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La química que entreteje a los seres vivos
Se expone la gran importancia de los metabolitos secundarios en las interacciones biológicas. Se mencionan algunas de las interacciones de las plantas y sus consumidores en la milpa para ilustrar el papel que juegan los metabolitos secundarios y entender mejor las múltiples funciones que desempeñan.
Ana Luisa Anaya y Francisco Javier Espinosa
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La vida persiste y se desarrolla en medio de numerosas moléculas orgánicas que no tienen función aparente en el metabolismo primario de los organismos que las produ­cen. Son los metabolitos secundarios: fenoles, flavonoides, taninos, cumarinas, terpenoides, esteroides, alcaloides y otros compuestos; tan ubicuos como el movimiento, los sonidos o los colores. No podría entenderse nuestro mundo sin las esencias y sabores de las especias, los olores de un mercado de plantas medicinales, la cicuta que mató a Sócrates o la aspirina, los perfumes, el opio, la bellado­na, el árnica y la cafeína. Todos, productos originados a través del metabolismo secundario. Algunos, como los sa­bo­ri­zan­tes de las especias, se encuentran entre las causas que con­dujeron al descubrimiento de América, pues los europeos buscaban un nuevo camino hacia las Indias don­de abundaban estos productos; muchos otros motiva­ron la crea­ción de fortunas y desgracias, guerras y bienestar.
 
En virtud de su estructura, los metabolitos secundarios son químicamente reactivos; es decir, son aptos para in­gre­sar en los sistemas vivos, interactuar y cambiar la es­truc­tura de un receptor o blanco molecular, y penetrar en las células donde pueden afectar varios procesos fisiológicos. De allí deriva su actividad biológica o farmacológica, y si reconocemos la asombrosa diversidad de metabolitos secundarios no sólo en las plantas, sino en los microorga­nismos —bacterias, ascomicetos, hongos—, entenderíamos mejor la diversidad de usos que tienen, tanto los conocidos como los que están por descubrirse, y sus probables efectos sobre los sistemas biológicos.

Las plantas producen decenas de miles de metabolitos secundarios, algunos se consideran productos naturales o drogas —con sus derivados y análogos— y representan al­rededor de 25% de los productos con uso medicinal. Su empleo puede ser directo o bien como precursores y modelos para la síntesis o semi-síntesis de drogas. Por ejemplo, los alcaloides del curare —nombre genérico de venenos para flechas que se extraen de plantas, generalmente trepa­doras, de las familias Menispermaceae y Loganiaceae de América del Sur—, se emplean clínicamente como relajan­tes musculares; el alcaloide fisostigmina del haba de Calabar (Physostigmatis semina), se usa para contraer la pu­pila del ojo, al contrario que los alcaloides de la belladona (Atro­pa belladona) que la dilatan; los glucósidos car­díacos de las especies de Strophantus, utilizados en África como veneno para flechas, son muy efectivos como estimulantes del corazón. Entre los ejemplos sobresalientes de plantas útiles, por los metabolitos que producen, se en­cuen­tra Rau­volfia serpentina, originaria de las partes bajas de los Himalayas en Nepal; esta planta es usada como an­tídoto con­tra la mordedura de serpientes tan venenosas como la cobra, también se emplea contra la ansiedad, el in­somnio y la demencia; es un sedante natural que no oca­siona somnolencia y además produce reserpina, un me­ta­bo­lito sumamente efectivo para tratar la hipertensión arterial. Una le­yenda Hindi cuenta que en tiempos remotos las mangostas comían esta planta antes de com­batir contra una cobra.

