El origen del maíz.
Naturaleza y cultura en Mesoamérica
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Carrillo Trueba, César
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Aunque hasta mediados del siglo xx se consideraba el Medio
Oriente la cuna de la civilización por haberse domesticado en esa zona los animales y las plantas que constituyen el sustento en los países europeos, las investigaciones en arqueología y otras disciplinas, así como la difusión de los estudios efectuados varios años atrás por Nikolai I. Vavilov acerca de los centros de origen, pusieron en relieve la importancia de las demás regiones en donde este mismo proceso tuvo lugar. Y aunque todavía no existe un consenso en torno a las fechas en que éste ocurrió en los diferentes continentes, su emergencia bajo distintas condiciones naturales, contextos culturales e historias se encuentra ligada a la de cosmovisiones diferentes así como a una diversificación lingüística que resultó en aproximadamente doce mil lenguas, de las cuales sólo queda la mitad.
Mesoamérica es considerado uno de los sitios de domesticación de plantas de mayor relevancia, sobre todo por el maíz, alrededor del cual crecieron las diferentes sociedades que han ocupado esta zona a lo largo de la historia. El acervo cultural de los primeros agricultores de esta región proviene de aquellos grupos de cazadores-recolectores que pisaron esta parte del planeta tal vez hace 35 mil años, fecha que establecen algunos estudios, o bien entre 20 y 15 mil años, como lo indican otros; la discusión es tal, que incluso se cuestiona que la primera migración haya sido por el norte, como siempre se ha planteado, debido a que los indicios humanos más antiguos provienen de Sudamérica, lo que, a mi parecer, es la hipótesis más sólida.
La imagen de los cazadores-recolectores dista mucho de la que se ha popularizado; a éstos se les presenta como hordas casi simiescas que se desplazan sin cesar de un sitio a otro, dedicados a la caza de grandes mamuts y a escabullirse del temible tigre dientes de sable. Se sabe que, en realidad, permanecían largo tiempo en una zona, siguiendo itinerarios más o menos definidos, o bien alternando asentamientos con el cambio de estación; recolectaban una gran cantidad de tubérculos, semillas, frutas y otras partes de plantas, y propiciaban y favorecían algunas más; cazaban animales pequeños y pescaban mucho más de lo que se pensaba —ya fuera en los ríos o el mar—, elaboraban muy diversos instrumentos punzo-cortantes empleando materiales de distinta naturaleza —hueso, concha, marfil, piedra, madera, etcétera— y enterraban a sus muertos.
Su relación con el mundo vegetal no se limitaba a la observación, la exploración y la recolección de especies; ya fuera por la recurrencia de los recorridos o por permanecer más largo tiempo en ciertos lugares, incluía asimismo la intervención directa sobre éstas, lo cual implica un conocimiento más fino de los procesos ecológicos, las interacciones de las plantas y los animales, de las características de las semillas, el crecimiento, la diferencia entre las variedades en función del suelo, la humedad, la temperatura, la incidencia de los rayos del sol entre otros factores. Así, con base en esto y en una constante retroalimentación entre la observación, el establecimiento de un orden y la práctica, los cazadores-recolectores dispersaban semillas, plantaban esquejes y cuidaban plantas que tenían buen sabor o fruto más grande, mientras removían cierta vegetación para establecer un nuevo asentamiento, dejaban en pie otra por su utilidad. Todas estas intervenciones podían llegar a modificar en cierto grado la abundancia de alguna variedad o su distribución al ser removidas para que crecieran junto a un curso de agua, por ejemplo, o en pequeñas barrancas, más húmedas y calientes; incluso alterar la estructura de la vegetación al clarear los árboles que proporcionan sombra a plantas que se deseaba hacer crecer más rápidamente al sol, o eliminando aquellas que crecen en la parte baja del bosque para plantar especies que necesitan sombra.
