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Del ojo, ciencia y representación  
J. Rafael Martínez Enríquez
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La pintura, la mecánica y la anatomía, son tres grandes temas que permean la obra escrita de Leonardo. Esta tríada de intereses lo llevó al estudio de los sentidos, en particular al de la visión, por ser éstos los canales utilizados por el hombre para obtener el conocimiento del mundo. Si se pudiera decir que Leonardo apuntaba hacia la presentación de una teoría del conocimiento, un aspecto central de ésta sería que la lógica interna —la de la mente— funcionaría de manera muy similar a la lógica de los fenómenos naturales. Gracias a ello, la mente del observador podría penetrar en la “mente” de la naturaleza para actuar como su intérprete, y exponer las causas y manifestaciones de sus leyes.
 
Según Leonardo, las leyes, razones y necesidades de lo acontecido en el mundo se definen a partir de las matemáticas, lo que en su mente visual se refería a las formas y figuras utilizadas por la naturaleza para conformar sus estructuras y dirigir sus fuerzas.
 
 
Se ha vuelto un lugar común señalar que las disciplinas teóricas como la ciencia escolástica y la óptica, al ocuparse de la visión, eran las que más interesaban a los artistas; por lo que éstos en sus aspiraciones a hacer de la pintura una disciplina liberal, recurrieron a la óptica como sustento de la perspectiva lineal o artificial, y a las bases geométricas que hacían de la pintura una ciencia. Sin embargo, para poder justificar estas técnicas se requería una teoría que explicara la naturaleza del proceso visual, y en particular la del papel desempeñado por el ojo.
 
 
La ciencia griega reconoció, casi desde sus orígenes, la necesidad de que el ojo actuara como mensurator, es decir, como una especie de instrumento que diera cuenta de las relaciones espaciales con los objetos contemplados. Identificar los mecanismos y procesos que lo permiten se convirtió en una tarea, por demás compleja, la cual tomaría más de dieciocho siglos llevar a cabo —desde Euclides hasta la transmisión del pensamiento árabe a Occidente, pasando por Al-Kindi y Alhazen.
 
 
 
Nuestro tiempo ha hecho inseparable el nombre de Euclides de su opus magnum, los Elementos, considerado como el tratado de geometría más influyente de la historia. Esto ha oscurecido la existencia de otras obras del mismo autor, algunas ya perdidas, que apuntaban hacia una preocupación por presentar el conocimiento de lo natural bajo los moldes de su geometría. Tal es el caso de la Óptica, obra en la que pretende usar rayos visuales rectilíneos para dar cuenta de formas, tamaños relativos y posiciones de objetos situados en el campo visual.
 
 
Uno de los elementos centrales en la Óptica de Euclides es la noción de transmisión rectilínea de la luz, la cual ya aparece como principio en el Parménides de Platón y en los Problemata del texto atribuido a Aristóteles. La percepción de este hecho parte de observaciones como la del “perfil del cono de luz”, en particular de las aristas que se forman al hacer un agujero en la pared de un cuarto a oscuras bañado por luz exterior
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Euclides se sitúa del lado de los estoicos y su doctrina extromisionista al suponer que el proceso de visión inicia con rayos emitidos por el ojo que se dirigen al objeto observado. Estos rayos forman un cono visual cuyo vértice se localiza en el ojo y su base sobre la superficie del objeto (figura 1). Esta aseveración aparece repartida entre las “Suposiciones” I y II de la Óptica: 1) Supóngase que los rayos que salen del ojo van por líneas rectas y que entre sí se apartan a distancias cada vez mayores; y 2) que las figuras comprendidas entre los rayos visuales es un cono cuya punta está en el ojo y la base en las extremidades de las cosas vistas.
 
 
Martifigura1
Figura 1. Representación del
cono visual según Leonardo.
 
Al medir la distancia recorrida por los rayos antes de incidir sobre el objeto, Euclides era capaz de determinar la posición que ocupaba en el campo visual. En particular, el ángulo subtendido por el cono podía ser medido y utilizado para calcular, en principio, el tamaño y la forma de objetos situados a distancia. El teorema cuatro de la Óptica establece este hecho en forma cualitativa: “Entre las distancias iguales puestas sobre una misma línea recta, las que se mirasen de más lejos parecerán menores”.
 
 
La óptica geométrica desarrollada por Euclides resultó tan exitosa en su descripción de las características espaciales de la realidad, que aun quienes mantenían opiniones encontradas respecto a la dirección del proceso visual —es decir, tanto extromisionistas como intromisionistas— emplearon el esquema de los rayos visuales para analizar los fenómenos ópticos. El mismo Aristóteles recurrió, cuando la situación lo ameritaba, a rayos que emanaban del ojo, aunque por lo general se presentaba como defensor de la teoría intromisionista, en particular en el De caelo y los Metereológicos.
 
