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José Luis Álvarez García
     
               
               
       
El origen de las universidades debe buscarse en las escuelas
monásticas y las catedralicias —último fruto de la renovación cultural promovida por Carlomagno en el siglo viii, las primeras rurales y las segundas propio de las nuevas ciudades que comenzaron a surgir en los siglos x y xi como centros de actividad económica y recibieron a religiosos y laicos. Fue en esa época cuando tuvo lugar la recuperación de los textos de la Antigüedad conservados y estudiados por los musulmanes, a mediados del siglo xii, culminó con el esplendor de escuelas catedralicias como las de Chartres y Notre Dame.
 
El surgimiento de nuevas ciudades en Europa se debe a las actividades comerciales y económicas que reunieron allí a agricultores, alfareros, vendedores de textiles y distintos productos, así como a carpinteros, herreros, albañiles y otros oficios. En tales centros de intercambio económico, en donde se impone una división del trabajo, surge también un nuevo tipo sociológico cuyo oficio es pensar y enseñar: el intelectual, que se desarrollará en las escuelas urbanas del siglo xii y florecerá en el siglo xiii en las universidades.
 
Su organización
 
En la confusión legal que reinaba en los primeros siglos de la Edad Media, cuando cada individuo tenía derecho a ser juzgado según la ley romana o su propio código teutónico, era natural que los profesionales de cualquier estamento trataran de organizarse en gremios o universidades para precisar su estado civil. El término “universidad” (universitas) equivalía a “corporación” o “gremio” y desde el siglo xii se aplicó a las corporaciones de oficios, artesanos y mercaderes; las de docentes se nombraron Universitas magistrorum et scholarium.
 
Maestros y estudiantes, la mayoría extranjeros, tenían que reclamar una carta o privilegio que precisara sus derechos y legalizara una corporación que pudiese tratar de igual a igual con los concejos de las ciudades donde estaban las escuelas. La primera Carta donde que define la personalidad civil de los estudiantes italianos aparece en Bolonia en 1158 con el Privilegio de Federico Barbarroja; el emperador toma a los estudiantes italianos bajo su protección y amparo y les concede el derecho de ser juzgados por su maestro. Poco después, en París, en donde maestros y estudiantes impugnaban al obispo que pretendía conservar el derecho exclusivo a conceder la licentia docendi, surge la Universidad de París. Celestino III le otorga en 1194 a tal corporación sus primeros privilegios, Inocencio III y Gregorio IX le concederán posteriormente su autonomía, y en 1215 el cardenal Roberto de Courson, legado pontificio, le dará sus primeros estatutos oficiales. En la misma época, estudiantes y maestros se consolidan en Oxford, un centro de enseñanza que data de 1076.
 
Es difícil determinar con precisión los detalles de la fundación, o mejor dicho, de la organización de maestros y estudiantes en universitas, pues una es la fecha en que empezaron a funcionar como corporaciones de estudiantes y maestros y otra cuando reciben sus privilegios y estatutos, ya sea del rey o el papado. En tiempos de Abelardo los maestros enseñaban en escuelas catedralicias como las de Notre Dame y Chartres o en monacales como San Víctor y Santa Genoveva, y un siglo después Tomás de Aquino y Buenaventura recibían grados y enseñaban en la Universidad de París. Fue un proceso que ocurrió en la segunda mitad del siglo xii. La vanidad académica inventó las leyendas de la fundación de la de Oxford por el rey Alfredo, la de París por Carlomagno y la de Bolonia por Teodosio II, lo que en cierto modo se explica porque las que se crearon después sí lo fueron por monarcas: la de Nápoles fue fundada en 1224 por Federico II, la de Palencia en 1212 por Alfonso VIII de Castilla, Salamanca en 1230 por Alfonso IX de León, Lérida en 1300 por Jaime II de Aragón y así muchas.
 
Los intelectuales
 
Hombres de ciudad, los intelectuales son hombres cuyo oficio es como el de otros comerciantes: son “vendedores de palabras” tal y como aquellos son “vendedores de cosas temporales”, y deben vencer la idea tradicional de conocimiento que no puede venderse por ser un don de dios. En este espacio el nuevo trabajador intelectual se definió por la unión de la investigación y la enseñanza —fuera de los monasterios—, incluyendo también a los vulgarizadores, compiladores y enciclopedistas que, después de pasar por la universidad, se encargaban de difundir los resultados de la investigación y de la enseñanza escolásticas entre religiosos y laicos instruidos, así como entre las masas por medio de la predicación.
 
