Isaacus Neuutonus.
Jehova Sanctus Unus
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Marco Panza
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En 1669, cuando Newton ocupó la cátedra lucasiana como profesor de matemáticas, adquiriendo el derecho de vestir la toga escarlata, símbolo de uno de los más elevados rangos de la sociedad inglesa, aún era un desconocido para la mayoría de los intelectuales europeos e incluso para sus compatriotas. Gracias a los oficios de Collins algunos matemáticos acababan de leer De analysi o, mejor dicho, supieron de su existencia y conocieron someramente su contenido. Pero nadie sabía que entonces Newton contaba con una teoría matemática más general que la expuesta en ese breve tratado, y que había desarrollado las bases de su teoría de los colores. Menos aún se sabía que desde 1665 realizaba investigaciones de mecánica que lo llevaron a una serie de resultados significativos. Una pequeña porción de su ciencia le valió la cátedra de profesor en Cambridge, mientras que la mayoría seguía guardada en el fondo de sus cajones. Si en los siguientes años no mostró ninguna prisa por publicar, no se debió ni a su carácter a la vez altivo y temeroso, ni a sus ocupaciones como profesor, sino principalmente a que nuevos temas comenzaban a apasionarlo hasta ocuparlo casi de manera exclusiva. Durante quince años, esos intereses lo alejaron cada vez más de las matemáticas y la filosofía natural, y lo llevaron a concentrarse en investigaciones que desarrollaba aislado en su departamento y en su laboratorio en Cambridge. Estos temas fueron la teología y la alquimia.
Aunque a nuestros ojos se trata de dos dominios irreconciliables con cualquier forma de ciencia, para Newton no había ruptura alguna pues su dedicación casi completa a ellos le parecía perfectamente coherente con sus preocupaciones precedentes, todas como parte de un mismo esfuerzo por comprender el mundo. La crítica al mecanicismo A pesar de que Newton desarrolló sus teorías al mismo tiempo que Gassendi y otros filósofos mecanicistas, las conclusiones a las que llegó no pueden asimilarse a esta visión. Para I. B. Cohen el aspecto más innovador en la obra de Newton, y lo que justifica que se hable de una revolución científica, es precisamente su estilo, constituido esencialmente por la separación de la explicación de los fenómenos naturales en dos momentos: la edificación de un marco matemático abstracto y la interpretación como parte de las especificaciones de ese marco. Es importante señalar que esta separación no fue la única que caracterizó a las teorías científicas de Newton. Otra, probablemente más fundamental y lejana de los preceptos de la filosofía mecanicista, es la de la descripción de las propiedades formales de los fenómenos —lo que permite formular previsiones—, de la identificación de las causas que hacen que los fenómenos gocen de esas propiedades. En términos aristotélicos, se trata de la separación de la determinación de las causas formales del establecimiento de las causas eficientes. En la teoría de los colores, esta separación se encuentra entre la explicación de los colores prismáticos como el resultado de la descomposición de la luz blanca y la de las hipótesis acerca de la naturaleza de la luz. En el caso de la mecánica celeste, está entre la reducción de los fenómenos cósmicos a la mecánica de fuerzas y las hipótesis acerca de las causas de esas fuerzas. En el plano metodológico, éste es el principal mensaje de un tratado que Newton no terminó, De gravitatione et aequipondio fluidorum. Al inicio, propone una distinción en la ciencia de la naturaleza entre la determinación rigurosa de la estructura matemática de los fenómenos, sus causas formales, y la comprensión, hipotética, de su naturaleza más íntima, sus causas eficientes. En el mismo tratado distingue de forma implícita entre el espacio euclidiano —y relativo— de la geometría y el físico —y absoluto— en el que los fenómenos ocurren. Además entre la materia y la extensión, “la materia es una porción de espacio a la que Dios le dio la propiedad de poder interactuar con otras porciones del mismo tipo y de manifestarse a nuestras sensaciones, propiedades que la extensión no tiene por si misma”. Esto va de la mano con el rechazo de la hipótesis que afirmaba que el espacio cósmico estaba lleno de éter. De ser así, éste sería muy sutil además de raro, pues entre sus partículas tendría que haber porciones de vacío. Se ha propuesto