La aspirina, profusamente consumida como analgésico y para prevenir trombos e infartos, es un derivado sim­ple del ácido salicílico que se encuentra naturalmente en las especies de sauce —género Salix. A diferencia de la as­pirina, la meperidina (demerol), la pentazocina (talwin) y el propoxyfeno (darvón), son drogas analgésicas totalmen­te sintéticas fabricadas utilizando como modelos o pre­cur­so­res algunos de los alcaloides del opio, látex desecado de las cápsulas de la amapola (Papaver somniferum, Papavera­ceae), que contiene aproximadamente veinticinco alcaloi­des —mor­fina, codeína, tebaína, papaverina y otros. Las apreciadas propiedades de la mayor parte de las espe­cias, condimen­tos, infusiones y bebidas como el café, el té y el chocolate —aromas, sabores y efectos estimulantes—, provienen de metabolitos secundarios farmacológicamente activos, como los alcaloides cafeína, teofilina y teobromina. Recientemen­te, se descubrieron nuevos usos y se revaloraron algunos metabolitos secundarios como agentes quimiopreventivos o sustancias que pueden prevenir problemas fisiológicos y enfermedades humanas, entre las que se incluyen tanto metabolitos primarios como secundarios (cuadro 1).
FIG1
Los metabolitos secundarios no sólo tienen propiedades farmacológicas, muchos también provocan que las plan­tas sean desagradables o tóxicas para numerosos herbívoros. Durante la evolución humana, la búsqueda y uti­lización de plantas alimenticias significó el encuentro con sus sis­te­mas químicos de defensa. Nuestra especie fue asimilan­do esta pléyade de metabolitos secundarios, pudo metabolizar algunos, evitar otros y utilizar aquéllos que le reportaban ciertos beneficios. En este punto es donde se relacionan y fusionan dos disciplinas científicas de primordial importancia: la etnobotánica y la ecología química.
 
A pesar del amplio conocimiento que se tiene sobre las relaciones entre el ser humano y los metabolitos secundarios, los cuestionamientos sobre el origen, evolución y función ecológica de estas moléculas orgánicas no iniciaron sino hasta mediados del siglo xx, con la ecología química. En esta disciplina se han realizado grandes avances en el co­nocimiento de las relaciones químicas entre organismos, lo cual nos permite entender mejor la naturaleza y los pro­cesos biológicos. En el cuadro 2 se muestra la ter­minología general sobre los metabolitos secundarios cuyo papel ecológico está plenamente reconocido. La clasificación está dividida en dos grupos. En el primero se incluyen los que intervienen en las relaciones químicas desde el pun­to de vista funcional y adaptativo, considerando las ven­tajas, des­ventajas y neutralidad adaptativa para cada uno de los participantes en la relación, el productor o emi­sor y el re­­ceptor. El segundo grupo corresponde a los in­vo­­lucra­dos en las interacciones bióticas, considerando, ade­más de las ventajas adaptativas y el origen de los compuestos, un aná­lisis de los costos y beneficios de la producción y li­beración de las sustancias.
FIG2
La diversidad así como las funciones de los metabolitos secundarios responden a una intrincada red de interac­cio­nes biológicas que va de un extremo al otro de un continuum, desde las relaciones negativas o perjudiciales para uno o ambos organismos interactuantes —depredación, pa­rasitismo, competencia, patogénesis—, hasta las positivas o benéficas para uno o ambos —mutualismo, simbiosis, pro­tocooperación—, en muchas ocasiones involucran a tres o más organismos. Otra característica de las interacciones bio­lógicas es que son dinámicas; es decir, pueden cambiar por diversos factores —intrínsecos o extrínsecos—, lo que de­termina, en algunos casos, modificaciones significativas en las relaciones entre los organismos.

Defensas vegetales

El primer nivel trófico de los ecosistemas está consti­tuido por las plantas, las cuales están expuestas al ataque de los her­bívoros o consumidores primarios —el segundo nivel tró­fico, conformado por diversos grupos de organismos des­de virus, bacterias, hongos y artrópodos, hasta ver­te­bra­dos en general. La presión de selección ejercida por los herbívoros determinó la aparición de muchos mecanismos de defensa en las plantas. A su vez, los herbívoros evo­lucionaron de manera que adquirieron caracteres adap­tativos —contradefensas— que les permitieron seguir consumiendo las plantas. En esta carrera evolutiva, los me­tabolitos secundarios tienen un papel funda­mental.

Las defensas de las plantas tienen propiedades muy par­ticulares que pueden dividirse en dos tipos básicos: las constitutivas y las inducidas. Las primeras se refieren al desarrollo de numerosas estructuras y compuestos quími­cos —espinas y tricomas, fibras, resinas, corteza gruesa, fenoles, lignina, terpenoides, alcaloides y otros metabolitos secundarios— que funcionan como defensas en los te­jidos de las plantas. Las inducidas son respuestas activa­das en un organismo después de un encuentro con un her­bívo­ro, pa­tógeno o parásito, las cuales le confieren inmuni­dad o cierto grado de resistencia frente ataques subsecuentes, entre ellas se incluyen la formación de nuevas estructuras morfológicas y constituyentes químicos, así como los cam­bios en las estructuras o en la concentración de los compues­tos ya existentes.

