La especificidad inmunológica, historia, escenarios, metáforas y fantasmas |
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Tania Romo González, Enrique Vargas Madrazo y Carlos Larralde
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El espíritu humano no refleja el mundo
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El avance de la ciencia ha contribuido a mostrar que las cosas y la capacidad de percibirlas, de expresarlas lingüísticamente y de reaccionar emocionalmente ante ellas cambian con el tiempo. Esto debilita los supuestos de universalidad e inmutabilidad de la verdad científica, al socavar la creencia de que existe un mundo independiente de la percepción que puede conocerse mediante el método científico, como lo postula la dualidad cartesiana sujeto-objeto. Esta última promovió la utilización irreflexiva de metáforas en la ciencia, las cuales no son igualmente válidas para lo actualmente percibido. Esto provocó errores en la concepción de los vocablos y conceptos al dar la impresión de que son asuntos resueltos. Con ello se desestima que el conocimiento no es producto de una observación o percepción dual sujeto-objeto, sino que depende fuertemente de la constante relación entre el ser y su conocer. La confusión entre objeto-proceso y lenguaje, así como la accidentada reconstrucción de conceptos, podría conducir a teorías anquilosadas, anquilosantes e inapropiadas en el tiempo, dogmas que atrapan o inmovilizan la dualidad sujeto-objeto.
En diversas ramas de las ciencias hay numerosos ejemplos de estos problemas epistemológicos. Tal es el caso de la especificidad, propiedad adscrita a la materia, de enorme importancia para diversas ciencias. En muchas disciplinas biológicas se usa con gran soltura, asumiéndose como establecida y de causa plenamente conocida. En inmunología se utilizan varias metáforas sobre su funcionalidad, particularmente en la teoría referente a la interacción de actores. En los escenarios de la inmunología y de otros fenómenos biológicos, numerosas corrientes de pensamiento o paradigmas han incidido en el establecimiento de la especificidad, pero las dificultades para definirla provienen de que se trata de un problema epistemológico, y no solamente de uno observacional. Un gran número de fenómenos biológicos suceden tras la reacción de asociación de dos moléculas: un receptor y un ligando. Las propiedades de esa reacción suelen estudiarse en el contexto de la ley de acción de masas, “a temperatura y presión constante la velocidad de una reacción es proporcional al producto de las concentraciones de los reactivos”. Algunos ejemplos de estas reacciones son enzima-sustrato, antígeno-anticuerpo, hormona-receptor, neurotransmisor-receptor y hemoglobina-oxígeno. Todas demandan cierta especificidad entre los reactantes involucrados; es decir, que la reacción ocurra entre un tipo y número limitado de los distintos reactantes posibles presentes en el entorno. La especificidad de la reacción limita la operatividad y la conectividad de cada molécula ante un conjunto de opciones enormemente diverso. Por tanto, es la clave de la fisiología ordenada, la vida saludable y su reproducción, lo cual parece implicar que sus violaciones conducen a la enfermedad y la extinción. Algunos ligandos pueden tener un amplio rango de especificidades; por ejemplo, ser a la vez sustrato, antígeno, hormona y neurotransmisor. Pero su identidad funcional depende de con quién se asocia —enzimas, anticuerpos, receptores de membrana, etcétera. No así los receptores, cuya funcionalidad es más estrecha; por lo general, los anticuerpos no son enzimas, ni operadores de redes neuronales. Entonces, la especificidad no depende sólo de alguna de las moléculas reactantes, sino también de la conectividad de éstas con el entorno. Los orígenes del término En biología, la especificidad surge de un esfuerzo por ordenar los seres vivos en grupos —especies— que comparten un alto número de características fenotípicas —ahora genotípicas—, las cuales los distingue del resto. La posición biofilosófica respecto al grado de distinción entre los grupos o conjuntos de organismos conduce a dos grandes paradigmas o paisajes mentales: el discreto, donde se define a especies aisladas rígidamente entre sí; y el continuo, que define un solo conglomerado de individuos con núcleos de similitud o diversidad de límites evanescentes, designado con el término de biomasa. Según lo anterior, la especificidad se refiere a atributos que son directamente dependientes de lo material que reside en el objeto y describe la exclusividad de un grupo limitado de individuos. Mientras que en el primer paisaje mental, la especificidad es más bien una propiedad de las cosas y lo específico un adjetivo que se aplica a una cosa o conjunto de cosas y denota su grado de exclusividad. De acuerdo con esto, en el paisaje continuo no cabe la especificidad. Desde que Linneo propuso su primera clasificación de las plantas, los términos