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  R04B07 
 
El ajolote (2a. y última parte)
 
Robert Abernathy
   
   
     
                     
                   
Un impulso envió a Linden flotando levemente hacia la parte
delantera de la nave, retorciéndose por los aires para evitar la colisión con los salientes que quedaban donde había destrozado el mamparo que separaba la cabina presurizada de los instrumentos y el motor de proa. La división era inútil, puesto que había dejado escapar el aire de la nave, y necesitó el material que contenía.
 
Detuvo su fácil vuelo y se cernió sobre el trasmisor-receptor de radio. Sus mecanismos, ahora a la vista por la falta de un trozo de cuadro de control, habían sido ajustados y cambiados de un modo que hubiese hecho a cualquier técnico terrestre alzar burlonamente las cejas… y con toda razón, pues en su estado actual el aparato no hubiese tenido la menor utilidad… en la Tierra.
 
Metódicamente acabó Linden de colocar y ajustar los trozos de cable y vidrio que había tomado de uno de los desmantelados instrumentos de medida.
 
Contempló pensativo sus manos. Se habían oscurecido mucho en la pasada quincena, y las uñas —débiles vestigios de las grandes garras de la bestia ancestral— habían desaparecido. A la vez, las desnudas puntas de sus dedos se habían vuelto móviles, de modo que podía hacer trabajos de gran precisión sin emplear los más groseros músculos que movían todo el dedo.
 
La transformación de la radio para nuevos fines habla resultado mucho más fácil que los cambios realizados en el mecanismo de dirección de la nave, quizá porque la tarea era más sencilla o acaso porque, como creía ser lo cierto, los cambios en su mente y su cuerpo estaban todavía en curso. Mucho más importantes que los cambios visibles y superficiales eran los invisibles, los experimentados en el metabolismo y los procesos vitales, en las incontables conexiones neurales del cerebro. Sus sentidos se habían aguzado y multiplicado. Fuerzas, radiaciones, el espectro electromagnético —frutos de paciente inferencia desde el punto de vista de la ciencia terrestre— se habían convertido para él en materia de íntimo y directo conocimiento.
 
Sólo en los últimos días había empezado a oír las voces de la Tierra.
 
Flotó hasta el abierto hueco de la puerta y miró al exterior, a la sima estrellada, ya no antro de terrores, sino una invitación, un mar de impredecibles riberas.
 
El mundo que había dejado tras de sí flotaba a lo lejos como antes, inmensa medialuna, azul-gris y surcada de vetas, ocultando todo un sector del cielo diamante y negro. Consideradas las distancias espaciales, estaba cerca, tan cerca que podía alcanzarlo y tocarlo con su mente. Las voces permanecían allí, al fondo de su cabeza, para escucharlas si lo deseaba, como un tremendo alboroto que manaba sin tregua de la luz y la sombra de los hemisferios, del lóbrego fondo del mar de aire. Voces de alegría y de pena, de belleza y maldad; coros abismales de temor y brillantes notas de valor y compasión…
 
Pronto se alejaría y no oiría ya las voces de la Tierra. A dónde, no lo sabia aún. Quizás hacia el Sol, a mirar sin cegarse el horno donde yacen desnudos los secretos de la materia. Acaso hacia el exterior, más allá de las ondas donde Júpiter, ignorando a los breves guijarros giratorios del sistema interior, mira hacia el Sol y le llama su hermano; donde Saturno viaja con sus extraños anillos y múltiples lunas; hacia la helada noche de los planetas externos tras de los cuales sólo están las estrellas. Las preguntas se agolpaban innumerables. ¿Era la Tierra única en el Universo, y lo demás —la inmensa rueda de la Vía Láctea, la cegadora abundancia de los enjambres globulares, las nutridas galaxias espirales con sus billones de estrellas— sólo materia yerma, inerte y muerta, girando hacia la frontera del espacio… o había otras progenies, otras vidas. Acaso —la idea le inquietó y fascinó— hubiese otros que habían ido antes que él…
 
Pero primero debía preocuparse por los que llegasen después.
 
