Los dinosaurios: terribles largartos
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Francisco Javier Jiménez Moreno y Marco Antonio Pineda Maldonado
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La dinosaurología es una de las disciplinas de la paleontología con mayor desarrollo en los últimos años. Desde 1970 se ha encontrado un promedio de 6.1 géneros por año, y entre 1989 y 1995 se describieron 51 nuevos géneros. A la fecha hay aproximadamente 336 géneros de dinosaurios, sin embargo se estima que la diversidad de dinosaurios es cercana a 3 400 géneros, por tanto sólo conocemos cerca de diez por ciento. Estas criaturas siempre han cautivado la atención del público en general debido a sus peculiares estructuras y tamaño. El término dinosaurio parece tan familiar que todos parecemos entender con lujo de detalle a estas criaturas, sin embargo como bien lo explicó el paleontólogo británico Alan Charig, “es común pensar que el término dinosaurio se refiere a toda criatura que vivió hace millones de años, y que actualmente se encuentra extinta”, pero también es recurrente pensar que cualquier organismo prehistórico es un “dinosaurio”, como ocurre con los dimetrodontes, plesiosaurios, ictiosaurios, pterosaurios, dientes de sables e incluso los poderosos mamuts. Para evitar estas confusiones, los paleontólogos, que estudian los restos fósiles, han enumerado una serie de características únicas de este grupo, caracteres compartidos derivados o sinapomorfias (ver cuadro 1).
Los dinosaurios son un clado monofilético de organismos diápsidos archosaurios, cuyos restos fósiles se hallan en estratos mezosoicos, de una edad entre 225 y 64 millones de años, abarcando los periodos Triásico, Jurásico y Cretácico, por lo que dominaron el planeta cerca de 160 millones de años. El registro más antiguo data del Carniano tardío (Triásico) de las formaciones Santa María e Ischigualasto, en Brasil y Argentina respectivamente, y la última aparición está en el límite del Cretácico y el Terciario, hace 64 millones de años, cuando se dice que la mayoría de ellos se extinguió, con excepción de las aves. Sin embargo, nuevos hallazgos pueden ampliar la permanencia geológica de los dinosaurios no avianos, ya que registros obtenidos por James E. Fassett y Robert A. Zielinski en 2002 incluyen huesos de la pata de un hadrosaurio en la formación El Ojo, Nuevo México, Estados Unidos, los cuales fueron datados en aproximadamente 64.5 millones de años, en el Paleoceno. De confirmarse lo anterior implicaría que algunos dinosaurios sobrevivieron a la gran extinción y desaparecieron en el piso daniense del Paleoceno, en el Cenozoico inferior.
Los huesos de dinosaurios han sido documentados desde la Antigüedad, cuando se decía que eran la prueba de la existencia de antiguas criaturas mitológicas de formas reptiloides, conocidos en el folclor como dragones. Posteriormente, durante la Edad Media, los hidalgos y caballeros buscaban a estas enormes criaturas para darles muerte, por tal motivo se creía que se encontraban restos de ellos enterrados en varias ciudades de Europa y Asia. Se sabe que en el año 600 a.C. los comerciantes asiáticos cuentan a los griegos historias de grifones, probablemente basados en esqueletos y cráneos de Protoceratops, mientras en el año 300 d.C, durante la Dinastía Jin occidental, los chinos hablan de “huesos de dragón”, al referirse a restos de dinosaurios.