París ocupa un lugar central en el surgimiento de tal figura. Profesores y estudiantes se reúnen en la Cité y su escuela catedral, junto con canónigos de San Víctor y Santa Genoveva; más independientes, los profesores agregados que recibieron del obispo la licentia docendi atraen alumnos en número cada vez mayor a sus casas o a los claustros que les son accesibles. París debe su renombre ante todo al brillo de la enseñanza teológica que se sitúa en la cúspide de las disciplinas escolares y después cede su lugar a esa otra rama de la filosofía que es la dialéctica, la cual recurre al razonamiento y utiliza en su plenitud la contribución aristotélica. No obstante, en ese entonces muchos clérigos ven la ciudad como un centro de perdición, el antro del diablo en el que se mezclan la perversidad de los espíritus entregados a la depravación filosófica y las torpezas de una vida licenciosa de juego, vino y mujeres, es la Babilonia moderna. De manera que París es, a la vez, la fuente de todo goce intelectual y centro de depravación y pérdida del espíritu.
 
En este contexto se distingue la voz de un extraño grupo de intelectuales: los goliardos. Para ellos París es el paraíso en la tierra. El anonimato los cubre en su mayor parte, aunque abundan las leyendas que ellos hicieron correr sobre sí mismos y las que propagaron sus enemigos, así como las que forjaron eruditos e historiadores. Mirados a veces con ternura o con temor y desprecio, se dice que son bohemios, falsos estudiantes, pues son perturbadores del orden, gente peligrosa, una especie de inteligencia urbana, un medio revolucionario que encarna todas las formas de oposición declarada al feudalismo. La poesía goliardesca fustigaba a todos los representantes del orden de la alta Edad Media: el eclesiástico, el noble y hasta el campesino; en consecuencia eran criticados por la sociedad establecida que se esforzaba en hacer que cada quien ocupara su lugar, desempeñara su tarea y permaneciera en su estado.
 
Uno de los más notables intelectuales que surgen en esta época es Abelardo; se discute mucho su filiación goliardesca pero es considerado como la primera gran figura del intelectual moderno, el primer profesor. Nacido en 1079 en los alrededores de Nantes, en el seno de la pequeña nobleza, deja el oficio de las armas a sus hermanos y se entrega al estudio, lo que lo conduce a París, en donde se revela otro rasgo de su carácter: la necesidad de demoler ídolos. Ataca al más ilustre de los maestros parisenses, Guillermo de Champeaux, que después de largas batallas, abandona la enseñanza y sus alumnos siguen a Abelardo, quien después de derrotar a otro de los maestros tradicionales, Anselmo, es seguido por un público enorme, arraigando su carrera en París.
 
En varias ciudades de Europa existieron tales corporaciones de maestros y estudiantes, las cuales darán a luz a las universidades, en el sentido estricto de la palabra. De este numeroso grupo de intelectuales, importantes históricamente, se puede mencionar a Roberto de Sorbon, quien fundó un colegio para doce estudiantes pobres a quienes enseñaba teología, que fue núcleo de la futura Sorbona, a la cual el canónigo parisiense legó su biblioteca personal, una de las más importantes del siglo xiii; a grandes escritores como Dante Alighieri, figura cimera de las letras universales, y a otros tanto o menos conocidos pero que impulsaron la enseñanza en las escuelas catedralicias e universidades entre los siglos xii y xiv, tales como Bernardo Silvestre, Roberto Grosseteste, Alberto el Grande, Roger Bacon, Buenaventura de Bagnoregio, Tomás De Aquino, Raimundo Lulio, Siger de Brabante, Eckhart, Duns Scoto, Guillermo de Ockham, John Wyclif y Chaucer.
 