especie y especificidad han sido objeto de enorme debate. Lamarck cuestiona a Linneo, afirmando que la división de la biomasa en clases, órdenes, familias y géneros son artefactos o dispositivos introducidos por los humanos por la conveniencia de simplificar para entender. La biomasa, según el lamarckismo o neolamarckismo, es realmente un continuo donde las barreras intraorganísmicas carecen de rigidez y el ambiente desempeña un papel central en la evolución de los organismos. Sin embargo, a pesar de la fascinante intuición de Lamarck, fueron el darwinismo y el neodarwinismo, con su selección natural de las especies, los que históricamente llegaron a dominar la teoría de la evolución. Esto tuvo un gran impacto en el establecimiento y arraigo de los términos especie y especificidad, ya que no sólo se aplican libremente en disciplinas particulares, sino también en distintos niveles de organización al construir lógicas de interrelaciones sobre la base de estos conceptos. Por ejemplo, la afirmación de que las especies difieren en grados de organización y están en constante competencia y conflicto provocó la ubicación de los microrganismos en una categoría inferior y potencialmente dañina. Esta postura fue adoptada en los trabajos de Koch, en la asociación específica de los microrganismos con la enfermedad, y posteriormente por la inmunología, donde el sistema inmune es visto como un instrumento de defensa de los vertebrados contra seres inferiores. Paisaje muy distinto del pensamiento de Lynn Margulis y su teoría simbiótica, en la cual no existen organismos superiores e inferiores, pues todos los seres vivos son igualmente evolucionados, y donde los límites artificiales para definir especie son fuertemente cuestionados. La generación del conocimiento no es lineal como se piensa, los vicios, virtudes y creencias culturales de antaño con frecuencia son arrastrados e integrados bajo la innovación que homogeniza. Las distinciones rígidas de los microrganismos en especies se colaron a la medicina sugiriendo una relación específica y unívoca entre los agentes causales y las distintas enfermedades. Para la infectología esto significa que los microrganismos pasan a la categoría de enemigos y se justifica su destrucción por poderosos y letales principios antibióticos. Sólo con los más recientes avances de la genética molecular a través de la secuenciación de genomas, el darwinismo ha perdido fuerza y las ideas de Lamarck empiezan a revalorarse, aunque aún son vistas con sospecha por la ciencia normal. Por ejemplo, algunos hallazgos recientes establecen parentescos antes insospechados entre bacterias y virus, fortaleciendo el planteamiento de teorías como la de Gaia —término acuñado por James Lovelock. Gaia corresponde a la totalidad de los organismos vivos, de su medio atmosférico y del terreno de nuestro planeta, el cual presenta numerosos atributos de macrorganismo complejo interdependiente. Esta compleja integración global es el resultado de la interacción simbiótica y coevolutiva de los escenarios de adaptación de las formas vivas que lo integran. En este esquema coevolutivo de Gaia los movimientos de un organismo deforman los escenarios de adaptación de otros. El ambiente desempeña el papel de agente perturbante, pero al mismo tiempo es perturbado. Los cambios estructurales en los organismos individuales no están determinados ni instruidos exclusivamente por el medio, sino que se trata de una compleja red interactiva en donde la historia evolutiva —o deriva natural— es producto de mutuos cambios estructurales entre el ser vivo y el medio, desencadenados por agentes perturbantes y determinados por la estructura de lo perturbado. Esta visión está muy alejada del paisaje mental construido por el neo-darwinismo, en el que el material genético —adn y arn— es el único capaz de controlar, codificar y heredar la información esencial del organismo vivo, y el ambiente sólo opera como conformador de los límites y detalles del organismo. La visión compleja de la vida propone que la información reside en la dinámica —epigénesis— del metabolismo y funcionamiento de la célula, del organismo en su totalidad y, más aún, en sus relaciones con su medio y, en general, con el entorno planetario. En este planeta simbiótico, las bacterias y virus —y todo ser viviente— son protagonistas de la vida y de la evolución y no sólo agentes causales de enfermedad o máquinas biológicas de producción de alimentos y fármacos para los humanos. En inmunología, la inclinación hacia la validación conduce a la construcción del concepto de especificidad como la capacidad de discernimiento inmunológico entre distintos antígenos. Esta propiedad le confiere a los vertebrados la capacidad de distinguir entre lo propio y lo ajeno, lo peligroso y lo inocuo, o entre individuos y especies. En el otro límite, la teoría de Gaia y otras teorías particulares, como la de la red inmune, cuestionan la interpretación de la especificidad inmunológica