Este tipo de prácticas, con el cúmulo de conocimientos que las sustenta, habría llevado, bajo ciertas circunstancias, a la domesticación de las primeras plantas, como lo plantean Alejandro Casas y Javier Caballero para el caso mesoamericano. A diferencia de las teorías que sostienen que ésta se llevó a cabo removiendo las plantas de su lugar, es decir, ex situ —las más eurocentristas dan prioridad a la domesticación de cereales, mientras otras privilegian la de tubérculos por ser anterior—, estos investigadores mexicanos sostienen que la agricultura podría ser el resultado de “una larga historia de manejar in situ la vegetación natural”.
Las relaciones que establecen por medio de este tipo de manejo los seres humanos con la vegetación silvestre y algunos de sus elementos se pueden agrupar en tres grandes rubros: la tolerancia, que consiste en dejar, en los sitios que son alterados por alguna razón, aquellas plantas que les benefician de alguna manera —para obtener madera, como alimento, etcétera—; el fomento o la inducción de especies deseadas, y la protección de todas ellas de otras plantas que las afectan de alguna manera —al competir por el agua, la luz o la sombra y demás recursos—, así como de animales que las depredan. Al interior de este universo se efectúa una labor de selección de variedades, de aquellos individuos apreciados por su sabor, tamaño, tallo resistente u otra característica. El resultado es un gradiente de transformaciones en el genotipo y el fenotipo de las poblaciones de una especie, así como en la abundancia de las especies que constituyen las comunidades vegetales.
La manipulación sostenida de ciertas características del sistema reproductivo u obtenidas por medio de la formación de híbridos, por ejemplo, permite la supervivencia de variedades que no podrían hacerlo sin la ayuda del hombre. Dichas modificaciones pueden llegar a tal grado que las poblaciones y el medio donde crecen se diferencian de lo silvestre, y su cultivo tiene lugar entonces en un ambiente fuertemente transformado por los humanos, esto es, ex situ. Sin embargo no todas las especies son llevadas a este grado de domesticación; más bien se establece un gradiente de interacciones que va de las plantas cultivadas a las silvestres, de la vegetación modificada a la no alterada. De esta manera se puede obtener a lo largo del año una gran diversidad y abundancia de recursos con relativamente poco trabajo; y no sólo de plantas, sino también de animales de diferente índole —aves, mamíferos, insectos, etcétera— que por la misma razón viven o transitan por esos sitios.
Desde esta perspectiva, y con base en una idea de Earl C. Smith, quien trabajó con Richard S. MacNeish en el valle de Tehuacán, en el sur de México, Casas y Caballero plantean que las primeras plantas cultivadas en esa zona podrían haber sido magueyes y nopales, debido a su fácil manejo, ya que se propagan vegetativamente, lo cual habría permitido un incremento en su abundancia para el consumo, explicación que concuerda con los datos arqueológicos que muestran su uso regular en la alimentación. Aunque no se tienen datos que evidencien la existencia de dicho manejo de la vegetación, hay suficientes indicios de que éste habría sido el más factible en sitios secos, como Tehuacán, el valle de Oaxaca y la sierra de Tamaulipas, en donde se han encontrado los restos más antiguos de domesticación de plantas en Mesoamérica, que datan de aproximadamente 8 000 a.C. —ciertamente, los debates en torno a las fechas son interminables. Las primeras especies que presentan cambios debido a manipulación humana son el guaje y la calabaza, seguidos del chile y el aguacate. En el caso de Tehuacán, de acuerdo con Richard S. MacNeish, los dos primeros eran sembrados en las barrancas que mantenían una mayor humedad, mientras el chile se plantaba en los márgenes del río, junto con el aguacate, que no es nativo de esa región. El maíz hace su aparición en los tres sitios alrededor de dos mil años después, bajo la forma de una pequeña mazorca con minúsculos granos, comparados con los actuales que se piensa, deben su tamaño a una mutación súbita resultado de la estructura genética de esta planta —aunque hay polémica al respecto. Del frijol silvestre se tiene evidencia muy antigua, alrededor de 8 000 a.C., pero las especies domesticadas datan de cerca de 4 000 a.C. Tal como se ha señalado, esta combinación es muy nutritiva debido a que el frijol suple la carencia del maíz en lisina, un aminoácido esencial para los humanos.