Su nuevo sentido no era todavía lo bastante agudo y selectivo para establecer y mantener contacto con individuos de la Tierra, y el aparato que había construido pretendía remediar esta falta. Lo puso en acción resueltamente. No estaba seguro de que sirviese; sólo sentía la instintiva confianza que había guiado todos sus actos en los últimos días.
 
Con ayuda del aparato exploró una zona en el limite del hemisferio en sombras, buscando tipos de pensamiento familiares.
 
En el banco donde trabajaba, a altas horas, en un nuevo mecanismo de control, Marty dejó caer un destornillador y lanzó un juramento. Sus ojos miraron espantados bajo el cobijo de las espesas cejas, y susurró:
 
— ¿Me he vuelto loco o hay espíritus?
 
Escucha con atención. Marty. Tengo dos mensajes para ti y los dos importantes.
 
— Pero… si estás muerto. Los servomotores deben haber fallado ¡aunque, maldita sea, no puede haber sido así! —y estás ahí arriba en un ataúd de magnesio, girando en torno a la Tierra hasta el fin de los tiempos. Muerto… en mi lugar.
 
— Tus servomotores no fallaron; los detuve yo mismo, en las primeras horas, cuando aún creía que iba a morir o a volverme loco, cuando sólo mis instintos se daban cuenta de lo que me estaba ocurriendo. Pero no volveré; sigo adelante. Pon mucha atención Marty. Es posible mejorar el diseño del generador nuclear. Puedo explicártelo, y tú se lo explicarás a los demás, porque tienes el sentido de la materia inanimada, la capacidad de proyectarte dentro de ella, y yo no puedo hablar en el lenguaje de los físicos porque desconozco los símbolos, las matemáticas. Pero al contemplar su proyecto desde aquí, en el espacio, vi cuánta voluntad de fracaso habían puesto en él, el miedo inconsciente que tenían a penetrar demasiado en el átomo. Si elimináis ese afán de no llegar, la producción de energía aumentará unas dos mil veces. Las naves pueden construirse para ascender a sólo 1 o 2 g., y no obstante tener energía sobrada, de modo que cualquiera —y no sólo los excepcionalmente fuertes y sanos— puedan ir al espacio. Oye como debéis proceder…
 
Lo que siguió fueron dibujos, impresiones cenestésicas, procedimientos completos, más que pensamiento hecho palabras. Apenas duró todo unos segundos.
 
Marty se frotó la nuca.
 
— Buen trabajo —dijo en alta voz en medio del laboratorio vacío—. En cuanto a eso de los reguladores podría ser más fácil…
 
— Este es uno de los mensajes, el que tienes que transmitirles si consigues hacerles escuchar, El otro… quizá tengas también que guardarlo para ti en el próximo futuro. Es éste: “la meta no es la que creíamos, no es la conquista del espacio como camino hacia los planetas, sino el espacio mismo. El espacio no está vacío o muerto. Se halla inundado de energía, llena del polvo de viejos soles y los elementos de le nueva materia. Los planetas son frías, oscuras y moribundas islas de un océano en ebullición que puede estar lleno de vida. ¡El espacio espera!”.
 
Marty miraba ante sí, olvidado del olor a aislante quemado que subía del banco. De pronto exclamó.
 
— ¡Espera! No te vayas todavía…
 
A miles de millas por encima, el ser en que se había convertido Linden flotaba en el vacío junto a su extraño aparato, accionándolo de nuevo con las puntas prensibles de sus dedos.
 
Ella se despertó sobresaltada y se sentó gritando “¡Jim!”, sus manos exploraron convulsivamente la almohada. Sollozó.
 
— Otro sueño…
 
— No estás soñando. Si más tarde lo dudas, díselo a Marty. He hablado con él…
 
Te quiero Ruth.
 
— ¿Dónde… dónde estás?
 
Sus ojos exploraron temerosos la oscuridad del cuarto.
 
— Estoy en el “Gran Trampolín”, y veo que es sólo un salto hacia otro nuevo.
 
— ¡Vuelve, Jim! No me importa que… Pero, ¿de qué sirve? Es demasiado tarde, ahora que estás muerto.
 
En su mente, la voz pareció modular una suave risa.
 
— Estoy bien vivo, Ruth, pero… Temo que no pueda volver a la Tierra. El espacio me ha cambiado.
 