entendida como un armamento exclusivamente de defensa contra invasores peligrosos. Desde la visión sistémica se vislumbra al sistema inmune como un agente interlocutor no necesariamente belicoso entre las partes que constituyen un organismo, y entre organismos y ambiente. Así, se construye una visión muy distinta de la fisiología inmunológica, que coordina los intereses individuales con los globales de los seres vivos. Visión alternativa a la representada por las metáforas militares entre naciones hostiles, en la que los invasores de un organismo son vistos como una amenaza a la vida o a la identidad y son atacados por armamentos moleculares o celulares. Lo anterior muestra que el conocimiento está atado espacio-temporalmente a un contexto histórico, que la aceptación y dominio de los conceptos de especie y especificidad en biología se estableció también en inmunología. Ello hizo posible adoptar las metáforas sociales propio-ajeno y peligroso-inocuo como la función inmunológica, instrumentada por familias de moléculas —antígenos-anticuerpos, antígenos-mhc, receptores de células T— cuya interacción conduce a procesos biológicos subsecuentes de aceptación-extrañamiento o salud-enfermedad. Bajo este esquema, los isoantígenos representan las cédulas de identidad única y los aloantígenos el pasaporte de los ciudadanos de un país, mientras que los anticuerpos corresponden a los padrones de registro individual o ciudadano. Un ovillo de metáforas seductoramente congruentes con sus orígenes darwinianos de especiación y al mismo tiempo suspicazmente antropomórficas. El arquetipo molecular La especificidad inmunológica aparece en varios niveles de organización biológica —molecular, celular, individual y poblacional—, pero la tradición reduccionista asume que en el nivel molecular radican todas las otras que se manifiestan en los otros escenarios —la especificidad de las vacunas, de las metodologías de diagnóstico, de la comunicación celular, etcétera. A partir de la especificidad de la interacción de las moléculas del antígeno y el anticuerpo se han construido las teorías imperantes que explican el origen y naturaleza de la diversidad y funcionamiento del sistema inmune. Por las facilidades técnicas que ofrece, las propiedades conocidas de la reacción antígeno-anticuerpo se han convertido en el arquetipo de las reacciones entre receptores y ligandos en otros escenarios fisiológicos. La visión de Koch, que implicaba una relación uno a uno o específica entre el microrganismo y la enfermedad infecciosa, fue traspasada al contexto de los anticuerpos y los antígenos. En ese marco, Ehrlich propone su famosa metáfora de la llave-cerradura, la que aparea un tipo de anticuerpo para cada tipo de antígeno. Gruber polemiza contra la visión de la especificidad de Koch y de Ehrlich; su postura fue heredada por Landsteiner, su estudiante, quien propone una visión más simple en la que los diversos anticuerpos no son predestinadamente específicos, sino que todos —o al menos muchos— reaccionan con distinta afinidad a diversos antígenos, siguiendo reglas dictadas por la composición de su estructura química. No obstante, sus paisajes mentales no son discretos y excluyentes de forma absoluta, por lo que paralelamente a sus discrepancias, estos y otros autores compartían una visión exclusivamente química y aislacionista de la interacción antígeno-anticuerpo. Después, Pauling propondría que los anticuerpos se acomodan con el antígeno que confrontan, el cual le sirve además de molde o instructor para su configuración espacial. Las contribuciones realizadas por Landsteiner y Pauling para el entendimiento de las bases bioquímicas de la especificidad resultaron trascendentales, pero al mismo tiempo profundamente controvertibles. Por una parte, complejizó el requisito químico de la especificidad al agregarle requerimientos geométricos de complementariedad en las moléculas reactantes, lo cual permite una cercanía entre grupos químicos para que la interacción sea energéticamente significativa. Por otra parte, la propuesta de Landsteiner y Pauling empujaba hacia una visión flexible y maleable de los requerimientos de unión con el antígeno, perspectiva aceptada sólo durante unos años, para luego ser violentamente rechazada y ridiculizada. El rechazo se basó en que aparentemente violaba el principio fundamental del plegamiento de las proteínas e implicaba que con un solo gen de inmunoglobulina se podía resolver todo el problema de la diversidad de especificidades del sistema inmune. Numerosas evidencias que contradecían estas afirmaciones aparecieron en los años sesentas y setentas. En nuestra opinión, la tragedia que implicó el rechazo de la hipótesis instruccionista es que arrastró en su descrédito no sólo la visión de que era el antígeno el que guiaba el anticuerpo en la construcción de su especificidad, sino también una visión flexible y contextual del fenómeno de la especificidad. La metáfora de la llave y la cerradura