que Newton llegó a estas conclusiones a partir de algunos estudios acerca del movimiento de péndulos, los que lo convencieron de que el éter no oponía ninguna resistencia, y tampoco podía empujar. De allí que el movimiento de los cuerpos no puede explicarse como el resultado de una presión ejercida por las partículas etéreas. Con esto, Newton atacaba los fundamentos de las causas eficientes de la filosofía mecanicista, basada en la hipótesis de la transmisión del movimiento por contacto entre partículas minúsculas. Así, las causas eficientes de los fenómenos naturales, en particular del movimiento de los cuerpos, debían de residir en otra parte. Sin embargo, el De gravitatione no se limitaba a mostrar el rechazo al programa mecanicista; además, lo hacía con la convicción de la autonomía de las construcciones matemáticas respecto a la realidad de los fenómenos y con la exigencia de proporcionar una explicación distinta a la de cualquier hipótesis mecanicista. La postura de Newton se basaba en la imposibilidad de dicho programa para integrar en su seno la separación entre las causas formales y las eficientes, puesto que sólo buscaba explicar los fenómenos de la naturaleza por medio de la determinación de las últimas, concebidas precisamente como causas mecánicas. Esto no significa que Newton se opusiera a la búsqueda de las causas eficientes de los fenómenos naturales, sino que estaba convencido de que dichas causas no eran sino manifestaciones secundarias de una mucho más profunda que involucraba el poder y la voluntad del Dios creador. Milenarismo Durante el siglo xvii la mayoría de los intelectuales, sobre todo los del mundo protestante, estaban convencidos de que Dios era el autor de dos libros, el Libro de la Naturaleza y el Libro de las Escrituras. Cada uno escrito en un lenguaje particular que había que aprender para leerlos, sublime tarea encomendada a los sabios, que representaba la forma más elevada de adoración que los hombres podían manifestarle a Dios. La clave para entender dicha postura, que Newton compartía, es la convicción de estar viviendo en una época de corrupción. Se trataba de un fenómeno que involucraba al conjunto de la historia de la humanidad y que las escrituras describían a través de sus profecías. Estaban convencidos de que después de la Creación, los hombres, descendientes de Adán, habían vivido en un paraíso de verdad, adorando al único y verdadero Dios. Además, tenían plena consciencia de la estructura del universo, que había sido creado al mismo tiempo que ellos; poseían a la vez la verdadera religión y la verdadera ciencia, ambas reveladas por Dios. La primera se basaba en dos mandamientos, el amor a Dios creador y el amor por el hombre, su criatura. Esta religión celebraba sus ritos en lugares sagrados, sitios circulares cuyo centro estaba ocupado por el fuego sagrado, a imagen del universo organizado alrededor del sol. Pero los hombres no supieron mantener el privilegio de la sabiduría y del conocimiento. Corrompieron tanto la religión como la ciencia; adoptaron metafísicas dudosas que terminaron engañándolos y rindieron culto a falsos dioses a imagen de los planetas y los elementos. Entonces, Dios envió el Diluvio; después reinó la verdad, pero sólo por un periodo muy corto. Los hombres comenzaron a adorar a Noé, a sus hijos y a sus nietos, confundieron sus imágenes con las de los planetas y los elementos, y los hicieron sus dioses. Éste fue el origen común de todas las religiones paganas. Así, esta tendencia no concluyó con la aparición de Dios a Abraham, ni con el dictado de los mandamientos a Moisés, tampoco con la llegada de Cristo a la Tierra. Aún cuando su arribo había dado lugar a una religión renovada, organizada alrededor de una iglesia bajo la cual vivían en armonía los judíos y los conversos, obedeciendo ritos diversos pero unidos por su amor a Dios, a su hijo y a los hombres, fue en el seno de dicha iglesia que se consumó la gran apostasía que daría lugar a la época en la que vivían. La iglesia cristiana que se instaló en Roma, aunque proclamaba a un solo Dios, llevó a una nueva forma de idolatría, disimulada bajo la adoración de los santos y de las reliquias, lo cual permitió el triunfo del Anticristo. Pero Dios enviaría nuevamente a su Mesías para restaurar la verdad, asegurar la derrota del Anticristo y ofrecer a su pueblo mil años de paz. Al acercarse la llegada del segundo Mesías, Dios intervino nuevamente para proveer a ciertos hombres de