En cuanto a las causas que dieron origen a la agricultura en Mesoamérica, Kent V. Flannery —quien llevó a cabo las investigaciones en Guilá Naquitz, en el valle de Oaxaca— descarta con argumentos sólidos cualquier explicación que aluda a cambio climático alguno, a la presión demográfica —era muy baja— o a un proceso de adaptación, y se inclina por la idea de que ésta es resultado, más bien, de una estrategia que buscaba nivelar las variaciones entre la cantidad de productos obtenida del manejo de la vegetación en la estación de secas y la de lluvias con el fin de mantener una cierta abundancia a lo largo del año. El crecimiento poblacional fue posterior y reducido.
Esta idea es interesante y coincide tanto con la propuesta de Alejandro Casas y Javier Caballero, como con lo que plantean André G. Haudricourt y Louis Hédin, quienes hacen un recuento de las diferentes situaciones en que se llevó a cabo la domesticación de plantas en el mundo, y concluyen que en todos los casos se presenta una alternancia estacional marcada, un clima no frío, la presencia de especies que forman reservas durante una época del año o en algún periodo de su vida y cuyo genoma tiene ciertas características, y la permanencia de una cultura en ese lugar.
Aun cuando no se ha establecido con exactitud en dónde se domesticó cada especie, lo que se conoce hasta ahora del caso mesoamericano parece coincidir con estas características. La idea de que hubo varios lugares en donde esto se efectuó de manera simultánea es poco probable, ya que, a juzgar por la intensa red de intercambio que existía en este territorio, es más factible que del sitio en donde se inició la domesticación hayan sido llevadas a otro —como parece haber sucedido con el aguacate y el maíz en el caso de Tehuacán, en donde antes de la llegada de este último se consumía un cereal del género Setaria, conocido como chupandilla— y de allí a otro lugar, en un proceso de difusión que en poco tiempo abarcó toda el área, llegando incluso hasta la zona árida de Norteamérica y a Sudamérica.
De esta manera, el cultivo de maíz en milpa, esto es, junto con frijol, calabaza, chile y otras plantas más, fue adoptado por pueblos de distinto origen y lengua —pertenecientes a 16 familias lingüísticas— que ingresaron a este territorio en diferentes épocas y ocuparon las muy diversas regiones mesoamericanas —semiáridas, templadas, cálidas y húmedas, etcétera. Allí moldearon su hábitat, creando paisajes tan diversos como el territorio mismo, en donde el maíz ocupó un sitio privilegiado y tramó relaciones con los cultivos propios de cada región y otras plantas silvestres. La conjunción de estos vegetales y las presas de caza, el pescado y otros recursos propios de cada zona, conformó dietas muy variadas y estilos culinarios distintos.
El resultado de este proceso fue la formación de aproximadamente 250 pueblos de diferente lengua, habitando un territorio de gran diversidad natural y unidos por una forma de vida tejida alrededor del cultivo del maíz. Una historia llena de intercambios, imposiciones, apropiaciones, disputas y alianzas fue limando algunas diferencias y exacerbando otras, de manera que se llegó a conformar una unidad en la imagen del mundo que éstos tenían, pero sin perder sus particularidades. Las muy distintas variedades de maíz que han existido en Mesoamérica y los sistemas empleados para su cultivo dan fe de semejante diversidad; su unidad se aprecia en el lugar que ha ocupado esta planta en la cosmovisión de sus pueblos a lo largo de la historia.
