revista de cultura científica FACULTAD DE CIENCIAS, UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
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Charles Darwin: el hombre y sus mitos
 
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Peter J. Bowler
   
               
La teoría de evolución mediante selección natural de Char­les Darwin ha sido descrita quizá como la teoría científica más innovadora y más radical jamás propuesta. Para al­gu­nos ateos, como Richard Dawkins y Daniel Dennet, es el “áci­do universal” que disuelve toda esa fábrica de ideas pro­ve­nientes de la concepción tradicional de que el mundo fue diseñado por Dios, con los humanos jugando un pa­pel central en el drama cósmico. Quienes desean pre­ser­var los valores tradicionales naturalmente reaccionan de manera violenta, de modo que las estridencias de los crea­cionistas modernos no hacen sino continuar con la mis­ma hostilidad expresada por los pensadores conserva­do­res de tiempos del propio Darwin.

El hombre que propuso esa idea polémica ha adquirido inevitablemente un estatus de ícono para aquellos que han vivido sus consecuencias, considerándolo, en función de sus ideas, como un héroe o un villano. El hecho de que se hayan planeado tantas celebraciones para el bicentenario del nacimiento de Darwin es un indicador del estatus que ha alcanzado como el padre fundador de la ciencia mo­der­na. Me pregunto lo que harán los creacionistas con res­pec­to de este gran acontecimiento. Pero el mero hecho de que Darwin sea uno de los pocos científicos de quien casi todo mundo ha oído hablar significa que el mundo está repleto de historias sobre su vida y sus logros. Todos sabemos de su trabajo en las Islas Galápagos, y muchos creen que allí fue donde sufrió una especie de experiencia “eureka” que lo convirtió en un evolucionista. Hay muchas otras historias que circulan acerca de su vida y su obra, todas con la pre­ten­sión de dar una versión verdadera de los hechos, aunque todas diseñadas de una u otra forma para reforzar nuestras ideas sobre la importancia de sus logros.  A estas historias se refieren los “mitos” del título de este texto, y me disculpo ante cualquier académico que con­sidere que hago un mal uso del término, pero se ha vuel­to un término estándar para los historiadores de la cien­cia que abordan el origen de las principales iniciativas teóricas. Entiendo por “mitos” aquellas historias sobre des­cu­brimientos que normalmente se basan en hechos, aunque no sea más que de manera laxa, pero que al exami­nar­se más de cerca resultan ser distorsiones o interpretaciones erróneas de lo que realmente ocurrió. En el caso de Dar­win disponemos de una enorme cantidad de material do­cu­mental, gran parte de la cual ha sido publicada o puesta en línea, lo que permite a los historiadores evaluar la va­li­dez de las historias convencionales que se cuentan sobre su vida.Sin embargo, sería más importante dirigir nuestros es­fuer­zos hacia la comprensión de cómo y por qué fueron crea­dos tales mitos sobre su vida. Algunos provienen de la autorrepresentación que elaboró Darwin en su Autobio­gra­fía. Otros intentan esclarecer algún aspecto de su trabajo, frecuentemente haciendo un juicio sobre lo que fue real­men­te importante. Algunas de estas evaluaciones se hicie­ron en tiempos del mismo Darwin, mientras que otras se ba­san en anacronismos, es decir, en una evaluación con­tem­po­ránea de lo que fue más importante en su obra. Otros cuantos son poco menos que mentiras completas lan­zadas para desacreditar la teoría, como la afirmación, repetida por los creacionistas, de que en su lecho de muer­te se reconvirtió al cristianismo.
 
Mi argumentación nos llevará por una serie de esas his­to­rias, lo que resulta así una biografía basada en los mi­tos creados a lo largo de la vida de Darwin. Pero, lo más im­por­tante es que esbozaré los esfuerzos de los historia­do­res modernos por desafiar esos mitos. De esta manera, mi intención es brindar una visión general de cómo vivió y qué hizo, pero con un giro que la hará más interesante que una simple exposición de lo que nos cuentan los docu­men­tos. Comentaré también cómo y por qué las distorsiones han infectado las historias, para ayudar, espero, a entender las diferentes formas en que la gente ha reaccionado a la teo­ría de Darwin.
 