los instrumentos científicos necesarios para poder leer sus libros, el de la naturaleza y el de las escrituras. Éste último contiene dos partes, una que cuenta la historia del pueblo de Dios desde la Creación —aunque hay que aclarar que el Génesis no es más que una versión popular, necesariamente imprecisa, dirigida a quienes no pueden leer el Libro de la Naturaleza— y la otra, constituida por el Libro de Daniel y por el Apocalipsis, que contiene la profecía de la gran apostasía y de la segunda llegada. Comprender la profecía y reconocer los sucesos que la anticipaban en el pasado, significaba encontrar el rastro de la providencia divina en la historia y entender que ésta es, al igual que la naturaleza, obra de Dios. En ese contexto se dieron las reflexiones e investigaciones teológicas de Newton. Y no sólo era el telón de fondo implícito de sus actividades, sino que proporcionaba el sujeto casi obligado de las investigaciones, ser teólogo y tratar de clarificar este marco era concebido como la más sublime de las tareas intelectuales. Más allá del juicio que podamos emitir acerca de estas convicciones, muchos teólogos milenaristas, entre ellos Newton, emprendieron sus investigaciones con un rigor igual al que los condujo a las principales adquisiciones científicas de la época. La contemplación de Dios significaba para Newton la espera pasiva de la Revelación y nunca concordó con ella, menos aún con la especulación metafísica —tanto en filosofía natural como en teología— o el éxtasis místico. Su método era una hermenéutica racional basada en la recolección, lo más amplia y rigurosa posible, de testimonios de diversos orígenes. La interpretación de las profecías Los estatutos del Trinity College, al que pertenecía Newton, indicaban la obligación de sus miembros de ordenarse en la Iglesia Anglicana durante los siete años siguientes a la obtención del título de Master of Arts. Habiendo ingresado en 1668, Newton debía hacerlo a más tardar en 1675. Ya había jurado fidelidad a la Iglesia de Inglaterra en cuatro ocasiones, cuando se tituló como Bachellor of Arts, cuando lo hizo como Master of Arts, al entrar al colegio y al ocupar la cátedra de profesor; pero lo había hecho sin mucha premeditación, como parte de una mera formalidad. Sin embargo, esta vez era algo distinto, la ordenación representaba más que un simple juramento de fidelidad. Newton no quería presentarse sin la adecuada preparación y, probablemente, por eso se dispuso a realizar estudios teológicos cada vez más serios. Recolectó diversas fuentes y comenzó a escribir un libro convencional. Pero en lugar de prepararlo para la ordenación, sus estudios lo condujeron a convencerse de que jamás habría podido pertenecer a una iglesia cristiana. Sin embargo, esto no quebrantó su fe, al contrario, mientras más se convencía de la corrupción de las doctrinas de las iglesias, más se acercaba a Dios. Además, encontró que la doctrina de la trinidad —a la que su colegio le debía el nombre— era una idolatría; Newton no cuestionaba las palabras de Cristo ni de Dios padre, tampoco reducía a Cristo a un profeta entre otros, pero negaba la asimilación del padre y del hijo, al insistir en que este último era un ser creado, intermediario entre Dios y el hombre. En resumidas cuentas, se convenció de que en la gran disputa del siglo iv entre Arrio y Atanasio a propósito de la naturaleza de Cristo, el primero tenía la razón. Esta orientación arrianista constituyó el telón de fondo del trabajo exegético de Newton. Sin importar si fue causa o efecto de la interpretación protestante vigente en ese momento, las diferentes versiones del tratado acerca del Apocalipsis que escribió durante la década de 1670, y los primeros años de la siguiente, proponen una revisión tan importante como la de los protestantes, la gran apostasía no se identifica tanto con el catolicismo romano, como con la adopción de la doctrina trinitaria, proclamada en el consejo de Constantinopla en 381, después de afirmarse en el consejo de Nicea en 325 la consustancialidad del padre y del hijo. Para sus trabajos de interpretación de las profecías Newton se inspiró en Joseph Mede, miembro del Christ’s College de Cambridge entre 1613 y 1638. En su Clavis apocalyptica, publicada en 1627 y reeditada por tercera vez en 1672, Mede afirmaba que el lenguaje del Apocalipsis no era metafórico, sino que se trataba de uno uniforme y bien establecido, lo cual implicaba que el mensaje de la profecía sería claro