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Biogeografía y darwinismo social
En este texto, el Dr. Bowler trata de responder la pregunta ¿hasta qué punto la ciencia se ve influenciada por los valores culturales, políticos e ideológicos del entorno en el que surge? Para ello, explora las formas en que las primeras generaciones de biogeógrafos han tratado de explicar, por medio de metáforas, el origen y la evolución de la vida.
Peter Bowler
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El tema de biogeografía y darwinismo social es, en mi opi­nión, una reflexión sobre un asunto de sumo interés para la historia de la ciencia, ya que tiene que ver con una pre­gunta: ¿hasta qué grado la ciencia interactúa con su en­torno, en este caso, con los valores culturales, políticos e ideoló­gi­cos? Mi actual trabajo sobre la ciencia popular está cen­trado en la pregunta de qué tan informada está la gente común sobre la ciencia y hasta qué grado los mismos científicos tratan de controlar la forma en que se disemina la informa­ción científica hacia el resto de la sociedad. Sin em­bargo, mi interés aquí va en el sentido opuesto, esto es, explorar hasta qué grado la propia ciencia refleja los valores sociales y hasta dónde hay una interacción directa de la forma en la que los científicos buscan describir el mundo natural y la forma en que la sociedad dentro de la cual viven per­cibe algunas de sus activi­dades.

El tema del darwinismo social es uno de los tópicos más de­batidos en la historia de la ciencia. Cuando era estu­dian­te de historia de la ciencia en la Universidad de Cam­bridge, hace ya más años de los que quisiera mencionar, original­men­te me dedicaba a las ciencias físicas, pero como podrán ver, hice carrera en la historia de las ciencias biológicas. La razón fue que uno de los mejores maestros en Cam­bridge era un personaje llamado Robert Young, quien era mar­xista y estaba muy interesado en la interacción del dar­wi­nis­mo y el pensamiento social conocido como darwinismo so­cial. Por mucho, era el conferencista más brillante; me vol­ví his­toriador de la teoría de la evolución básicamente por su in­fluencia, y en ese sentido fue el darwinismo so­cial el que me condujo hasta donde ahora estoy.

Como marxista, Robert Young estuvo muy preocupado por un debate que persistió durante largo tiempo sobre los orígenes de la teoría de la selección natural de Darwin y la búsqueda por vincularla con los valores políticos del ca­pitalismo del siglo XIX.
 
El capitalismo, el sistema de la libre empresa, depende de las ideas del individualismo y de la sociedad como un agre­gado de individuos esencialmente en competencia, don­de cada persona trata de tener éxito a expensas, hasta cier­to grado, de otros miembros de la sociedad. En el nivel de los individuos, la sociedad es esencialmente competitiva y desde los tiempos de Marx y Engels se ha resaltado que la teoría de la selección natural de Darwin parece re­fle­jar una imagen muy similar en los reinos animal y vege­tal, con cada especie constituida por poblaciones de in­divi­duos que com­piten entre sí. El resultado de la competencia es que los más aptos sobreviven y se reproducen mientras que los me­nos adaptados son desplazados y mueren, de modo que el mundo natural se ha edificado sobre el sis­tema de competencia del capitalismo del siglo XIX. Así, no sor­prende que al cons­truir la imaginería y las metáforas del capitalismo dentro de la biología, Darwin proporcionó los medios con los cua­les se justificaron quienes pretendían defender y promover el capitalismo, diciendo: “bien, Darwin ha mostrado que es así como funciona el mundo natural; la lucha y la competencia son parte integral de la propia naturaleza; por tan­to, es natural que los asuntos hu­manos deban seguir el mismo patrón esencial; de ahí que el sistema capitalista sea natu­ral e inevitable, porque es así como opera la naturaleza”.

Por supuesto, para quienes criticaban esta postura, in­clui­do mi mentor Robert Young y, en el siglo anterior, Marx y Engels, tal razonamiento muestra la circularidad de todo este asunto; primero se importa la política hacia la ciencia y después se usa la ciencia para justificar la política. Es cla­ramente un argumento circular.