En el nivel molecular, la especificidad es un concepto sumamente contradictorio. Por una parte genera un ánimo de seguridad en las personas que lo usan porque parece estar sólidamente fundamentado en evidencia estructural bioquímica, la cual postula un modelo llave-cerradura rígido. Por otro lado, es un concepto vago, sin definición, que se explica a través de metáforas. Fred Karush, uno de los pocos inmunólogos interesados en la historia de su disciplina, afirma que las metáforas “son vehículos para la formulación de los conceptos más básicos […] se asocian con experiencias humanas de naturaleza biológica y cultural en otro contexto o escenario […] nombran o caracterizan un fenómeno o idea nueva por medio de referencias a conceptos con los que ya se está familiarizado, provocando la sensación de entenderla con explicaciones de otra”. Actualmente, la metáfora de la llave-cerradura impera en la especificidad inmunológica a nivel molecular, porque en el paisaje mental de la inmunoquímica, la visión en los últimos cien años siempre se refiere a una complementariedad molecular química y geométrica entre antígeno y anticuerpo. La disputa básica respecto de si la llave-cerradura es rígida o ajustable no cuestiona las entrañas de la visión aislacionista-mecanicista que deposita toda la información relevante para la especificidad en la estructura de las moléculas interactuantes. Por otra parte, en relación con el origen de los anticuerpos —las cerraduras— históricamente han existido dos versiones predominantes: la cerradura es prehecha, según Ehrlich, o es hecha al instante, según propuso Pauling en el modelo instruccionista. El primero propone que las estructuras moleculares complementarias del antígeno y del anticuerpo existen sin necesidad de la presencia del otro en su elaboración, su única restricción es que las moléculas interactuantes tengan un choque eficiente. Landsteiner agrega a esta visión el que la reacción específica depende de la composición química de las regiones moleculares interactuantes. En contraste, los instruccionistas imaginan que el antígeno dirige la formación y plegamiento del anticuerpo, como si fuera un molde, durante la confrontación antígeno-anticuerpo en cierto espacio-tiempo. En sus últimos años, Landsteiner se suma a la visión intruccionista. Para ambas versiones, la estabilidad de la unión antígeno-anticuerpo se mantiene por la suma de fuerzas relativamente débiles, donde los puentes de hidrógeno, las fuerzas electrostáticas y la interacción hidrofóbica son predominantes. Actualmente, la versión de complementariedad química de Landsteiner, integrada y enriquecida con la hipótesis geométrica —la analogía de la llave-cerradura prehecha de Ehrlich—, constituye la visión con la que mejor se explica la especificidad. La introducción de la química a la biología favoreció a Landsteiner; luego, la de la difracción de rayos X y la resultante visualización de las estructuras cristalográficas fuera de su contexto natural, apoyaron fuertemente la visión aislacionista de la metáfora llave-cerradura de Ehrlich. La asociación de la diversidad funcional de los anticuerpos con la diversidad genética de las inmunoglobulinas terminaría por fortalecer la teoría determinista de Ehrlich y desechar la instruccionista. Quizás una mezcla de características químicas y espaciales en los reactantes en interacción flexible con el entorno ofrezcan acercamientos más amplios a la fenomenología inmunológica. Tan ecuánime propuesta aún no es bienvenida en los fragores de las disputas sobre la especificidad inmunológica, y menos aún si implica amplios márgenes de plasticidad y codeterminación en la molécula del anticuerpo durante la reacción con el antígeno. Es evidente que las concepciones de científicos de épocas anteriores, que generaron las bases de la inmunología, son ajustadas para embonar según los paisajes mentales de épocas modernas. En ocasiones estas transfusiones de metáforas entre épocas ocurren sin conciencia de ello, lo que puede generar una transformación interpretativa que asume hechos que tal vez no existieron en absoluto, fantasmas. La metáfora llave-cerradura tiene tal encanto intuitivo que se investiga poco sobre ella, manteniéndose casi incólume tras ser propuesta al final del siglo xix y principios del xx. Aparece y discurre en multitud de textos como cosa sabida, confiable, fundamento incuestionable en los debates, no obstante las dificultades en su definición formal, en su medición y en la gran cantidad de evidencias que a lo largo del siglo xx existieron acerca de su implícita plasticidad ante lo circunstante. La metáfora llave-cerradura transita por nuestras mentes libre de sospechas, despreocupada de sus carencias y tortuosidades metafóricas y de los tropezones al paso, tales como la intrigante analogía de la llave-maestra del conserje —anticuerpo multiespecífico— o la de las ganzúas de los pillos —un antígeno acomodaticio para cualquier anticuerpo. Además, se