 
Sin lugar a dudas, fue Ptolomeo quien llevó a la cúspide la propuesta euclidiana de la visión, convirtiéndola en el punto de partida de las versiones árabes que constituyen la base de la óptica, desarrollada a partir de Roger Bacon en el mundo occidental.
 
La ciencia de la visión
 
Durante la Antigüedad, en el periodo helenístico, el conocimiento de los fenómenos ópticos se distribuía, a grosso modo, en cinco ámbitos: a) la óptica propiamente dicha, que se ocupaba del estudio geométrico de la percepción del espacio, y de las ilusiones provocadas por la perspectiva, es decir, por el conjunto de elementos que determinaban la forma concreta de lo que el observador percibiría como imagen del objeto visto; b) la catóptrica, el estudio geométrico de las reflexiones de rayos visuales que inciden sobre espejos; c) el estudio de espejos que queman —speculis comburentibus—, es decir, las superficies reflejantes que mediante reflexiones hacían converger los rayos solares; d) los fenómenos atmosféricos como el arco iris y las auroras boreales; e) el estudio de la visión como parte de la filosofía y de una medicina que podríamos calificar como teórica.
 
 
Dentro de los temas de la propagación de la luz y del proceso visual, la doctrina dominante era la del “rayo visual”; según la cual, la acción de ver se lleva a cabo mediante un haz divergente de rayos emitidos por el ojo que dan lugar a un cono, cuyo vértice se localiza sobre el ojo, en donde las “espigas” son los rayos visuales que se propagan en línea recta; recorriendo los objetos que se presentan a su paso. De acuerdo a esta doctrina —llamada extromisionista— ver consiste en “iluminar”, y las condiciones de la propagación de la luz son por consiguiente las de la visión. En esta concepción, que retoma los preceptos estoicos de la constitución y funcionamiento del mundo, la propagación y el acto de visión se remiten el uno al otro, constituyéndose al mismo tiempo en las condiciones de la óptica antigua y en el limitante para su desarrollo ulterior.
 
 
Concebida la visión como un acto de “palpar” lo que se encuentra a distancia, tal y como lo establecen las doctrinas estoico-continuistas, que utilizan la mezcla de pneuma y aire como medio transmisor de la información, la óptica se concibe como una geometría de la percepción. Este problema condujo a la elaboración de una serie de supuestos teóricos abstraídos de los hechos observados —ciertamente bajo la lente de una interpretación ad hoc de los fenómenos— como es el de la variación de la magnitud de los objetos visibles, al haber motivo de cambios en la distancia entre el ojo y el objeto de su atención. Debe quedar claro que en este problema no importa el objeto en cuanto a su aspecto real, sino sólo como apariencia frente a un ojo que lo contempla. El sistema presentado por Euclides puede ser calificado, en este sentido, como geometría de las apariencias.
 
La ciencia de la visión en el Islam
 
Abrevado de esta tradición óptico-geométrica, en el siglo ix, el científico y filósofo árabe Al-Kindi se convierte en el gran renovador de la óptica griega, proponiéndose como tarea “difundir las enseñanzas de los antiguos” y “rectificar los errores cometidos”. El resultado de esta empresa es su Liber de causis diversitatum aspectus, mejor conocido como De aspectibus, en el que una parte considerable del texto se ocupa de demostrar o justificar lo que Euclides, después de haber adoptado el modelo instituido en sus Elementos, sólo había postulado: la propagación rectilínea de los rayos luminosos.
 
Esto lo realizó partiendo de consideraciones geométricas sobre las sombras proyectadas por un obstáculo que interrumpe parcialmente el paso de un haz lumínico, y analizando las trayectorias no alteradas. Sin embargo, acepta la teoría extromisionista de la visión introduciendo una variante en la versión euclidiana del cono visual. Según esta, el cono está constituido por rayos visuales discretos, lo cual no parece aceptable para el científico árabe, pues considera que el cono se forma por un volumen de radiación que es llenado de manera continua.
 
 
En esta interpretación el rayo deja de ser una mera recta geométrica y se convierte en la impresión producida por los cuerpos que llenan el espacio. El rayo ya no es un ente material ni algo con sustancia, sino una transformación del aire que separa al ojo del objeto. Así el poder visual prepara al medio para transmitir aquello que se convertirá en sensación visual en el ojo. En De aspectibus nos dice que “un rayo es una impresión de los cuerpos luminosos sobre los cuerpos opacos”, y su nombre —luz— proviene de la asociación con la alteración de los accidentes (o cualidades secundarias, cuya existencia depende de un ente que las perciba) correspondientes a los cuerpos que reciben la impresión. Por lo cual un rayo es tanto la impresión como aquello sobre lo que se localiza la misma. Sin embargo, el cuerpo que la produce posee tres dimensiones: longitud, anchura y profundidad. Por ende el “rayo” no sigue líneas rectas entre las cuales ocurren intervalos “vacíos de líneas”.
 
