El espacio de la ciencia, del genoma humano al oceánico |
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Stefan Helmreich
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Recientemente, los sociólogos y antropólogos que estudian la actividad científica han señalado que tanto los científicos como el público en general suelen ver la ciencia como un espacio separado de la vida y el conocimiento cotidiano. A finales de la década de los ochentas, los antropólogos culturales que realizaban estudios sobre investigadores de diversas áreas, desde la física hasta la medicina, comenzaron a reconstruir este caso etnográficamente. Emily Martin publicó en 1987 el libro Las mujeres y el cuerpo, donde analiza cómo las metáforas capitalistas sobre el factor de producción perfilaron la manera en que se describía la salud reproductiva de las mujeres en los libros de medicina de los Estados Unidos. En trabajos posteriores, afirmó que muchos doctores aceptaban esas analogías porque veían la ciencia como una ciudadela, un espacio de autoridad aislado de la cultura y la política, ambas pensadas como ajenas al quehacer científico. Sharon Taraweek señaló en su etnografía sobre los físicos de Altas Energías de la Universidad de Stanford, publicada en 1988, que sus interlocutores se percibían como habitando una cultura de no cultura, una zona de pura objetividad. Muchas cosas han cambiado desde entonces, tanto en las ciencias como en la antropología cultural. Por ejemplo, el surgimiento de áreas como la bioética indica que cada vez más gente reconoce que existe un vínculo inextricable entre la ciencia y la cultura. Mientras tanto, los debates al interior de las ciencias biológicas en torno a la conservación de la biodiversidad o acerca de si los genes pueden ser patentados y por quién, han conducido a los científicos y al público a discusiones más acaloradas sobre las políticas de la ciencia.
Por supuesto, algunos científicos todavía creen que hay espacios de investigación ajenos a la cultura y la política. El océano por ejemplo podría ser una de esas zonas, en un contexto en el que los biólogos marinos están replanteando las formas de estudiarlo, ya que el conocimiento sobre el mar es cada vez más abstracto —más parecido a un conjunto de secuencias genéticas que existen en la base de datos de una computadora en línea que a una colección de peces en una pecera. La ciencia en el océano El Dr. J. Craig Venter, quien en el año 2000 fue aclamado por sus avances en la secuenciación del genoma humano, presentó una conferencia en el Massachusetts Institute of Technology (mit) a principios de 2004 sobre su más reciente proyecto: recolectar y secuenciar el ácido desoxirribonucleico (adn) de los microorganismos que flotan en los océanos. Venter señaló que su intención es “catalogar la gama de material genético de la Tierra” y le dijo al público del mit que había comenzado por lo pequeño, disponiendo de un modesto aparato de investigación —su yate particular, The Sorcerer II— para completar un proyecto que llamó la secuenciación del mar de los Sargazos. Pero, ¿cómo es posible que este mar que rodea las costas de las Bermudas contenga “toda la gama genética”?, más aún, ¿cómo es que se ha llegado a pensar que el océano —e incluso el planeta— tenga un genoma —un complemento de adn— que puede ser secuenciado? Para comenzar, es importante señalar que Venter está hablando solamente de los microorganismos marinos, las criaturas más pequeñas —aunque también las más numerosas— que viven en el mar. ¿Qué le permite entonces hacer semejante afirmación? Un breve recuento de la historia de los estudios sobre microorganismos marinos permite más o menos contextualizarlo. Hace algún tiempo, los microbiólogos comenzaron a cultivarlos —como se hacía con otras bacterias. El experimento no funcionó muy bien para los microorganismos que flotan en los océanos, ya que el ambiente marino difícilmente puede reproducirse en los vasos de vidrio de los laboratorios. Actualmente, gracias a la secuenciación de genes, los microbiólogos marinos ya no necesitan aislar y cultivar muestras in vitro. Ahora pueden estudiar los genes que se albergan en volúmenes de agua de mar —sin importar cómo están distribuidos en las criaturas allí presentes. Es como si se vaciaran grandes cantidades de agua en un secuenciador genético. Algunos científicos como Venter ya no buscan las