La unidad cultural de Mesoamérica
Una de las principales características del maíz es su enorme variabilidad, ya que, a diferencia de otros cereales cultivados, esta especie no se autopoliniza, sino que las flores de una planta polinizan las de otras; en la medida que cada inflorescencia —la cual da origen a una mazorca—, está formada por varias flores pequeñas y cada una de ellas puede ser polinizada por las de distintas plantas, la variación que tienen sus granos puede llegar a ser muy grande, dependiendo de las plantas en sus inmediaciones. Esto proporciona al maíz una gran diversidad genética, y por tanto, una riqueza de caracteres que resultan interesantes para este cultivo en ciertas condiciones. No obstante, es un rasgo que constituye al mismo tiempo un problema, ya que torna difícil la preservación de los caracteres seleccionados. Así, por un lado es preciso escoger con gran cuidado las mazorcas que se van a emplear para la nueva siembra —esto se suele hacer con base en determinados rasgos visibles, fenotípicos, que sirven como marcadores de los caracteres que se desea mantener—, lo cual puede llevar a prácticas muy estrictas, en donde se evita al máximo la mezcla con otras variedades; y por otro lado, se buscan nuevas variedades que tengan características interesantes, no sólo para el incremento en la producción —como el tamaño, la resistencia a la sequía o el exceso de agua, al viento o las plagas, etcétera—, sino también que posean cualidades nutritivas, culinarias —de consistencia y sabor— e incluso simbólicas —el maíz rojo se considera como “madre del maíz”, que protege a los demás.
Este equilibrio dinámico es la base sobre la cual, a partir de los primeros maíces que comenzaron a difundirse, en cada región se originaron nuevas variedades o razas. De acuerdo con E. J. Wellhausen, L. M. Roberts, P. C. Mangelsdorf y Efraím Hernández Xolocotzi —pionero en México en este campo—, de allí se generó una primera camada de variedades, las cuales poseían características que las hacían aptas al cultivo bajo ciertas condiciones naturales —de humedad, temperatura, altitud, etcétera— y culturales —terrazas, riego, asociación con diferentes plantas, etcétera. Como otra de las características del maíz es la formación de híbridos de mayor vigor al cruzarse las distintas variedades, el intercambio de un sitio a otro se volvió común —incluso entre regiones distantes— y su cruza dio origen a nuevas razas. La cruza con razas de maíces procedentes de Sudamérica, que se habían desarrollado allí a partir de maíces anteriormente llevados de Mesoamérica, enriqueció ambos intercambios, al igual que la hibridación con sus parientes silvestres, los teosintes, que se favorecían intencionalmente cerca de las milpas. El intercambio de experiencias en torno a su cultivo seguramente acompañó el de las variedades mismas.
Esto hizo del maíz una planta omnipresente en Mesoamérica, ocupando una gran variedad de sustratos, tipos de suelo, climas y altitudes —desde el nivel del mar hasta 3 000 metros. Y de este mismo proceso deriva el número de variedades y subvariedades de maíz que ha habido y hay en Mesoamérica —actualmente se estima en casi sesenta, pero hay mucho debate alrededor de ello, ya que los estudios genéticos muestran tal continuidad entre una y otra, que pareciera imposible definir una sola; las diferencias se mantienen por tanto debido a la intervención humana. Así, hay variedades cuya altura no pasa de un metro y medio, mientras otras llegan hasta cinco; la longitud de las mazorcas va de siete a treinta y dos centímetros, aunque la mayoría mide entre quince y veinte centímetros. Su forma puede ser cónica, cilíndrica, casi redonda, elipsoide, alargada, corta, delgada, ancha, así como una combinación de estas características, con un olote delgado o ancho. Las hay de granos agudos, redondos, claramente puntiagudos, anchos, cuadrados, angostos, largos, de muy pequeños a grandes y masivos, lisos o estriados, dentados, fuertemente aserrados, con una ligera o profunda depresión —una suerte de canalito que se forma en la cara externa del grano. Las hileras que forman van de ocho a veintidós, ya sea totalmente rectas o casi en espiral. Por su consistencia y sabor, su uso puede ser muy específico o servir para varios propósitos; hay para palomitas, como el reventador, para totopos, como el zapalote chico, para pozole, como el cacahuacintle, para pinole, como el harinoso de ocho, para tesgüino, como el dulcillo del noroeste, y un largo etcétera. Por su color, algunos se emplean para preparar platillos de naturaleza ritual, como los tamales azules, o directamente como ofrenda, como los rojos. Los nombres constituyen una verdadera constelación, con inmensas variaciones regionales: palomero, arrocillo amarillo, chapalote, nal-tel, olotón, cónico, reventador, tehua, tabloncillo, jala, comiteco, tepecintle, olotillo, tuxpeño, chalqueño, bolita, perla, pepitilla, zapalote grande y celaya, entre muchos otros, además de los que reciben en las diferentes lenguas indígenas.