Por si esto no fuera suficiente para negar lo unidimensional del rayo visual, Al-Kindi nos recuerda que si consideramos como líneas sin grosor a aquello que emana del ojo y toca al objeto observado, entonces estas líneas terminan en un punto, el cual, por definición, no posee anchura. Por tanto, dichos rayos sólo serían capaces de percibir un punto, pero un punto no es percibido pues no posee longitud ni espesor ni profundidad [...] lo que significaría que estos rayos [los visuales] perciben lo que no es susceptible de ser percibido, [...] lo cual es absurdo. A partir de esto Al-Kindi concluye que el mero hecho de que los rayos visuales perciban puntos (en realidad los puntos deben poseer al menos áreas pequeñas), indica que tienen grosor y longitud. El argumento apela exclusivamente a lo que entendía como rayo visual, pero si se toma en cuenta la naturaleza del ojo y el poder visual —la capacidad del alma de ejercer una acción con el fin de llevar a cabo la percepción visual—, Al-Kindi podía defender su tesis de la unidad constituida por los rayos visuales manifestada como un cono radiante continuo: “si las partes del instrumento de la visión son continuas, es decir, una sola sustancia, entonces el poder visual se localiza en todo el instrumento. ¿Qué es entonces lo que da forma a un cono de líneas, dado que el instrumento que ejecuta la impresión es un ente continuo, sin intervalos, y por ello el poder visual no estaría en ciertos sitios y sí en otros?”
 
Dicho de otra manera, el molde y su producto se deben corresponder uno a otro, y no pueden existir vacíos donde el molde no lo hubiera determinado así. Con plena conciencia de estar ofreciendo un modelo de un fenómeno natural —en oposición a quienes sostendrían que el modelo corresponde a la realidad, es decir, que los elementos del modelo corresponden a entes físicos—, no desecha la posibilidad de una tarea análoga llevada a cabo por Euclides, y se arriesga a sugerir la posibilidad de que para el autor de los Elementos la radiación conforma un continuo, pero que en lo que se refiere a su descripción basta con recurrir a un número infinito de líneas geométricas discretas dado que “las fronteras de la figura cónica impresa en el aire por el poder visual se recorre con la rectitud de líneas rectas separadas por intervalos”.
 
En contraste con Euclides y Ptolomeo —para quienes el cono visual tiene su vértice dentro del ojo, ya que los rayos emanan de la pupila; razón por la cual el cono visual es único—, en Al-Kindi encontramos que cada parte de la córnea en contacto con el exterior es un punto de partida de un cono. Así, todos los puntos que constituyen el campo de visión de un observador son iluminados por los rayos que, al salir de cualquier parte del ojo, tienen una conexión en línea recta con dichos puntos. Este modelo permite a Al-Kindi dar una explicación —aceptada por todos—, de que el rayo axial que va del vértice del cono al centro del círculo que sirve de base al cono, es “el más fuerte” de todos y por ende, lo iluminado es lo que se percibe con mayor claridad.
 
Bajo los supuestos anteriores, el problema que surgía, era establecer qué se entiende por “rayo más fuerte”. La respuesta que se deduce del modelo de Al-Kindi es que la multiplicidad de conos —en contraposición con el cono único de Euclides, que contribuye a la visión y hace que el objeto situado donde incide el rayo axial sea bañado por más rayos— posibilita una mejor o más efectiva transformación del medio que enlaza al objeto con el ojo, y cuyo efecto se traduce en una percepción más clara del objeto (figura 2). Además, esta explicación rebatía dos soluciones que pretendían salvar al cono único de visión como la causa eficiente —aristotélicamente hablando— del acto de observación. Una de ellas sostenía que el ojo emite rayos en todas direcciones y que la perpendicular a la superficie ocular en un punto cualquiera marcaba, para éste, la dirección del rayo que produciría un mayor efecto. La otra afirmaba que la claridad o pureza de la percepción sólo dependía de la distancia entre el ojo y el objeto.
 
 
Figura 2

Martifigura2a
a) Cono visual según Euclides y Ptolomeo. El cono e visión es único y el vértice se localiza dentro del ojo.
Martifugura2b
Figura 2
b) En Al-Kindi el proceso de visión se realiza gracias a los rayos que surgen en todas las direcciones a partir de todos los puntos de la córnea. La sección ABG de ésta ilumina todo lo que aparece entre HEILTZK. La zona IT es la más iluminada, dado que recibe el mayor número de contribuciones de rayos luminosos.
 
