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Los indios del Museo Nacional: la polémica teratológica de la patria
 
Frida Gorbach

 
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A finales del siglo xix, y por muy corto tiempo, el Museo Nacional de México dio a conocer el mapa completo de la nación. Antes de que la historia natural saliera de la Casa de Moneda para formar el Museo del Chopo y de que Porfirio Díaz, durante los festejos del Centenario de la Independencia, inaugurara un espacio consagrado exclusivamente a la arqueología, la historia y la antropología nacionales, en el Museo Nacional convivían casi todas las materias. Allí se exhibían las colecciones de arqueología con la Coatlicue y el Calendario Azteca, las colecciones de plantas y animales recolectadas por Maximiliano y los fragmentos de la historia patria recogidos a lo largo de la vida independiente.

El Museo Nacional de ese entonces parecía la evidencia visible de un sueño, pues además de preservar “los restos de la antigüedad de nuestra patria”, como soñara el jesuita criollo Francisco Xavier Clavijero, ese espacio detenía en la nostalgia un sueño que en el siglo xx se había desvanecido: Jesús Galindo y Villa, un profesor que entregó su vida al Museo, disertó en 1921 sobre un museo ideal: quería que fuera único, completo, total, es decir, que abarcara “todos los dominios de los conocimientos humanos”. Galindo y Villa soñaba con un museo de síntesis interesado en “la vida, una en su pluralidad”. Seguramente, mientras el profesor forjaba con su idea el futuro no podía dejar de sentir nostalgia por el museo que a finales del siglo xix escenificó, bajo el cobijo de la ciencia, una concepción total del país, de sus habitantes y de su historia.

Además de las colecciones de arqueología, historia natural e historia patria, el Museo inauguró en 1895 tres secciones más: anatomía comparada, teratología y antropología. La primera sala presentaba en el entresuelo “76 ejemplares de esqueletos, 33 cráneos, 40 cerebros y 38 piezas diversas que, en su mayor parte, son de mamíferos y aves, y algunas otras piezas disecadas, como dos corazones, laringe y brazo humanos, y ocho fetos de diversas edades”. En el primer piso la sala de antropología exponía fotografías de las distintas razas del país, piezas de esqueletos humanos provenientes de diversas excavaciones, un buen número de cráneos y cuadros de observaciones referentes a la antropología criminal. Por último, el salón dedicado a la ciencia de los monstruos, la teratología.

Esas tres nuevas colecciones traían consigo la modernidad científica. Al darlas a conocer, el Museo se separaba del naturalismo del siglo xviii y su interés en describir la forma de las especies, e imponía sobre una taxonomía fija de piedras, plantas y animales la temporalidad de los recientes estudios biológicos. Así, los esqueletos anónimos de la sección de antropología abandonaban el culto a la fijeza de los monumentos para convivir con los cráneos anónimos de la sección de antropología y acoplarse al devenir de la historia; los órganos de diferentes especies de la sección de anatomía dejaban la superficie y se adentraban en las profundidades del cuerpo mientras los monstruos del salón de teratología recordaban la presencia de un universo siempre cambiante.

Desde la mirada de esas tres nuevas secciones el espacio museístico cobraba otra forma. Allí, la arqueología, la historia natural y la historia patria se entretejían con la anatomía, la teratología y la antropología para dibujar una trama inesperada del discurso sobre el ser nacional, pues después de todo, ¿por qué exhibir órganos, cráneos y ejemplares monstruosos en un espacio dedicado a mostrar la grandeza natural y cultural de la patria?

II

Muchos años después de que Europa fuera recorrida por Máximo y Bartola, dos enanos microcéfalos, supuestos descendientes de la nobleza azteca, el Museo Nacional inauguraba la sección de teratología. En un pequeño salón, en el entresuelo, arriba de la Coatlicue, debajo de la pila bautismal del cura Hidalgo y muy cerca del Herbario Nacional, se exhibían setenta y cinco especímenes monstruosos, entre ellos, un gigante, varios borregos de dos cabezas, cerdos de seis patas, siameses y hermafroditas, unos conservados en alcohol, otros disecados y otros más representados por fotografías.