Sin embargo, la manera como se siembra tradicionalmente, no el sistema productivo empleado, es muy similar en todo el territorio mesoamericano; se hace un pequeño hoyo con bastón plantador —conocido también como coa, espeque y otros nombres más—, y se colocan uno o varios granos —para asegurar que alguno brote—, manteniendo cierta distancia entre cada hoyo a fin de intercalar otros cultivos —principalmente calabaza, frijol y chile, pero también chayote, cebollín por ejemplo— ya sea al mismo tiempo o cuando el maíz haya alcanzado cierta altura. La manera de preparar el terreno depende de distintos factores, pero sobre todo del sistema empleado, lo cual ha variado a lo largo del tiempo —han existido camellones, chinampas, terrazas, con riego, etcétera—; sin embargo, el más sencillo y difundido parece ser el conocido como roza, tumba y quema, en donde se devasta una pequeña porción de bosque o selva, se cortan árboles y arbustos, y se queman. Al cabo de un breve lapso, al inicio de las lluvias —ya que no hay riego—, se realiza la siembra, después de lo cual es preciso cuidar regularmente la milpa, removiendo las hierbas que impiden el crecimiento del maíz y alejando a los animales que lo perjudican. La cosecha se efectúa a mano, sin ayuda de instrumento alguno. La selección de los granos que serán sembrados en la siguiente temporada —la cual se llevará a cabo en otra parcela a fin de que en la anterior se renueven la vegetación y la fertilidad del suelo— se realiza escogiendo las mejores mazorcas; el grano macizo, las hileras parejitas, la base bien llena y el ancho del olote son algunas de las características empleadas aunque ciertamente, difieren de un sitio a otro. Cada agricultor mantiene unas cuantas variedades que poseen rasgos que le permiten enfrentar condiciones adversas. Así, se suele contar con maíces que crecen en distintas situaciones topográficas —en ladera pronunciada, en la margen de un río, etcétera—, para temporal y tonamil —la siembra de invierno—, de diferentes ciclos de maduración —si por alguna razón falla el primero, se emplea un ciclo más corto para poder cosechar algo al término de la temporada—, para fines culinarios específicos, y con otras tantas características más.
Esta forma de cultivo, que difiere por completo de la empleada en la mayoría de los cereales y se asemeja más a las llamadas prácticas de horticultura, fue un factor fundamental en la conformación de la manera de ver el mundo en Mesoamérica, en la forma de relacionarse al interior de las comunidades y de los distintos pueblos, y entre éstos. Como lo explica André Haudricourt, las actividades productivas preponderantes en una sociedad propician ciertas formas de relación con la naturaleza y entre los seres humanos, e influyen en la génesis de los elementos que conforman el universo simbólico de los pueblos. Así, por ejemplo, mientras entre los pueblos pastores que poseen borregos —animales indefensos ante un depredador— se establece una relación de desigualdad entre el pastor y su rebaño, lo cual tiene como correlación la de un gobernante y su pueblo, y a nivel simbólico la de un dios que vela por su rebaño, entre los pueblos cazadores la relación con los animales es de igual a igual, ya sea porque estos son antepasados de los humanos, por encontrarse ligados debido al tránsito de esencias, porque en algún momento fueron iguales —los animales hablaban y se comportaban como humanos—, o porque aún comparten ciertos rasgos.
De igual manera, contrasta la actitud entre pueblos que cultivan cereales y aquellos dedicados al cultivo de tubérculos, aunque hay cereales que requieren cuidados similares a éstos. Los cereales de grano duro, como el trigo y la cebada, que son sembrados al voleo, en monocultivo, no requieren deshierbe, el pisoteo de un rebaño puede hasta beneficiarlos cuando se acaba de sembrar, y son cosechados con una hoz metálica que corta las espigas junto con otras hierbas, por lo que la acción del agricultor es directa y con pocos cuidados, y la principal preocupación al final es “separar el grano bueno del malo”, separar las semillas de las otras hierbas y seleccionar la semilla para la siguiente siembra. Esta metáfora, por demás conocida, es clave en la religión judeocristiana, y de ella se desprende la idea de mejorar algo separando aquello que es malo, esto es, los individuos considerados no adecuados, anormales.
