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El sexo y los malos pensamientos
R044B05  
 
 
 
Gerardo Hernández  
                     
La ociosidad es la madre de todos los vicios… y también
de las malas ideas. La ociosidad me llevó a leer un libro que me produjo una mala idea. El libro es de David Buss: La evolución del deseo. En ese libro, el autor pretende dar cuenta de las preferencias —y otras conductas generales— sexuales del hombre y la mujer desde el punto de vista evolutivo-darwiniano. Destaca, por ejemplo, diez características que la mujer busca en el hombre, ya sea para establecer una relación emotiva duradera o para encuentros casuales, y alrededor de tres que el hombre busca satisfacer en la mujer. Cuando intenta justificar esas preferencias adopta una posición un tanto pragmática: aquellos hombres o mujeres que no se valieron de tales estrategias no dejaron descendencia, por lo que las ventajas adaptativas que dichas preferencias aportan son obvias. Claramente se supone aquí que las conductas son hereditarias.
 
No es nuestra intención reseñar el libro al que se hace alusión, pero no puedo dejar pasar la oportunidad de mencionar dos posibles objeciones a sus conclusiones. La primera tiene que ver con la famosa paradoja del “inglés típico”, debida a B. Russell. Buss hace un uso bastante heterogéneo de sus datos, algunas veces compara alguna predilección en referencia a la respuesta masculina, en otras se basa en el valor que da una mujer a cierta característica comparada con otra, según su conveniencia. Para simplificar la cuestión, supongamos que cada una de las características buscadas por la mujer fue preferida por el 70% de las mujeres entrevistadas. Si aceptamos que ello en verdad representa la totalidad de las tendencias femeninas, ¿existe alguna mujer que muestre al menos la mayoría de esas diez preferencias que Buss propone? Por mero cálculo probabilístico podemos afirmar tan sólo que un individuo presenta una probabilidad de 0.7% de elegir n de esas preferencias. Es decir, la probabilidad de que una mujer busque en efecto dos de las características que Buss menciona en un hombre es de 0.49, y para cinco de ellas únicamente del ¡0.168! Sin pretender realizar cálculos exactos, esto sugiere que puede no existir prácticamente ninguna mujer típica. Por lo tanto, tiene poco sentido afirmar que la conducta sexual de la mujer está definida por ese conjunto de preferencias.
 
Un segundo punto a discutir es la afirmación de Buss acerca de la “independencia cultural” de estas predilecciones, ya que la muestra incluye individuos de muy diversas culturas, siendo así un fenómeno puramente biológico. ¿No mostraría ello más bien una convergencia cultural? Esta segunda posibilidad no es inmediatamente justificable, pero tampoco es refutada por los datos que Buss emplea en su análisis. Quede este par de observaciones como una crítica al uso desmañanado de la estadística, tan propio de los estudios realizados por anglosajones. Sin embargo, esta posibilidad de interpretar de distintas maneras un mismo conjunto de datos experimentales nos lleva al asunto del que esta nota se ocupa. Se impone aquí ofrecer una disculpa por la ligereza y vaguedad de la idea que se enuncia, pero después de todo se trata tan solo de una mala idea; abundar en ejemplos detallados daría a la impresión de que tomo demasiado en serio mis malas ideas.
 
El problema y la hipótesis
 
La palabra sexo proviene del latín secare, que significa separar. Así pues, una especie decide dividir sus miembros en dos categorías que luego buscan el acoplamiento con fines reproductivos, como ya lo establecía el argumento de Aristófanes en El Banquete de Platón. Pero, además de los posibles placeres derivados de esa actividad reproductora, es claro que la inversión energética que la búsqueda de pareja supone, los esfuerzos del cortejo y la cría diferenciada de la prole, obligan a cuestionar la ventaja evolutiva del costo sexual. Mucho se ha discutido sobre ello, para lo que se han usado modelos matemáticos —que suponen una noción más o menos estrecha de adaptabilidad, pero medianamente rigurosos—, o argumentos puramente biológicos —más amplios en sus concepciones, pero más limitados en sus posibilidades de generalización. Aun cuando parece no haber consenso en la afirmación de que la aparición del sexo no obedece a postulados darwinistas, el hecho es que no hay una explicación aceptable para la existencia del sexo. Es válido intentar dirimir el asunto cuestionando el postulado fundamental que lo produce: que una especie posee dos categorías sexuales cuya relación reproductiva produce individuos de esa especie.
 