Como se puede apreciar, la propuesta de Al-Kindi resultaba más sencilla, pues requería un menor número de hipótesis ad hoc para explicar la claridad de la visión en una dirección privilegiada —la que se encuentra directamente opuesta a la pupila. Por otra parte, esta idea no surge de la nada, simplemente consiste en otorgar a la superficie del ojo las mismas características que posee un cuerpo luminoso, el cual —según el De aspectibus— desde cada una de sus partes ilumina, enviando rayos en todas direcciones, es decir, alumbra todo aquello que puede ser enlazado con sus partes mediante una línea recta. Este es un nuevo principio óptico que permite una explicación alternativa a la vieja teoría intromisionista —situada en términos generales dentro de las corrientes atomistas y aristotélicas— según la cual se desprenden simulacra, una especie de copia del cuerpo observado, que llegan al ojo para dar paso, por contacto, a su percepción visual. Para producir la imagen en el ojo es necesario que los simulacra viajen manteniendo la coherencia entre sus partes y sin interferir en caso de cruzarse en su trayectoria.
 
El ojo pasivo de Alhazen
 
El Kitab Al-manazir (Libro de óptica) de Ibn Al-Haytham, conocido en occidente como Alhazen, inicia con un rechazo hacia todas las variantes de la doctrina del rayo visual y se inclina por quienes sostienen la doctrina intromisionista de las “formas” de los objetos visibles, misma que en tiempos recientes había tenido entre sus más preclaros defensores a Avicena y Averroes. Sin embargo, su postura se limita casi exclusivamente a la cuestión de la dirección en que se mueve el agente que da pie a la percepción: las formas percibidas por el ojo no procedían de “totalidades” que emanaban de un objeto al ser bañado de luz, sino que dichas formas podían ser reducidas a elementos básicos.
 
Según Alhazen, de cada punto del objeto visible emana un rayo que llega al ojo, pero éste carece de alma, de pneuma óptico, y sólo es un instrumento. Esta idea remitió a la vieja doctrina atomista que, con fines opuestos, inspiró a Al-Kindi, sin embargo, su propósito era precisamente reformar la teoría de la visión propuesta por este último. En los dos capítulos que abren su Óptica se establecen, en primer lugar, las condiciones de posibilidad de la visión, y después presenta las correspondientes a la luz y su propagación. En ambos casos las condiciones se presentan como consecuencia de observaciones metódicas del fenómeno luminoso o de experiencias rigurosamente controladas.
 
Las condiciones relativas a la visión propuestas por Alhazen son cinco: 1) lo visible debe ser un ente que despida luz por sí mismo o debe ser iluminado por algún otro objeto; 2) lo visible debe estar presente frente al ojo, es decir, que entre ambos se puede trazar una recta que los conecte; 3) el medio que separa al ojo del objeto visible debe ser transparente y sin que se interponga un obstáculo opaco; 4) el objeto visible debe ser más opaco que el medio; 5) el volumen del objeto debe mantener una cierta relación con la acuosidad visual.
 
Alhazen considera que todo esto es necesario para que tenga lugar el acto de visión, a lo cual se agregan algunos supuestos acerca de la luz: 1) existe independientemente de que la perciba un observador; 2) la luz de una fuente lumínica (sustancial, es decir, que la produce) y la de un objeto iluminado (accidental, que sólo le produce cambios en la dirección de propagación) se desplaza a su alrededor, penetra a través de los cuerpos transparentes e ilumina los opacos, lo cual induce a que parezca que éstos últimos la emiten cuando en realidad sólo la reflejan; 3) la luz se propaga en línea recta a partir de todos los puntos de la fuente o del objeto iluminado. Estas rectas virtuales determinan las trayectorias de propagación de la luz y dan lugar a los “rayos”.
 
Las líneas o rayos pueden ser paralelos o cruzarse, sin impedir la mezcla de luces. Igualmente, las luces reflejadas o refractadas se propagan en líneas rectas en direcciones particulares, determinadas por leyes naturales (la ley de refracción aún no se establecía. Es hasta el siglo xvii que Snell, Descartes y Hariot llegan a ella de manera independiente). Como se puede constatar, estas características de la luz y de su propagación no remiten ni dependen de las condiciones necesarias para la visión. Sin embargo, una teoría completa de ésta debe tomar en cuenta tanto estas características como las mencionadas previamente, y es esto lo que precisamente realiza Alhazen en su Óptica, traducida al latín en el siglo xii —llamada indistintamente De aspectibus, Óptica o Perspectiva— y estudiada durante por lo menos cuatro siglos más; siendo la fuente de inspiración de los tratados de Roger Bacon, Witello, John Pecham y las enciclopedias ópticas medievales, las cuales serían superadas hasta el siglo xvii por Kepler, Descartes, Gregory, Newton y Huygens.
 