secuencias de adn de organismos marinos individuales, sino de zonas ecológicas oceánicas enteras. La revista de divulgación tecnológica wired, en su edición de agosto de 2004, resume el proyecto de Venter como un plan para “secuenciar el genoma de la Madre Tierra”, retomando viejas asociaciones simbólicas entre el océano y el flujo maternal creador de la vida. Durante la conferencia en el mit, Venter habló de los esfuerzos de su equipo —el cual opera bajo el auspicio de su grupo de investigación sin fines de lucro, el Instituto para Energías Alternativas Biológicas— para obtener muestras del océano que se encuentra justo frente a la costa sur de las Bermudas. En cada uno de los cuatro sitios seleccionados en el mar de los Sargazos, Venter y sus compatriotas recolectaron 200 litros de agua de mar, de los cuales extrajeron concentraciones de adn de microorganismos. Este material genético fue secuenciado por un grupo de humanos y robots de Rockville, Maryland, en la Fundación para la Ciencia J. Craig Venter, otra empresa de investigación fundada con dinero que obtuvo a partir de su éxito en biotecnología, cuando era jefe de Celera Genomics. Venter reportó que el conjunto de los genomas de los Sargazos produjeron un millón de genes que no se conocían antes, y al menos 1 800 especies genómicas —criaturas agrupadas por similitudes en la secuencia de ácidos ribonucleico (arn). Venter colocó en la red esta colección de datos de secuencias, en el sitio de GenBank, de manera que los microbiólogos interesados pudieran buscar información sobre genes correspondientes a los de sus organismos favoritos. Una de sus metas más ambiciosas es utilizar esa información para crear un microorganismo con un génoma mínimo, una criatura que pueda ser usada como un ladrillo en la construcción biotecnológica de nuevas criaturas capaces de absorber el bióxido de carbono de la atmósfera o producir hidrógeno para alimentar las células. Durante su conferencia, Venter mostraba la escala de su proyecto: llegar a conocer una amplia franja del océano a partir de unos cuantos datos. Para enfatizar la perspectiva de que el todo está contenido en un grano de arena, durante su presentación incluyó una cita de Khalil Gibran, “en una gota de agua se pueden encontrar todos los secretos de todos los océanos”. Los vínculos que se sugieren entre los genes de los microorganismos marinos y el planeta en su conjunto son tan grandes como lo indica la cita. Los microbiólogos marinos —un numeroso grupo de personas que ha trabajado en esta área desde hace mucho tiempo y cuyo trabajo Venter pretende superar— han afirmado que la caracterización de los genes de comunidades de microorganismos marinos podría permitirles discernir qué tipo de procesos bioquímicos se están desarrollando en el mar. Por ejemplo, algunos de los ciclos de carbono se pueden detectar durante la fotosíntesis bacteriana, y podrían utilizarse como un barómetro del cambio climático. En trabajos como el de Venter, la vitalidad del océano está localizada en sus microorganismos, sobre todo porque el lenguaje de la genómica permite pensar la vida oceánica como una cualidad que se preserva en distintas escalas que van desde el gen hasta el planeta. Así, la vida de las criaturas más pequeñas del mar está vinculada al sistema que sostiene la vida en el planeta. Venter en las Galápagos Venter ya se embarcó en la segunda parte de su plan, navegar alrededor del mundo en su yate al frente de una investigación sobre el genoma de los microbios del océano. En el mit explicó que organizó su plan de navegación basándose en el viaje de Charles Darwin sobre el Beagle hms. Para reafirmar la referencia, presentó fotos de su Sorcerer II en las Galápagos, llegando incluso a mostrarnos imágenes de pinzones, los pájaros favoritos de Darwin, señalando que las mutaciones en tamaño de sus picos serían legibles mediante las técnicas de secuenciación que había introducido. Él mismo sufrió una especie de mutación desde el tiempo en que estuvo en Celera como jefe ejecutivo. En esta ocasión no llegó con el traje de negocios que caracterizó sus apariciones públicas durante los años noventas, sino que traía ropa casual, como la de un científico muy ocupado. Tenía una barba que, combinada con su calvicie, le daba el aspecto de un Darwin bien conservado, o tal vez de un capitán sin locura. Concluyó su plática con una frase para provocar