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Abelardo Ávila Curiel      
               
               
La epidemia de obesidad irrumpió súbita y violentamente
en México coincidiendo con el siglo XXI. En una combinación de tormenta perfecta se sumaron múltiples factores que rápidamente nos condujeron al peor de los mundos posibles: la obesidad se tradujo en un grave daño metabólico generalizado en amplios sectores de la población desde edades tempranas, especialmente entre la población en situación de pobreza, generando una enorme carga de morbilidad e incrementando geométricamente la tasa de mortalidad por enfermedades asociadas con la obesidad; los enormes costos directos e indirectos que representa esta epidemia amenazan con colapsar no sólo el sistema de salud, sino la economía nacional. Lo inimaginable durante el siglo pasado acabó por ocurrir.
 
Hasta hace dos décadas, las condiciones socioeconómicas de gran parte de la población hacían imposible que la mayoría de las familias tuvieran la capacidad para adquirir alimentos suficientes para satisfacer sus necesidades de consumo alimentario; en consecuencia, la desnutrición y el bajo peso prevalecían y la obesidad, históricamente privilegio de las clases altas, únicamente afectaba a una mínima parte de los miembros de las familias en situación de pobreza.
 
En el entorno ecológico existente en nuestro país hasta hace dos generaciones, el curso habitual de la historia natural del síndrome metabólico asociado con la obesidad tardaba décadas en superar el horizonte clínico, por lo que era una enfermedad relativamente rara en la población adulta joven y se expresaba predominante y moderadamente entre la población en edad posproductiva.
 
Hoy en día el daño metabólico precoz asociado con la obesidad se manifiesta con una creciente y alarmante frecuencia desde la juventud, incluso desde la infancia. México ocupa el primer lugar a escala mundial en obesidad infantil y uno de los primeros en obesidad global. Los daños a la salud asociados —diabetes, hipertensión, cardiopatías, hepatopatías, nefropatías, accidentes cerebrovasculares y ciertos tipos de tumores malignos— han incrementado espectacularmente su prevalencia en las dos décadas recientes y actualmente son causa de al menos un cuarto de millón de muertes anuales. Años antes de causar la muerte, el daño metabólico anula la calidad de vida de los pacientes: ceguera, amputaciones, insuficiencia cardiaca y renal, cirrosis por esteatosis hepática, secuelas neurológicas, discapacidad musculoesquelética y un mayor riesgo a las infecciones condenan literalmente a millones de pacientes y a sus familias a un prolongado viacrucis físico, moral y económico.
 
La demanda de atención médica por estas enfermedades excede con mucho, en estos momentos, la capacidad del sistema nacional de salud mexicano, segmentado, fragmentado e inequitativo, el cual destina uno de los porcentajes del producto interno bruto más bajos de América Latina al gasto en salud. Más aún, la mitad de ese monto se financia a expensas del gasto de bolsillo de las familias de los pacientes, con consecuencias empobrecedoras; por ejemplo, ante la imposibilidad de financiar las diálisis requeridas por los pacientes afiliados al Seguro Popular, la solución actuarial fue excluirlas de su catálogo universal de servicios de salud y del catálogo de financiamiento de gastos catastróficos. El documental Dulce Agonía ilustra dramáticamente las consecuencias de la falta de acceso a los cuidados paliativos mínimos en la fase terminal de la diabetes (www.dulceagonia.org).
 
¿Cómo fue que llegamos a esta situación?
 
Al iniciar la última década del Siglo xx, la obesidad todavía no era reconocida como un problema de salud pública en México. La atención a la situación nutricional se centraba en los graves problemas de desnutrición infantil que afectaba a la población en condiciones de pobreza, mayoritariamente asentada en el medio rural y en las zonas urbanomarginales pobladas con migraciones recientes provenientes del campo. En menos de una década la situación habría de cambiar radicalmente.
 