Ocupando un salón pequeño, perdido en las inmensas salas del Museo, estaban los monstruos, expuestos a la mirada del público. Y no era el azar el que los había llevado a ese sitio. Jesús Sánchez, médico naturalista, consideraba que la teratología daba “la clave para la solución de los problemas muy oscuros relativos a la organización de los animales y las plantas”. Sabía que los monstruos podían ofrecer algo más que la diversión efímera de los circos, y sus personajes, asombrosamente desfigurados, algo distinto al asombro momentáneo de los gabinetes de curiosidades y su exhibición infinita de maravillas naturales. Creía que un museo público debía invitar a la reflexión racional. Lo mismo opinaba José Ramírez, considerado por algunos de sus biógrafos como uno de los primeros autores mexicanos que aceptan la teoría de Darwin: “Desde el momento en que se encontró la explicación o mecanismo de las anomalías de la organización de los animales y vegetales, [las monstruosidades] adquirieron un valor inmenso, en proporción del que perdían como simples curiosidades, dignas sólo del asombro momentáneo de los visitantes de los museos, que las encontraban en algún rincón de los escaparates”.

El salón de teratología mostraría al visitante cómo los monstruos se producían en la naturaleza. Por lo menos así lo anuncia el Catálogo de anomalías coleccionadas en el Museo Nacional que se vendía a un módico precio en las puertas del Museo. Esa guía contenía la explicación racional: una anomalía se producía cuando el embrión se detenía en uno de los niveles por los que transita el desarrollo normal, y esos niveles no hacían más que reproducir las fases de una serie evolutiva normal que va de los animales inferiores a los superiores. Esta teoría, conocida como teoría del detenimiento embrionario, esbozada por Etiénne Geoffroy Saint Hilaire y llevada hasta sus últimas consecuencias en la teoría de la recapitulación de Ernst Haeckel, constituía el marco desde dónde mirar una exposición compuesta exclusivamente de monstruos.

Esa colección no sólo abría las formas de la historia natural a los mecanismos ocultos de la naturaleza, sino que además definía el modo como el cambio evolutivo operaba. De acuerdo con la teoría del detenimiento, los cambios en las condiciones del medio inducían cambios en el organismo durante el estado embrionario similares a la formación de monstruos, y, a través de su propagación por herencia, esos cambios traían la transformación de las especies. En otras palabras, una fijación embrionaria producía un monstruo y cuando esa alteración se propagaba, una nueva raza surgía.

A la vez que introducía la noción de cambio en un museo hasta entonces taxonómico, el salón de teratología ofrecía así una vía para entender cómo nuevas razas surgían en la naturaleza. Ésa era su función; si no de qué otra forma explicar que justo cuando las obras de Darwin empezaban a difundirse en México, cuando los monstruos dejaban de ser un paradigma en la explicación del origen, Jesús Sánchez inauguraba en el Museo una sección dedicada a exhibir monstruos biológicos.

III

Un centro ordenaba la totalidad de los contenidos en el Museo Nacional; por una única pregunta ellos adquirían sentido: ¿cuál es el origen de la raza mexicana? La arqueología, la historia natural, la historia patria y también la teratología, la antropología y la anatomía comparada, se enlazaban en un intento por resolver esa cuestión que en el Congreso Internacional de Americanistas alguien le puso todas sus palabras: se trata de “definir nuestras razas, antropológicamente hablando, para darles su lugar, tantos años vacío, en las clasificaciones de pueblos que la científica Europa se ha encargado de formar”.

Y la teratología tenía mucho que decir cuando se trataba de definir el origen. De hecho, podría decirse, las dos respuestas dadas por la ciencia mexicana a la cuestión de la raza guardaban en sus profundidades una duda teratológica. De un lado estaban los monogenistas, que admitían la unidad de la especie humana, y del otro los poligenistas, que creían que la humanidad se componía de razas distintas: o las razas americanas eran producto de un tronco común cuyo origen estaba en Europa, o los hombres del Nuevo Mundo eran razas autóctonas de la América. La primera postura, fundada sobre una línea evolutiva, gradual y progresiva de transformaciones, requería eslabones intermedios para explicar el paso de una especie a otra; en cambio, la postura del origen autóctono se desligaba de esa línea progresiva y negaba la posibilidad de que los indios americanos constituyeran razas intermediarias, eslabones teratológicos.

De un lado, Jesús Sánchez, el promotor de la exposición de teratología, sostenía que las “desviaciones del estado fisiológico producen alteraciones funcionales cuyo estudio es muy importante para la comparación del estado mental del hombre y los animales, y tal vez en el problema del origen de aquél”. También José Ramírez retomaba la teoría de la recapitulación para explicar el origen de las especies: “si se sigue el desarrollo individual del hombre, del mono o de un mamífero superior en el útero materno, se encontrará que el embrión recorre una serie de formas muy diversas que reproducen de una manera general [las] formas ofrecidas por la serie prehistórica de los mamíferos superiores”; creía así que “si se estudiaban con cuidado todas las anomalías de la organización se encontraría el origen de un grande número de razas”.