En la milpa

Como todos los años, Don Aristeo preparó de forma tradi­cional su parcela, sembró maíz, frijol, calabaza, haba, chi­le, alfalfa y carrizo, plantas que constituyen una parte muy importante de su subsistencia. Es una técnica de manejo multifuncional que generalmente sólo se observa en las milpas tradicionales y en las parcelas dedicadas a la agricultura orgánica. Cuanto mayor sea la variedad de cultivos, mayor será la riqueza de productos cosechados y crecerá la garantía de evitar la pérdida de toda la cosecha en caso de que alguna contingencia ambiental perjudique un cul­tivo. La diversificación proporciona otras ventajas, como mejorar el control de plagas y malezas e incrementar el aporte de materia orgánica al suelo. Asimismo, promueve una mayor diversidad de polinizadores, de depredadores de algunas plagas de los cultivos y de microorganismos en el suelo.

La milpa de Don Aristeo está enclavada en la zona de camellones —campo agrícola rodeado de zanjas con agua por uno, dos o tres de sus lados, y por diversos árboles en uno o todos sus lados— en el suroeste de Tlaxcala y tiene cierto parecido a una chinampa. Es un camellón rodeado de árboles y agua, siempre disponible, que puede cultivar dos veces al año, en primavera y en invierno. Los árboles que lo rodean —destacándose el aile (Alnus acuminata) en­tre ellos— funcionan como barreras contra el viento y su pre­sencia modifica el microclima del camellón. En la capa su­perficial del suelo, los nutrimentos se concentran cerca de los árboles y disminuyen conforme se alejan de ellos. Por otro lado, la abundancia de artrópodos, algunos poten­cia­­les plagas de los cultivos, varía según su grado de aso­cia­ción con uno o más componentes del agroecosistema —sis­te­ma agrícola en el cual se ha modificado sensiblemente el eco­sistema y cuya estabilidad depende de subsidios ener­géti­cos, un agroecosistema puede ser un policultivo, un sistema mixto o asociado, un sistema agroforestal, agrosil­vo­pastoril, o de acuacultura, entre otros.

Bordeando el camellón, al pie de los árboles, crece un arbusto muy común, la jarilla (Baccharis glutinosa, Astera­ceae). Árboles y arbustos funcionan como trampas para los insectos, protegiendo la milpa. Durante el verano, el aile atrae y retiene en sus hojas a una importante plaga del maíz, un insecto llamado frailecillo (Macrodactylus sp.); por su parte, la jarilla atrae áfidos o pulgones, con lo que disminuye su ataque a los cultivos y la consecuente reducción de la productividad. Pero, ¿cómo los atraen? La respuesta de un insecto a una planta depende de lo que la última repre­senta, puede ser alimento, microhábitat, escudo o madriguera. Sin embargo, la importancia primaria que tiene una planta para un insecto se refiere a su valor como alimento. En teoría, todas las hojas verdes representan una adecuada fuente de alimento para los insectos —y para otros herbívoros—, pero deben considerar diversos aspectos químicos de la planta: la superioridad nutritiva, las defensas químicas, los repelentes o los atrayentes. Todas pueden ser químicamente novedosas para un insecto, y aquí es donde son relevantes los metabolitos secundarios, pues en ellos se basa buena parte de la selección de los insectos. Para áfidos y frailecillos, las hojas de la jarilla y el aile son más atractivas que las de los cultivos. Las razones de esto son químicas, aunque también las plantas podrían ser más atractivas porque ahí los herbívoros escapan de sus depredadores. Sin duda, esto constituye una enorme ventaja para el agricultor pues cuenta con trampas que retienen a los insectos, los cuales, en otras circunstancias, podrían convertirse en plagas de los cultivos. Pero queda una pregunta en el aire, ¿acaso los cultivos no tienen defensas quí­­micas?