La desnutrición, sobre todo la infantil, había sido el principal problema de salud pública a lo largo de la historia nacional. Las primeras encuestas nacionales llevadas a cabo por el Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán (innsz) al finalizar la década de los años cincuentas del siglo pasado dieron cuenta de que en las zonas rurales e indígenas más de 70% de los niños menores de cinco años presentaban algún grado de desnutrición; ligada a esta circunstancia, la mortalidad infantil en esas zonas presentaba niveles extremos: uno de cada seis niños morían antes de cumplir el primer año de vida, la mayoría víctimas de infecciones respiratorias y gastrointestinales, cuyo desenlace mortal hubiera sido evitable de no haber padecido desnutrición y de haber tenido acceso a servicios sanitarios y de salud elementales.
 
A medida que se contaba con información de mejor calidad en la estimación de la desnutrición y de la mortalidad infantil, se hacía más evidente la grave situación de la población en pobreza. Entre 1974 y 1996 el innsz llevó a cabo cuatro encuestas nacionales de alimentación y nutrición en el medio rural mexicano. A lo largo de este periodo se observó persistentemente que alrededor de 50% de los niños de entre uno y cinco años de edad presentaban algún grado de desnutrición (< a 1 desviaciones estándar) de acuerdo con el parámetro (estimador) “peso para la edad”, y de alrededor de 60% según el de “talla para la edad”. En las zonas indígenas la situación era aún más grave: 74% de los niños menores de cinco años presentaban algún grado de déficit de talla. Al inicio de este periodo la mortalidad infantil anual en estadísticas vitales superaba las cien mil defunciones anuales, con un subregistro estimado en alrededor de 30%.
 
Las encuestas nacionales llevadas a cabo a partir de 1988 por el Instituto Nacional de Salud Pública permitieron documentar la diferencia de las condiciones de nutrición infantil entre el medio urbano y el medio rural. La prevalencia de talla baja (menor a dos desviaciones estándar de la población de referencia de la Organización Mundial de la Salud) en menores de cinco años en el medio rural era en ese año de 43.1% en tanto que en el urbano era de 22.5%.
 
La disponibilidad y el acceso a los alimentos es un factor crucial en la existencia de la desnutrición y el sobrepeso. Considerando la estructura de la pirámide poblacional mexicana se requiere alrededor de 2 200 kilocalorías diarias per capita (kdp) para cubrir las necesidades de energía alimentaria de la población. Considerando mermas, reservas, asimetrías en el consumo, desperdicios irreductibles, etcétera, una disponibilidad de 2 600 kdp sería un nivel social y ecológicamente adecuado y equilibrado. La proporción en que los alimentos contribuyen a este suministro de energía también es de gran importancia para la sustentabilidad y la salud.
 
A partir de la segunda mitad de la década de los setentas el Estado mexicano se propuso intervenir activamente en la transformación de la situación nutricional del país, para lo cual llevó a cabo un minucioso análisis de ésta y de las necesidades esenciales alimentarias de la población mexicana, con especial énfasis en la población marginada. De estos estudios se llegó a la conclusión de que había que llevar a cabo una profunda transformación que detonara el desarrollo rural, lograra la autosuficiencia alimentaria, erradicara la pobreza y la desnutrición, y permitiera un modelo de desarrollo basado en la satisfacción universal de los mínimos de bienestar de la población. Con los excedentes financieros derivados de la producción petrolera se lanzó a tal propósito, en 1979, un ambicioso programa denominado Sistema Alimentario Mexicano (sam), el cual tuvo entre sus logros elevar la producción nacional de alimentos básicos con lo que la disponibilidad alimentaria se incrementó en 17% respecto del inicio de sexenio, alcanzando, en 1981, 3 135 kdp —hasta el día de hoy la cifra más alta en la historia del país. El sam pretendía actuar en todos los componentes del sistema alimentario —producción, distribución, abasto, consumo y el estado de nutrición de la población— mediante una fuerte presencia de las instituciones del Estado. La grave crisis económica generada en 1982 por la caída en los precios del petróleo, el incremento en los intereses de la enorme deuda pública contraída, la corrida de capitales y la devaluación de la moneda imposibilitaron la continuidad de dicho programa.
 