La primera referencia formal apareció en el año de 1676 en una publicación titulada Historia natural de Oxfordshire, escrita por el reverendo Robert Plot, en donde se hace referencia al fragmento distal de un fémur que fue comparado con diversos animales y, al no poder identificarlo, se asignó por su forma a un hombre de proporciones descomunales, uno de los denominados Antediluvian Patriarchs (patriarcas antediluvianos). Un siglo después, el filósofo francés Jean-Baptiste Robinet observó que el fósil era extremadamente semejante a un escroto humano gigante, idea que fue apoyada en 1763 por el naturalista inglés Richards Brookes, quien le llamó Scrotum Humanum —siglos después se asignó este fragmento de hueso como perteneciente al género Megalosaurus. Años después, en 1787, el hallazgo en Nueva Jersey, Estados Unidos, de una posible pierna de hadrosaurio —hoy extraviada— fue catalogado simplemente como Thihbone (hueso del muslo), y posteriormente más restos fueron encontrados en Montana, Connecticut, y en otras localidades. En 1802, el granjero norteamericano Pliny Moody de Massachusetts, extrajo de sus terrenos una laja con impresiones de patas posiblemente hechas por aves, que el médico local, el Dr. Elihu Dwight, interpretó como las huellas dejadas por el cuervo del Arca de Noé. En 1835, el doctor James Deane escribió al clerigo y naturalista Edward Hitchcok, y en 1839 esta loza fue adquirida por Hitchcok y Benjamin Silliman, de la Universidad de Yale, quienes se encargaron del estudio de las mismas. Hitchcok recogió más de 20 000 huellas fósiles, pero les atribuye un origen aviano, reptilesco y mamiferoide, nunca acepta a los dinosaurios como organismos responsables de las mismas. Quizá el mundo aún no estaba listo para los dinosaurios. Años después, a pesar de la aparición de la paleontología y la aceptación de la teoría de la evolución, se seguían contando extrañas historias en el folclor del mundo. En 1871, el explorador franco-canadiense Jean-Baptiste L´Heureux menciona un lugar santo en Alberta, Canadá, adorado por las tribus indias, las cuales consideraban los fósiles de los dinosaurios como pertenecientes a los abuelos de los bisontes americanos.
Los inicios de su estudio
Se puede decir que fue el polifacético médico, naturalista y geólogo inglés Gideon Algernon Mantell, quien inicio en 1822 el estudio de los dinosaurios. Este médico victoriano era aficionado a coleccionar fósiles y, un buen día, durante una visita que realizó a un paciente, su esposa Mary Ann encontró un diente incrustado en una roca; el médico se dio a la tarea de estudiarlo, y notó que era de un herbívoro, pero para tener una mejor apreciación lo envió a Francia para que lo estudiara el eminente naturalista, promotor de la anatomía comparada e impulsor de la paleontología, el barón Georges Léopold Chrétien Frédéric Dagobert Cuvier, quien le indicó que era de un rinoceronte extinto. Sin embargo, esta explicación no complació a Mantell, quien continuó estudiando y, al comparar aquellos dientes fósiles con algunos ejemplares de iguanas americanas, se dio cuenta del parecido, por lo que llamó al fósil Iguanodon (diente de iguana). A pesar del interés de Mantell, la primera descripción formal data de 1824, elaborada por el doctor William Buckland, quien al estudiar otros restos aislados —entre ellos una mandíbula que estaba depositada desde 1818 en un museo de Oxford Inglaterra— denominó al organismo Megalosaurus (reptil gigante). En 1831, Mantell describió a Hylaeosaurus, su segundo “reptil” gigante.
El término dinosaurio fue acuñado en 1842 por el eminente especialista británico en anatomía comparada Sir Richard Owen, derivado del griego deinos, terrible o gigante, y sauria, lagarto o reptil, por el enorme tamaño de los primeros géneros de dinosaurios descubiertos —Megalosaurus, Iguanodon e Hylaeosaurus—, y fue dado a conocer durante la reunión anual de la asociación británica para el progreso de la ciencia celebrada en Plymouth. Debido al interés por los dinosaurios, a mediados del siglo XIX, Benjamín Waterhouse Hawkins realizó la primera exposición de dinosaurios en el antiguo Sydenham Park de Londres. A pesar de los estudios realizados, los dinosaurios eran vistos como enormes “reptiles cuadrúpedos de sangre fría”. Hawkins también fabricó modelos de dinosaurios para el Central Park de Nueva York, pero nunca llegaron a exhibirse pues fueron destruidos por una banda de maleantes en 1871.
Poco después, en 1856, en Estados Unidos Joseph Leidy, de la Universidad de Pensilvania, contribuyó a la historia con los primeros fósiles estudiados y plenamente identificados como pertenecientes a dinosaurios de Norteamérica, que fueron asignado a Hadrosaurus foulki, un dinosaurio comúnmente llamado pico de pato, cuya reconstrucción —realizada en el año de 1868 por Hawkins— mostró que los dinosaurios eran bípedos y no totalmente cuadrúpedos como hasta entonces se pensaba —es considerado el primer esqueleto montado de un dinosaurio en el mundo.