Para quienes usaron este enfoque con el fin de criticar el darwinismo, la implicación es que existe algo sospechoso en el darwinismo como ciencia; que es una mala ciencia porque importa las metáforas y los modelos del capitalismo. Éste es el argumento que han usado tradicionalmente aquellos que creen que el darwinismo representa una dirección errónea hacia la cual se ha dirigido la biología.
 
No hablaré aquí de esa clase de darwinismo, sino acerca de la relación entre darwinismo y biogeografía, y de una ge­neración posterior de darwinistas sociales que se basaron, no sólo en la competencia individual del sistema capi­ta­lis­ta, sino en la competencia nacional y racial, que fue la ideología del imperialismo de fines del siglo xix, cuando las naciones europeas conquistaban el mundo, sometiendo a los pueblos de distintas regiones a su control político, en al­gunos casos esclavizándolos y exterminándolos, utili­zan­do el lenguaje del imperialismo para proyectar la ima­gen de es­pecies animales y vegetales que se extendieron por todo el mundo y, en algunos casos, ya habían despla­zado y ex­terminado formas tempranas que existían en el territorio conquistado.

Es un caso de importación del lenguaje político y de me­táforas hacia la ciencia que se usa para justificar la ideo­lo­gía misma, pero ahora no se tata de competencia indivi­dual al interior de una población, sino de competencia en­tre poblaciones, entre naciones, entre razas y, en el mo­delo biológico, entre especies. El problema esencial es saber cómo funciona esa interacción y si debe considerarse mala ciencia la que emplea metáforas políticas o ideológicas para construir sus propios modelos. Se necesita pensar con mu­cho cuidado en esa idea de mala ciencia, de ciencia políti­ca­­men­te corrupta, políticamente contaminada, ya que de hecho, muchas teorías científicas obtienen modelos, metá­foras e inspiración de fuentes externas, como la política, la re­li­gión y el mundo del arte; existen muchas fuentes de ins­pira­ción, y si se desecha cada teoría científica que use al­gún ele­mento de inspiración externa en la forma en que repre­senta la na­turaleza y se le considera como mala cien­cia, me temo que entonces no quedará mucha buena ciencia, si es que queda­ra alguna. Así que tenemos que ser muy cuidadosos para sa­ber de dónde vienen las metáforas; esto es particular­men­te importante en la escena política, cuando se usan las metá­foras para justificar el sistema. No estoy su­giriendo que to­memos una actitud relajada frente a este asunto, sino que de­bemos estar muy atentos sobre la forma en que la ciencia puede reflejar los valores sociales y ser así usada para de­fen­der ideologías particulares. Pero la idea de que si esto ocu­rre es razón suficiente para considerarla mala ciencia resulta problemática, porque si las metáforas realmente fun­cionan cuando se les pone a prueba en la naturaleza, me temo que tendremos que vivir aceptando el hecho de que funcionan bien, de que entonces sirven para hacer buena ciencia, incluso si no nos hace felices conocer la fuente de la cual provienen.