Al inicio de la nueva administración, en 1983, se impuso el modelo económico de libre mercado bajo los preceptos del Consenso de Washington, que proscribía la intervención del Estado en la conducción de los procesos productivos. Más allá de las fuertes presiones ejercidas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, fueron los funcionarios mexicanos de alto nivel los principales promotores de la aplicación a ultranza del nuevo modelo, lo cual se expresó en el abandono de la presencia del Estado en la conducción del sistema alimentario. En una década se desmantelaron o redujeron al mínimo prácticamente todas las instituciones que participaban en el fomento de la producción campesina de alimentos mediante insumos, transferencia tecnológica, capacitación, extensionismo, acopio, distribución, comercialización, orientación al consumo, subsidios y estímulos fiscales. Este proceso culminó en 1994 con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, con lo cual terminó de colapsar la producción familiar campesina y se dio inicio a una transformación radical de los patrones de consumo de alimentos por parte de la población.
 
La transformación del patrón alimentario de la población se caracterizó por una disminución en el consumo de los alimentos básicos —sobre todo maíz y frijol, frutas y verduras—, así como por un incremento en el consumo de alimentos ultraprocesados de alta densidad calórica con un elevado contenido de azúcar y harinas refinadas, y de alimentos de origen animal. Es especialmente destacable el rápido incremento en el consumo de bebidas azucaradas entre la población mexicana, hasta llegar a ocupar el primer lugar mundial per capita.
 
La crisis del campo auguraba la agudización de las condiciones de hambruna, tanto por la menor disponibilidad de alimentos para el autoconsumo como por la caída del ingreso económico en las comunidades rurales marginadas. Sin embargo, lejos de asumir pasivamente el deterioro alimentario y la agudización de las carencias, las familias campesinas emprendieron una serie de estrategias de supervivencia en las que la migración a las periferias urbanas y a los Estados Unidos desempeñó un papel central. Esta estrategia pudo contener la presión demográfica sobre la escasez de alimentos y, a la par, generar ingresos vía remesas monetarias de los familiares migrantes.
 
El fenómeno migratorio del campo a la ciudad fue creando nuevas condiciones para el deterioro de la alimentación popular. En pocos años, millones de personas que habían padecido desnutrición en las primeras etapas de la vida, al migrar modificaban su patrón alimentario y quedaban expuestos a una sobrealimentación relativa que los ponía en riesgo de sobrepeso y obesidad y, en consecuencia, de padecer las enfermedades crónicas no trasmisibles asociadas a tal circunstancia, las cuales estaban adquiriendo aceleradamente proporciones epidémicas en el medio urbano de todo el mundo.
 
En agosto de 1992 tuvo lugar en la Ciudad de México la Conferencia Internacional La Alimentación y las Enfermedades Crónicas no Trasmisibles convocada por la Organización Panamericana de la Salud a la que asistieron las más altas autoridades de salud de América Latina y de México. El Dr. Adolfo Chávez, uno de los nutriólogos más eminentes a escala internacional y organizador de la Conferencia, expresó la gravedad de la situación: “las predicciones que se pueden hacer para un futuro inmediato son ominosas; lo que está pasando ahora con la alimentación nacional va a tener grandes repercusiones para la salud dentro de pocos años. En este momento la pirámide poblacional es muy ancha en los grupos de 10 a 30 años y todavía muy estrecha en la parte alta, pero este gran sector poblacional de los jóvenes actuales, tan descuidados en su alimentación, que no le dan ninguna importancia a los excesos, guiada por la televisión, va progresivamente a ir engrosando la pirámide poblacional en las partes más altas; cuando se sitúe entre los 40 y los 60 años, entonces se verá la real magnitud de la epidemia de las enfermedades crónicas no trasmisibles […] para entonces el conocimiento ya no será útil porque ya será demasiado tarde”.
 
