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La cocinera atrevida
(breve autoentrevista culinaria)
 
 
 
Lourdes Hernández
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Telefoneé a la Cocinera y le solicité una entrevista telefónica. Sólo serían tres preguntas; ella accedió.
 
 
—¿Cuáles son las relaciones y las coincidencias entre la comida y el amor?
 
—Me temo no poder responder esa pregunta. Cocinar y amar son verbos que se me confunden, uno sobre el otro, el otro en el uno; términos indisolubles del abecé de mi vida.
“Hago el amor cocinando y soy hambrienta y exigente cuando amo. Me interesa la comida que provoca risas, aquella con la que se pierde la cuenta de los suspiros, la que facilita el tiempo para medir el silencio de los besos… En cuanto a los amores, siempre me he pronunciado por los que tienen raíz de jengibre. Nunca me cansaré de exaltar sus cualidades excitantes. Generalmente poseen un gusto perfumado, una lengua violenta y un cierto hablar misterioso.”
 
—De acuerdo a su confu­sión de ideas, me imagino que sería inútil preguntarle cuál es la distancia que media entre la cocina y la recámara.
 
—Dice un viejo rumor, y nada parece desmentirlo, que las grandes alcahuetas y madamas siempre han sido hechiceras en la cocina del amor. Y Usted sabe, tan bien como yo, que existe una cantidad groseramente alta de publica­ciones, con licencia o sin ella, ­destinadas a convencernos —¡insensatos!— de que la lujuria se prescribe en recetas.
 
“Ahora, si Usted insiste en hacerme esa pregunta, yo deberé responderle que de nueva cuenta ignoro la respuesta… pero en mi casa y en mi caso, la mesa y la cama tienen no sólo las mismas medidas sino igual uso.
 
“Por ejemplo, permítame convencerla de que cocinar no mata y ayuda a vivir”.
 
“La hoja larga de mi cuchillo cortaba acompasada, sobre el lecho de madera, pequeñas y concéntricas rebanadas de cebolla. Temblorosos círculos de traje transparente color carne, no separados del todo, se crisparían y dorarían al fuego de la noble mantequilla —espolvoreados apenas de azúcar morena y rociados con tres gotas de zumo de limón— anticipando, con el placer de su aroma, ese gozo repetido por pescar.
 
“Pescar ese finísimo círculo de cebolla, húmedo y fuerte, con la punta de los dedos o más bien de las uñas y soplarle y dejarlo caer en el plato más cercano y volver a soplarle y no esperar mucho, sino sólo hasta que se enfríe un poco para que penetre sin daño en la boca mojada, dispuesta, y la lengua reacia se convenza de que no quema, de que es muy bueno. Y habrá que morder, escuchar cómo cruje y sentir cómo derrama su jugo que inunda delicioso la boca entera. No podría resistirme a volver por una nueva rodaja al sartén.
 
“Por otro lado, comer en la cama es con mucho una de mis más caras fantasías. Y creo que aun cuando lo hiciera mil veces y una más, siempre me costará diferenciar si se trata de un sueño o es real… Comer en la cama es comer sobre un mantel de sábanas empapadas en los olores de la noche, cuando la boca todavía sabe a sal y el cuerpo es todavía parte de un sueño. ¡Ah!, la tentación de comer recostada, con el ombligo como boca hambrienta que acogerá migas, gotas, cosquillas.”
 
—¿Usted cree que la efectividad de la comida afrodisiaca es directamente proporcional a la situación y a su contexto?
 
—Vaya pregunta compleja. ¿Habrá quienes de verdad crean que los platos con mucha mostaza, páprika y ajo, así como los que ostentan langostas y otros mariscos ricos en fósforo, suelen crear una excitación automática? No me responda: es pura retórica. Conjeturas de este tipo no me quitan el sueño, por suerte. Pero hay una cierta honestidad que aprecio en preparar esa comida para el Otro, que delata el deseo y que se cocina en el sazón de la espera y de la incertidumbre…
 
“Gracias al festín de Trimalción, descrito en el Satiricón por ese lascivo sujeto de nombre Petronio, me hice de un recurso sorprendentemente ingenuo: espolvoreo de azafrán la silla del amado, y de esa manera lo resguardo de toda embriaguez que no sea la de mi propio deseo de mujer disoluta, de mujer a quien el amor no perturba y sólo le causa alegría.”
 