generaliza a otros escenarios y a otros niveles de organización biológica en cuyo acontecer se supone subyace alguna llave y alguna cerradura, como en ciertos fármacos, hormonas, endorfinas, neurotransmisores, etcétera, cuyos efectos se explican postulando la existencia de receptores no siempre buscados y demostrados, y rara vez formalmente estudiados en cuanto a su especificidad. Su universalidad es indiscutible, se le encuentra sin mayor dificultad en todos lados, desde los rompecabezas de los niños, los tornillos y las tuercas, los enchufes electrónicos y muchos otros artefactos de nuestra industria, hasta en la estructura de los ácidos nucleicos y su consecuente genética. Quizás es la materialización de una fisiología del conocer, del entender y del pensar históricamente determinados, e implica una visión anquilosada sobre la naturaleza de la naturaleza, donde siempre imperan imágenes pareadas, disyuntivas y antitéticas: a toda acción, una reacción; a cada cosa una anticosa; a una cavidad, una protuberancia. En la era de la biología molecular, la hipótesis química de la especificidad cedió terreno ante la geométrica, después ambas se unieron triunfantes bajo la égida de la metáfora llave-cerradura. Probablemente las dos visiones puedan fertilizar y nutrir la aparición de nuevos paisajes mentales en áreas de indagación remotas o cercanas a la reacción antígeno-anticuerpo. Por ejemplo, podría proponerse que la estructura del agua en que se encuentran solubilizados los antígenos y los anticuerpos fuese la protagonista primordial de la especificidad de su unión, y no sólo la naturaleza química o geométrica de los reactantes. Los principales codeterminantes de la estructura del agua serían las moléculas mayoritarias —fuerza iónica, albúmina, lipoproteínas, etcétera—, las que inclinarían al antígeno a reaccionar con el anticuerpo y no tanto sus estructuras moleculares. El peligro de aceptar la metáfora llave-cerradura sin más estriba en que desalienta la consideración de otras posibilidades e inhibe la exploración más profunda en la codeterminación compleja, así como en las consecuencias de una visión sistémica e integrativa de este proceso. El panorama rígido que dio origen a la clasificación de las especies —nivel macro— y, por tanto, a la rigidez en el concepto de especificidad inmunológica —nivel micro—, comienza a desmoronarse con la pérdida de sus fronteras. Pues ¿qué sería lo propio y lo extraño en un continuo de individuos y dentro de una dinámica coevolutiva entre superficies de adaptación? Reconstruyendo la especificidad Para Kuhn el proceso que genera una revolución científica conlleva reemplazar conocimientos distintos e incompatibles; con lo cual se pierden aportaciones valiosas en el curso del cambio de paisajes mentales. Otro factor que contribuye a la extinción disyuntiva de paisajes mentales bajo la búsqueda de verdades únicas es la dualidad cartesiana de separación del sujeto con el objeto, que nos coloca en la creencia de que los conceptos y explicaciones son entidades independientes de personas y momentos históricos, de escenarios experimentales y campos cognoscitivos. Los problemas en la conceptualización y construcción de los conocimientos, indican que la recuperación del sentido biológico de la especificidad sólo será posible si se construye dentro de un marco sistémico y contextual. Es decir, deberíamos preguntarnos por el sentido biológico-cognoscitivo del proceso de reconocer un mensaje multidimensional antigénico, y cómo a través de una trama de enorme complejidad —parámetros determinantes, algunos de los cuales nunca llegaremos a conocer— el sistema inmune y el organismo construyen y dan sentido evolutivo y ontológico a su respuesta específica. Para tal fin se propone que la reacción antígeno-anticuerpo y sus propiedades de especificidad y extensión ocurren y son dependientes cuando menos de: variables intrínsecas a las moléculas de antígeno y de anticuerpo; variables extrínsecas asociadas al entorno y al espacio-tiempo en que ocurre la confrontación; y factores contingentes que están codeterminados tanto por lo que ocurre entre el antígeno y el anticuerpo, como por las respuestas del entorno a esa interacción. A mediados del siglo xx Pauling estremeció los modelos simplistas al encontrar heterogeneidad termodinámica en cada reacción. Como esto ocurre aun con antígenos monovalentes ultrasencillos química y estructuralmente en comparación con los complejos antígenos naturales, no puede dejar de concluirse, desde un escenario determinístico inflexible, que los anticuerpos que participan en una misma reacción no son intrínsecamente iguales. La riqueza de este hallazgo no fue comprendida cabalmente en su tiempo, pero señala que los anticuerpos no son mono-específicos, ni aun los monoclonales, sino que tienen capacidad de reaccionar con un enorme espectro de moléculas, aunque con distinta afinidad. No es difícil imaginar que la especificidad también puede ser