo una tecnología que permita el control de la producción por parte de sus interesados, y que sea fácilmente utilizable, puede servir de base para una gran autonomía de las colectividades locales y regionales, a partir de la cual se plantee la búsqueda de una sociedad diferente. La toma del poder del Estado puede ser necesaria para destruir el aparato central del control de clase, pero ésta, por sí sola, sin cambios en la forma de vida y sus bases materiales, no servirá más que para una votación por el poder. Sólo un socialismo con autogestión, puede evitar que éste caiga en los vicios del capitalismo y sea capaz de transformarse en la única alternativa de la sociedad frente a la barbarie mecanizada. La construcción del socialismo implica, necesariamente, el desarrollo de la autogestión de unidades económicas lo suficientemente pequeñas como para permitir que les decisiones sean tomadas por la propia comunidad afectada. Esto no implica volver a la Edad Media, sino adaptar la enorme capacidad tecnológica actual, a las necesidades de una saciedad más justa y libre, pero no por ello miserable y extenuante.
 
Las críticas y las alternativas al actual modelo de vida y producción, tienen que ir unidas a un replanteamiento de los propios objetivos de la producción y de la forma de alcanzarlos. Separar estas dos cuestiones es uno de los grandes errores de la casi totalidad de la izquierda tradicional, que pretende modificar las condiciones de trabajo y de vida sin impugnar sus bases tecnológicas ni el modelo de consumo.
 
     

Notas

 
** Comité de Defensa del Estado de Michoacán.
     
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Raúl Alcaraz
Pasante de la carrera de Física, Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

 
cómo citar este artículo
Alcaraz, Raúl 1983. Relación tecnológica energética y sus repercusiones ambientales. Ciencias 3, enero-marzo, 48-52. [En línea]
     

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