En la segunda mitad del siglo XIX, en los depósitos de Solhofen, Alemania, aparece la primera evidencia fósil de un ave, que Richard Owen describe como Archaeopteryx litographica; y desde entonces, hasta hoy, han sido encontrados diez esqueletos conocidos coloquialmente como los Archaeopteryx de Londres, Berlín, Eichtatt, Maxberg y Termópolis. En 1878, El paleontólogo belga Louis Dollo describió los fósiles de 31 esqueletos fósiles hallados a 321 metros de profundidad en una mina de carbón en Bernissart, Bélgica, pertenecientes a la especie Iguanodon bernissartiensis, los cuales confirmaron el bipedalismo de los dinosaurios, aunque su reconstrucción presentaba problemas, ya que, basándose en un esqueleto de canguro, la cola queda posada en el suelo y se fractura a la mitad.
En Estados Unidos, Othiniel Charles Marsh y Edward Drinker Cope protagonizaron uno de los episodios más intensos en la historia de la paleontología, la denominada “guerra de los huesos”, una competencia entre ambos científicos que dio como resultado la descripción, por parte de Marsh, de Brontosaurus (Apatosaurus), Diplodocus, Stegosaurus y Triceratops, y por parte del segundo, de Camarasaurus, Coelophysis y Monoclonius, entre otros más, así como grandes descubrimientos no dinosáuricos, como Elasmosaurus, Ictiornis, Hesperornis y Dimetrodon. Más de 130 especies fósiles, con lo cual ambos contribuyeron de manera relevante al desarrollo de la paleontología.
Harry Goovier Seeley fue el paleontólogo británico responsable de la división de los dinosaurios en saurisquios y ornistisquios con base en la estructura de los huesos de la pelvis y la forma de las articulaciones: los primeros tienen la estructura ósea de la cadera común a los reptiles, en la que cada uno de los tres huesos apunta en una dirección diferente, mientras los segundos tienen una cadera tetrarradiada semejante a la de las aves. Sus observaciones fueron plasmadas en un documento científico en 1887, que fue publicado un año después, de suma importancia en un panorama dominado por múltiples y bizarras clasificaciones propuestas por diversos paleontólogos (ver cuadro 2).
A principios del siglo XX, Henry Farfield Osborn, director del American Museum of Natural History, describió los fósiles hallados por Barnum Brom en 1904 en los yacimientos del Cretácico superior de Hell Creek, Montana, los cuales eran extraordinarios y de tamaño colosal; se trataba de Tyrannosaurus rex, dinosaurio carnívoro que se pensaba en ese momento era el mayor depredador del mundo —tiempo después aparecerían carnívoros más grandes.
En esta época el magnate Andrew Carnegie impulsó el desarrollo de excavaciones en Estados Unidos, de las que resultaron diversos esqueletos de una nueva especie de diplodocus, Diplodocus carnegii, de la cual mandó fabricar réplicas a fin de aumentar su ego y preservar su nombre en la historia, regaladas a importantes reyes y jefes de estado, y que se encuentran en París, Viena, Madrid, San Petersburgo, Frankfurt, Bolonia, La Plata y México —expuesta en el Museo de Historia Natural de la Ciudad de México. Cabe mencionar que es uno de los esqueletos de dinosaurio más largos encontrados hasta ahora, con una longitud de 26.70 metros y un peso aproximado de 10 toneladas —en la actualidad se ha estimado el tamaño de dinosaurios más grandes y pesados, pero con base en unos pocos fragmentos del esqueleto. Los duplicados de diplodocus causaron debate entre los paleontólogos de la época, pues mientras norteamericanos como William Jacob Holland y John Bell Hatcher montaron el esqueleto en forma de paquidermo, con las patas directamente colocadas bajo el cuerpo como lo había hecho Marsh influido por las reconstrucciones de otros dinosaurios realizadas por Richard Owen años atrás, los europeos, como el alemán Gustav Tornier, argumentaban una posición tendida como en los lagartos modernos, interpretación apoyada en Estados Unidos por Hay, quien argumentaba que los dinosaurios eran reptiles y no mamíferos, por lo que la posición de la reconstrucción era infundada. En Viena, el investigador Othenio Abel se inclinaba a favor de la posición mamiferoide, confirmada en 1938, cuando se describieron icnitas fósiles atribuibles a saurópodos, descubiertas por Roland T. Bird en el Rio Paluxy, Texas, en las que se confirmó la postura vertical de los saurópodos, echando por tierra las observaciones de los alemanes.