La ciencia y la expansión imperial

Ahora, tratemos de ver la interacción de la ciencia y el im­perialismo en las postrimerías del siglo XIX. Iniciaré con una breve mención de la relación práctica de la ciencia con el imperialismo; en particular, la recopilación de información sobre la distribución de animales y plantas por todo el mun­do. Un buen ejemplo es Charles Darwin a bordo del Beagle. ¿Por qué un barco de la marina británica pasó cinco años car­tografiando la línea de costa de Sudamérica? En sentido estricto, este caso no es imperialismo, porque los británicos no colonizaron directamente Sudamérica. Sin embargo, Gran Bretaña tenía una gran cantidad de comercio con esta re­gión y el objetivo del Beagle fue asegurar que el comercio fluyera libremente, proporcionándoles a los barcos me­jo­res mapas de las aguas que rodeaban las costas suramericanas. De modo que el Darwin del Beagle es en esencia parte del pro­yecto imperial, de la forma en que Gran Bretaña se las arreglaba para extender su control y su influencia alrededor del mundo, incluso en áreas donde no tenía colonias. Hubo muchos otros viajes con el mismo tipo de propósitos prácticos de controlar y manipular el mundo para los fines de la conquista imperial. Todos hemos oído sobre el viaje del Bounty, del capitán Bligh y del amotinamiento. Lo que hacía el Bounty era transportar el fruto del árbol del pan desde Tahití hasta las Antillas para alimentar a los esclavos de las plantaciones de caña de azúcar. Esa vez, por supuesto, no llegó debido al motín; todos recordamos a Marlon Brando en la famosa película sobre ese episodio, pero lo que fre­cuentemente se olvida es que el capitán Bligh fue reivindicado a su regreso a Inglaterra, que volvió a transportar el fruto del árbol del pan a las Antillas y como el proyecto para alimentar a los esclavos no funcionó, el barco se dedicó a colectar plantas y animales para propósitos prácticos del imperio.

En el siglo XIX se fundaron varios jardines botánicos, el Kew Garden, en Londres, se convirtió en un centro de re­co­pilación de información sobre las plantas de todo el mun­do y particularmente del imperio, pero también en un cen­tro para analizar la adaptación de las plantas europeas a los paí­ses extranjeros, donde podían usarse como cultivos co­merciales, así como para llevar plantas de los nue­vos terri­torios al imperio. De igual manera, el Jardin des Plantes sir­vió como centro para la ciencia imperial francesa. Así, el caucho de Sudamérica se llevó al Sud­es­te de Asia, donde se convirtió en la base de toda una nue­va in­dus­tria, y como éste, hay muchos otros casos. La fun­da­ción de jardines botánicos en la India, Su­dáfrica y Australia ­sirvió para fines similares, permitiendo la aclimatación de plantas que interesaban a las metrópolis. La ob­tención de in­for­mación para crear el cuerpo de conocimientos sobre el cual funcionó la biogeografía del siglo XIX fue posible gracias a la expansión del imperio y al papel prác­tico de la ciencia, de modo que no es ningún acciden­te que la ciencia y el im­perio se hayan hermanado en ese siglo.

El asunto aquí es el uso que hicieron los científicos de la información obtenida mediante este proceso de expansión imperial, y el punto que quiero desarrollar es que el intento por explicar la distribución de animales y plantas por todo el mundo utilizó estas metáforas del imperialismo, de la conquista, la exterminación, la lucha y el conflicto. Esto representa una nueva forma de darwinismo social, ba­sada en la lucha entre los imperios y las naciones, em­pleada para modelar la lucha entre las especies cuando querían ocu­par más territorios en el mundo.

Las regiones biogeográficas

A mediados del siglo XIX los europeos habían obtenido la in­formación que requerían para dividir el mundo en provincias botánicas. El mapa que en esta página mostramos es producto de los intentos por dividir el mundo en regiones biogeográficas. Se caracteriza por la unión de Norte­amé­rica y Eurasia en una sola región holártica; Sudamérica es la re­gión Neotropical, el sur de África la Etiópica, la Oriental incluye la India y el Sureste de Asia, y la región Austra­liana en el extremo sur. Una división del mundo de acuerdo con sus habitantes animales y vegetales básicos. Se ha su­ge­rido que está hecha con base en la división del conti­nen­te euro­peo en naciones. Los límites que se dibujan en­tre re­giones son exactamente análogos a los que marcan la di­visión en­tre Francia, Alemania y España, por lo que he di­cho que es un modelo estático basado sobre límites políticos estáti­cos, aunque por supuesto, los límites pueden cambiar debido a que las naciones van a la guerra y se conquistan te­rri­torios unas a otras, lo cual lleva a intentar explicar las re­gio­nes en que está dividido el mundo, tal como podemos ver en este mapa, en términos de migración y evolución, de la expansión de poblaciones desde centros de origen has­ta nuevos territorios que las especies invadían y ocupaban. Janet Browne, quien escribió una importante biografía de Darwin, subrayó el uso del lenguaje de conquista y exter­mi­nación en el trabajo del autor de la teoría de la selección na­tural y de su colega botánico Joseph Dalton Hooker. Éste es el enfoque que quiero seguir y parte del cual lo he ex­pre­sado en mi libro Life’s Esplendid Drama.