Las defensas del maíz

En el camellón de Don Aristeo, poco después de la siembra de primavera, el maíz apenas ha germinado, pero en sus tejidos se sintetizan un grupo de metabolitos que no estaban en la semilla: los ácidos hidroxámicos cíclicos —el diboa y el dimboa—, también conocidos como benzoxazinoides. Presentes en otros cereales como el trigo, se les ha implicado en la resistencia o inmunidad de las plantas a insectos y microbios; por ejemplo, una de sus funciones es repeler áfidos o pulgones, reduciendo con ello la transmisión de virus a las plantas. También el barrenador del tallo (Ostrinia nubilalis), larva de una mariposa-plaga de Asia introdu­ci­da en los Estados Unidos y luego en México, es repelido por los ácidos hidroxámicos del maíz. Agrobacterium tume­faciens, la famosa bacteria patógena con la que inició la biotecnología de organismos transgénicos o geneticamente modificados, tampoco ataca al maíz por la presencia de los ácidos hidroxámicos; sin embargo, recientemente se encontraron cepas de la bacteria resistentes al dimboa, las cuales se han usado para producir maíz transgénico.

En el maíz, y en otras gramíneas, una característica de la estructura química de los ácidos cíclicos dimboa y diboa es que están presentes como glucósidos —una molécula de glucosa ligada a otra molécula, que generalmente es tóxica, llamada aglicona. Cuando el tejido del maíz es rasgado o mordido, los glucósidos hidroxámicos reaccionan con una enzima que se encuentra en el citoplasma de las células, la beta glucosidasa, y que divide las moléculas liberando glucosa y las agliconas tóxicas dimboa y diboa, las cuales se descomponen rápidamente formando benzoxazolinonas mboa y boa, respectivamente, también tóxicas. Algunos hongos patógenos de los cereales, como Gaeumannomyces gra­minis, y diferentes especies de Fusarium son capaces de degradar el mboa y el boa, y formar ácidos menos tóxicos.

Los ácidos hidroxámicos cíclicos también son tóxicos para el maíz, por lo que la enzima y el glucósido se almace­nan por separado. Este es un patrón común en las plantas que producen metabolitos tóxicos que podrían dañarlas. Poco después de la germinación del maíz se puede encontrar dimboa, tanto libre como en su forma de glucósido, el cual comienza a desaparecer, y se reduce la concentración del glucósido, después de treinta y seis horas. Se cree que el dimboa libre es una protección para la plántula, porque la más mínima pérdida de su tejido puede ser mortal.

Mientras se desarrolla, el maíz está expuesto a numero­sas enfermedades y plagas. Una de las más destructivas, el gusano de las raíces (Diatrea grandiosella), causa grandes pérdidas en ciertas variedades de maíz. En las raíces de las que resisten se ha encontrado altas concentraciones de glu­cósidos de dimboa, el cual afecta poco a otras plagas, como el barrenador del tallo del maíz (Diabrotica virguifera). Es posible que en ello influyan los siete glucósidos relaciona­dos con el dimboa, presentes en maíz sano. A Don Aristeo tam­bién le preocupa el gusano cogollero (Spodoptera frugi­perda), un insecto voraz que ataca a los cogollos de la plan­ta del maíz.

Para luchar contra sus numerosos enemigos y competi­dores o enfrentar las condiciones adversas del medio, el maíz tiene diversos mecanismos de defensa. En ocasiones, sorprenden por su sofisticación y complejidad; por ejemplo, al ser atacadas por las orugas de Spodoptera frugiperda, las plantas de maíz emiten una mezcla específica de compuestos volátiles, y pequeñas cantidades de acetato de fenetilo y Æ-humuleno, que resulta altamente atractiva para las avispas parasitoides como Microplitis rufiventris, que buscan a las orugas, sus presas, para depositar sus huevecillos en su interior. La liberación de las señales por el maíz es promovida por un metabolito inductor específico que se encuentra en la saliva de las orugas, la volicitina. Algunos estudios sugieren que las plantas responden de manera di­ferencial a las distintas especies de herbívoros, incluso en sus diferentes etapas de desarrollo, proporcionando señales químicas específicas a los parasitoides depredadores de los herbívoros. En el caso de Spodoptera exigua, prima hermana de S. frugiperda, la avispa hembra parasitoide (Cotesia marginiventris) que la ataca, también es atraída por los volátiles emitidos por las plantas de maíz, cuyos tejidos sufren el ataque de esta oruga. Con el tiempo, el daño por las orugas induce la producción de terpenoides e indol en el maíz, que actúan como atrayentes sobre el parasitoide. La duración del tiempo de consumo por el herbívoro deter­mina el tipo de compuestos que produce la planta y, de este modo, qué tan atractiva puede resultar para Cotesia. Los compuestos emitidos durante una hora de consumo por las orugas, tienden a ser volátiles derivados de la lipo­xigenasa —volátiles de hojas verdes— y de ácidos grasos como aldehídos de seis carbonos y alcoholes, mientras que las sustancias emitidas después de seis horas de consumo, son terpenoides. El olor de una planta puede estar determinado por cientos de compuestos químicos exclusivos o comunes en varias plantas.