a quien pudiese reconstruir ese lenguaje. Afirmaba también que la sucesión de imágenes del texto bíblico no correspondía necesariamente a la cronología en la que sucederían los eventos. Newton no sólo aceptó ambas premisas, sino que inició un enorme programa de trabajo organizado en torno a cuatro ejes: el conocimiento preciso del texto del Apocalipsis; la construcción de reglas para la interpretación de los textos proféticos fundadas en el restablecimiento de un lenguaje arcaico o incluso ancestral, equiparable al de los jeroglíficos, que creía común a todos los profetas y a todos los pueblos primitivos; una suerte de deconstrucción del texto del Apocalipsis para encontrar la sincronía correcta de sus distintas imágenes; y una detallada y a veces original reconstrucción histórica centrada particularmente en el cristianismo del siglo iv, que buscaba asignar un significado preciso a las imágenes que representaban eventos que ya habían sucedido. La cantidad de fuentes que consultó Newton para realizar sus investigaciones es impresionante y da una idea acerca de su compromiso con un proyecto que lo ocupó durante largos años. La primera versión de su tratado abre con dieciséis reglas y setenta definiciones. Las primeras fijan el método hermenéutico y las últimas establecen un diccionario de las figuras proféticas. Sus premisas son seguidas por una prueba que consiste en la presentación de las evidencias que las justifica. Finalmente, indica las proposiciones que determinan la sincronía de la profecía. Por tanto, tiene la estructura de un tratado matemático, lo cual indica que Newton estaba convencido de que al final de su trabajo podría llegar a una interpretación tan cierta como las conclusiones de un tratado de esa naturaleza. En la proposición número quince encontramos la clave de la interpretación, “los cuarenta y dos meses de la bestia, el reino análogo de la prostituta, la estancia de la mujer en el desierto, la ciudad santa saqueada y la profecía de los dos testigos revestidos en sacos son sincrónicos y van del inicio de la trompeta de los infortunios hasta el momento del asesinato de los testigos. La prueba es que todas estas figuras tienen una duración de 1 260 días o, lo que es lo mismo, un tiempo, dos tiempos y la mitad de un tiempo, es decir, un año, dos años y la mitad de un año o cuarenta y dos meses. Es el lapso que va del final de la cuarta trompeta —o el inicio de la quinta— hasta la séptima, a partir de la cual el Señor reinará por los siglos de los siglos”. Según las reglas de Mede, un día profético corresponde a un año histórico. Entonces, del evento representado por la cuarta trompeta, momento culminante de la gran apostasía, al regreso del Mesías había que contar 1 260 años. ¿Pero cuál era el evento representado por la cuarta trompeta? Tratar de fijar la llegada del segundo Mesías era un ejercicio común en el siglo xvii. Aunque la mayoría de los resultados eran distintos, las previsiones concordaban en que estaba muy cerca; el mismo hecho de haber revelado la profecía lo probaba, “dichoso el que lea y escuche las palabras de esta profecía, y que guarde las cosas que están aquí escritas, porque el tiempo se acerca”. Una opinión común la fijaba para el año de 1666, pero ese año no había sido mirabilis más que para Newton, quien en la soledad de Woolsthorpe había obtenido algunos de sus mayores resultados. Salvo que pretendiese atribuir a sus resultados el poder de abrir las puertas del cielo, Newton no podía más que concordar con Henry More, quien dedicó gran parte de su trabajo exegético a justificar el hecho de que Cristo no hubiese llegado en 1666. Pero si se identificaba a la gran apostasía con la adopción de la doctrina trinitaria, se podía caer en la tentación de identificar la cuarta trompeta con el consejo de Constantinopla y de asociar las invasiones bárbaras con las trompetas de los infortunios; por lo tanto, se contarían 1 260 años a partir de 381, resultando 1641. Newton podía pensar que había un leve error cuya corrección llevaría al día de navidad de 1642, fecha de su nacimiento. Sin duda, consideró esta posibilidad e hizo alusión a ella al firmar algunas de sus notas con un anagrama de su nombre latinizado, de Isaacus Neuutonus a Jehova Sanctus Unus, con una inocente sustitución de la i por una j. Pero afirmar esto en público habría sido una pretensión muy grande, incluso para Newton. Por ello se limitó a proponer la interpretación de la cuarta trompeta y a