Gran parte de este proyecto no despegó directamente del trabajo de Darwin, sino del de su colega Alfred Russel Wa­llace, mejor conocido como codescubridor de la selección natural; aunque personalmente no me tomo muy en serio esta historia. De cualquier forma, Wallace es un científico de primer nivel. En 1876 publicó un libro en dos vo­lúmenes, La Distribución Geográfica de los Animales, en el cual trató de explicar ese patrón de distribución en términos del origen de las especies y su dispersión hacia nuevas re­giones del mundo, y el lenguaje que empleó fue el mismo que el usado por Darwin y Hooker, aludiendo explícita­men­te a términos de migración y conquista. Lo que ­quiero re­saltar aquí es que puede usarse un lenguaje diferente al del imperialismo, uno menos cargado políticamente, para des­­cribir el proceso mediante el cual una especie se origina en un lugar y después se expande para ocupar un territorio en otro. Se puede hablar de migración o emigración, que no necesariamente implican conquista y exterminio. Ni siquie­ra es ineludible pensar que las especies tienen algún tipo de imperativo para extenderse hacia nuevos territorios. Al­gunos biólogos pensaban que las especies estaban comple­tamente a gusto en el lugar donde fueron creadas o donde evolucionaron y que no se moverían de allí a menos que fue­ran forzadas por presiones ambientales. Pero la gran ma­yoría de los biogeógrafos de finales del siglo xix suponía que las especies tenían una tendencia natural a expandir el territorio que ocupaban. Una noción derivada del princi­pio malthusiano de expansión de la población, la cual siem­pre tiende a extender cada vez más su suministro disponible de comida, y ello implica que las poblaciones tratarán de procurarse nuevos territorios, provocando lo que De Can­dolle llamó “la guerra de la naturaleza”, una lucha compe­titiva entre las especies en la cual una buscará adentrarse en el territorio de sus vecinos, y si puede, ocuparlo con éxi­to, conduciendo a sus habitantes originarios a la extinción.

Aquí cito al propio Wallace: “Los animales se multiplican tan rápidamente que podemos considerar que continuamen­te tratan de extender su área de distribución y, de esta for­ma, cualquier nueva porción de tierra que haya emergido del océano, inmediatamente se ve poblada por una multi­tud de habitantes que compiten entre sí, siendo los mejor adaptados los que tendrán éxito para retener sus posesiones”. Un lenguaje similar se encuentra en un atlas de zoo­geo­grafía publicado por la Royal Geographical Society en 1911, en donde se cita: “En la permanente lucha por la su­premacía, la tendencia natural de cualquier especie que sea exitosa es extenderse sobre un área cada vez más amplia, lu­chando para expandir su territorio”. Este proceso de expan­sión es descrito en un lenguaje imperialista de invasión y conquista, incluso tal vez de colonización y exterminación. En biogeografía hubo quienes se resistieron y trataron de en­contrar otras formas de explicación, pero en general fue­ron una minoría.

La migración norteña

A principios del siglo xx este modelo se hizo muy común. En 1914, el paleontólogo canadiense-americano William Di­ller Matthew afirmaba que ocurrieron grandes invasiones de los animales norteños hacia Sudamérica cuando el Istmo de Panamá se elevó, lo que permitió que tales animales, usando sus propias palabras, barrieran con todos los grupos nativos, en un flujo de colonización y exterminio que provenía del norte, un proceso de oleadas sucesivas.