El séptimo libro de la Óptica de Alhazen se ocupa de la dióptrica, es decir, de las leyes de propagación de los rayos luminosos que inciden sobre lentes o medios transparentes y los atraviesan. Conforme avanza el texto se hace evidente que Alhazen ha abandonado toda referencia a rayos visuales y procede geométricamente, pero a diferencia de Euclides y Ptolomeo, quienes establecían axiomas acerca de los rayos visuales y deducían resultados geométricos a partir de ellos, Alhazen defiende una teoría intromisionista basada en la observación y la experimentación. Con esto la óptica deja de ser una geometría de la percepción y se convierte en una teoría de la visión ligada a una fisiología del ojo, a una psicología de la percepción y a una teoría de la luz que conjuga una geometría óptica y una óptica física.
 
Es importante enfatizar en este análisis de los cambios en la concepción del ojo como instrumento de visión, que los estudios de imágenes refractadas por superficies planas o esféricas —en particular por las correspondientes a lentes—, recurren exclusivamente a líneas que representan rayos lumínicos y que sufren desviaciones siguiendo leyes geométricas. Son estas mismas leyes y consideraciones las que pone en juego en las secciones de su Óptica, en donde describe lo ocurrido en el ojo durante el acto de visión. Y es por lo menos hasta el momento de la percepción cuando las reglas geométricas valen tanto fuera del ojo como dentro de él. Los elementos incorpóreos, como el alma, sólo intervienen en etapas posteriores a la recepción de los rayos lumínicos en el interior del ojo.
 
Su Óptica se aleja de las obras precedentes, ya que concede mayor importancia —algo inusitado en su tiempo— a la invención y utilización de dispositivos experimentales que pusieran a prueba tanto los principios ópticos relacionados con la visión, como el comportamiento de la luz. Sin embargo, todavía existía cierta reticencia para ir más allá de los aspectos cualitativos, y para tomar en cuenta los valores numéricos obtenidos y su eventual concreción en leyes físicas o geométricas que expresaran relaciones entre cantidades. Esta circunstancia se entiende fácilmente en tanto las descripciones cuantitativas de un fenómeno sólo eran relevantes en el caso de la astronomía y en los cómputos calendáricos, a lo que se sumaba la dificultad de obtener valores precisos en las mediciones.
 
Las prácticas controladas de experimentación y la nueva interpretación del proceso de visión coadyuvaron a que la óptica dejara de ser una disciplina en gran medida psicológica —refiriéndose con ello a la participación en gran escala del alma— y se transformara en una de carácter físico, cuyos elementos de trabajo serían los rayos lumínicos. Las consecuencias de esta revolución en el pensamiento óptico fueron inmensas y prefiguraron un elemento esencial de las ciencias de los siglos xvi y xvii: tomar como un hecho real a lo que previamente se habían considerado cualidades secundarias, aquéllas que sólo tenían razón de ser ante la presencia de un sujeto que las percibiera.
 
Para la vieja óptica de Euclides y Ptolomeo, que gira en torno a rayo visual, la imagen percibida es una especie de espejismo, y por consiguiente la ausencia del observador, al despojarla de su razón de ser, le quita toda existencia objetiva. Con Alhazen la imagen posee otro estatuto, la de un ente real cuya existencia es independiente a la existencia de un observador que la perciba. Ciertamente, si la naturaleza actúa de esta manera, la visión resulta un proceso más complicado y requiere nuevas respuestas a preguntas como ¿qué es la luz?, ¿cómo actúa sobre el ojo?, ¿cuál es el papel de éste en la visión?, y más en particular, ¿existe un sitio privilegiado donde se registra la percepción?, ¿y en qué consiste ésta? Alhazen respondió a todas estas interrogantes en el contexto de una nueva teoría acerca de la naturaleza de la luz, de su propagación y de la manera como afecta al órgano visual. Al hacerlo aporta un maravilloso ejemplo de la adaptación de un órgano, tanto en su estructura —geometría y enlaces entre las partes— como en las características de sus tejidos para el cumplimiento de su función.
 
Para entender lo que está en juego cuando Alhazen reforma la óptica debemos retornar a Aristóteles y sus comentarios sobre los vínculos causa-efecto y del porqué ocurren las cosas. Según el filósofo, las esferas celestes giran por obra y gracia del “primer motor”, y dicho movimiento por un efecto de cascada más o menos complejo que a su vez provoca los cambios en el mundo. Sin embargo, nunca aclara cuál es el mecanismo del cambio ni cuál es su causa eficiente. Para esto Al-Kindi tenía una respuesta: los responsables del cambio son los rayos emitidos por las esferas. Las esferas, estrellas, y todo lo existente emite rayos en todas direcciones, lo cual permite que el universo entero esté causalmente ligado por una red de radiaciones que inunda el espacio.
 