Su importancia frente a otros poderes
 
El XIII es el siglo de las universidades porque es el de las corporaciones. En cada ciudad donde existe un oficio que agrupa a un número importante de miembros, éstos se organizan para defender sus intereses e instaurar un monopolio en su beneficio; es la fase institucional del desarrollo urbano que materializa en comunas las libertades políticas conquistadas y en corporaciones las posiciones adquiridas en el dominio económico. En su libro Los intelectuales en la Edad Media, Jacques Le Goff señala que Bolonia, París y Oxford nunca tendrán tantos profesores y estudiantes y el método universitario, el escolasticismo, jamás construirá monumentos más extraordinarios. A finales del siglo xiii las universidades se consolidan y llegan a tener tanta importancia que el dominico Tomás de Irlanda escribe: “la ciudad de París es como Atenas, está dividida en tres partes: una es la de los mercaderes, de los artesanos y del pueblo que se llama la gran ciudad; otra es la de los nobles donde se encuentra la corte del rey y la iglesia catedral y que se llama la Cité; la tercera es la de los estudiantes y de los colegios que se llama la universidad”.
 
En las ciudades en que se forman, las universidades revelan, por el número y la calidad de sus miembros, una potencia que inquieta a los otros poderes; adquieren su autonomía luchando contra el eclesiástico como contra grupos laicos. Los universitarios son clérigos, los estudiosos que no recibirán todas las órdenes religiosas pero reciben la primera tonsura (que literalmente significa “trasquile”), son gente culta que sabe latín. El obispo del lugar los reclama como súbditos y ejerce su poder en esta materia mediante uno de sus funcionarios, llamado scolasticus en el siglo XII y luego canciller.
 
En París, en 1213, éste va a perder el privilegio de conferir la licencia para enseñar al pasar a manos de los profesores de la universidad. En Oxford, el obispo de Lincoln presidía oficialmente la universidad por intermedio de su canciller, pero pronto es absorbido por la universidad, la cual lo elige, convirtiendo al canciller en funcionario de la universidad. En Bolonia la situación fue más compleja, durante mucho tiempo la Iglesia se desinteresó de la enseñanza del derecho, considerada como actividad secular; pero en 1219 la universidad recibe como jefe al arcediano de Bolonia que parece cumplir las funciones de canciller y a veces es designado con ese nombre, pero su autoridad es exterior a la universidad.
 
Las universidades deben también enfrentar al poder real. Los soberanos trataban de dominar corporaciones que aportaban riqueza y prestigio a su reino, que constituían lugares de formación de funcionarios reales. En París la universidad adquiere definitivamente su autonomía después de los sangrientos sucesos de 1229, cuando los estudiantes enfrentaron a la policía real y la mayor parte de la universidad declarara la huelga, retirándose a Orleáns. Durante dos años casi no se dictó ningún curso en París.
 
Pero también se registran luchas contra el poder comunal. Los burgueses de la comuna se irritan al comprobar que la población universitaria escapa a su jurisdicción, se inquietan por el alboroto, las rapiñas y los crímenes de ciertos estudiantes, toleran de mal grado que los profesores y estudiantes les limiten su poder económico al hacer fijar el precio de los alquileres, poner topes al de los alimentos, hacer respetar la justicia en las transacciones comerciales. En Oxford, la universidad dará los primeros pasos hacia la independencia en 1214, después de haber sido ahorcados arbitrariamente dos estudiantes por los burgueses exasperados a causa del asesinato de una mujer. Por fin, en Bolonia el conflicto entre la universidad y los burgueses es tanto más violento que hasta 1278 la comuna gobierna prácticamente la ciudad bajo la soberanía lejana del emperador. Una serie de conflictos, seguidos por huelgas, llevó a los universitarios a refugiarse en Vicenza, Arezzo, Padua y Siena, lo que hizo que la comuna cediera; la última lucha se registró en 1321, y a partir de entonces la universidad no tuvo que sufrir intervenciones comunales.
 
¿Cómo pudieron salir victoriosas de estos combates las corporaciones universitarias? Ante todo por su cohesión y su determinación, empleando esas poderosas armas que son la huelga y la secesión; pero también los poderes civiles y eclesiásticos encontraban muchas ventajas en la presencia de los universitarios que representaban una clientela económica no desdeñable, un semillero único de consejeros y funcionarios, y una brillante fuente de prestigio. Finalmente, los universitarios habían encontrado un aliado poderoso en el papado.
 