En otro libro llamado La Invención del Progreso he descri­to los paralelismos entre las metáforas del surgimiento de los grupos animales en evolución, el de los dinosaurios, y el del Imperio Romano y de otros grandes imperios de la historia humana. Se trata de una suposición de que cada gru­po exitoso, sea de animales o de naciones imperialistas, después de expandirse y conquistar nuevos territorios, de­cae y retrocede gradualmente conforme el siguiente poder imperial lo empuja y lo desplaza, de modo que en este mo­delo está la noción de olas de expansión.

Una de las ideas más poderosas de este modelo es que la fuente real de todos los nuevos grupos exitosos de ani­ma­les y de plantas en el curso de la evolución es la región ho­lártica, como se muestra en el mapa de la página anterior. Norteamérica y, especialmente, Eurasia se muestran como los centros más activos de la evolución progresiva, desde los cuales migran olas de tipos cada vez mejores ha­cia Sudamérica, África y a través de Asia hasta Australia. La mejor forma de ilustrar este concepto es el trabajo de W. D. Matthew, quien usó una proyección centrada en el Polo Norte, alrededor de la cual están las grandes masas de tierra emergida. Creía que el norte, donde el clima es más severo, estimulante y desafiante, suministraba la mayoría de grupos animales superiores, pues allí se crían las especies exitosas que tienen que luchar contra el frío y la esca­sez de alimentos. Esta lucha contra un ambiente severo lle­va a la evolución a ser cada vez más progresiva.

Mientras tanto, las regiones sureñas, que están en la pe­riferia, tienen condiciones ambientales menos severas, y aunque ciertamente allí ocurre un proceso de evolución, no es progresiva, sino que simplemente produce adaptación lo­cal. El recinto real del progreso es el norte, donde evolu­cio­nan las especies exitosas, expandiéndose hacia la periferia, en todas las direcciones que pueden. Así, desde Norte­amé­rica presionan el sur, Sudamérica; las de Eurasia presionan África, India, el sureste de Asia y finalmente Australia, de modo que tenemos una serie de grupos migrantes descendiendo hacia el hemisferio sur desde el centro de evolución progresiva localizado en el norte.

Así, Climate and Evolution de Matthew promovió esta ima­gen de la poderosa casa septentrional de la evolución, de la misma forma en que Darwin lo hizo del poder norte­ño de evolución, desde donde las especies se expanden suce­sivamente hacia el sur.

Pues bien, esto conduce a un modelo de distribución de plantas y animales en el cual las regiones sureñas, Sud­amé­rica, África y particularmente Australia, son considera­das como áreas donde las formas de vida más primitivas evolucionaron durante largo tiempo en el pasado, quedan­do al margen al ser empujadas hacia la periferia por las es­pe­cies más exitosas que evolucionaban en el centro. De esta forma, lo que se espera es tener animales y plantas más avanzados en el norte y formas más antiguas en la lejana periferia.
Los mundos perdidos

En ese entonces, Australia fue ampliamente identificada como la fuente de animales primitivos. El ornitorrinco y otros mamíferos primitivos que posiblemente se originaron en el Mesozoico, quedaron allí como relictos, en un área ais­lada, protegidos hasta cierto grado por el agua de la in­vasión de los tipos superiores provenientes del norte. Así sur­ge la imagen de que en las partes periféricas del mundo sobreviven remanentes de las formas más primitivas de vida. Son los mundos perdidos. Seguramente algunos recor­darán la famosa historia de Sir Arthur Conan Doyle de El mundo perdido, precisamente publicada en esta época, en 1912. Se trata de unos exploradores británicos que fueron a descubrir una tierra en Sudamérica, donde por un accidente de la geología sobrevivían aún ciertas formas de vida antigua. Hallaron dinosaurios y hombres de la edad de pie­dra, así como una amplia variedad de especies de periodos geológicos remotos. Es un cuento inverosimil aunque es una historia maravillosa que resume la noción de que en las regiones remotas del sur pueden encontrarse relictos de la evolución pasada, relegados y preservados hasta el pre­sen­te. Australia fue identificada como el relicto más obvio de formas sobrevivientes del Mesozoico.