Las diferencias conductuales —y muchas veces inclusive las morfológicas— entre los sexos son tan impactantes, que cabría la posibilidad de formular la hipótesis de que el sexo consiste en una adaptación simbiótica reproductiva de dos especies distintas.
 
¿Simbiosis?
 
Generalmente se toman como fuente de evolución las relaciones ecológicas calificadas como negativas, por ejemplo la competencia, la depredación y el parasitismo. Las llamadas relaciones positivas, como la simbiosis, y las neutras, han sido menos estudiadas como motor evolutivo. Por otra parte, la relación simbiótica generalmente se establece entre dos especies con fines de sobrevivencia de los individuos (protección, alimentación), pero no existe, en principio, limitante alguna para definirla en el proceso reproductivo per se, como es nuestro caso. La hipótesis que se plantea permite establecer una asociación más estrecha entre las relaciones negativas y las positivas.
 
El caso primario de fusión reproductiva se da en los bacteriófagos. Cierto que por ser primaria produce efectos catastróficos con relativa frecuencia, cuando los fagos destruyen las células huésped y producen como resultado otros fagos. Pero también sucede que el genoma de los fagos se integra al de la bacteria y se reproduce con él en sucesivas generaciones, proceso llamado lisogenia. Como ambos genomas están integrados, los derroteros específicos se comparten y, con la ayuda de los procesos mutagénicos usuales, nuevas especies aparecen —si llamamos “nueva especie” a la cepa de bacterias inmunes, por ejemplo. Por supuesto que la bacteria puede reproducirse sin la presencia del fago, también por eso se trata de un ejemplo primario; pero ya apunta a lo que en estados más claros de interacción reproductiva se verá como partenogénesis. Por cierto que el genoma vírico podría verse como lo que sería el cromosoma y que orgullosamente distingue al macho de la hembra.
 
Algunas otras fusiones reportan modificaciones evolutivas aún más significativas. Si es cierto que organelos de células eucariotas como las mitocondrias, y posiblemente los c1oroplastos, son bacterias modificadas sumadas a la célula huésped, tenemos un ejemplo de transición parasitismo-simbiosis que bien puede denominarse sexualidad primitiva. Primitiva, no por lo elemental y obsoleta, sino exclusivamente por su antigüedad. De hecho, porque no existe en este caso posibilidad alguna de reproducción aislada del organelo o de su huésped, podríamos bien decir que esta relación es el summum de la interacción simbiótica, tanto reproductiva como funcional; porque también se da la dependencia fisiológica entre sexos: es bien conocido el caso de un pez donde el macho se integra como parásito al cuerpo de la hembra, fusionando su sistema circulatorio al de ésta, con lo que se alimenta por ella y por ella respira.
 
Un caso menos extremo pero similar en cierta medida es el de las abejas y las hormigas, con su estructura social y biológica medianamente conocida por todos. ¡Por algo se llama zángano al individuo macho que se comporta de cierta forma! Lo que importa destacar aquí es el uso que la especie femenina hace de la masculina, uso que acepta la masculina por el parasitismo que supone. Por cierto, esto nos recuerda el mito de las amazonas, que con distintos nombres y formas aparece en diversas culturas, lo que sugiere la posibilidad de que no sea un mito, sino una realidad que apoyaría en buena medida nuestra hipótesis.
 
Las abejas también nos recuerdan que la idea de simbiosis con fines reproductivos no es tan ajena a la biología. Existen muchas especies de plantas que requieren de especies animales —abejas, murciélagos, por ejemplo para cumplir la función reproductiva. Cierto que aquí no hay fusión genética, pero sí dependencia absoluta para la procreación.
 
Dimorfismo sexual
 
Convengamos en que es muy difícil explicar la enorme diferencia anatómica, y sobre todo conductual, que existe entre los sexos. Menos embarazoso resultaría explicar la convergencia genética, y en ocasiones anatómica, que supondría nuestra hipótesis. Después de todo, hablamos de coevolución, lo que implica adaptación mutua y, por ser simbiótico-genética, acercamiento interespecífico. Pero aun la similitud morfológica no inhibe a los caballos el buscar con éxito reproductivo a las burras. Si de perseguir otras especies con fines reproductivos se trata.
 