Del otro lado, Vicente Riva Palacio, abogado, político y versátil escritor, no aceptaba el origen teratológico de las razas americanas. En México a través de los siglos, primer compendio de historia mexicana, argumentaba que los indios diferían de las razas hasta entonces estudiadas y que su carácter era “verdaderamente excepcional”. El hecho de que carecieran de vello o de que el molar sustituyera al colmillo, era indicativo de que esa raza estaba en “un periodo de perfección y progreso corporal superior al de todas las otras razas conocidas”. Veinte años después, el mismo José Ramírez aseguraba que en América los reinos vegetal y animal se habían desarrollado en su escala ascendente sin faltar ninguno de sus eslabones, y que no existían seres intermediarios sino hombres que habían alcanzado las “formas más perfectas”. Su padre llegó a la misma conclusión en 1872: “lo que se ha encontrado en América por los españoles es exclusivamente americano”.

Los argumentos en favor del tronco común delineaban una estrategia para escapar a la idea de la singularidad excepcional de la raza mexicana sostenida por la postura del origen autóctono; ésta, la del origen autóctono, constituía un argumento para no ver el vínculo que desde el siglo xvi silenciosamente asociaba a los indios con animales, híbridos y monstruos. Una postura acepta el vínculo como posibilidad mientras que la otra se define en función de su negación rotunda. Sin embargo, en esa huida, las dos respuestas dadas por la ciencia mexicana a la pregunta por el origen llegan a un callejón sin salida: el tronco común confunde el concepto de variación con el de anomalía y toca entonces la inmovilidad idílica de la adaptación perfecta, y la del origen autóctono consigue evitar la idea de que Dios creó directamente a cada una de las criaturas del universo pero sostiene, en una convicción más política que teórica, que las razas americanas conforman una singularidad cuya explicación aún no puede ser aclarada por la ciencia.

IV

Arriba, en el primer piso, se exhibía la colección de antropología. Mapas lingüísticos, fotografías de tipos de las diversas razas del país, cráneos y piezas de esqueletos humanos, y una colección de cráneos anómalos, la formaban. Alfonso L. Herrera y Ricardo E. Cícero, interesados en “dar más brillo a nuestra Exposición ante los sabios americanistas”, escribieron el catálogo correspondiente. Ligando fragmentos de los estudios lingüísticos de García Cubas, postulados de antropología fisiológica del doctor Daniel Vergara y Lope y datos de antropología criminal tomados de Martínez Vaca, todos ellos “autoridades de renombre”, fueron construyendo el marco explicativo de la exposición.

De alguna manera, la exposición constituyó un argumento más en favor de la postura del origen único de las razas, sólo que en este caso la raza mexicana había conseguido adaptarse perfectamente al medio: “el hombre está aclimatado a las altitudes de México por mecanismos diversos, no habiendo caracteres de degeneración que puedan atribuirse a influencias climatéricas contrarias”. Sin embargo, aún separándose tanto de la idea de la singularidad excepcional como del origen teratológico, a la hora de definir el origen, la pregunta por “el grado de superioridad relativa a cada raza” no puede evadirse.

Una extensa cita de la Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para combatirla de Luis García Pimentel da inicio al Catálogo: actualmente los indios “están degenerados: nada conservan de sus pasadas grandezas y apenas si se parecen a aquellos hombres contemporáneos de Moctezuma”. Si esa cita abre el texto, los resultados obtenidos por Martínez Vaca en el gabinete antropométrico de la penitenciaria de Puebla lo cierran: las mediciones craneométricas hechas a indígenas muestran que la media total “es inferior a las medidas totales obtenidas en Europa”; de ahí que “estas razas, bastante degeneradas en razón de su cruzamiento, del medio social en que viven y de muchas otras circunstancias, han determinado cierta confusión en sus caracteres fisonómicos-anatómicos, que casi han perdido el sello de la raza pura, y conservando ciertos caracteres atávicos, que permiten clasificarlas y colocarlas como miembros de las razas primitivas próximas a extinguirse”.

Por caminos distintos las salas de antropología y teratología llegan al mismo punto: si los monstruos refieren al origen teratológico de la raza, los cráneos y esqueletos definen al indio desde la noción de degeneración. Si la sección de teratología parte del concepto de anomalía para explicar el surgimiento de nuevas razas en la naturaleza, la de antropología toma como punto de partida el medio social, detecta los caracteres de degeneración y “los hechos singularísimos de atavismo observados en algunos de nuestros indios”, para llegar a las anomalías corporales. Si la primera encuentra la explicación del origen en las anomalías, la segunda se organiza alrededor de la noción de degeneración social. Después de todo, eran en México los tiempos de la frenología, la pelvimetría, la antropometría y también de la teratología, disciplinas interesadas en detectar anomalías, vicios de conformación y variaciones patológicas en las razas.