Ella se estremeció.
 
— ¿Cambiado…?
 
— Me he desarrollado, como lo harás tú si me sigues. Los biólogos llevan mucho tiempo diciéndonos que el hombre es una regresión fetal, una especie de embrión que se hace viejo sin llegar a una auténtica madurez. Ahora he descubierto por qué: las condiciones de esa madurez, el destino para el que estamos creados, no existe en la Tierra… Pero tal como soy ahora, puedo morir aplastado bajo la gruesa atmósfera terrestre; o los seres humanos, al verme, pueden despedazarme como a algo no humano. Incluso tú… podrías asustarte de mí.
 
En la mente de Ruth se formó una imagen de claridad fotográfica.
Se quedó inmóvil un momento, respirando con aliento entrecortado; después, sonrió trémula y extendió los brazos abiertos en un gesto que no necesitaba palabras ni pensamientos.
 
— ¡Mi amor! —La voz del espacio fue un silencioso grito extenuante— ¡Ven a mí! Dentro de uno o dos años, habrá nuevas naves mucho mejores que todo lo visto hasta ahora… Ya me he ocupado de ello. Entonces vendrás a reunirte conmigo. No te preguntes cómo podremos encontrarnos… Cuando vengas, cuando también alcances tu verdadero ser, comprenderás. Nos encontraremos más allá de la Luna, y todas las estrellas del espacio estarán a nuestro alrededor… Nuestros hijos tendrán soles para jugar…
 
Su voz decayó un momento y después se hizo más apremiante.
 
— La curvatura de la Tierra se está interponiendo entre nosotros, pero no durará mucho. Si no puedes venir, si no quieres, lo mismo da… Yo encontraré los medios de volver a entrar en la atmósfera y llevarte conmigo.
 
— ¡Iré! —gritó ella.
 
La caricia fantasmal de un beso vino a rozar sus labios. Siguió el silencio. La muchacha estaba sentada inmóvil, mirando a la oscuridad y empezó a creer.
 
Yacía maniatado e inerme, acunado en el vientre de su madre. Brazos, piernas, cabeza, espina dorsal se distendían cruelmente bajo la carga de su propio peso intolerable. Cada aliento era un poderoso esfuerzo que salía de su pecho como el de un hombres alcanzado en el corazón.
 
Y el cohete aullaba y trepaba, arriba, donde el aire era demasiado tenue para las alas, donde había aire, sino solamente agresivos iones, partículas viajando a enormes velocidades y cargadas con voltajes mortales; arriba, en el dominio de los rayos cósmicos primarios, de la radiación que sería inútil llamar “fuerte”, y junto a la cual la onda gamma de una explosión atómica es como la suave caricia de la lluvia estival comparada con el fuego de una ametralladora.
 
Los controles automáticos, los circuitos de alimentación, los instrumentos de media trabajaban sin pausa buscando la órbita precisa en la lejanía espacial. El tablero de control suspendido encima de Linden aparecía confuso y empañado; los músculos de sus ojos no eran lo bastante fuertes para enfocarlos haciendo frente a la presión de la aceleración. Su cuerpo pesaba quinientos kilos. Estaba pagando ahora la ingravidez que experimentaría cuando el cohete empezase a entrar en órbita.
 
Su consciencia era una leve chispa cuando la vibración del proyectil cambió y la horrible presión comenzó a disminuir. Treinta segundos más tarde volvió a ocurrir lo mismo; y ahora la respiración era más fácil y los músculos crispados podían ceder un poco en su tortura. El cohete se aproximaba al lugar donde había de desprenderse del proyectil, recorriendo su órbita de cuatro horas, y los relés dispuestos al efecto iban cortando su aceleración por escalones de 1g* para que el cambio no fuese tan brutal.
 
Alcanzó la penúltima fase y durante treinta segundos su peso pareció normal, mientras el motor nuclear descendía aun empuje de 1g. Linden movió sus doloridos miembros, librándose del capullo fluido-plástico que le había protegido. Su mirada todavía empañada se deslizó sobre el tablero de instrumentos, buscó los espejos coloreados que le darían una vista exterior sin exponer sus ojos al deslumbramiento de cielos no velados…
 
Entonces el motor cesó de funcionar, y en el interior del cohete se produjo un silencio de muerte mientras empezaba a caer.
 