—Disculpe mi insistencia: creí entender que para usted no existe afrodisiaco alguno.
 
—Hay, no uno sino varios. Cada quien debe guardarse de conservar los propios, de atesorarlos con respeto. Pero dígame Usted, ¿hay alguno más intenso que leer como en libro abierto de letras grandes el deseo del Otro por Uno? ¿El de imaginarse el sabor del beso que de tan cerca está siendo? ¿El querer querer para siempre y no sólo por un momento alimentarse de esa piel de algas y de sabores de mar?… Chupar ese sabor de pimienta, que duele de tan ardiente… eso es COMER (escríbalo con mayúsculas, sea Usted tan amable).
 
 
“Hay festines que no sacian, que son como la fiebre que deja secuela, que de sólo pensarla da escalofríos…”
 
 
—¿Considera usted su cocina de vanguardia?
 
—Esa cuarta pregunta no estaba en el convenio. Pero, sabe, en mi vocabulario privado comer y amar sólo se sostienen cuando exhalan una sutil aureola de perversión.
 
 
Me despedí agradeciéndole su cordialidad. Y mientras transcribía la entrevista, por alguna extraña razón se me vino a la mente aquel célebre zéjel del poeta cordobés del siglo xii Ben Guzmán, y que creí enterrado en los exámenes de secundaria:
 
“Cuando muera éstas son mis instrucciones para el entierro.
 
 
Dormiré con una viña entre los párpados; que me envuelvan entre sus hojas como mortaja.
 
Y me pongan en la cabeza un turbante de pámpanos.” Chivi55
 
Lourdes Hernández

Pequeño diccionario íntimo
El secreto adorado de la anchoa, del azafrán y de la ardiente alcachofa.
Betabel. Desde el nombre me recuerda a la gitanería, el vagabundeo. Entrar al betabel es descubrir la profundidad de una piel mapamundi.
¿Y acaso, la culpa como el pecado no han sazonado algunos grandes amo­res?
El chamoy me recupera la infancia, la generosidad del corazón, la capacidad de chupar.
Dátiles. “Nunca es demasiado tarde para sucumbir a un dátil, tan mullido como la joroba de un camello y tan dulce como una vieja papa”.
La amistad es un tarro de encurtidos hechos por las propias manos de los que se involucran. El tiempo es el que agiganta el aroma voluptuoso de las especias, el que transforma el vinagre de los malentendidos en el agente armonioso que hace a ese tarro de su olor entrañable.
Las frambuesas un poco como la felicidad que es tan fuerte, tan rotunda, tan inmensa, que todo junto a ese instante parece poco, opaco, mediano.
Gusanos de maguey, innegables.
El humor pelado o picadito, por delante o por detrás, amarillo o rozadito, precisamos, dirían los brasileños.
Imaginación.
Jazmín y el lecho es una mesa más amplia.
Las lentejas para alimentar la memoria hogareña y la lealtad para que el guisado amoroso se prolongue aun en el recuerdo.
La manzana es la mordida primera, la del pecado y la maldición.
Sólo las nueces y la batalla amorosa recomienza. Ya lo dijo el poeta Rostand en boca de Cyrano, el de Bergerac: “Usted nunca ha visto el mar si no ha admirado una ostra en su concha”.
P de pimienta, de aroma agreste, de pasión pura.
Los quelites saben llamar al sueño y apaciguar el corazón del amante y eso, también es conveniente.
El romero no permite que entren los pesares, ni los pasos tristes de la monotonía, ni la soledad, ni el desamor. El romero abre la puerta mágica a un mundo inventado en donde morder rábanos fresquitos y reír no cuesta trabajo alguno.
Viejo y vasto, sorpresivo y solitario: extraño reino el de la sal, sazón, sexo.
El tequila para cargar con las desgracias, para hacer de la sonrisa triste y hasta de la mismísima traición, brevísimo y extraño afrodisiaco.
Uvas: verdes, moradas, champañeras, dulces, ácidas.
V de vino, el vino roza el corazón, despierta el deseo dormido, enciende la alegría.
La y porque es copulativa.
La z, letra zorra, cazadora, se almuerza igual, zarzamoras, zanahorias, zapote negro.

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como citar este artículo

Hernández, Lourdes. (1999). La cocinera atrevida. Ciencias 55, julio-diciembre, 72-74. [En línea]

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