Recientemente descubrí otra versión de esta historia. En un libro sobre la exploración del Polo Sur, en particular, el famoso viaje del capitán Scott, explorador británico que llegó allí en 1911 y encontró que lo había derrotado el ex­plo­rador noruego Amundsen, así como el pasaje de la muer­te de Scott y su equipo al regresar hacia su campamento base.

Los británicos lo consideraron como una especie de triun­fo irónico, porque al menos Scott y su equipo fueron buenos científicos y no simples exploradores; muchos no saben que al morir llevaban cincuenta kilogramos de mate­rial geológico, lo cual refleja una dedicación hacia la cien­cia tan grande que no abandonaron sus colecciones ni para sal­var sus propias vidas.

Pero esa no es la historia. Justo antes del viaje al Polo Sur, otros tres miembros de su expedición fueron a buscar, en una remota parte del continente antártico, al pingüino em­perador. Querían colectar sus huevos y llevarlos para investigación embriológica. Casi mueren en el intento, pues los atrapó una tormenta de nieve y cuando regresaron al cam­pamento base, el capitán Scott les dijo que nunca había visto a tres hombres tan cerca de la muerte como lo habían estado ellos. El líder de la expedición, un hombre con el im­probable nombre de Garrard, describió este episodio en un libro llamado El peor viaje del mundo.

¿Para qué fueron a buscar huevos? Porque circulaba la teoría de que los pingüinos eran las aves más primitivas, los relictos más primigenios de las aves orillados a los límites extremos de la Tierra. Los habían desplazado de Australia al continente antártico. La idea no tiene absolutamente nin­gún sentido; por supuesto, los pingüinos son aves especia­lizadas, pero la teoría fue elaborada, y era promovida por la expectativa de que se encontrarían los tipos más primiti­vos en el mundo perdido, en la periferia más lejana del sur, idea ampliamente extendida. Mi opinión es que esta noción de la expansión desde el norte y la conquista de tipos su­pe­riores que de ahí provienen es parte de un imaginario vie­jo y de metáforas usadas para describir el proceso por medio del cual el mundo es poblado por animales y plantas.

Así, se importa el lenguaje del imperialismo y la conquis­ta a la ciencia, pero también camina en sentido contrario, porque si se cree que este modelo es adecuado para anima­les, también puede serlo para la especie humana, y cuando se trata de describir la evolución de la última, entonces se asume la sorprendente premisa de que las razas más primi­tivas que sobreviven actualmente serán aquellas que están en la periferia, y las razas superiores, adivinen…, estarán en el norte. Esto, se acopla directamente con la idea de la su­premacía del hombre blanco, ya que sugiere que los habitantes de otras partes del mundo son primitivos, formas tempranas de humanos empujados hacia los márgenes, qui­zá sobreviviendo allí por barreras biogeográficas protecto­ras. Por ello, en la paleoantropología de fines del siglo XIX y principios del XX, los humanos sobrevivientes más primi­tivos, para usar el lenguaje de ese tiempo, eran los aboríge­nes australianos. Como las formas primitivas de animales se encuentran en Australia, los humanos también estuvie­ron aislados y protegidos en ese continente, conducidos ha­cia el sur por la emergencia de razas superiores del norte. William John­son Sollas, paleoantropólogo de principios del siglo XX, describió a los aborígenes de Australia como nean­der­thales vivientes. Relación que pronto desapareció, pues los neanderthales no se consideraban humanos, pero la idea de que los australianos son las formas humanas más primi­tivas perma­neció.

