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Luis de la Rosa
Oteiza Periodismo
y obra literaria
R048B05  
 
 
 
Laura Beatriz Suáres de la Torre  
                     
(Recopilación, prólogo, introducción y notas)
Vol. I, Instituto Mora, México, 1996
 
 
Educar se convirtió tras la Independencia en una
empresa nacional. De hecho, los hombres de esa época comprendieron que el México en ciernes requería hombres preparados para dirigir los destinos patrios pues, a decir del doctor Mora, “la ignorancia jamás extiende la vista a lo futuro; no calcula sobre las diferentes edades del hombre; cree que es eterna la juventud, o al menos los placeres de esta época de la vida. El amor a las ciencias es casi en nosotros la sola pasión duradera…” que proporciona la posibilidad de un futuro mejorado.
 
Si la educación se constituyó en el objetivo primordial, de manera más modesta el periodismo fue un instrumento idóneo que contribuyó a ella. Las gacetas reflejan la clara intención de instruir: ofrecen la amenidad propia de las diferentes expresiones de la literatura, ponen al alcance la modernidad al informar de los últimos descubrimientos científicos y tecnológicos, brindan al “bello sexo” un material apropiado para él y, en fin, se preocupan por moralizar mediante pasajes bíblicos recreados en sus páginas. Para sintetizar, puede afirmarse que estos impresos respondieron propiamente al interés científico-literario, como ellos mismos lo llamaban, de un público que reclamó para sí el acceso al conocimiento y de unos autores que hallaron en tales espacios la posibilidad de echar a volar su imaginación, compartir su amplia cultura y ofrecer, por decirlo así, una variada gama de artículos de difusión. Los editores desempeñaron una función importantísima al definir poco a poco el carácter de las publicaciones, determinar su contenido e imprimir su tendencia específica a cada una de ellas: política, literaria o científica. Para tal fin cantaron con colaboradores distinguidos: los hombres de letras más destacados de ese entonces.
 
No es de extrañar entonces que, consideradas las preocupaciones de la generación rectora de los destinos nacionales en las primeras décadas del México independiente, los nombres de los más conspicuos políticos se identificaran también con los de letrados y, por tanto, confluyeran en los mismos foros figuras de edades dispares: a veteranos escritores como Andrés Quintana Roo, Lucas Alamán, Francisco Manuel Sánchez de Tagle o Manuel Eduardo de Gorostiza, se vinculan noveles literatos tales como Guillermo Prieto, José Fernando Ramírez, Ignacio Sierra y Rosso, Luis de la Rosa, entre otros, unidos todos por un mismo ideal: conferir a México el grado de nación progresista. Sus posturas políticas fueron quizá antagónicas, mas no su sentir en torno a la literatura, pues le atribuían un valor inestimable en la tarea de mejorar al país. Comulgaban con la idea de que “los hombres grandes se conocen por sus escritos o por sus acciones, la imprenta es el canal por donde se transmiten sus nombres…”  y con ellos toda su luz y su sapiencia.
 
Las diversas publicaciones de ese género, por tanto, informaron, solazaron e ilustraron a sus lectores. Conforme a este concepto surgieron diversos títulos que periódicamente aparecían en el ámbito cultural del México decimonónico. Nada sorprende pues que los miembros de alguna agrupación se consagraran a la tarea de combinar sus actividades públicas con empresas editoriales. En las grandes ciudades y hasta en las remotas y pequeñas localidades se encontraban lectores sedientos de saber, ansiosos de conocer lo que Occidente ofrecía como ejemplo de lo más civilizado, lo más bello, lo más adelantado, lo último en la corriente del pensamiento. Entonces se reprodujeron textos publicados en revistas francesas, españolas e inglesas, y los títulos rememoraron, precisamente, las experiencias atrapadas en las lecturas foráneas, aunque respondían también a la necesidad de asignar un espacio a la cultura nacional, El Mosaico Mexicano, El Museo Mexicano, y La Revista Científica y Literaria constituyen los ejemplos más acabados de ello. En un primer momento, no hacían más que repetir lo hecho en el extranjero; empero, en su afán de ofrecer oportunidades a los talentos del país, abrieron sus páginas a las plumas mexicanas para dar a conocer los frutos de su inspiración. Con el tiempo, esas publicaciones se mexicanizaron, por decirlo así.
 
Ilustradas profusamente, con artículos breves, notas históricas, poesías amorosas, descripciones fantásticas, bellos paisajes, recuerdos maravillosos, llenaban las aspiraciones de lectores ávidos de contacto con lo nuevo; satisfacían su curiosidad asomándose al desconocido mundo de la ciencia, se acercaban al arte milenario o encontraban consuelo en la religión. En pocas palabras, hallaban en estas páginas un mundo fascinante.        
 