la envidia de los que asistieron, “me voy en dos días a la Polinesia Francesa y, como ya lo he dicho en otros lugares —extrajo una cita de sí mismo de una reseña publicada en el The New York Times— esto es un trabajo pesado”. En agosto de 2004, apareció en la portada de wired, que contenía un artículo laudatorio titulado “El viaje épico de Craig Venter rumbo al descubrimiento”, señalando que “quería jugar a ser Dios cuando desentrañó el genoma humano. Ahora quiere ser Darwin y redefinir el origen de las especies, y entonces reinventar la vida como la conocemos hasta ahora”. Esa portada refuerza la imagen del científico como un intrépido explorador de nuevos espacios. Cuando se invitó a Venter a pronunciar el discurso de graduación de la Universidad de Boston en la primavera de 2004, pocos meses después de su presentación en el mit, el rector de la universidad hizo explícita la comparación con Darwin: “últimamente usted estuvo navegando por el océano pescando nuevos microorganismos, que a su vez proveen nuevos genomas para secuenciar. Usted ya ha identificado miles de nuevas especies de microorganismos y millones de genes nuevos. A pesar de que el impacto de sus descubrimientos es invisible de manera inmediata, usted está inmerso en la tradición de la heroica época en la que Charles Darwin navegaba a través de los mares del sur. Él estaba explorando el macrocosmos y usted, en el mar y en el laboratorio, está explorando el microcosmos. Sus descubrimientos pueden transformar el mundo tanto como lo hizo él”. ¿Un espacio aislado? La empresa de Venter como una aventura originada por la curiosidad personal hace eco de las investigaciones que llevó a cabo hace ya más de cien años el Príncipe Alberto I de Mónaco, quien en 1891 también usó su barco particular para realizar una exploración oceanográfica. El príncipe Alberto, a quien la historiadora Jacqueline Carpine-Lancre ha llamado un soberano del océano, también contrató colaboradores para que le ayudaran a realizar su proyecto —incluyendo a quienes le fabricaron un aparato para extraer agua destinada a estudios bacteriológicos. Venter, moderno soberano del océano, que se siente la reencarnación de Darwin, abandonó el escenario del mit con una fanfarria, “esperamos dejar en nuestro camino nuevos conocimientos interesantes”. Sin embargo, los tiempos y la política han cambiado desde la época de Darwin. Venter ha padecido no sólo a los biólogos marinos que piensan que su proyecto no es suficientemente riguroso, sino también a agentes políticos y económicos que no se esperaba. Durante su confrencia en el mit, habló de algunas de las dificultades que ha tenido que enfrentar. Cuando comenzó su viaje alrededor del mundo, descubrió que se necesitaba un permiso para obtener muestras de las aguas de las zonas económicas exclusivas de los países por los que el Sorcerer II transitaría. Dijo que “estos estudios no son tan fáciles de realizar como podría parecer. Tenemos un equipo de tres personas dedicadas a trabajar de tiempo completo con el departamento de estado de los Estados Unidos y con cada uno de estos países para poder tomar 200 litros de agua de mar de sus aguas. A algunas personas parece gustarle pedirnos los permisos de importación y exportación. Hicimos el Memorandum de Entendimiento con México y Chile y vamos a hacer otros a lo largo del camino. Cada país quiere patentar estas secuencias. Nosotros insistimos en que serán de domino público. Así que, como ven, no es simplemente tomar 200 litros de agua de mar. De hecho, ahora estamos lidiando con un grupo que protesta porque tomamos muestras biológicas en Ecuador. La otra cosa —que me sorprendió bastante— es que ya quedan muy pocas aguas internacionales en el mundo. Yo pensé que estaba navegando libremente en el océano y de repente alguien lo reclama todo”. A diferencia de la mayoría de los biólogos marinos de profesión, que están muy bien enterados de las políticas internacionales y trasnacionales de los espacios en el mar, Venter cree que el océano constituye un espacio fuera de la cultura, donde uno puede viajar sin ser molestado por exigencias políticas y culturales. La última frase de su cita se parece al soliloquio del Capitán Nemo en el libro de Julio Verne 20 000 leguas de viaje submarino, “uno debe vivir —¡vivir dentro del mar! ¡Sólo ahí se puede ser independiente! ¡Sólo allí no tengo amos! ¡Allí soy libre!”.