Léase cualquier texto de etología y tradúzcase sexos por especies interreproductoras y no se notará cambio conceptual alguno. Pero inténtense explicar las diferencias anatomo-conductuales suponiendo que se trata de una sola especie con dos sexos, y resultará una gimnasia intelectual fabulosa justificar dichos términos.
 
Dos fenómenos reproductivos aparecen, sin embargo, como problemas: el hermafroditismo y la variación alterna de reproducción asexual y sexual que emplean ciertas especies —uno de los ejemplos más conspicuos, y ciertamente de moda, es Symbion pandora, que inaugura el phylum Cycliophora. Pero si incorporamos el concepto de fenotipo como “máquina de sobrevivencia” que desarrolla R. Dawkins en su libro El gen egoísta, la sucesión de generaciones sexuales y asexuales podría entenderse de manera muy similar al fenómeno de los fagos ya referido. El hermafroditismo sólo se explica como la síntesis simbiótica extrema, tanto en animales como en plantas. Otro tipo de fusión genética se da en ciertas tortugas, donde variaciones de temperatura determinan el “sexo”. Son estos ejemplos extremos que nos permiten, después de todo, hablar de simbiosis.
 
La especie
 
El problema de ver el sexo como un fenómeno más de simbiosis radica fundamentalmente en el concepto de especie. La definición más aceptada de especie es aquella que se circunscribe a organismos que se reproducen sexualmente. Pero estamos sugiriendo que ellos no forman una especie, sino que machos y hembras pertenecen a especies diferenciadas. Lo importante de esta idea es precisamente que estas especies se mantienen distinguidas, pues la simbiosis reproductiva es tan solo un medio de preservación de cada especie, que en buena medida resulta en el sacrificio de la apropiación de los recursos al compartirlos casi siempre con la otra especie (casi siempre, pues en algunas ocasiones los recursos están perfectamente diferenciados; por citar un ejemplo, recuérdense aquellos mosquitos con hembras vampiresas y machos vegetarianos), o dejándole a la hembra (el organismo huésped) la posibilidad de elegir cuándo y cuántos machos produce, como en las abejas, que ya se mencionó. Pero tampoco se da la exclusividad reproductiva en machos y hembras: no es infrecuente encontrar individuos híbridos en algunos peces, donde la reproducción es externa.
 
No sé cuál definición de especie procede, pero tendríamos ahora una sola, tanto para las que se reproducen independientemente como para las que buscan la asociación simbiótica reproductiva.
 
Esta interpretación de la sexualidad aportaría, sin duda, nuevos elementos al problema de la proporción 1:1 de machos y hembras que se da en la mayoría de los casos. Resultaría tan solo el éxito que la simbiosis reproductiva aporta a cada especie.
 
Un corolario interesante sería poder explicar la homosexualidad de manera coherente, usando los resultados de Buss. Según este autor, los criterios de selección de pareja no se ven modificados por la preferencia sexual del individuo: los homosexuales masculinos buscarán como elemento fundamental la belleza, y los homosexuales femeninos la estabilidad emocional, estatus, etcétera. Ahí tienen ustedes a las especies, mantienen lo ancestral de sus criterios de búsqueda y cambian lo circunstancial del objeto de la misma. Reminiscencias quizás de tiempos presimbióticos. Además, se explica que los padres se entusiasmen con el nacimiento de hijos varones, mientras que las madres se vean realizadas en sus hijas.
 
Quizá la hipótesis no resulte tan descabellada y permita entender mejor el sexo en términos darwinianos —o simplemente nuestras relaciones cotidianas. Dejo a los expertos decidir la viabilidad de esta hipótesis. Ojalá que un intento de refutarla pueda esclarecer algunos de los muchos problemas que el origen evolutivo del sexo ha planteado.
 
El sexo y los malos pensamientos.
D. M. Buss,
The Revolution of Desire. Strategies of Human Mating,
Basic Books, Harper Collins Publishers Inc. Nueva York, 1994.
  articulos
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Gerardo Hernández
Sección de Metodología y Teoría de la Ciencia,
CIVESTAV, Instituto Politécnico Nacional.
     
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cómo citar este artículo
 
Hernández, Gerardo. 1996. El sexo y los malos pensamientos. Ciencias, núm. 44, octubre-diciembre, pp. 66-69. [En línea].
     

 

 

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