Un ejemplo de esto es cuando, tras la muerte de estudiantes por la intervención del poder público cuando era responsabilidad del obispo de París, en 1231 el papa Gregorio IX lo reprende por no haber actuado correctamente, y acuerda nuevos estatutos a la universidad mediante la famosa bula Parens scientiarum —entre ellos la autonomía del poder de la ciudad de París—, la cual se dice es su Carta Magna. Su carta al obispo, escrita en 1229, muestra el contexto: “siendo así que un hombre sabio en teología es semejante a la estrella de la mañana que irradia luz en medio de las nieblas, ilumina a su patria con el esplendor de los santos y apacigua las discordias, tú no sólo has descuidado ese deber sino que, según las afirmaciones de personas dignas de crédito, a causa de tus maquinaciones has hecho que el río de las enseñanzas de las bellas letras que, por la gracia del espíritu Santo, riega y fecunda el paraíso de la Iglesia Universal, se haya salido de su lecho, es decir, de la ciudad de París, donde corría vigorosamente hasta entonces. En consecuencia, dividido en muchos lugares, quedo reducido a la nada, así como un río salido de su lecho forma innumerables arroyos que luego se secan”.
 
En Oxford es también un legado de Inocencio III el que procura a la universidad los comienzos de su independencia, luego, contra Enrique III, Inocencio IV coloca a la universidad “bajo la protección de san Pedro y el Papa” y encarga a los obispos de Londres y de Salisbury que la protejan contra las empresas reales. En Bolonia es Honorio III quien coloca a la cabeza de la universidad al arcediano que la defiende contra la comuna. La universidad se emancipa definitivamente cuando, en 1278, la ciudad reconoce al papa como señor de Bolonia.
 
El apoyo pontificio es capital pero, aun cuando la santa sede reconoce la importancia y el valor de la actividad intelectual, sus intervenciones no son desinteresadas: sustrae las universidades a las jurisdicciones laicas para colocarlas bajo la de la Iglesia, integrarlas en su política, imponerles su control y sus fines. De manera que, para contar con ese apoyo decidido, los intelectuales se ven obligados a elegir el camino que los lleva a pertenecer a la Iglesia contrariamente a la fuerte corriente que los impulsa hacia el laicismo. Sin embargo, aunque el papa sólo logre esto parcialmente, sin duda las universidades cobran independencia respecto de las fuerzas locales, a menudo más tiránicas, ensanchando sus dimensiones hasta abarcar toda la cristiandad en su horizonte e influencia. Las universidades pagarán un alto precio por esas conquistas y los intelectuales se convertirán en cierta medida en agentes pontificios.
 
Novedades revolucionarias
 
Estas nuevas instituciones de nivel académico más elevado se diferenciaban notablemente de las escuelas anteriores no sólo por su carácter corporativo, también por sus planes de estudio, libros de texto, métodos de enseñanza y su estructura de funcionamiento; pero, sobre todo, por una característica verdaderamente revolucionaria: la de ser un mecanismo de movilidad social.
 
Los planes de estudio universitarios van a constituir un medio para reclutar a las élites gobernantes. Occidente había conocido tres formas de acceso al poder: el nacimiento, que era el más importante, la riqueza, muy secundaria hasta el siglo xiii, salvo en la antigua Roma, y el sorteo, de alcance limitado entre los ciudadanos de las aldeas griegas de la Antigüedad. La Iglesia cristiana había abierto a todos en principio el camino a los honores eclesiásticos, pero en realidad las funciones episcopales y abaciales, así como las dignidades eclesiásticas, estaban reservadas en su gran mayoría a los miembros de la nobleza o de la aristocracia. El sistema universitario permitía un verdadero ascenso social a cierto número de hijos de campesinos mediante una promoción social que se efectuaba por un procedimiento completamente nuevo y revolucionario en Europa: el examen.
 
Anteriormente existían tres clases sociales: la que reza (monjes y sacerdotes), la que protege (nobles y terratenientes) y la que trabaja (los siervos), pero al aparecer el intelectual medieval, cuyo oficio no encaja en éstas, y que además transmite conocimientos que proporcionan a otros capacidades similares, se abren espacios a la movilidad social. Y junto con el intelectual universitario viene la función del libro como su instrumento de trabajo y sus efectos en el desarrollo de la cultura y el conocimiento. Son libros diferentes de aquellos magníficos manuscritos de la época carolingia y de finales de la alta Edad Media que eran obras de lujo, cuidadosamente escritos con hermosas letras, adornados espléndidamente para el palacio o algún gran personaje laico o eclesiástico, cuya circulación era reducida, signo de una época en que la demanda de libros es extremadamente pobre. Esos libros no estaban hechos para ser leídos, engrosaban los tesoros de las iglesias y de los ricos particulares, eran un bien económico más que espiritual. Carlomagno vende una parte de sus hermosos manuscritos para repartir limosnas; los libros eran considerados exactamente como las vajillas preciosas.
 