Recientemente, se han intensificado las investigaciones sobre las relaciones entre los tres niveles alimentarios —tritróficas: planta-herbívoro-carnívoro— para aumentar las alternativas de control biológico en los agroecosistemas, incorporando aquellas que se basan en el manejo de los me­canismos de atracción que tienen las plantas sobre depredadores y parasitoides.
Una planta es capaz de asegurar la fuerza y claridad de una señal dosificando la cantidad de volátiles que libera. El maíz dañado por un herbívoro emite algunos microgramos de compuestos por hora, cantidad considerablemente gran­de comparada con la comunicación por feromonas que generalmente efectúan los insectos, que sólo producen unos cuantos nanogramos —la milésima parte de un mi­cro­gramo— por hora.

Sobre cómo ocurrió exactamente el desarrollo evolutivo de todas estas señales químicas, aún existen muchas interrogantes. En la planta, la capacidad de liberar volátiles que atraen a los enemigos naturales de los herbívoros, y en los insectos carnívoros —depredadores de otros insectos—, la de detectar los sistemas químicos que han desarro­llado las plantas contra los herbívoros. La clave de la atracción de depredadores, hacia los herbívoros que atacan a una planta, radica en diversas señales que provienen tanto de la planta y del herbívoro, como de la interacción de am­­bos. Por su parte, el depredador puede distinguir las di­fe­ren­­cias cualitativas entre los olores emitidos por diferentes especies de plantas y los de los herbívoros. Por ejemplo, los fri­joles Lima infestados con el ácaro Tetranychus urticae pro­ducen terpenoides y salicilato de metilo que atraen al ácaro carnívoro Phytoseiulus persimilis, depredador de Te­tranychus.

Relaciones entre plantas

En la milpa, el maíz, el frijol y la calabaza conviven con una diversidad de malezas que aprovechan las mejoras al suelo, que realiza Don Aristeo mediante el riego y el abono, para establecerse y desarrollarse junto con los cultivos hasta completar sus ciclos de vida. Cultivos y malezas, al crecer juntos, establecen diversas relaciones; por ejemplo, compiten por el espacio, la luz, el agua y los elementos nutritivos del suelo, desplegando muchos de los mecanismos adquiridos durante la evolución que les confieren ven­tajas en su lucha competitiva. Uno es la liberación de me­ta­bo­litos con diversas propiedades; por ejemplo, la de inhi­bir o estimular el crecimiento de otras plantas competidoras o de microorganismos, fenómeno que recibe el nombre de alelopatía. La liberación de los metabolitos que la planta produce se realiza por diversas vías: volatilización, lixiviación de las hojas, exudación por las raíces y descomposición de la materia orgánica. Antes de sembrar, Don Aristeo sue­­le añadir al suelo abono orgánico, una mezcla de rastrojo de maíz, malezas que corta durante los deshierbes, hojas de los árboles que rodean el camellón o bien el lodo y las plan­tas acuáticas de los canales que lo rodean —abonos vegeta­les—, y el estiércol de sus animales domésticos: vacas, cer­dos, gallinas y burros —abonos animales.

Estudios en el campo demostraron que durante la descomposición de algunos abonos verdes que utiliza Don Aris­teo —particularmente las hojas del aile y las de algunas plantas acuáticas que viven en las zanjas de agua— se logra reducir el número de malezas que crecen en las parcelas de cultivo; la descomposición de este material modifica químicamente al suelo y actúa como herbicida natural que afecta el crecimiento de algunas arvenses y de microorga­nismos del suelo, sin perjudicar los cultivos.
 