En De radiis Al-Kindi argumenta que los rayos salen no sólo de los ojos, sino también de las palabras. Según lo cual, los rayos visuales conectan nuestros sentidos con el mundo mediante la transformación del aire frente a nosotros, de manera que pueda transmitir las cualidades relacionadas con la “forma” y el “chroma” o color. Los rayos existen como entes físicos, originándose en las sustancias y actuando sobre las formas: las sustancias, compuestas a partir de los cuatro elementos —aire, agua, tierra y fuego—, no se alteran, pero cada cualidad, excepto la composición, se modifica por el efecto de la radiación recibida. Los rayos del sol nos permiten ver y también nos dan calor, y cuando son concentrados por un espejo llegan incluso a quemar; las medicinas irradian sus efectos a través del cuerpo; las piedras magnéticas atraen clavos y las estrellas, según su composición, afectan a los objetos aquí en la Tierra.
 
Estas ideas tuvieron un efecto duradero en el pensamiento científico y explican el que los practicantes de la ciencia en el Medievo otorgaran a la óptica un papel muy especial. Si la acción de la luz se reduce a rayos desplazándose en líneas rectas, entonces la ciencia que se ocupa de estas líneas —la óptica geométrica— podría ser utilizada para explicar la transmisión de las causas en los procesos naturales, por lo que las leyes de la naturaleza serían análogas a las de la óptica. Estas nociones remitían claramente a las ideas de la causa como emanación, propuesta por Plotino y otros neoplatónicos, cuyos textos integrarían una de las corrientes más importantes del Renacimiento. Su efecto se había dejado sentir previamente en hombres de la talla de Roberto Grosseteste, quien entre 1230 y 1240 escribió dos pequeños tratados —De lineis, angulis et figuri y De natura loci— en los cuales defiende que la naturaleza y su telar de líneas de transmisión de las causas se estructuran según patrones geométricos propios de los rayos de luz.
 
Esta propuesta es utilizada sólo de manera parcial por Alhazen, pues como se mencionó previamente, rechazaba que hubiera emanación alguna desde el ojo. Las razones que aducía eran de carácter físico: “Si la visión ocurre gracias a que algo transita desde el ojo hasta el objeto, entonces dicha cosa es un objeto o no lo es. Si lo es [...] entonces al contemplar las estrellas, en ese momento sale de nuestros ojos un cuerpo que llena todo el espacio entre el cielo y la tierra sin que el ojo pierda nada de sí mismo. Pero esto es imposible y a la vez absurdo [...] Si por el contrario, aquello que sale del ojo no es un cuerpo [no posee sustancia], entonces no podrá “sentir” al objeto visible, dado que las sensaciones son propias únicamente de los cuerpos animados. Por consiguiente nada sale del ojo para “sentir” al objeto visible”.
 
Y en defensa de que la visión ocurre gracias a que algo penetra en el ojo, Alhazen argumenta: “Quienquiera que mira hacia una fuente de luz muy intensa experimenta una sensación de dolor [en el ojo] y un posible daño [físico]”. Otra experiencia que menciona es que si se observa un objeto blanco bajo una luz intensa, o si se mira desde una habitación a oscuras hacia una ventana por la que entra luz, al cerrar los ojos, en ambos casos, se mantiene la imagen del objeto o de la ventana, según sea el caso, y los detalles finos se percibirán sólo si la luz no es muy intensa o muy débil. La adopción de esta nueva concepción de la naturaleza de la visión tenía consecuencias con respecto a la adecuación de la anatomía ocular y a la misión de las estructuras hasta entonces identificadas.
 
En el diagrama del ojo que propone Alhazen, y cuya versión ilustrada aparece en la Opticae Thesaurus Alhazenis, se pueden reconocer los principales estratos que integran el ojo. (figura 3). Cabe señalar que él llama humor cristalino a lo que hoy se conoce como lente cristalino. Esta terminología obedece a que no poseía ninguna idea del funcionamiento de una lente y que, además, atribuía a esta estructura una tarea diferente a la realmente desempeñada, la cual, como se verá más adelante, resulta principal en el proceso visivo. También habría que mencionar que la situó en el centro del ojo y no hacia el frente, en donde realmente le corresponde. Esto se debe a que no llevó a cabo ninguna disección —la ley islámica lo prohibía—, por lo que se limitó a retomar lo establecido en los antiguos textos de anatomía, en especial el de Galeno.
 
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Figura 3. Esquema de ojo según Alhazen.
 