La aparición del libro como instrumento va a dejar muy lejos la enseñanza oral de la alta Edad Media, pero si bien los ejercicios orales continúan, el libro se convierte en la base de la enseñanza. Este tipo de libro es la expresión de otra civilización, de un contexto técnico, social y económico enteramente nuevo. La escritura misma cambia y se adapta a las nuevas condiciones, la letra cursiva, continua y de rápida escritura, es utilizada en lugar de la bella y elaborada caligrafía de los scriptoria de los monasterios: “la letra cursiva responde a una civilización en la que la escritura es indispensable a la vida de la colectividad así como a la de los individuos; la letra minúscula (de la época carolingia) es una caligrafía para la clase de los letrados en cuyo seno se limita y perpetúa la instrucción. Resulta en alto grado significativo comprobar que la letra cursiva torna a reaparecer junto a aquella en la primera mitad del siglo xiii, es decir, precisamente en la época en que el progreso social y el desarrollo de la cultura y la economía laicas generalizan de nuevo la necesidad de la escritura”.
 
La lectura va a sufrir también cambios. En las antiguas escuelas abaciales y monacales la enseñanza oral estaba determinada por la existencia y disponibilidad, con frecuencia, de un solo ejemplar del libro de interés; la circulación de libros hace que la enseñanza, anteriormente basada en la lectura en voz alta, pase a la lectura visual, silenciosa. Además, los profesores y estudiantes no sólo debían leer a los autores que figuraban en los programas, tenían que conservar por escrito los cursos de los profesores, por lo que los estudiantes tomaban notas de ellos (relationes) y éstos eran publicados rápidamente para que pudieran ser consultados en la preparación de y durante los exámenes, así como cumplir en publicar un número determinado de ejemplares. La base de este trabajo era la llamada pecia, como explica Le Goff: “una primera copia oficial de la obra que se quiere poner en circulación se hace en cuadernos de cuatro folios, independientes los unos de los otros. Cada uno de estos cuadernos, constituido por una piel de carnero doblada en cuatro lleva el nombre de pieza, pecia. Gracias a esas piezas cuya reunión constituye lo que se llama el ‘ejemplar’, el tiempo que habría necesitado un solo copista para hacer una sola copia alcanza, en el caso de una obra que comprende unas sesenta piezas, para que unos cuarenta escribas puedan trabajar cada uno en su transcripción sobre un texto corregido y controlado por la universidad y que, en cierto modo, llega a ser texto oficial”.
 
Esta publicación del texto oficial de los cursos tuvo una importancia capital en las universidades, tanta que los estatutos de la Universidad de Padua declaran en 1264 que: “sin ejemplares no habría universidad”. su uso cada vez más intenso trae múltiples consecuencias: los progresos realizados en la confección del pergamino permiten obtener hojas menos gruesas, más livianas y menos amarillas que las de los escritos anteriores, como en Italia, donde la técnica era más avanzada y las hojas muy delgadas y de una notable blancura. También cambian sus dimensiones, se hacen más pequeños y manejables.
 
La letra cursiva va a variar según los centros universitarios, la letra parisiense, la inglesa, la boloñesa, lo cual corresponden a un cambio técnico: se abandona la caña de escribir y se adopta la pluma de ave, generalmente de ganso, que permite mayor facilidad y rapidez en el trabajo. También disminuye la ornamentación de los libros, las letras floridas y las miniaturas se hacen en serie, y aunque los manuscritos de derecho continúan siendo lujosos, pues los juristas pertenecen en general a una clase rica, los de los filósofos y los teólogos, a menudo gente pobre, sólo excepcionalmente tienen miniaturas. Muchas veces el copista deja en blanco el lugar de las letras floridas y de las miniaturas para que un comprador modesto pueda comprar el manuscrito tal como está y uno rico pudiera hacer pintar los espacios reservados.
 