Por el contrario, el cultivo de tubérculos como, por ejemplo, el ñame, requiere una minuciosa preparación del terreno, incluso cavar el espacio en donde éste crecerá, y colocar allí cuidadosamente la parte vegetativa; hay que emplazar una rama a un lado con el fin de que, al crecer, la planta pueda enredarse en ella. La cosecha se efectúa asimismo con precaución para no dañar el tubérculo, y por la misma razón en algunos lugares se envuelve en hoja de coco. No es extraño que en esos pueblos se haya desarrollado la metáfora del humano como un ser vegetal, al cual hay que cuidar de la misma manera en que se mantienen las condiciones donde crece, es decir, su medio, cuya alteración lo puede afectar fuertemente.
Esto incluso llega a tener influencia en la conformación de la estructura social, en las mismas relaciones de parentesco, como lo sugiere Haudricourt. El cultivo por medio de granos es de linajes, ya que en cada cosecha se obtienen individuos distintos a causa de la hibridación; el de tubérculos es por medio de clones, pues en cada siembra se reproduce una parte del mismo individuo, que se ha visto se comporta en determinada manera ante ciertas circunstancias, por lo que se conservan numerosos clones con diferentes características —resistencia a la sequía, etcétera—, los cuales son sembrados en determinadas circunstancias para garantizar la cosecha. Los mitos melanesios, por ejemplo, consignan esta imagen, estableciendo una analogía entre el ciclo de cultivo del ñame y la relación de estos pueblos con sus antepasados que dieron origen a los clanes que conforman su sociedad —concebidos a semejanza de los clones. La importancia de la idea de linaje en la historia de Europa no necesita comentario alguno.
Obviamente, estas relaciones se tornan más complejas en la realidad —no se trata de regresar a la idea de que la infraestructura determina la superestructura. Las mediaciones son múltiples, sobre todo por los acontecimientos históricos que las moldean con el tiempo, por las influencias externas, los cambios sociales, políticos, tecnológicos, etcétera. En el caso de Mesoamérica, aunque es evidente el lugar que el maíz ocupa en la cultura, poco se ha explorado este tipo de relaciones. La historia que refleja su domesticación y difusión es muestra de que fue un factor fundamental en la unidad de los pueblos de esta parte del mundo. La forma como se lleva a cabo su cultivo, de manera colectiva, en pequeños grupos, ha impreso características propias a la organización social. Asimismo, la forma tradicional de sembrarlo, por medio del bastón plantador y cuidando de manera individual cada planta, proporciona —como lo señala María de los Ángeles Romero Frizzi—, un mayor rendimiento por unidad de tierra sembrada, a diferencia del cultivo con arado, mediante el cual se obtiene un mayor rendimiento hora/hombre, lo cual constituye una lógica económica y social distinta. Finalmente, en el ámbito simbólico conformó una mitología de gran riqueza, innumerables metáforas y representaciones, todo lo cual dio origen a una cosmovisión que llegaron a compartir todos los pueblos mesoamericanos y que mantiene su resonancia hasta nuestros días.
Génesis de una cosmovisión
La cosmovisión, como lo señala Alfredo López Austin, “tiene su fuente principal en las actividades cotidianas y diversificadas de todos los miembros de una colectividad que, en su manejo de la naturaleza y en su trato social, integran representaciones colectivas y crean pautas de conducta en los diferentes ámbitos de acción […] Las acciones repetidas originan sistemas operativos y normativos. El trato social confronta los distintos sistemas producidos por medio de la comunicación, y los sistemas adquieren congruencia entre sí y un alto valor de racionalidad derivados tanto de la racionalidad de la acción cotidiana como de la que obligan los vehículos de comunicación”. Dicha racionalidad, erigida en verdad, rige la vida y la manera de pensar de quienes crecen y viven inmersos en ella. Sin embargo, por ser resultado de una larga historia, ésta jamás es totalmente coherente, ya que posee elementos que proceden de contextos naturales y sociales distintos —sin mencionar la dimensión de este aspecto cuando se toma en cuenta la visión de grupos que se distinguen al interior de cada sociedad o la percepción de cada individuo.