sostener que la única certeza en la explicación de las profecías —y por tanto la única práctica legítima— debía basarse en aquellas partes que se refieren a eventos pasados; de ese modo se sustraía de la discusión en torno a la fecha de la segunda llegada. Mientras avanzaba en su interpretación del Apocalipsis, Newton buscaba la forma de evitar tener que elegir entre ordenarse o renunciar a su membresía del colegio y probablemente también a su cátedra. Ya había perdido toda esperanza y se preparaba a separarse de su puesto cuando, el 27 de abril de 1675, una dispensa real, probablemente obtenida por medio de Collins quien no quería prescindir de los servicios de Newton ni que éste se retirase de la vida académica, anuló a perpetuidad la obligación de la ordenación para el titular de la cátedra lucasiana. Era el compromiso al que llegaba Newton con su conciencia. Y no fue el único, pues jamás hizo público su arrianismo, que en sus notas fue temperándose paulatinamente hasta desaparecer por completo en la última versión de un tratado que probablemente escribió a finales de su vida y que fue publicado en 1733 bajo el título de Observaciones acerca de las Profecías de Daniel y el Apocalipsis de San Juan. Iglesia de los orígenes y primera religión El interés en la tradición judía estaba en el centro de otra empresa teológica que Newton inició en la década de 1680 y que mantuvo por el resto de su vida, la redacción de Theologiae gentilis origines philosophicae. Newton quería mostrar que todas las religiones paganas eran el resultado de un proceso de corrupción de la religión primera profesada por el pueblo de Israel, que se acompañaba de una prisca sapientia de los fenómenos de la naturaleza; pero, impulsados por una tendencia incontenible hacia la idolatría, los hombres comenzaron a adorar a los planetas y a los elementos como si fueran dioses, abandonando simultáneamente la verdadera religión y la verdadera ciencia. Sin embargo, Newton no se limitó a proponer esta hipótesis, buscó su justificación a través de un estudio comparativo y genealógico de las religiones antiguas. Para ello, en gran medida se basó en la información contenida en De theologia gentili et physiologia christiana de G. J. Vossius, un extenso comentario de un tratado acerca de la idolatría de Maimónides, publicado en Ámsterdam en 1641. Newton concluyó que las divinidades de los asirios, caldeos, persas, babilonios, egipcios, griegos y romanos podían reducirse a doce deidades con un origen común: los siete planetas, los cuatro elementos y la quintaesencia. El culto a esos doce dioses era la derivación de uno más original, el que provenía de la adoración de Noé, sus hijos y sus nietos, lo que permitía remontarse hasta la religión revelada por Dios al momento de la Creación. La sacralización de los fenómenos naturales que acompañó a la adoración de los ancestros, portadores de una religión y de un conocimiento verdadero, permitía, según Newton, concebir los arquetipos de los ritos religiosos de los gentiles como testimonios que debían de ser descifrados para reconstruir la prisca sapientia y, entonces, la verdadera ciencia. Pero este esquema genealógico sólo se sostenía si se partía de la primacía cronológica de la civilización judía, por lo que Newton se dio a la tarea de probarla por medio de una reforma a la cronología de la antigüedad. Hacia el final de su vida, se concentró en este punto. Entre la enorme masa de manuscritos acerca de su gran proyecto, el único que se publicó, un año después de su muerte y bajo el título Chronology Of Ancient Kingdoms Amended, justamente habla de ese aspecto. Según Newton, la primera religión del pueblo judío no sólo era verdadera, sino también muy simple, pues consistía en dos mandamientos, ama a Dios y ama al hombre. Esa fue la religión profesada por Cristo y por los primeros cristianos, que no hicieron más que agregarle el amor por Jesús. El culto de los primeros cristianos, la organización de la iglesia de los orígenes y sus lazos con la primera religión de los judíos constituyen otro grupo de manuscritos teológicos, entre los que hay varias versiones de dos breves tratados que nunca se publicaron, Of the Church e Irenicum. El título del segundo es significativo; en él, Newton sostiene que en la iglesia de los orígenes los judíos cohabitaban pacíficamente con los gentiles convertidos, y todos compartían una religión basada en el amor, aunque seguían ritos distintos según lo heredado de las