función del alosterismo, propiedad de las proteínas complejas que implicaría interacciones inter e intra-moleculares durante el transcurso de la reacción antígeno-anticuerpo. Estas interacciones pueden modificar la tendencia intrínseca hacia la unión —cooperatividad positiva— o la desunión —cooperatividad negativa— de los reactantes. Una suerte de contorsiones moleculares que no sólo ajustan en distintos grados las superficies y resultados de la reacción, sino que pueden organizar el surgimiento de reacciones ausentes en las moléculas originales. Este asunto, antes despreciado, ahora es trivializado —cambios conformacionales— en casi todo fenómeno cuyo estudio se plantee desde la teoría general de receptores. La compresión molecular también puede afectar la especificidad de diferentes tipos de reacciones, ya que según la teoría de la exclusión del volumen, en un ambiente comprimido, la actividad de cada especie molecular, diluida o concentrada, está en función de la composición total del medio. Por ejemplo, si la concentración del trasfondo molecular se incrementa, la magnitud del efecto de compresión puede ser tan grande que el primer sitio pierde la preferencia por el ligando que antes reconocía y la adquiere por otro. Pero no sólo la densidad molecular del entorno está involucrada en la especificidad y cooperatividad, otros factores contribuyen a modificar la energía de interacción molecular. La especificidad y extensión de la reacción pueden alterarse no sólo de acuerdo con su concentración sino también con el tamaño de las moléculas circunstantes del entorno. Por ejemplo, las pequeñas moléculas del plasma —pequeñas proteínas, péptidos, carbohidratos, iones, etcétera— coparticipan con la reacción antígeno-anticuerpo estableciendo equilibrios fugaces pero frecuentes con los grupos más activos en el exterior de las moléculas de antígeno y anticuerpo. Estas interacciones también ocurren con el agua, lo que logra perturbar la reacción hasta alterar su especificidad y extensión. La temperatura, el pH, la fuerza iónica y la concentración de sales alteran la reacción al cambiar la distribución de las cargas y romper el equilibrio de la solución de las moléculas involucradas, lo cual también podría cambiar su conformación. El calcio y otros iones aumentan o disminuyen en varios ordenes de magnitud la precipitación del complejo antígeno-anticuerpo, ya que pueden estabilizarlo por medio de la quelación de las cadenas polipeptídicas o favoreciendo pequeños pero efectivos cambios conformacionales. Algunos estudios cristalográficos han revelado también que el agua juega un papel central en la interacción, porque sus moléculas pueden mejorar el ajuste de la complementariedad en y alrededor de la interfase del antígeno y el anticuerpo. En general, en biología se asigna al agua un papel meramente pasivo como solvente universal, se asume que es el sustrato donde tienen lugar las reacciones químicas de la vida. No obstante, las cosas no son tan sencillas. De entrada, existen diferentes tipos de agua en la célula: agua ligada, agua de hidratación, agua vecinal y agua libre. Aun admitiendo como correcta la estimación de que aproximadamente 95% del agua celular no está ligada, ésta no es un medio fluido —no viscoso— que rellena los espacios que dejan libres las estructuras celulares. Al contrario, parece que el agua contribuye decisivamente a la organización estructural de las moléculas y de la célula viva. Detallados estudios muestran que es capaz de formar agregados ordenados transitorios que se mantienen unidos mediante enlaces cooperativos intermoleculares. Estas unidades básicas interaccionan activamente con las macromoléculas, contribuyendo a su propio ensamblaje y organización. Diversas evidencias indican que la organización del agua predetermina las dimensiones geométricas adecuadas para el funcionamiento de las macromoléculas de la célula viva, como las dimensiones de las membranas biológicas, de los dominios de las proteínas y de los ácidos nucleícos, que responden a dichos requerimientos geométricos. Adicionalmente, el agua contribuye activamente al anclado transitorio de proteínas solubles a la red del citoesqueleto, posibilitando la aparición del fenómeno de la canalización metabólica en el ámbito de la bioquímica vectorial. Además del efecto directo del agua en la interacción, del espacio, el tiempo y la causalidad, a todo fenómeno de la biología debe añadírsele la memoria. Según Davenas y colaboradores, y después Benveniste, el agua es capaz de retener la memoria de las cosas una vez disueltas en ella, permitiendo que las moléculas puedan comunicarse unas con otras al intercambiar información sin necesidad de contacto físico. Entonces, no sólo las moléculas y átomos presentes perturban la especificidad, sino también las vibraciones o espectros electromagnéticos que fluyen y se conservan a través del agua. Es claro que para los químicos, físicos e inmunólogos de la época de oro de la reacción