Con el paso del tiempo, las firmas de Carlos María de Bustamante, Manuel Orozco y Berra, Joaquín Pesado, Juan N. Bolaños, El conde de la Cortina, Ignacio Rodríguez Galván, Manuel Carpio, José Bernardo Couto, José María Lacunza, Guillermo Prieto, José María Lafragua, Casimiro Collado, Manuel Payno, José María Heredia, Fernando Calderón, José María Tornel, Juan B. Morales, Mariano Otero, Luis de la Rosa, Joaquín Cardoso, por mencionar las más representativas, se alternaron con los nombres extranjeros y comenzaron a robar espacios; allí ensayaron la poesía y la historia, en ellas volcaron sus conocimientos y mostraron sus inclinaciones literarias, allí se engolosinaron al describir el paisaje de México. En suma, esta primera experiencia de literatos mexicanos viene a ser el antecedente a la flamante generación a la que pertenecieron Francisco Zarco, Ignacio Manuel Altamirano e Ignacio Ramírez, quienes habrían de convertirse en los más afamados escritores de su tiempo y, de hecho, terminarían por confinar en el olvido a sus predecesores.
 
Rescatar la obra de aquellos pioneros de la literatura nacional reviste enorme importancia. Llenar el vacío actual al respecto, conduce a descubrir los intentos por crear una literatura mexicana y conocer los escritos de la primera camada de autores empeñados en comunicar lo que a su juicio evocaba, entre otros muchos conceptos, a México. Entres esos creadores se encuentra Luis de la Rosa Oteiza, quien desde temprana época produjo textos de corte literario para contribuir a las empresas editoriales surgidas en distintos puntos de la nación, una vez independizada ésta. Trabajos de muy diversa índole, dispersos en distintas publicaciones, son prueba fiel de su labor en pro de una cultura nacional.
 
La variedad temática de los textos reunidos en el presente volumen nos ofrece la posibilidad de reconocer la amplia gama de intereses albergados por De la Rosa en distintos momentos de su vida, ya que se trata de un fiel representante del ilustrado, capaz de hallar en cada una de las expresiones humanas un motivo de asombro, estudio o reflexión. No vacila, penetra en su mundo Interior, se detiene frente a la naturaleza en busca de un tema por desarrollar, asimila la sabiduría de otros, contempla las bellezas del paisaje mexicano y en todo ello encuentra un objeto digno de atención. Representa, cabalmente, “al hombre que ha cultivado su talento y no se precipita a los vergonzosos extravíos en que cae de ordinario el ignorante”.
 
Los trabajos aquí reunidos resultan en extremo misceláneos, por corresponder —como ya se dijo— a innumerables temas y motivos capaces de cautivar la atención de una personalidad ilustrada, por ello se decidió presentarlos simplemente en orden cronológico, en los que podrá advertirse un cierto predominio de tres esferas: ciencia, religión e historia.
 
Respecto a la primera, puede afirmarse que De la Rosa exploró los reinos animal, mineral y vegetal, y se esmeró en describir con detalle cada aspecto que seleccionaba de ellos. Sus conocimientos científicos partían de su propia experiencia, aunque en ocasiones se basaba en autores extranjeros para avalar o refutar afirmaciones. En sus artículos se advierte la acuciosidad de quien desea penetrar los misterios de la naturaleza, de quien siente una especial atracción por ilustrar y compartir sus experiencias con los demás. Entre los trabajos de esta índole más representativos, podemos citar “La utilidad de las plantas”, “Ornitología, Los nidos de las aves”, “La planta pichel”, “Historia natural”, “Investigación sobre el origen de las plantas de cultivo en México” y “El cenzontle”. No obstante, su texto más acabado, donde su vocación de educador alcanza la mayor plenitud, es sin duda la Memoria sobre el cultivo del maíz en México, reflejo de todas sus experiencias campiranas, sus lecturas científicas y su acendrada pasión por el tema. Y no podía ser otro el asunto que lo llevara a redactar tan largo texto, puesto que el maíz constituye el cultivo por excelencia de México, la base de la alimentación y, por ello, De la Rosa se afana en exponer los mejores procedimientos para producir aquel cereal. Los escritos dedicados a la ciencia muestran al autor preocupado por divulgar el conocimiento, por hacerlo llegar a los rincones más apartados del país mediante las publicaciones, por compartir sus experiencias con quienes, como él, sienten inclinación hacia el estudio y aspiran a desentrañar los misterios de la madre naturaleza.
 
Fragmento de la introducción       
 
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