En los años siguientes numerosos expertos en epidemiología y salud pública continuaron insistiendo acerca de la gravedad de la creciente epidemia de obesidad y sus comorbilidades. Conforme la investigación científica avanzaba se hacía más clara la relación entre la alimentación y el daño metabólico. El costo en salud por abandonar la dieta tradicional basada en alimentos naturales y su sustitución por una dieta basada en alimentos ultraprocesados era demasiado alto. La investigación epidemiológica en la década de los ochentas reveló que la situación era aún más grave de lo que se suponía: un estudio poblacional de revisión de numerosos expedientes clínicos en Inglaterra encontró que el riesgo de obesidad y la muerte por enfermedades crónicas asociadas con el síndrome metabólico era mucho mayor en la población que había padecido desnutrición en las primeras etapas de la vida.
 
Esta relación entre la desnutrición en edad temprana, la obesidad y el daño metabólico, conocida como la Hipótesis de Barker, pronto fue respaldada por numerosas investigaciones en todo el mundo. La investigación nutrigenómica alentada por esta hipótesis demostró que desde la etapa intrauterina en los seres humanos se produce una programación metabólica en relación con las condiciones de nutrición existentes; la sobrevivencia en condiciones de escasez de nutrimentos demanda procesos adaptativos en función de la alimentación recibida en las primeras etapas de la vida. Esta plasticidad biológica es muy importante para incrementar las probabilidades de supervivencia mediante la adaptación eficiente del metabolismo al ecosistema, sin embargo, una vez que se ha producido la programación metabólica, un cambio drástico en la alimentación genera alteraciones que pueden conducir aceleradamente al desarrollo del síndrome metabólico.
 
La Organización Panamericana de la Salud publicó en el año 2000 el estudio Obesidad en la pobreza: un nuevo reto para la salud pública. En dicha publicación se advertía que la epidemia de obesidad en los países de la región latinoamericana presentaba características notablemente distintas a la observada en los países desarrollados, tanto por la extensión generalizada entre la población pobre, la gran mayoría de ella con antecedentes de deficiencia del crecimiento fetal e infantil, como por el cambio acelerado hacia un patrón de alimentación de alto riesgo y la extraordinaria gravedad del daño metabólico asociado.
 
En muy poco tiempo se sumaron múltiples factores de riesgo que tuvieron un mayor efecto deletéreo entre la población en situación de pobreza; el acelerado abandono de la lactancia materna exclusiva, la incorporación de las mujeres al mercado laboral, la extensión del sedentarismo en los estilos de vida urbanos, la invasión de los alimentos ultraprocesados y las bebidas azucaradas cómo única opción de alimentación e hidratación en las escuelas públicas de educación básica, incluso como parte de los programas de desayunos escolares, la explosión publicitaria especialmente dirigida a niños para promover mediante mecanismos de alta efectividad y afectividad el consumo de este tipo de alimentos y bebidas, el limitado acceso a los servicios de salud, la escasa prevención, el diagnóstico tardío de las enfermedades y la incapacidad económica tanto institucional como familiar para enfrentar los altos costos para el manejo paliativo de los daños a la salud producidos por la epidemia de obesidad.
 
Alimentos “chatarra”
 
Un efecto del cambio en el patrón de consumo es la “chatarrización” de los alimentos. En principio, los alimentos se consumen para saciar el apetito, pero en sentido fisiológico también deben cubrir los requerimientos de energía y nutrimentos para una vida saludable y ser inocuos e higiénicos, a la vez que sensorialmente satisfactorios, económicamente accesibles, culturalmente adecuados y ambientalmente sustentables. Al igual que cualquier otro bien, los alimentos pueden dejar de cumplir con la función para la cual fueron producidos y convertirse en un obstáculo para el fin que fueron creados. Un autotransporte debería cubrir con eficiencia la necesidad de movilidad de su poseedor; cuando por desgaste o por mala calidad deja de cumplir con esta función y se convierte en un obstáculo para satisfacer la necesidad para la que fue creado se le considera como chatarra.
 