Como instrumento, el libro es un producto industrial y objeto comercial, y a la sombra de las universidades se constituye todo un pueblo de copistas y libreros. Indispensables en el taller universitario, ingresarán en él como obreros con plenos derechos, logrando beneficiarse de los privilegios de los universitarios y pertenecer a la jurisdicción de la universidad, llenando las filas de la corporación y acrecentándola con una multitud de artesanos auxiliares. La industria intelectual va a tener otras anexas y derivadas, y algunos de los productores y comerciantes se volvieron grandes personajes, junto con artesanos cuya actividad consistía en revender obras de ocasión, incluso llegando a desempeñar el papel de editores internacionales.
 
El escolasticismo
 
No son los libros los únicos instrumentos de los universitarios, también se desarrollará un método que será su principal instrumento: el escolasticismo, que consta de cuatro momentos: 1) la lectura de un texto (lectio), etapa que se atrofia con rapidez hasta el punto de desaparecer; 2) el planteamiento (quaestio) de un problema que en su origen se planteó para la lectura; 3) la discusión de dicho tema (disputatio); y 4) la solución (determinatio), que es una decisión intelectual. El intelectual escolástico que desarrolla este método deja de ser un simple exégeta y se convierte en creador de problemas que requieren su reflexión, excitan su pensamiento y lo conducen a una toma de posición.
 
Este método llegó a ser una práctica entre los maestros universitarios, todo maestro debía ofrecerse, dos veces al año, para tratar un problema planteado por cualquiera sobre cualquier tema (de quodlibet ad voluntatem cujuslibet); la libertad no era absoluta, ni en la elección del tema ni en su tratamiento, pero quien quería sostener una disputa cuadlibética debía poseer una presencia de espíritu poco común y una competencia casi universal.
 
Fue así como se desarrolló el método de la escolástica, con el rigor y estímulo del pensamiento original sometido a las leyes de la razón. Se considera que hubo varios escolasticismos, pero aquí se aborda el del siglo xiii, en todo su vigor, desarrollado por espíritus agudos y exigentes, muy diferente de otros posteriores pero que marcó el pensamiento occidental para siempre y le permitió realizar progresos decisivos. El mismo Descartes, en opinión de varios autores, le está en deuda; para Jacques Le Goff, el padre del racionalismo moderno le debe mucho a pesar de que lo menospreciara continuamente, mientras Etienne Gilson afirma que: “no se puede comprender el cartesianismo sin cotejarlo continuamente con ese escolasticismo que él desdeña, pero en el seno del cual se instala y del que bien puede decirse que se nutre, puesto que lo asimila”.
 
Como resultado de todo lo anterior, la reflexión y la creación universitarias del siglo xiii se vieron coronadas por obras que abarcan un amplio campo. Resultan enciclopedias escolásticas como el Espejo del mundo del dominico Vicente de Beauvais, el Libro sobre las propiedades de las cosas (De propietatibus rerum) de Bartolomé el Inglés, De natura rerum de Thomas de Cantimpré y algunos tratados de Alberto Magno (Sobre los animales, Sobre los vegetales y las plantas), así como por obras de un poderoso espíritu de síntesis, grandes cuerpos doctrinales articulados llamados summae, consideradas como las catedrales de la escolástica: Summa aurea, de Guillermo de Auxerre, Summa de bono, del canciller Felipe, Summa de virtibus et viris, Magisterium divinale, de Guillermo de Auvernia —el primer gran pensador del siglo xiii—, Summa de creaturis, de Alberto Magno, Summa universae theologiae, de Alberto de Hales, Summa de anima, de Juan de la Rochelle, y cuya culminación son Summa theologica de Tomás de Aquino, Opus maius de Roger Bacon, y Summa theologica, de Alberto Magno —que quedó sin concluir.
 
La organización de la corporación y los estudios
 
Al respecto, París puede tomarse como arquetipo; su corporación universitaria se componía de cuatro facultades (Artes, Decreto o Derecho Canónico, Medicina y Teología) y la primera, la más numerosa, tenía al rector como su dirigente máximo, quien presidía la asamblea general, además de disponer de las finanzas. Bolonia y Oxford tenían la misma organización con variantes, sus estatutos establecen la organización de los estudios y determinan la duración de los mismos, así como los programas de los cursos y las condiciones de los exámenes. El ingreso era a temprana edad y en términos generales la enseñanza básica, como la de las artes, duraba seis años y se impartía entre los catorce y veinte años, la medicina y el derecho se enseñaban entre los veinte y veinticinco años, y la teología establecía la edad mínima de treinta y cinco años para obtener el doctorado. Cada universidad tenía sus propios modos de reglamentar los exámenes y la obtención de grados.
 