antígeno-anticuerpo —entre 1900 y 1970—, no escapaba la posible participación en la reacción de las variables extrínsecas mencionadas. Ahora parece evidente que de forma global subvaluaron la magnitud de sus efectos conjuntos. Quizás sea oportuno construir un marco teórico más completo y flexible que incorpore la complejidad multimodal de la especificidad, a fin de entender mejor la reacción clave de la inmunología en el nivel molecular. Finalmente, Greenspan y Cooper proponen otro sentido de la especificidad, basado en observaciones de que el grado de afinidad del anticuerpo por el antígeno —y viceversa— no necesariamente se relaciona de forma directa con la magnitud del efecto biológico. Es decir, puede haber unión sin efecto biológico. Por lo que la especificidad inmunobiológica puede divergir de la inmuno-química. Ya que este efecto se ha definido como producto de la “localización, dosis y tiempo de exposición”, no es posible generar una segunda señal —la cual es producida por el efecto biológico—, si la unión de los reactantes inmunológicos no se efectúa dentro del tejido linfoide, o sin la concentración o tiempo necesarios para dispararla. En resumen, la especificidad no existe por sí misma, es creada en el momento en que un receptor se une a un ligando y no a otro. Y no sólo incluye al par antígeno-anticuerpo, sino que es producto del entorno, en cierto tiempo-espacio, y conectada a algún evento biológico discernible. Tal como lo proponía Van Regenmortel, es un fenómeno relacional. Hacia una epistemología integrativa La búsqueda de certezas representa una parte esencial del edificio del conocimiento en la modernidad y el anhelo cartesiano, encontrar un universo mecánico y una mente racional objetiva y aséptica que embonen complementariamente. La imagen baconiana de un científico compungiendo y estresando a la natura para que le revele sus secretos cierra la pinza del dualismo. Esta promesa permitiría revelar una descripción cada vez más certera de la realidad. Pero, ¿cómo es que la ciencia o, más bien, el ser humano conoce? La moderna síntesis de saberes y las recientes crisis epistemológicas, por ejemplo, en física —el paradigma cuántico, las ciencias del caos— o en biología —el campo epigenético, la complejidad ecológica—, conduce a plantearse la inaplazable cuestión de conocer el conocer. La objetividad y el mecanismo comienzan a desvanecerse ante las evidencias de las ciencias cognitivas. Empezamos a percibir que el dualismo cartesiano y la objetividad científica, al operar en solitario y fuera de un diálogo entre saberes, son quimeras paralizantes del saber. El Universo es una extensa e inatrapable complejidad que requiere enfoques sistémicos y contextuales. Las certezas absolutas terminan por encerrarnos en cárceles de parálisis mental, donde tenemos que vaciar la naturaleza de la complejidad de sus interacciones y de su carácter sistémico para llenarla de restricciones y ajustarla así a un modelo de relojería que promete la predictibilidad y la certeza. El proceso reduccionista significaba asegurar que el sistema inmune actuaría a través de agentes moleculares específicos, los anticuerpos o mecanismos de discriminación, que son conceptualizados conteniendo la especificidad como algo autónomo e invariante. Esto puede fabricarse sólo cuando el contexto biológico de la reacción es vaciado de contenido vivo, sistémico y energético; es decir, de su codeterminación estructural. El aislamiento del proceso de reconocimiento molecular de su entorno permite construir un ámbito de conceptualización y experimentación que poco tiene que ver con su accionar en el sistema inmune y, en general, en un ambiente no aséptico. Así, al construir el concepto mecanicista y secularizado, y a partir de éste el experimento, se ratifica la posibilidad de medir y ver un objeto mecánico y predecible para condiciones vaciadas de significado. Esta confusión está ligada a la antigua disputa filosófica entre sustancia y proceso. La visión reduccionista ha insistido en concebir a la realidad como sustancia, donde sus cualidades residen exclusivamente en la estructura material, negando el ámbito transitorio y dinámico —el campo de lo relacional—, que de igual manera determina las propiedades del sistema. El receptor no reconoce en el vacío, sino que múltiples determinantes —como la membrana celular, el efecto de la densidad de epítopes, la concentración de receptores, el paquete de moléculas accesorias al receptor, la compleja trama de interacciones supracelulares, etcétera— le confieren sentido al reconocimiento. Como ahora sabemos, las constantes de afinidad o las concentraciones de antígenos muy elevadas inhiben el desencadenamiento de algunas respuestas del sistema inmunológico. Ningún reconocimiento, aun el de un anticuerpo de ingeniería, obedece a leyes deterministas. Por lo que la certeza y el mecanismo de relojería que nos propone la visión estática y aislada del reconocimiento molecular comienza