La sabiduría popular acuñó el término “alimentos chatarra” para designar a los productos que, además de satisfacer en forma deficiente los requerimientos nutritivos, representan un riesgo para la salud y la buena nutrición de quienes los consumen habitualmente. Si bien el término alimentos chatarra es objeto de polémica ya que, en teoría, salvo en casos de contaminación o alergia, todo alimento consumido en la cantidad, frecuencia y equilibrio adecuados podría formar parte de una buena alimentación, el consumo cotidiano, excesivo y generalizado de este tipo de alimentos representa el principal factor de riesgo para la generación de la grave epidemia de obesidad y daño metabólico que asuela a nuestro país. Al igual que el término chatarra cuando se refiere a una maquinaria destaca el atributo de que ha dejado de cumplir con su función, al referirse a los alimentos destaca el hecho de su riesgo para la salud.
 
Para una alimentación saludable y equilibrada sería deseable que entre 80 y 85% de la energía fuera aportada por cereales, leguminosas, frutas, verduras y nueces en forma de productos mínimamente procesados; los cereales, preferentemente integrales, deberían constituir el 60% de la energía alimentaria, las leguminosas 10%, los aceites vegetales 5%, 10% podría ser aportado por productos de origen animal y sería admisible 5% por edulcorantes y azúcares refinados. Esta estructura proporcional se aproxima a la dieta tradicional mexicana basada en maíz, frijol y verduras que predominaba en la década de los sesentas. El suministro interno de alimentos durante esa década en México era deficiente en energía total con una disponibilidad promedio de 2 300 kdp. Lo ideal para alcanzar un adecuado equilibrio hubiera sido incrementar el suministro en 300 kdp a partir de una mayor disponibilidad de frutas, verduras y un ligero incremento de alimentos de origen animal como huevo, pollo y pescado, y optimizar la distribución, el abasto y el consumo equilibrado de alimentos entre la población en situación de hambre.
 
En lugar de una intervención de las instituciones del Estado para propiciar y promover este patrón de alimentación, a partir del Consenso de Washington el Estado mexicano optó por dejar que “las fuerzas del mercado” guiaran las preferencias en la selección de alimentos. La expansión del ambiente obesigénico se potenció por diversos factores estructurales del modelo económico de libre mercado. En un plazo muy corto se produjo la transformación radical de los patrones de alimentación y se detonó la grave epidemia de obesidad y el daño a la salud por las enfermedades crónicas asociadas al síndrome metabólico tal como la Organización Panamericana de la Salud y los expertos nacionales habían previsto.
 
La magnitud del daño a la salud
 
La medición de la obesidad no había formado parte de los indicadores de salud pública en México. No fue sino hasta el año de 1988 cuando la Encuesta Nacional de Nutrición reportó por vez primera la prevalencia de sobrepeso y obesidad exclusivamente en mujeres en edad reproductiva; en ese año, la prevalencia fue de 32.6% en el medio rural y de 34.6% en el urbano. Tan sólo una década después, la enn 1999 reportó un incremento a 55.1% y 62.8% respectivamente; para 2006 la Ensanut documentó la persistencia del incremento hasta alcanzar una prevalencia de 70% en el medio urbano y 68% en el rural, en 2012 de 71% y 69%, y en 2016 de 72% y 74.5%, dando un giro, ya que por vez primera el medio rural tuvo una mayor prevalencia. Es decir, durante un cuarto de siglo, a pesar de las repetidas advertencias de los expertos acerca del grave riesgo que se cernía sobre la población, las políticas públicas no sólo fueron incapaces de revertir el daño, sino ni siquiera de contenerlo (figura 1).
 
La epidemia de obesidad se tradujo de inmediato en un incremento en la morbimortalidad asociada. Como se advirtió, al incremento en la obesidad siguió un acelerado incremento en la mortalidad por enfermedades crónicas no trasmisibles. En conjunto, las enfermedades cardiovasculares, las cerebrovasculares, los tumores malignos y la diabetes mellitus pasaron de 180 mil defunciones en 1995 a 350 mil en 2015. La evolución de la mortalidad por diabetes mellitus ilustra claramente el efecto del cambio en el patrón alimentario en la salud de la población. De ser una enfermedad extraordinariamente rara hasta la década de los sesentas, con tasas de mortalidad menores a 20 por cada 100 000 habitantes, entre 1960 y 1990 tuvo un incremento asociado a los procesos de transición demográfica y urbanización, llegando en ese último año a 20 mil defunciones y una tasa de 50 por cada 100 000. A partir de 1990 se produce un intenso disparo hasta producir en 2015 cien mil defunciones y alcanzar una tasa de 130 por cada 100 000 (figura 2).
 