En París, prácticamente todo Aristóteles es comentado, mientras que en Bolonia sólo se explican resúmenes de él, se insiste en la retórica de Cicerón y las matemáticas y astronomía de Euclides y Ptolomeo; en Oxford se estudia toda la Física de Aristóteles con énfasis en las matemáticas; en Bolonia se enseñaba de manera notable el derecho, tanto civil como canónigo, estudiando obras de Graciano y Justiniano, mientras en su facultad de medicina se abordaban los textos de Hipócrates y Galeno junto con las grandes sumas árabes de Averroes, Avicena y Rhazés.
 
Finalmente, es importante destacar que la corporación universitaria poseía características contradictorias que la condujeron a una crisis de estructura, a enfrentar problemas de orden material y vital importancia. El primero fue cómo mantenerse para vivir; ya no son monjes cuya comunidad asegura su sostenimiento, ahora deben ganarse la vida. Su condición socioeconómica se define como trabajador o privilegiado, y a partir de ahí se pueden hallar varias tendencias, como que los maestros vivan del dinero que les pagan sus alumnos, que era una solución ventajosa por así ser libres respecto de la comuna, el príncipe, la Iglesia y los mecenas.
 
Vino después, a finales del siglo xiii y comienzos del xiv, la querella de los regulares y los seglares, que mostró la ambigüedad de la situación de los intelectuales y el descontento de muchos de ellos. Los motivos de la pugna fueron casi en su totalidad de carácter corporativo, los seglares reclamaban a los mendicantes por violar los estatutos universitarios, ya que los religiosos obtenían los grados de teología y enseñanza sin haber adquirido previamente el magisterio en artes, pero sobre todo rompen la solidaridad universitaria, pues continuaban dictando cursos cuando la universidad estaba en huelga, un derecho reconocido por el papado, inscrito en los estatutos; además realizaban una competencia desleal por acaparar a los estudiantes y orientarlos hacia la vocación monástica, vivir de limosnas y no reclamar pagos por sus cursos. Los maestros seglares los acusaban por lo tanto de no ser verdaderos universitarios.
 
Final
 
Producto de la ciudad y el trabajo universitario, el intelectual comenzará a desaparecer durante el siglo xiv en medio de cambios en el mundo universitario vinculados con aspectos sociales, haciendo su aparición el humanista. Las universidades y sus profesores dejarán de tener el monopolio de la producción intelectual y la enseñanza superior; aparecen círculos, como las academias en la Florencia de los Médicis, y colegios como el Colegio de Francia en París, que difunden y elaboran un saber en gran parte nuevo bajo condiciones elitistas inéditas. Las universidades asignarán una mayor importancia a su papel social, formando cada vez más juristas, médicos y maestros de escuela. Junto con la Edad Media, el intelectual destinado a gobernar una cristiandad cada vez más fragmentada, inevitablemente desaparecerá.
     
       
Referencias Bibliográficas

Le Goff, Jacques. 1957. Los intelectuales en la Edad Media. 3ª. Edición. Gedisa, Barcelona, 1993.
      ______. 1988. La baja Edad Media. Vol.11, Siglo xxi Editores, México.
     Jolivet, Jean. 2005. La filosofía medieval en Occidente, Historia Universal. Vol.4, Siglo xxi Editores, México.
     Palacio, Jean Pierre, (coord.). 1999. La Baja Edad Media. Historia Universal Salvat. Vol.11, Salvat Editores, Barcelona.
     

     
José Luis Álvarez García
Departamento de Física, Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.

Es licenciado en Física y Maestro en Ciencias por la Facultad de Ciencias de la UNAM y doctor en Filosofía de la Ciencia por la Facultad de Filosofía y Letras y el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Es Profesor Titular del Departamento de Física de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Sus áreas de trabajo son la enseñanza de la física y las matemáticas, así como la historia y la filosofía de la física.
     

     
 
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