a desmoronarse. El sistema y sus propiedades relevantes y fundamentales desaparecen al ser disecado y vaciado de su integridad operacional. El movimiento y la relación en síntesis dialéctica son elementos centrales del sistema, tal como lo visualizaron Berthalanffy y Goethe. El proceso en su conjunto sintetiza y proporciona valor semántico a la interacción antígeno-anticuerpo, lo que permite brindar una apropiada —cualidad transitoria y contextual— respuesta biológica. Por tanto, puede decirse que al menos deberíamos preguntarnos ¿cuál es la especificidad de una reacción antígeno-anticuerpo en un contexto serológico y del organismo, y para una historia y ambiente particular? El contexto y el sistema inmunológico Esta perspectiva visualiza la especificidad como una propiedad dinámica y contextual de los procesos biológicos de discernimiento en un ámbito relacional y complejo. Aquí, hemos sugerido que lo específico sólo cobra sentido al colocarlo en un espacio-tiempo particular. En consecuencia, los procesos vinculados serán de igual forma fenómenos relacionales y emergentes, ya que la especificidad inmunológica ha sido ubicada históricamente en el centro del funcionamiento del sistema. En la actualidad, el modelo imperante respecto al sistema inmunológico se basa en la teoría de la selección clonal de Burneo, que esencialmente implica que el sistema inmune funciona basado en una dinámica de selección clonal darwiniana de linfocitos, donde las clonas, con sus respectivos receptores que poseen la combinación de mayor especificidad y afinidad por el antígeno, son seleccionadas y estimuladas. A partir de esta dinámica fundamental de selección adaptativa, el ejército de clonas en combate montarán, en combinación con la maquinaria molecular, celular y tisular complementaria del sistema, una respuesta inmune destructiva en contra del agente patógeno. Dentro de esta lógica, los procesos fundamentales del sistema —como la regulación, la tolerancia, la memoria, etcétera— dependerán de su control sobre las clonas específicas y sus receptores. El modelo de selección se complementa con la afirmación de que el sistema inmunológico funciona discriminando entre lo propio y lo no propio, tolerándose lo primero y atacándose lo extraño. Sin embargo, actualmente y a pesar de la fastuosa y sobrecogedora disponibilidad de miles de datos y descripciones sobre centenas de moléculas, subpoblaciones celulares o arreglos tisulares del sistema inmunológico, persisten enormes lagunas de entendimiento respecto a sus procesos globales. Bajo el modelo militarista y represivo de clonas que poseen reactividad no deseada es imposible explicar fenómenos que señalan un sistema con enorme plasticidad y esencialmente cognitivo, donde el contexto en que ocurre la infección es tan importante como el agente infeccioso. Los trabajos realizados por Jerne y sus colaboradores durante los pasados treinta años en torno a la hipótesis de la red inmunológica, evidencian que diversas propiedades fundamentales del sistema inmune —como la memoria y la tolerancia—, son fenómenos supraclonales que no dependen de los detalles moleculares invariantes de los receptores específicos. Por ejemplo, la memoria inmunológica no es una consecuencia de la interacción exclusiva del antígeno y el anticuerpo, ni mucho menos reside en unas cuantas células. La autoinmunidad no es un defecto en los anticuerpos secretados por las células B o por presencia de células autorreactivas, puesto que de forma natural existen estas poblaciones en los organismos sanos. Lo mismo puede decirse de las infecciones; no se trata de una batalla en la que existe un vencedor y un vencido. La dicotomía entre fuera y dentro —entre lo propio y lo no propio— es artificial. Existen numerosas evidencias que indican que el sistema inmune opera para una sobrevivencia continua que responde a lo interno y a lo externo, asegurando la armonía funcional del cuerpo. La discriminación de lo propio y de lo extraño es una propiedad sistémica relativa a lo supraclonal. Todo lo anterior reitera la necesidad de abandonar los mapas mentales rígidos y deterministas y redireccionarse hacia otros que incluyan propiedades cognoscitivas dinámicas y complejas. “Complejidad no es una palabra solución, es una palabra problema”. |
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Tania Romo González, Enrique Vargas Madrazo
Instituto de Investigaciones Biológicas,
Universidad Veracruzana.
Carlos Larralde
Instituto de Investigaciones Biomédicas,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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Referencias bibliográficas:
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como citar este artículo → Romo González, Tania, Vargas Madrazo Enrique y Larralde Carlos. (2005). La especificidad inmunológica, historia, escenarios, metáforas y fantasmas. Ciencias 79, julio-septiembre, 38-51. [En línea]
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