Los movimientos de Linden le hicieron flotar libremente por la pequeña cabina, desplazándose lenta y perezosamente en relación a las cosas que le rodeaban, mientras todos sus reflejos le gritaban que él y la nave que le envolvía estaban cayendo, cayendo desde la “Gran Altura”, y las glándulas excitadas vertían secreciones de miedo en su sangre, y la reacción instintiva de sus nervios tensaba sus músculos, y el sudor brotaba de todo su cuerpo. Su subconsciente, acobardado, esperaba el choque aniquilador e inevitable.
 
El choque que jamás sobrevendría, porque el cohete estaba cayendo eternamente, zambulléndose, sin fin, a lo largo de la curvatura del espacio en una trayectoria sin regreso.
 
En los espejos aparecían las desnudas estrellas, brillando inexorables sin un solo pestañeo. La nave era una pequeña burbuja metálica salida del océano de aire al gran vacío, con un organismo atrapado en su interior, y alrededor del espacio ilimitado… sin aire, sin vida y sin embargo, vacío.
 
La nave nadaba en el cruel baño de radiación. Para los rayos cósmicos primarios que flameaban a través del espacio, sus paredes de metal y el cuerpo humano en ellas contenido eran tan transparentes e insubstanciales como una frágil medusa nadando en el también refringente medio marino.
 
Sus manos buscaron un soporte sin hallarlo. Las miríadas de estrellas reflejadas en los espejos parecían encenderse en novas y girar en torbellino a su alrededor. Gritó roncamente una voz, sin duda la suya, pues no había otro ser humano en el espacio. Caía, caía sin tregua en la vertiginosa y encallecedora oscuridad.
 
Su memoria del tiempo que siguió era discontinua y fragmentaria… No podía decir si fueron horas, días o una eternidad, conservaba una clara imagen de sí mismo, zapateando y braceando en el aire como un grotesco pájaro sin alas y riendo histéricamente mientras el trozo de metal que tenía en la mano —sin duda arrancado de las sujeciones del catre en aceleración— giraba, golpeaba, aplastaba… El cristal estalló con movimiento retardado y permaneció en suspensión, mientras las brillantes esferas quedaban ciegas y vacía a medida que destruía sin posible reparación los delicados instrumentos que la nave necesitaría para volver a la Tierra. Un cable, arrancado del sistema de control automático, flotaba como una ondulante serpiente mientras escupía fuego azul y él se reía…
 
Y otra imagen permanecía fuerte y clara. Estaba ahogándose. Los tanques de oxígeno debían haber fallado —¿o los había él destrozado también?— y su sensación de asfixia se hacía por momentos más desesperada, aunque aspiraba a grandes bocanadas sin cuidarse, de las esquirlas que flotaban centellantes, y aunque al mismo tiempo un extraño fuego parecía correr por sus venas, invistiéndole de fuerza demoníaca… fuerza demoníaca… ¡Acaba tu obra! Gritaba una voz en lo más hondo de su ser; y se abrió camino hasta la puerta hermética y la atacó salvajemente. La puerta no había sido hecho para ser abierta en el espacio, pero tampoco se había construido para soportar semejante asalto desde el interior. Cedió, y la explosión del aire al escapar se la llevó consigo.
 
Cuando desapareció, Linden contempló el gran globo nebuloso de la Tierra, flotando allá afuera, frío e inasequible. Luchó contra el breve vendaval que desencadenó en su fuga la pequeña atmósfera de la nave, tomó un último aliento sofocante y pensó; Adiós Tierra… Ruth… adiós.
Nota
* g: constante de aceleración de la gravedad terrestre. (N. e.).
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Tomado de Antología de Cuentos de Ficción Científica, colección del Dr. Javier Lasso de la Vega, Editorial Labor, 1965.

cómo citar este artículo
Abernathy, Robert y (Tomado de Antología de cuentos). 1983. El ajolote (2a. y última parte). Ciencias 4, abril-junio, 58-61. [En línea]
     
 
     

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