La razón para situar al cristalino en el centro obedece más a cuestiones filosóficas que a la observación o a la tradición: al ser el ojo el depositario del más noble de los sentidos, debería poseer la forma esférica —al igual que el universo, según lo argumentó Platón en el Timeo—, y el cristalino, el órgano sensorio de la visión y por ello el más importante, debería entonces ocupar la región central, lo cual además contribuiría a su protección.
 
El mecanismo de visión propuesto por Alhazen dice que: “si el objeto es opaco, entonces posee color. Y si es iluminado por cualquier tipo de luz, ésta se fijará sobre la superficie, y de su color irradiará una luz que partirá como forma que se extiende en todas direcciones [y] al alcanzar el ojo producirá sobre él un efecto [...] y el ojo sentirá el objeto”.
 
Dado que el color es una “forma”, el objeto no emite nada sustancial y, por tanto, no pierde materia. En el caso de la luz es diferente, pues toda fuente de luz al irradiar emite parte de su materia, como se puede verificar con la disminución que sufre una vela encendida. Más adelante Alhazen se inspira en el De usu partium galénico para proponer que la luz y el color después de pasar por el humor acuoso y la pupila, interactúan con el humor cristalino, y de ahí la imagen del objeto pasa al alma. El que la impresión visual tenga lugar en el cristalino lo deduce a partir de su transparencia —como lo registraban las disecciones del globo ocular— haciéndolo partícipe de las características de la luz, además de que al perforar la pupila opaca en las operaciones de cataratas, la visión mejora, lo cual no sucedería si la pupila fuese la responsable de percibir el objeto. Por otra parte, si los rayos atravesaran incólumes el cristalino para ser detectados en la pared posterior del ojo, en la membrana conocida actualmente como retina, aparecería todo invertido (figura 4), pero al no suceder así sólo quedaba el cristalino como detector de los rayos.
 
 
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Figura 4. Con base en lo que defendía Alhazen, si la imagen se percibía en la retina, al fondo del ojo, todo aparecería de cabeza.
 
Falta por establecer la manera en que se identifica la forma o la imagen del objeto observado. Si se acepta —como lo propone Alhazen—, que de cada punto del objeto iluminado salen rayos en todas direcciones, entonces un haz de ellos llegará al ojo; y si todos pasaran por la pupila hasta incidir en el cristalino, se tendría una región iluminada; es decir, cada punto de la fuente de luz daría lugar a una zona iluminada en el cristalino, lo cual ciertamente no produciría una imagen bien definida del objeto, menos aún si tomamos en cuenta la superposición de las contribuciones de los distintos puntos. Este problema lo resuelve Alhazen señalando que de todos los rayos que constituyen el haz proveniente de un punto, sólo uno toca la superficie en dirección perpendicular a la curvatura de dicho órgano, y es este rayo el único percibido por el cristalino.
 
La elección del rayo perpendicular la justifica al recurrir al fenómeno de refracción, o cambio de dirección, conocido desde la Antigüedad, el cual se produce cuando los rayos de luz pasan de un medio a otro que difiere en densidad. Si la cara del ojo situada frente al objeto es esférica, se piensa entonces que sólo el rayo que incide perpendicularmente pasa sin ser refractado. El resto de los rayos sufre una desviación —sin tener una ley cuantitativa que la gobierna— que depende del ángulo de incidencia sobre la pupila; como consecuencia éstos se debilitan de tal manera que sería imposible su detección en el cristalino. Lo mismo ocurría en cada uno de los puntos del objeto observado, y, por tanto, la imagen producida sería la causa exclusiva de las contribuciones de los rayos que inciden perpendicularmente, dando lugar a una correspondencia, punto por punto, del objeto con su imagen.
 
Pero, ¿cómo son percibidas estas impresiones sobre el cristalino por el alma?, es decir, este conjunto de puntos que se acomoda en dicha estructura semitransparente, ¿llega a ella punto por punto o es que el cristalino los une como una “forma” —una unidad— semejante a lo observado? En tiempos de Alhazen era imposible dar una respuesta correcta a esta interrogante. Sin embargo, es digno de elogio el avance alcanzado, pues para entonces ya se tiene la idea de que la luz es una sustancia que viene del Sol, de una fogata, vela o cualquier otro emisor. Algo de ella toca a una flor y gracias a esto desde cualquier punto se desprende un rayo que se hace acompañar del “chroma” —aquello que engloba al color y hasta la textura del objeto—, por lo que no importa cuántos observan, pues cada uno puede recibir esta mezcla y dar cuenta del objeto en términos iguales. A grandes rasgos, el proceso así descrito es correcto y nos lleva a percibir las diferencias entre los enfoques de Al-Kindi y Alhazen: la luz de la que habla éste último es la que nos permite ver, en tanto que la del primero es sólo una más de las múltiples radiaciones que cruzan el universo. La primera desciende de Euclides y Ptolomeo y la segunda de Platón y Plotino, y corresponde a una forma imperfecta del modelo ideal existente en el ámbito de lo eterno. Alhazen habla de leyes ópticas y de cómo la luz alcanza al cristalino obedeciendo a leyes geométricas, de donde se colige que las leyes de la óptica son el modelo de los principios que rigen el orden natural de las cosas.
Epílogo: Leonardo