La ingenuidad de Venter llamó la atención de una organización civil de Canadá llamada Grupo de Erosión, Tecnología y Concentración, que antes fue la Fundación Internacional de Fomento Rural. La edición de 2004 del boletín informativo de este grupo estaba dedicado por completo a un artículo, “Jugando a ser Dios en las Galapagos: J. Craig Venter, amo y comandante de la genómica, en una expedición global para la recolección de la diversidad de microorganismos para la ingeniería de la vida”. Acompañaba al escrito una caricatura de Venter sobre la proa de un barco, vestido como un gentleman naturalista victoriano, supervisando el trabajo de escobas andantes —en alusión al cuento del aprendiz de brujo— mientras se trasladan muestras biológicas a su Brujo Doble (Sorcerer Too), acompañado por un platillo volador y una bandera de pirata. El artículo se refiere al caso de Ecuador que Venter mencionó en su conferencia, describe la toma de muestras en las aguas de las Galápagos, señalando que “las organizaciones civiles ecuatorianas consideran que se trata de un asunto que atañe a las leyes nacionales y que vulnera la soberanía del país”, refiriéndose a las muestras de biodiversidad tomadas por Venter que ya han sido enviadas a los Estados Unidos para su secuenciación. Aunque se reconoce que “prometió no buscar la propiedad intelectual de los microorganismos ni de sus secuencias genéticas”, el boletín advierte que “no hay nada que garantice que no habrá intentos por monopolizar las patentes de los resultados útiles para el comercio que se deriven de esta colección de diversidad”. El artículo cita a una portavoz, Elizabeth Bravo de Acción Ecológica, organización de derecho ambiental localizada en Quito: “el instituto de Venter ha violado flagrantemente nuestra constitución y numerosas leyes nacionales, incluido el Pacto de Decisión Andino 391 que se refiere al acceso a los recursos genéticos […] Cuando las negociaciones respecto al acceso a estos recursos se hacen a puerta cerrada, con la ausencia de un debate público o de información, y dentro del contexto de la apertura al monopolio de las patentes, se trata de biopiratería”. Un espacio político La organización canadiense, llamando la atención sobre otro proyecto de Venter —crear microorganismos que puedan eliminar los gases en las casas ecológicas— pregunta, “¿serán los microorganismos recolectados en las Galápagos la base genética para que Venter pueda crear nuevas formas de vida artificial?” Por supuesto que esas afirmaciones son tan hiperbólicas como la promoción que Venter hace de si mismo. La audacia de un magnánimo y bronceado Darwin que quiere proyectar Venter cuadra con la visión que el Grupo Erosión, Tecnología y Concentración tiene de él como un Frankenstein pirata. Las relaciones entre tomar muestras, secuenciar, archivar, publicar y patentar son más endebles de lo planteado por el grupo canadiense. En su libro sobre la bioprospección en México, la antropóloga Cori Hayden demuestra que el paso de la colecta de muestras de material biológico a la patente de sus genes suele ser más una promesa que una realidad. Las redes de información que ponen en contacto la bioprospección y la biotecnología suelen estar más truncadas que logradas. El análisis de Hayden sobre los acuerdos de bioprospección entre la unam y la Universidad de Arizona comienza señalando que “cuando los botánicos de la unam recolectan plantas, también están recogiendo beneficios”, pero después demuestra que los caminos de la recolección biótica son siempre contingentes; el vínculo entre la localidad —por ejemplo, los sitios ubicados al norte de México— y el espacio nacional e internacional —los circuitos del laboratorio en el que la biodiversidad se transforma en biotecnología— casi nunca es claro y muchas veces se desdibuja por completo. Sin embargo, la protesta de la agrupación civil canadiense por la recolección de Venter llama la atención sobre un punto importante, el océano descrito para la secuenciación de genes del mar es cada vez más una zona abstracta, comprendida no con relación al conocimiento local, sino a través de las huellas que quedan en las bases de datos —cuyo eventual uso está lejos de ser claro y cerca de sumergirse dentro del marco de las desigualdades internacionales. El espacio del océano —transformado en una secuencia de genes que habita en el ciberespacio— sigue siendo, a pesar de su de territorialización y su asociación con una libertad imperturbable, un espacio político. |
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Stefan Helmreich
Massachusetts Institute of Technology.
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Traducción:
Ana Álvarez
Referencias bibliográficas: Gupta, A. y Ferguson, J. 1992. “Space, identity, and the politics of difference”, en Cultural Anthropology, vol. 7, núm. 1, pp. 6-23.
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Carpine-Lancre, J. 2001. “Oceanographic Sovereigns: Prince Albert I of Monaco and King Carlos I of Portugal”, en Understanding the Oceans, Margaret Deacon, Tony Rice, y Colin Summerhayes (eds.) University College London Press, Londres, pp. 56-68.
Latour, B. 1993. We have never been modern. Harvard University Press, Cambridge.
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Traweek, S. 1988. Beamtimes and Lifetimes: The World of High Energy Physicists. Harvard University Press, Cambridge.
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como citar este artículo → Helmreich, Stefan. (2005). El espacio de la ciencia, del genoma humano al océano. Ciencias 78, abril-junio, 18-24. [En línea]
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