V

Con una única convicción, las grandes salas del Museo Nacional delineaban la imagen de una nación ideal. La colección de historia natural desplegaba la riqueza de la naturaleza mexicana; la historia patria recogía fragmentos del pasado y con ellos construía una secuencia hacia la libertad y el progreso; la antropología entretejía la naturaleza y la cultura y demostraba entonces que en este país sí hay aclimatación perfecta del hombre a la naturaleza; y, para cerrar, la colección de arqueología recordaba que todo era resultado de una particularidad casi sublime.

Así, una imagen diseñada bajo el supuesto de la armonía perfecta de una nación también perfecta hilaba fósiles, rocas, aves, reptiles, mamíferos, cráneos y monumentos arqueológicos. Cada ejemplar, cada objeto, constituía un argumento más en el esfuerzo por mostrar la perfección de la naturaleza del Nuevo Mundo y la perfecta adaptación de las razas americanas a ella. De una sola vez el espacio museístico parecía cumplir con los sueños de Clavijero, de Riva Palacio y también de Galindo y Villa: la naturaleza del Nuevo Mundo es perfecta, los reinos vegetal y animal se han desarrollado en su escala ascendente sin faltar ninguno de sus eslabones; la adaptación de las razas americanas es tan perfecta que éstas han alcanzado un “progreso corporal superior al de todas las otras razas conocidas”. De ese modo el Museo proporcionaba la respuesta a la pregunta por el origen: éste no estaba en Europa sino en América, una entidad singular y desde siempre perfecta.

Pero en esa ficción museística un pequeño salón rompía la inmovilidad idílica de la adaptación perfecta. Los monstruos introducían el concepto de cambio y establecían los mecanismos mediante los cuales una especie daba lugar a otra. Como un punto de fuga que todo lo distorsiona, ese pequeño salón le recordaba a la sala de anatomía que no todo puede ser explicado desde el ámbito de lo normal; a la de antropología le advertía el regreso de formas atávicas, mientras que, desde esa mirada, los monumentos arqueológicos emitían un aire extraño, irrespirable.

La colección de teratología recordaba así que en la evolución no es posible escapar al problema de los eslabones intermedios. Si un cuerpo anómalo era resultado de un detenimiento embrionario, y si como dice Haeckel, la ontogenia recapitula la filogenia, entonces las razas americanas podían explicarse de la misma manera como se explicaba el nacimiento de un monstruo: algo en la geografía detuvo el desarrollo del embrión en una fase anterior a su conformación final, la anomalía se adaptó a la naturaleza americana y nació entonces una raza intermedia, ubicada a medio camino entre los animales y el hombre.

Como una falla que insiste, como un rumor que se desplaza por cada rincón del espacio adhiriéndose a cada objeto, la colección de monstruos rompía el idilio de la perfección, dudaba sobre la condición del indio y desarticulaba al final el discurso sobre el ser nacional. Por ese sesgo el Museo que quiso incrustarse en el mundo desde la convicción de la adaptación perfecta, que se organizó como se quería organizar a la nación misma, no podía escapar a la pregunta por la normalidad de la raza mexicana. Sin proponérselo, la medicina, la biología, la antropología y también la arqueología abrían un espacio ya no teológico sino científico para considerar a los monstruos en su existencia empírica, darle al indio el estatuto de anomalía y definir la particularidad nacional en el límite entre la perfección y la degeneración, dentro del ámbito de lo patológico.

Desde ese sesgo los contenidos del Museo se definían en función de detenimientos embrionarios, atavismos que retornan, marcas de degeneración, pues en el momento en que los monstruos miran a los órganos de la sección de anatomía, dialogan con los cráneos deformes de la sección de antropología y tocan las ruinas arqueológicas, la pregunta original se desvirtúa: sobre la adaptación perfecta se impone la necesidad de saber si la raza mexicana es normal tal como la europea o si constituye una variación patológica de esa especie. En un giro aparecía la tradición medieval que veía monstruosas a las razas no europeas, o el siglo xvi debatiendo sobre la naturaleza bestial del indio americano, o Paracelso cuando reconocía en los hombres salvajes la presencia de un eslabón intermedio entre la bestia y el hombre: la gente encontrada en las “islas remotas” puede descender “de otro Adán, ya que nadie probará fácilmente que tienen parentesco carnal o sanguíneo con nosotros”.

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Frida Gorbach
Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.
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como citar este artículo

Gorbach, Frida. (2001). Los indios del Museo Nacional: la polémica teratológica de la patria. Ciencias 60-61, octubre-marzo, 57-63. [En línea]
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