Así, la cosmovisión mesoamericana mantiene rasgos de épocas anteriores al inicio de la agricultura, los cuales pueden seguir vivos por encontrarse ligados a actividades aún vigentes o bien constituir meras reminiscencias. Los espíritus o seres sobrenaturales que cuidan de los animales que se cazan o pescan, de las plantas que se colectan o los árboles que se derriban en el monte, como el llamado dueño de los animales o el dueño del monte, a los cuales hay que retribuir por lo recibido —ya que la relación existente con ellos es de reciprocidad—, muy probablemente derivan de la manera de ver el mundo cuando el modo principal de vida lo constituían la recolección, la caza y la pesca; si se han mantenido hasta nuestros días es porque éstas son actividades aún importantes en muchos pueblos indígenas de Mesoamérica y por su arraigo en el imaginario. La obligación de compartir, de repartir las presas de caza entre los miembros de una comunidad es tal vez parte indisociable de esta concepción.
No obstante, el maíz constituye el centro de esta cosmovisión y la estructura. Es un elemento fundamental de los mitos de origen —en algunos de ellos, el ser humano está hecho de maíz o procede de esta planta—, y su aparición marca un antes y un después en la historia humana. Es metáfora de la vida misma, en especial del nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte del ser humano, que “deben ser explicados a partir de la idea cíclica de salida del ‘corazón’ de la bodega, penetración en el ser que se gesta, ocupación que hace crecer y de potencia generativa, maduración —o sequedad o calentamiento— paulatinos con la edad y, por fin, muerte y regreso del ‘corazón’ al mundo subterráneo”. Así, continúa López Austin, “el hombre, como todos los seres de su mundo, tiene un ‘corazón’ que le transmite las características de su especie y le da fuerza vital. Este ‘corazón’ procede, como todos los otros ‘corazones’, de la gran bodega de riquezas. El hombre no puede separarse en vida de su ‘corazón’ […] El ‘corazón’ del hombre, como el del maíz, debe cumplir el ciclo de presencia-ausencia sobre la tierra. Viene de la gran bodega y espera el momento de otro nacimiento […] Cuando el ‘corazón’ sale del cuerpo del hombre que ha fallecido para ser reciclado, debe pasar por una purificación que lo vuelve a su estado original. Así queda listo para tornar al mundo: sin deudas, sin memoria. Debe regresar íntegro a la bodega, como debe hacerlo el ‘espíritu’ del maíz. Puede empezar a pagar y enmendar culpas sobre la tierra en calidad de ‘espíritu’ en pena. Va después al mundo de los muertos, donde se purga totalmente de la vida y de la memoria, tornando a su estado original. Queda después depositado en la bodega en espera de su nacimiento en otro ser humano”.
El cultivo de maíz rige el ciclo anual, alrededor del cual se estructura la observación del movimiento de los astros —la importancia de Venus en la astronomía mesoamericana tiene que ver con ello, como lo explica Anthony Aveni—, y cuya característica principal es la alternancia de la temporada de lluvias y la de secas, el tiempo de preparación de la parcela y el inicio de la siembra, el transcurso del crecimiento y la cosecha. Este rasgo constituye la impronta de su origen —en una zona de fuerte contraste estacional—, y se arraiga en las raíces de la visión dualista —lluvias y secas—, consolidándola, por lo que, aun cuando en parte del territorio mesoamericano se lleva a cabo la siembra de invierno en la época de secas, las principales fiestas, como lo indica López Austin, son en todas partes la de la Santa Cruz, en mayo, y la del día de Muertos, en noviembre, que marcan, respectivamente, el fin de la época de secas y el de la de lluvias.