La epidemia se caracteriza también por un inicio más precoz de la etapa clínica y de la fase terminal. Los estudios efectuados por el innsz en niños en edad escolar con obesidad muestran que el daño metabólico evidenciado por hipertensión, dislipidemia, hiperinsulinismo, glicosilación de proteínas, activación proinflamatoria e hiperglicemia ya está presente en más de la mitad de los niños obesos al cumplir diez años de edad. Tomando en cuenta que México ocupa el primer lugar mundial en obesidad infantil, el panorama es sombrío para la actual generación cuando inicie su etapa productiva en diez o quince años, en la cúspide del bono demográfico: lo más probable es que un porcentaje importante estará ya en una fase avanzada de daño a la salud.
 
El rápido incremento del sobrepeso y la obesidad hasta llegar a niveles de saturación epidemiológica se debe en buena media al incremento en el consumo de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas con alta densidad calórica por parte de la población urbana y rural en situación de pobreza, tanto por la compra directa con los recursos de las transferencias monetarias como por su entrega en especie por parte de los programas gubernamentales de abasto y asistencia social alimentaria. Estos productos, además, suelen tener un elevado contenido de sal, grasas saturadas, colorantes, conservadores, saborizantes y estabilizantes, cuyo consumo abundante también contribuye al incremento del riesgo de contraer enfermedades crónicas no trasmisibles.
 
Hay una clara asociación entre el inicio de las transferencias monetarias a los estratos (llamados deciles en tales estadística) más pobres de la población mediante los programas Oportunidades y Progresa en 2002 y el incremento de la compra de alimentos chatarra en los hogares en esta situación durante la siguiente década; de acuerdo con las Encuestas de Ingreso y Gasto de los Hogares, el decil más pobre duplicó su compra de alimentos chatarra, los cuatro deciles más pobres incrementaron la compra de estos alimentos, a precios constantes, en casi 60% entre 2002 y 2012.
 
Se requiere al menos un billón de pesos para adquirir los alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas que consume la población mexicana. Se puede decir que la generación de la epidemia de obesidad implica una escala económica de gran magnitud, y por tanto involucra intereses económicos muy poderosos. A partir de las advertencias de los epidemiólogos y salubristas sobre la gravedad de la epidemia de obesidad en México, la industria de alimentos chatarra efectuó un intenso cabildeo para impedir que en las políticas públicas se identificara el consumo de sus productos con la epidemia de obesidad, consiguiendo que las acciones de gobierno abordaran el problema como si éste derivara de decisiones personales y por lo tanto su solución radicara en acciones de voluntad personal, en alianzas de la industria alimentaria, gobierno y población para promover la salud alimentaria, renunciando a brindar a la población la información, la orientación alimenticia y la educación nutricional requeridas para una toma consciente y racional de las decisiones de alimentación. Las consecuencias de ello han sido desastrosas.
 
De no corregirse en el corto plazo los graves errores cometidos en el manejo de la epidemia de obesidad, el sistema de salud será incapaz de enfrentar el enorme daño a la salud de la mayoría de la población; no sólo será un problema de infraestructura y costos, sino también el daño a la salud como fundamento del tejido social comprometerá gravemente la viabilidad de la nación.
 
     
Referencias Bibliográficas

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Abelardo Ávila Curiel
Instituto Nacional de Ciencias Médicas
y Nutrición Salvador Zubirán.

Es Médico Cirujano por la Facultad de Medicina, UNAM, con maestría en Medicina Social con especialidad en Epidemiología, UAM e investigador en Ciencias Médicas del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán.
     
     
 
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