tradiciones a las que pertenecían. Empleando una metáfora usada por San Pablo en su carta a los judíos, Newton identifica aquella religión esencial con “la leche para los niños” y la opone a “la carne para los adultos”, constituida por una serie de preceptos adiaforéticos. Y concluye que fue justamente la voluntad de imponer algunos de esos preceptos, además de la infiltración de doctrinas metafísicas como el neoplatonismo y el gnosticismo, lo que rompió con la unidad de la iglesia y progresivamente dio lugar a la gran apostasía. De ello extrajo una lección, aunque las doctrinas adiaforéticas pueden dar lugar a discusiones teológicas al interior de la iglesia, no debían de ser impuestas como una condición para ser partícipe de ella. Pero, si así Newton regresaba al tema central de sus profecías, lo hacía desde otra perspectiva. En la primera versión de su tratado acerca del Apocalipsis sostenía que la comprensión exacta de las palabras de los profetas era una condición para la salvación; diez años más tarde, parece querer indicarle a la iglesia de su tiempo un modelo de paz religiosa fundada en un solo mandamiento de amor. Ese cambio de actitud, seguramente imputable a la evolución del personaje, se ha asociado con una aparente hipocresía en el comportamiento religioso de Newton, quien jamás se opuso a la iglesia anglicana aunque en el fondo no compartía casi ninguna de sus doctrinas. Pero más allá de eso, en la distinción entre la leche y la carne y la identificación de la primera con el amor de Dios por su criatura, encontramos un tema que, en mi opinión, domina la teología profundamente protestante de Newton, la conjunción del poder de Dios con la simplicidad de la iglesia. Newton alquimista Desde sus primeros años en Cambridge, e incluso antes durante su estancia en Grantham —donde podía disponer de la biblioteca del boticario Clark— Newton emprendió estudios de alquimia y había leído, entre otros, una gran parte de la obra de Robert Boyle. Se estrenó como alquimista repitiendo y modificando los experimentos propuestos por Boyle, pero pronto empezó a acompañar su trabajo experimental con un estudio cada vez más apasionado de la literatura alquimista, y a mostrar preferencia por algunas de las interpretaciones de las imágenes de esta literatura. El interés de Newton por la tradición alquimista está ligado a su creencia en una prisca sapientia, revelada por Dios desde la Creación. En el siglo xvi, los discípulos de Paracelso se dividieron en dos corrientes, la primera afirmaba el origen griego de la alquimia y la otra revindicaba un origen más antiguo, enraizado en la historia del pueblo de Israel, que se confundía con el origen de la cábala judía. Según esta concepción, la tradición bíblica y la alquimista provenían de una fuente común, prueba de ello era la longevidad de los patriarcas, quienes, sin duda conocían el elíxir. Incluso Robert Fludd, con los dos volúmenes de su Utriusque cosmi historia, trató de elaborar una filosofía mosaico, en la que la alquimia era parte integral de la sabiduría revelada y de la exposición de una verdad única. Si agregamos a esto una serie de leyendas bien conocidas acerca del fundador mítico de la alquimia, Hermes Trimegisto, mismo que se confunde con el dios Mercurio, comprendemos que había suficientes razones para convencer a Newton, futuro autor de la Theologiae gentilis origines philosophiae, de que la tradición alquimista podía transmitir un cuerpo de conocimientos originarios; ciertamente de modo disimulado y por medio de un lenguaje metafórico y secreto, pero gracias a ello, de una forma más pura y menos corrupta que la tradición de la filosofía natural. Un antídoto contra el mecanicismo Parece que Newton busca en la tradición alquimista un antídoto contra el mecanicismo. Incluso parece buscar argumentos para elaborar una obra de corrección o de verdadera abjuración de la visión mecanicista, una obra que tiene tres objetivos entremezclados, la reinserción de la voluntad divina en la explicación de los fenómenos naturales y, por lo tanto, en la estructura misma de la naturaleza tal y como la representa la ciencia; la comprensión de las causas eficientes de los movimientos corpusculares, que en los esquemas mecanicistas son presentados como las causas últimas de los fenómenos físicos; y la comprensión de la esencia de los fenómenos vitales, así como la presentación de una imagen unitaria del cosmos, donde se borre la distinción entre materia y espíritu.