En África, en localidades de Tendaguru, hoy Tanzania, entre 1907 y 1912 el paleontólogo y geólogo alemán Werner Ernst M. Janensch descubre uno de los más grandes dinosaurios hasta ese momento, Brachiosaurus branchai, además de un esqueleto del estegosaurio Kentrosaurus y, posteriormente, en 1914, Dicraeosaurus, y en 1929 Elaprhosaurus. En las década de los veintes, Roy Chapman Andrews visitó los yacimientos de Mongolia, adonde regresa en varias ocasiones y descubre dinosaurios como Psittacosaurus, Velociraptor, Protoceratops y Oviraptor.
El primer informe de dinosaurios en México fue realizado por el paleontólogo alemán Werner Janensch en 1926, y trataba de los restos óseos del yacimiento La Soledad, en el municipio de Ramos Arizpe, ubicado al oeste de Coahuila, atribuidos a un ornistisquio de la familia Ceratopsidae, un dinosaurio cornudo del género Monoclonius, propio del Cretácico superior de Norteamérica. Posteriormente, Richard Swan Lull y Nelda. E. Wright describieron en su monografía sobre los hadrosaurios de Norteamérica restos hallados en Sonora en 1942 en una localidad denominada N. 49, atribuibles a la familia Hadrosauridae, los pico de pato, material que fue enviado al paleontólogo Barnum Brown, quien determinó que los restos eran los más australes para dicha familia. En Baja California Norte, en 1954, W. Lanston Jr. y M. H. Oakes, de la Universidad de California, encontraron más restos de Hadrosauridae.
En Argentina, a finales de esa década, Oswaldo A. Reig descubrió los primeros restos del dinosaurio basal Herrerasaurus en yacimientos del Triásico superior de Ischigualasto, cuyo descubrimiento fue hecho por Victorino Herrera, miembro de la expedición realizado por la Escuela Nacional de Tucumán, a quien fue dedicada la especie.
El renacimiento
A pesar de los muchos descubrimientos, las reconstrucciones de los paleoartistas como Charles Night, Zdenek Burian y Rudollph Zallinger mostraban a los dinosaurios como organismos gigantes, lentos y estúpidos. Era común observarlos como enormes masas de carne incapaces de sostener su peso sobre la tierra. Fue hasta 1964, cuando el profesor John Harold Ostrom de la Universidad de Yale descubrió el dinosaurio terópodo dromeosaurido Deinonychus antirrhopus en los depósitos de Montana, y basándose en el esqueleto bien conservado formuló la teoría de que los dinosaurios eran organismos ágiles, rápidos e inteligentes y, por si fuera poco, hizo notar su posible endotermia, es decir, la capacidad de regular la temperatura corporal como sucede en aves y mamíferos. Esto tuvo un fuerte impacto en los círculos académicos y, posteriormente, en la imagen que popularmente se tenía de ellos, y llevó a lo que se ha denominado como “renacimiento de los dinosaurios”, cuando el abandono de los prejuicios gracias a este descubrimiento y a la avalancha de descubrimientos posteriores hicieron cambiar el método de estudio de los dinosaurios para siempre.