Tan preponderante era el maíz como metáfora de la vida misma que, cuenta Sahagún, entre los nahuas del siglo xvi, cuando nacía un niño se le encomiaba diciéndole, “es tu salida al mundo. Aquí brotas y aquí floreces”, y se le cortaba el ombligo sobre una mazorca de maíz. “Es verosímil —explica López Austin— que los antiguos nahuas creyeran que pasaba al maíz parte de la fuerza de crecimiento de la que estaba cargado el recién nacido. En efecto, la mazorca quedaba ligada a la vida del niño. Los granos se guardaban para su siembra, y su cultivo era sagrado. Los padres del niño usaban los frutos para hacerle el primer atole. Después, cuando el niño crecía, un sacerdote guardaba el maíz reproducido y lo entregaba al muchacho para que sembrase, cosechase e hiciese con lo cosechado las ofrendas a los dioses en los momentos más importantes de su vida”.
Todos estos elementos fueron conformando una visión del mundo muy elaborada, al interior de la cual se desarrollaron conocimientos de gran precisión en diferentes áreas —astronomía, medicina, etcétera— imbricados con una religión compleja, manejada por una clase sacerdotal que retomó los mitos y ritos existentes para reelaborarlos y legitimar su dominio en una sociedad que cada vez se tornaba más jerárquica. La cultura olmeca marca el inicio de este proceso, alrededor de 1 200 a. C., y se erige en ejemplo para otras partes del territorio en donde tenía lugar una división social similar. “Todo el conjunto de símbolos religiosos olmecas parece referirse a un complejo código que abarca —en unidad indisoluble— la cosmovisión, el poder y la segmentación social”, explica López Austin, y éste pudo difundirse con facilidad debido a que en él “se sobreponen dos ámbitos: el de la estructura del cosmos (con una acrecentada referencia a los poderes de la reproducción vegetal) y el del poder político, que implica la recia implantación de la división social jerárquica”, lo cual permitió que los habitantes de esas regiones vieran su cosmovisión identificada con los símbolos enarbolados por las elites.
Con base en un profundo conocimiento del movimiento de los astros, las matemáticas, el manejo del exceso de agua propio de la zona tropical húmeda en donde habitaron, y otros factores más, los olmecas construyeron un orden espacial y temporal específico. Muestra de éste son las urbanizaciones que levantaron y su relación con los astros, los sistemas de cultivo, el calendario solar y el ritual —el primero de 365 días, que regía el ciclo agrícola, y el segundo de 260 días— , y los inicios de una forma de escritura, entre otras creaciones. Esta herencia fue desarrollada por otras culturas a lo largo del tiempo en diferentes partes del territorio, aunque no de manera homogénea ni simultánea, ni con la misma magnitud, profundidad y estética —por ejemplo, en el occidente no se genera una escritura ni se emplea el cero en las matemáticas— y alcanza su auge en el periodo Clásico, con una fuerte división entre las ciudades y el mundo rural, entre regiones y al interior de cada sociedad, lo cual llevó a conflictos de dominio, rebelión y guerra. Paradójicamente, las artes y las ciencias logran un esplendor incomparable.
Resultado de estas desigualdades, las zonas rurales mantuvieron una tradición oral por sobre la escrita o pictográfica, un calendario más ligado a los asuntos agrícolas, una organización social menos jerárquica, y un saber en donde la teoría no se separa de la práctica. Es por ello que, al declinar las épocas de auge, las comunidades de estas áreas se vieron menos afectadas en su modo de vida y de ver el mundo. Como lo explica López Austin, “sobre el fuerte núcleo agrícola de la cosmovisión pudieron elaborarse otras construcciones. Algunas fueron producto del esfuerzo intelectual de los sabios dependientes de las cortes. A la creación inconsciente, acendrada por los siglos, se unió otro tipo creativo muy diferente, el marcadamente individualizado, consciente, reflexivo. Sin embargo, los principios fundamentales, la lógica básica del complejo, siempre radicó en la actividad agrícola, y ésta es una de las razones por las que la cosmovisión tradicional es tan vigorosa en nuestros días”. En ella, el maíz sigue siendo el núcleo, el eje que logra todavía mantener las comunidades indígenas cohesionadas, y de tal fortaleza, que logró imprimir a la nación este rasgo, por ello todavía nos podemos considerar los hombres de maíz.
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Referencias bibliográficas:
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