Las ideas de los tratados ópticos de Al-Kindi y Alhazen alcanzaron Occidente en menos de dos siglos, y su influencia se refleja en los escritos de Roger Bacon, Witelo y John Pecham, quienes trabajaron en sitios lejano entre sí: Bacon en Oxford y Lincoln; Witelo en París, Padua y Viterbo, y Pecham en París y Oxford. Ellos constataron la difusión y aceptación de las nuevas fórmulas del pensamiento científico acerca de la visión y de los entes que participan en ella. Al iniciar el siglo xv el interés por la óptica adquiere una nueva dimensión, al incluir como problema no sólo la percepción, sino la representación del espacio. Esta nueva faceta añadía y, en cierta forma, opacaba el afán por entender el acto visivo y las formas en que la luz se constituía en una mediación entre el mundo material y el mundo divino. Dejando de lado las cuestiones metafísicas, los nuevos tratados poco tenían que añadir a sus fuentes árabes. Al parecer, antes del surgimiento de la perspectiva, se pensaba que los antiguos habían agotado las verdades matemáticas que merecían ser incluidas en los textos y sólo quedaba reproducirlas y, en ciertos casos, presentarlas en forma más transparente.
 
Las palabras poseían un peso inmenso durante la Edad Media. Una nueva forma de decir algo constituía un elemento nuevo del saber, pero el diseño de una técnica no se sumaba a lo que se consideraba el acervo intelectual de la humanidad. El acto de “hacer” formaba parte de las artes, que sin el apellido de “liberales” eran inapropiadas para los hombres cultos que dominaban la lengua de Cicerón. La superficie de un muro o una tela sobre un bastidor eran los medios para representar una escena e ilustrar un asunto religioso o cortés, pero quien creaba la escena no estaba considerado a la altura de los humanistas. En este contexto Leon Battista Alberti escribe Della Pittura y manifiesta su intensión de hacer de la pintura una de las “artes liberales”. El éxito de su empresa queda manifiesto cuando hablamos de la pintura y de otras expresiones del quehacer humano como “artes”.
 
Leonardo, lector de Alberti y consciente de la necesidad de establecer bases metodológicas y conocimientos basados en las propiedades y comportamiento de la luz, la anatomía del ojo y una teoría de la percepción que fuera más allá de las enseñanzas aristotélicas, se convirtió en un destacado representante de los nuevos impulsos del Renacimiento. Su labor forma parte del cambio de actitud ante lo que se consideraba una ocupación digna y que abriría un mar de posibilidades para la búsqueda del conocimiento utilizando nuevas herramientas, empresa en la que los problemas ópticos jugaron un papel determinante. Este nuevo espíritu dio lugar a una nueva civilización, a una sociedad tan diferente que a la vuelta de dos siglos no sintió pesar al bautizar como “época oscura” a la que le dio origen.Chivi66
Referencias bibliográficas
 
Alhazen. 1572. Opticae Thesaurus: Alhazeni arabis libri septem nunc primum editi… Risner Friedrich (ed.). Johnson Reprint, New York.
Euclides. 1996. Ottica. Immagini di una teoria della visione. Traduzione e note di Francesca Incardona. Di Renzo Editore, Roma.
Lindberg, David C. 1981. Theories of Vision from Al-Kindi to Kepler. The University of Chicago Press, Chicago.
Da Vinci, Leonardo. 1995. Libro di Pittura. Codice Vaticano Urbinate lat. 1270. A cura de Carlo Pedretti. Trascrizione critica di Carlo Vecce. 2 vols. Giunti. Firenze.
Ptolomeo, Claudio. 1996. Ptolemy’s Theory of Visual Perception. An English Translation of the Optics with Introduction and Commentary by A. Mark Smith. Transactions of the American Philosophical Society, Philadelphia.
Strong, Donald S. 1979. Leonardo on the Eye. English Translation and Commentary of MS. D in the Bibliothèque Nationale, Paris. Garland Publishing, Inc, New York.
J. Rafael Martínez Enríquez
Facultad de Ciencias,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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como citar este artículo

Martínez Enríquez, J. Rafael. (2002). Del ojo. Ciencia y representación. Ciencias 66, abril-junio, 46-57. [En línea]

 
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