Así, en 1966, paleontólogos del Museo de Historia Natural de Los Ángeles lograron recuperar en la Formación1972 a Lambeosaurus laticaudus por Morris, un organismo propio del Cretácico superior que alcanzaba 14 metros de longitud. Es el hadrosaurio más grande del mundo después de Zhuchengosaurus, propio de China. En 1970, este grupo de investigación localizó en el Rosario, Baja California, en la formación de la Bocana Roja, los restos de un terópodo grande, descrito por Ralph Molnar en 1974, quien lo bautizo como Labocania anomala, una especie que ha sido tema de discusión, ya que ha sido ubicada en grupos de terópodos como los alosauridos y en los tiranosaurios. del Gallo, en Baja California Norte, restos de un gran hadrosaurido, identificado como Hypacrosaurus altispinus y reasignado en 1972 a Lambeosaurus laticaudus por Morris, un organismo propio del Cretácico superior que alcanzaba 14 metros de longitud. Es el hadrosaurio más grande del mundo después de Zhuchengosaurus, propio de China. En 1970, este grupo de investigación localizó en el Rosario, Baja California, en la formación de la Bocana Roja, los restos de un terópodo grande, descrito por Ralph Molnar en 1974, quien lo bautizo como Labocania anomala, una especie que ha sido tema de discusión, ya que ha sido ubicada en grupos de terópodos como los alosauridos y en los tiranosaurios.
En el mismo año, Robert Bakker y Peter Galton publicaron en la revista Nature el artículo “Monofilia de los dinosaurios y una nueva clase de vertebrados”, en el cual proponen la creación de la clase Dinosauria, que tendría las subclases Saurisquios, Aves y Ornistisquios, clasificación que reflejaría mejor la filogenia de los grupos, ya que a los reptiles se les considera ectotérmicos, y estarían separados de los grupos endotérmicos como mamíferos, dinosaurios, y aves. En 1979, Jack Horner y Robert Makela encontraron evidencias en Montana de que los dinosaurios tenían cuidados parentales, se trataba del género Maiasaura, un dinosaurio de aproximadamente 8 metros de longitud que anidaba en grupos y al parecer construía nidos en los cuales ponían hasta 25 huevos, y los jóvenes, de 50 centímetros, alcanzaban su tamaño adulto en tan sólo 6 años —el área de estudio es conocida como egg mountain por la gran cantidad de nidos recobrados. En 1985, se descubrieron algunos de los dinosaurios más grandes, pertenecientes a los géneros Supersaurus y Ultrasaurus, sauropódos de más de 30 metros de longitud.
En el año de 1987 fue realizado el primer montaje de un dinosaurio colectado y preparado en México por tres paleontólogos del Instituto de Geología de la UNAM, René Hernández Rivera, Luis Espinosa-Arrubarrena y Shelton P. Applegate, al cual llamaron Isauria, un hadrosáurido del género Kritosaurus de 7 metros de longitud, que presenta una patología en la pata anterior izquierda, en donde los metatarsos están fusionados. Actualmente una réplica de este esqueleto se encuentra en exhibición en el Museo de Geología de la UNAM ubicado en Santa María la Rivera, en la ciudad de México.
A principios de la década de los noventas se encontraron dos terópodos de tamaño considerable, que sobrepasan al famoso Tyrannosaurus: Giganotosaurus caroliini y Carcharodontosaurus sahariscus, ambos de poco mas de 14 metros de longitud. El primero fue localizado en depósitos del Cretácico de Argentina, el segundo en el norte del continente africano, en Niger y Marruecos. Argentina acaparó nuevamente la atención de los paleontólogos en el año de 1993, cuando Ricardo Martínez localizó el cráneo de Eoraptor lunensis, el dinosaurio más antiguo conocido hasta el momento, descubrimiento que fue dado a conocer por los paleontólogos Paul Sereno y Fernando Novas.
Otro descubrimiento que asombró al mundo, ya que sustentaba la hipótesis de que los dinosaurios eran organismos endotérmicos, fue el descubrimiento de restos de estos animales en la Antártida. El primer dinosaurio localizado en 1986 por los científicos del Instituto Antártico Argentino fue descrito como perteneciente a un anquilosaurio del Cretácico superior en la formación Santa María. Poco después, paleontólogos británicos informaron de la presencia de un dinosaurio bípedo herbívoro de mediano tamaño, y en 1994, en el mismo continente, William Hammer y Hickerson dieron a conocer en la revista Science los restos de un terópodo crestado de aproximadamente 6 metros de longitud —denominado Cryolophosaurus ellioti— encontrado en el Monte Kirkpatrick, en la cordillera transantártica, propia del Jurasico inferior, y allí también Smith y Pol encontraron en 2007 un prosaurópodo denominado Glacialisaurus hammeri.