Algunas malezas, y cultivos como el maíz, son capaces de liberar al medio metabolitos secundarios con efectos ale­lopáticos —algunos también considerados como herbicidas naturales. Por ejemplo, el polen del maíz es particularmente alelopático o fitotóxico, inhibe la germinación y el crecimiento de muchas malezas al caer sobre el suelo de la milpa. Contiene gran cantidad de ácido fenilacético, que es un regulador del crecimiento vegetal producido por las plantas y una de las causas por las que el polen de maíz es alelopático. Se sabe que la calabaza —de la familia Cucurbitaceae— también libera sustancias inhibidoras del crecimiento de otras plantas. Las cucurbitáceas forman una cubierta continua sobre el suelo que elimina las malezas y aporta materia orgánica —entre ocho y diez tonela­das por hectárea. Una maleza de la misma familia y cuyas propiedades alelopáticas están más acentuadas, el chayotillo (Sicyos deppei), crece en el camellón de Don Aristeo de forma rastrera, es muy agresiva y cubre el suelo, puede trepar encima de otras plantas y de los árboles, y si no se elimina a tiempo, interfiere con el crecimiento de los cultivos y otras malezas hasta desaparecerlos. También, algu­nas variedades de frijol pueden tener propiedades alelopáticas. El efecto de este tipo de compuestos sobre la ger­mi­nación y crecimiento de otras plantas, depende de la sensibilidad de las últimas, de su edad, su estado fenológico y su vitalidad, entre otros factores.
 
En este tipo de sistemas agrícolas tradicionales, que exis­ten con diversas variantes en muchos lugares de México, el manejo de las malezas durante el ciclo de cultivo juega un papel decisivo. Don Aristeo las conoce por su efecto benéfico o perjudicial y las selecciona cuidadosamente, corta algunas que son comestibles, como los quelites, otras las usa como forraje y las que no interfieren con sus culti­vos, las deja crecer pues sabe que le benefician produciendo materia orgánica que enriquece el suelo, favoreciendo la retención de humedad, contrarrestando la salinidad, protegiendo al suelo de la erosión y ayudando al combate de otras malezas, insectos dañinos y enfermedades. Cuando cultiva brócoli (Brassica oleracea) y lo combina con flor de nabo (Brassica rapa var. campestris), la última tiene un efec­to inhibidor sobre las malezas y aumenta la producción del brócoli. Esto indica que la asociación de una planta cultivada con una especie no cultivada puede ofrecer alternativas para el control alelopático de arvenses y para disminuir el excesivo uso de herbicidas.

Las aplicaciones prácticas de la alelopatía para el control de malezas en la agricultura incluyen la identificación de nuevos herbicidas, el uso de coberturas alelopáticas, la rotación de cultivos, el desarrollo de cultivos alelopáticos, la disminución de enfermedades del suelo y los problemas de replantación asociados con la autotoxicidad.
 
Se ha relacionado la alelopatía con problemas de inter­fe­rencia entre cultivos y malezas, entre cultivos, así como de toxicidad de los residuos de cultivos y malezas, y exuda­dos de ambos. Muchos problemas de autotoxicidad, o de fra­ca­sos en la reforestación y restauración ecológica, están relacionados con la alelopatía, la cual tiene una fuerte co­rres­pondencia con otros tipos de estrés ambiental. Resulta complicado establecer el papel ecológico de los alelopáti­­cos, una pléyade de factores interactuando entre sí, y con los agentes alelopáticos, hacen muy difícil evidenciar el fe­nómeno en condiciones naturales. Sin embargo, la ale­lopatía puede convertirse en una herramienta potencial para el control biorracional de las malezas o patógenos del suelo por medio del manejo de los aleloquímicos que se producen y liberan al ambiente. Por eso es indispensable que las nuevas metodologías de manejo de los recursos bió­­ticos consideren la alelopatía, y la ecología química en ge­neral, como parte de sus tácticas básicas.

Disfraces adquiridos

El lenguaje químico por medio de diversas señales suele ser la forma dominante de comunicación entre los organismos vivos. Los insectos, por ejemplo, han desarrollado señales químicas altamente complejas y específicas con las que se comunican con los individuos de su propia especie —feromonas—, y resulta sorprendente que otros organismos, como las plantas, hayan adquirido la habilidad de explotar estos sistemas con el fin de satisfacer sus propias necesidades.
 
En el camellón de Don Aristeo, los frijoles, las calabazas, las habas, los girasoles, los chícharos y muchas malezas, tienen la capacidad de producir las mismas, o muy pareci­das, señales químicas usadas por los insectos para comunicarse —mimetismo químico. Así, un compuesto o una mezcla producida por un organismo —la planta— provoca una respuesta específica de conducta en otro de diferente especie.
 