Otro famoso paleoantropólogo de ese tiempo, Sir Arthur Keith, afirmó que si quisiéramos entender por qué los hu­manos modernos extinguieron a los neanderthales, debíamos observar lo que ocurría en Australia, donde la gente blan­ca estaba exterminando a los aborígenes. La idea de con­quista y exterminación de los tipos inferiores por la invasión de los tipos superiores es explícitamente usada por los blan­cos, que se ven a sí mismos como la raza superior, para jus­tificar el exterminio.

Así, el lenguaje del imperialismo es empleado para justificar la conducta de las naciones imperiales del mundo mo­derno. Y este es el fin de mi historia, que concluiré con algunos breves comentarios sobre el asunto de si creemos que el darwinismo y los modelos biogeográficos de fines del siglo XIX y principios del xx estuvieron plagados del lengua­je de una ideología política.
¿Podemos decir que fue una mala ciencia, una ciencia con­taminada?, ¿tendremos que demeritar toda la teoría dar­winiana como un callejón sin salida por el que los científi­cos han transitado guiados por sus prejuicios políticos?

Las metáforas en la ciencia

Muchos biólogos modernos creen que siempre han existi­do metáforas de modelos e interpretaciones que han de­sem­peñado papeles válidos, inspirando a los científicos en la construcción de modelos funcionales de la naturaleza, así que creo que deberíamos ser muy cuidadosos antes de deme­ritar a la ciencia que usa su inspiración de modelos deri­va­dos de la política, la religión o el arte. No deberíamos ser rudos y describirla como mala ciencia porque en ese caso quedaría muy poca ciencia. Sin embargo, actualmente de­bemos ser extremadamente cuidadosos cuando examinamos las formas en que la gente busca usar la ciencia para justificar posiciones políticas. Si la ciencia refleja la sociedad en la que funciona, difícilmente sorprende que entonces la sociedad pueda usar a la ciencia para justificar algu­nos va­lores. Y así, sin pretender demeritar ninguna materia como mala ciencia, considero el tema que hemos esbo­za­do como una valiosa lección que nos enseña que debemos ser extremadamente cuidadosos al examinar la forma en que la ciencia refleja la naturaleza, y particularmente la for­ma en que esas representaciones son descritas por la gen­te común, porque éstas son usadas para justificar sistemas políticos. Por ejemplo, todos podemos constatar el mal uso que actualmente se hace de la genética. Así, la historia nos proporciona una valiosa lección al advertirnos que debemos tener mucho cuidado para determinar de dónde viene la ciencia y reconocer esta circularidad que justifica un va­lor del sistema mediante una ciencia que en sí misma re­fleja ese valor del sistema.
Peter Bowler
Queen’s University of Belfast,
Reino Unido.
Nota
 
Texto de la conferencia impartida el viernes 28 de octubre de 2005 por el Dr. Peter Bowler en el auditorio Carlos Graef de la Facultad de Ciencias, Ciudad Universitaria.
Traducción
 
A. Alfredo Bueno Hernández y Carlos Pérez Malváez.
Referencias bibliográficas
 
Bowler, P. J. 1996. Life’s splendid drama. The University of Chicago Press. Chicago y Londres.
Bowler, P. J. 1990. The invention of progress: The Victorians and the past. Blackwell. Oxford.
Matthew, W. D. 1915. “Climate and evolution”, en Ann. New York Acad. Sci., núm. 24, pp. 171-416.
Peter J. Bowler es un destacado historiador del darwinismo, tema sobre el cual ha publicado una vasta obra, tanto en libros como en revistas especializadas. Algunos de sus libros se han convertido en clásicos. Actualmente es profesor de la Queen’s University of Belfast, en el Reino Unido. Fue vicepresidente de la British Society for the History y presidente de la British Society for the History of Science.
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como citar este artículo

Bowler, Peter. (2006). Biogeografía y darwinismo social. Ciencias 84, octubre-diciembre, 4-13. [En línea]
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