En 1996, en yacimientos del Cretácico inferior de la provincia de Liaoning, en China, se descubrió el primer dinosaurio emplumado del mundo, nombrado Sinosauropteryx prima, el cual refuerza la estrecha relación de los dinosaurios y las aves, y además de la información ósea y tegumentaria, mostró que las plumas surgieron como un medio para conservar el calor y no para el vuelo como comúnmente se pensaba.
En estos inicios del siglo XXI se siguen haciendo descubrimiento que asombran a propios y extraños. Dale Rusell dio a conocer en la revista Science la presencia de un corazón tetracavitario (dos aurículas y dos ventrículos) en un fósil de ornitópodo denominado Thescelosaurus neglectus, lo cual aporta pruebas de la compleja fisiología y endotermia de los dinosaurios. Otros descubrimientos apoyan el argumento de que los dinosaurios presentaban plumas: Caudipteryx dongi y Microraptor zhaoianus en 2000; Epidendrosaurus ningchengensis, Cryptovolans, Scansoripteryx y Sinovenator changüí en 2002; Microraptor gui en 2003, Dilong en 2004, y Jinfengopteryx en 2005; pero a pesar de la presencia de plumas, estos dinosaurios, no eran capaces de volar, ya que sus extremidades anteriores eran cortas y por lo tanto no podían sostener su cuerpo en el aire.
En 2003, la paleontóloga Marisol Montellano del Instituto de Geología de la unam escribió el primer informe de un saurópodo titanosáurido en México del Cretácico superior de Chihuahua; y en 2006, cuando se describió el terópodo crestado Guanlong wucaii, un dinosaurio del Jurásico superior de China, emparentado con los tiranosaurios, que mide aproximadamente 3 metros y posiblemente estaba emplumado, en el equipo de trabajo de campo se encontraba el paleontólogo mexicano René Hernández R.
Si bien el estudio de los dinosaurios en México es reciente, no deja de ser prometedor, pues el número de localidades donde se reporta la presencia de estos organismos es cuantioso y seguramente ofrece una gama de nuevos hallazgos. El registro osteológico de los dinosaurios en México incluye diversas familias como Coelusauridae, Tyrannosauridae, Ornitomimidae, Troodontidae, Dromaeosauridae, Hadrosauridae, Ankylosauridae, Ceratopsidae y Titanosauridae. Estos registros se complementan con paleoicnitas fósiles, reportadas principalmente en las localidades fosilíferas del sur del país, encontradas en los estados de Oaxaca y Puebla, así como en Michoacán y Coahuila. En el futuro, nuevos descubrimientos seguramente nos sorprenderán y asombrarán; por ahora sabemos que los dinosaurios no se extinguieron, que nos acompañan en la actualidad y les llamamos aves.
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Referencias bibliográficas
Hernández Rivera, René. 2000. Los dinosaurios de México. Revista digital Universitaria. DGSCA, UNAM, México.
Montellano Ballesteros, Marisol. 2005. “Dinosaurios con plumas” en ¿Cómo ves?, pp. 10-15.David Norman. 1983. Enciclopedia ilustrada de los dinosaurios, Editorial Susaeta, España.
Sanz José Luis. 2007. Cazadores de dragones. Editorial Ariel. Barcelona.
Serrano Brañas Claudia, Hernández Rivera René. 2007. “México: tierra de dinosaurios”, en Nuestra tierra, pp. 3-7.
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Francisco Javier Jiménez Moreno
Benemerita Universidad Autónoma de Puebla
Estudiante de la Escuela de Biología de la buap, ha colaborado con artículos de divulgación científica en diferentes medios.
Marco Antonio Pineda Maldonado
Benemerita Universidad Autónoma de Puebla
Biólogo, egresado de la Escuela de Biología de la buap. Desde 1992 se ha desempeñado principalmente en el área de la ilustración biológica como profesional.
como citar este artículo →
Jiménez Moreno, Francisco Javier, Pineda Maldonado y Marco Antonio. 2010. Los dinosaurios: terribles lagartos. Ciencias 98, abril-junio, 26-37. [En línea]
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