Una confirmación de esta interpretación puede encontrarse en un manuscrito, Of Natures obvious laws and process in vegetation, en el que Newton parece querer presentar más sus propias ideas que las de otros. Allí se encuentra una imagen del mundo resumida así, “entonces, esta Tierra parece un gran animal o más bien un vegetal inanimado, abreva del aliento etéreo para refrescarse diariamente y para el fermento vital, y transpira por medio de enormes exhalaciones […] es muy probable que el éter no sea más que un vehículo para un espíritu más activo y (que) los cuerpos pueden ser concreciones de los dos (tomados) juntos; estos pueden empaparse de éter así como de aire durante la generación, y en ese éter el espíritu está confundido. Puede que ese espíritu sea el cuerpo de la luz, porque uno y otro tienen un principio activo prodigioso”. Y más adelante, “entonces, hay detrás de los sensibles cambios que tienen lugar en las texturas de la materia más burda, en toda vegetación, una manera de trabajar más sutil, secreta y noble, que rinde sus productos distintos de todos los demás, y el lugar inmediato de esas operaciones no es el conjunto de la materia, sino más bien una porción excedente, sutil e inimaginable de la misma, difusa al interior de la masa, de tal forma que si se separa no quedaría más que tierra inactiva y muerta.” Y aún, “el mundo pudo ser distinto de los que es —porque puede haber diferentes mundos. Por lo tanto, no era necesario que fuese así, pero lo fue por una determinación voluntaria y libre. Y esta determinación involucra a un Dios”. Esta visión vitalista y organicista del mundo no condujo a Newton a una visión holista de la ciencia, pues mantiene que en la naturaleza hay dos tipos de acciones, las vegetales y las mecánicas, y afirma que las segundas son el objeto de una ciencia, la “alquimia vulgar”; misma que, a pesar del nombre con el que la designa, ocupa una parte central de sus intereses. Las investigaciones teológicas y alquimistas de Newton se interrumpieron bruscamente en agosto de 1684, temporada en la que se dedicó en cuerpo y alma a la redacción de sus Principia. Después de la aparición del tratado, regresó a sus estudios de teología y de alquimia y no los abandonó jamás. Sin embargo, después de haber escrito y publicado sus Principia ya no era el mismo. Por un lado, el éxito de su obra lo encumbró en el seno de la sociedad política inglesa y lo alejó de la soledad de Cambridge; por el otro, los problemas que planteó su teoría de los fenómenos cósmicos lo ocuparon demasiado, obligándolo a solucionarlos en lugar de hacer conjeturas en los campos de la teología y la alquimia. Las líneas directivas de sus investigaciones teológicas y alquimistas siguieron centradas alrededor de la creencia en una prisca sapientia. Sus investigaciones encierran un sabor y una metodología arqueológica, pues buscaban más la reconstrucción de una religión y un saber originarios, que la edificación de una nueva doctrina o una nueva imagen del universo. |
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Marco Panza
Universidad Paris 7-cnrs y Universidad Pompeu Fabra, Barcelona
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Traducción
Nina Hinke†
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como citar este artículo → Panza, Marco y (Traducción Hinke, Nina). (2005). Isaacus Neuutonus. Jehova Sanctus Unus. Ciencias 78, abril-junio, 48-57. [En línea]
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