Para la mayoría de las plantas con flores, la interacción con animales polinizadores es fundamental. Sobre todo para aquéllas cuyas flores son unisexuales y para las que tienen flores auto­incompatibles —que no pueden autopolinizarse—, como algunos chícharos que no podrían re­pro­du­cirse sexualmente sin la presencia del polinizador debido a la morfología especial de la flor. Este tipo de plan­tas depende de la polinización cruzada que efectúan los in­sectos.
 
Gran parte de los sistemas de polinización han evolucionado como relaciones mutualistas en las que ambos or­ganismos son recompensados, el insecto obtiene polen, néc­tar, ceras o esencias de la flor y la planta logra reproducirse por medio de la transferencia de su polen por el insecto.
 
Los diversos metabolitos bioactivos —aleloquímicos, fe­romonas, alelopáticos— ejercen su influencia sobre otros sistemas biológicos mediante su estructura química original, o bien son precursores de diversos compuestos bioactivos, como los producidos durante la descomposición microbiana. La alelopatía puede ocasionar un efecto indirecto cuando una planta inhibe el crecimiento de microorganismos benéficos en el suelo —bacterias fijadoras de nitrógeno y micorrizas— y, por medio de ese efecto, perju­dicar el desarrollo de otros organismos dentro de la comunidad. Los diversos tipos de aleloquímicos que se conocen pueden afectar distintos procesos metabólicos, de ahí la mul­tiplicidad de sus mecanismos de acción fisiológica.
 
Así, en el camellón de Don Aristeo, el cultivo de varias plantas se traduce en un complejo manejo del ecosistema conformado por una gran diversidad de elementos bióticos y abióticos. La estructura y función de este sistema muestra una dinámica de energía y materia que gobierna su exis­tencia, y cómo cada uno de los organismos establece una multiplicidad de interacciones con otros, al tiempo que se relacionan con los factores físicos y químicos del ambiente. Allí, los metabolitos secundarios tienen un papel multi­funcional.
 
Por todo lo anterior, es lógico pensar que diferentes tipos de productos naturales útiles para el ser humano pue­den surgir de los estudios de ecología química —plagui­cidas o fármacos— o mediante el uso de estrategias de bioprospección etnobotánicas o ecológicas. La destrucción de los recursos bióticos en el planeta, particularmente en los tró­picos, además del empobrecimiento de las comunida­des humanas locales, significa la pérdida de la biodiversidad, lo cual se traduce en la desaparición de productos na­turales potencialmente útiles. Así, los estudios de ecología quími­ca pueden contribuir a la conservación de la biodiversidad, demostrando lo valiosa que ésta puede ser en mu­chos sentidos.
Ana Luisa Anaya Lang
Instituto de Ecología, Universidad Nacional
Autónoma de México
Francisco Javier Espinosa García
Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Morelia,
Universidad Nacional Autónoma de México.
Referencias bibliográficas
 
Anaya, A. L., Espinosa García, F. J. y Cruz Ortega, R. (Coord.). 2001. Relaciones químicas entre organismos: aspectos básicos y perspectivas de su aplica­ción. Ins­tituto de Ecología, unam, Plaza y Valdés Editores, México.
Bergström, G. 1978. “Role of volatile chemicals in Ophrys-pollinator interactions”, en Biochemical aspects of plant and animal coevolution. J. B. Harborne (ed.). Academic Press, Londres.
Borg Karlson, A. K. 1990. “Chemical and ethological studies of pollination in the genus Ophrys (Orchida­ceae)”, en Phytochemistry, núm. 29, pp. 1359-1387.
Espinosa García, F. J. y G. Delgado. 1998. “Relation­ship between ecology of plant defense and the pros­pec­tion of secondary metabolites with potential medicinal or agricultural application”, en Revista Latinoamericana de Química, núm. 26, pp. 13-29.
Ana Luisa Anaya Lang es Bióloga y Doctora en Ciencias (Biología) de la Facultad de Ciencias de la unam. Actualmente es Investigadora Titular C en el Instituto de Ecología de la unam e Investigadora Nacional nivel III.
Francisco Javier Espinosa García es Biólogo y Maestro en Ciencias de la Facultad de Ciencias de la unam y Doctor en Biología de la Universidad de California, Santa Cruz. Actualmente es Investigador Titular “B” en el Centro de Investigaciones en Ecosistemas de la unam.
 
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como citar este artículo

Anaya Lang, Ana Luisa y Espinosa García, Francisco Javier. (2006). La química que entreteje a los seres vivos. Ciencias 83, julio-septiembre, 4-13. [En línea]
 
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