También mostraré cómo trabajan los historiadores de la ciencia, especialmente cuando abordan los “grandes te­mas”. Buena parte de nuestro trabajo no tiene que ver con la obtención de nueva información sobre el desarrollo de la ciencia —aunque ciertamente hay mucho que hacer al res­pec­to—, sino con una revaloración de lo que pensamos que ya se ha hecho. El interés de la gente, incluidos los cien­tífi­cos en activo, por ciertos logros del pasado, frecuente­mente se ha visto influenciado por razones particulares re­la­cio­na­das con nuestra perspectiva moderna. En algunos casos este enfoque hacia el pasado ha distorsionado la ima­gen de lo que ha ocurrido en una forma que violenta cual­quier eva­lua­ción basada en evidencia. Tales distorsiones dan una im­presión errónea no solamente de los propios su­ce­sos, sino de cómo se desarrolla la ciencia en sí misma.
 
Al desafiar estos mitos sobre el pasado, los historiadores de la ciencia buscan promover una reflexión más pro­fun­da sobre la naturaleza y el impacto de la ciencia. No pretendemos que las interpretaciones que ofrecemos sean en sí mismas puramente factuales —de hecho seguiremos pe­lean­do como perros y gatos sobre algunos puntos— sino que pretendemos alentar a todo mundo a pensar con más cui­dado sobre lo que los historiadores nos han estado con­tando acerca de la historia de la ciencia, y hacer al menos un esfuerzo para estar seguros de que hay una serie de evi­dencias de lo que se ha asumido como cierto.
 
Un joven geólogo

El padre de Darwin fue un médico eminente y empresario acaudalado, un miembro de la clase media en ascenso que ganaba influencia a medida que la revolución industrial pro­gre­saba. Su familia estaba relacionada con los Wedg­woods, famosos alfareros, y Darwin se casaría con su prima, Emma Wedgwood. El joven Darwin no era muy bueno en la escuela, aunque eventualmente fue enviado a estudiar medicina en Edimburgo con la intención de seguir la ca­rre­ra de su padre.
 
Aquí encontramos nuestros primeros mitos, que en este caso fueron creados por el propio Darwin en su Auto­bio­gra­fía. Sus estudios médicos le resultaron repugnantes y los aban­donó después de un par de años, de modo que en sus reminiscencias posteriores tuvo en baja estima este pe­rio­do de su vida en Edimburgo, considerando que tuvo po­cas consecuencias. En particular refiere que no se impresionó cuando un compañero estudiante, Robert Edmond Grant, alabó la teoría evolucionista del biólogo francés Jean Baptiste Lamarck. Grant era política y culturalmente ra­di­cal, y posteriormente fue profesor de zoología en el Univer­sity College de Londres, aunque quedó marginado de la co­munidad científica por sus ideas materialistas. Podemos apreciar fácilmente por qué Darwin, siempre consciente de su propio estatus social, no quiso admitir que había sido impresionado por un pensador de tan mala fama. Sin embargo, Philip Sloan y otros historiadores que han estudiado la correspondencia de Darwin y sus cuadernos de notas de este periodo muestran que trabajó con Grant sobre los in­vertebrados marinos que había colectado en Firth of Forth (un fiordo del río Forth en la costa occidental de Escocia). Más aún, el interés de Darwin por las criaturas entonces co­no­cidas como zoofitas (corales y organismos similares) parece haber sido inspirado por la idea de Grant de que for­maban un puente evolutivo entre los reinos vegetal y ani­mal. De esta forma, el periodo en Edimburgo ha sido re­va­lo­ra­do como un episodio importante en la biografía in­telectual de Darwin, a pesar de sus propios esfuerzos por minimizar su relevancia.
 
Al abandonar la medicina, Darwin tuvo que buscar otra carrera y decidió prepararse para convertirse en clérigo de la Iglesia de Inglaterra —hasta este momento parece ha­ber conservado una fe cristiana convencional. Había una larga tradición de vicarios rurales anglicanos que hacían un buen trabajo en historia natural. Después de un corto pe­rio­do con un tutor privado, Darwin ingresó al Christ’s Col­lege, en Cambridge, a fines de 1827. Se reconoce general­men­te que no iba con el propósito de estudiar ciencia, aun­que en realidad nadie entonces podía estudiar ciencia como pre­gra­dua­do ni en Oxford ni en Cambridge. Pero existe la creen­cia errónea, aunque muy difundida, de que estaba estu­dian­do para obtener un grado en teología, una suposición fá­cil de hacer dadas sus intenciones. Sin embargo, su pro­pó­sito era obtener un grado en Artes (lo que llamaríamos Hu­manidades), que era el preludio normal para estudiar y recibir las órdenes religiosas, el cual obtuvo sin mayor dis­tin­ción, aunque trabajó mucho más intensamente en estu­dios extracurriculares con el profesor de geología Adam Sedg­wick y el profesor de botánica John Stevens Henslow.
 
El trabajo que hizo Darwin con Sedgwick lo ayudó a de­fi­nir la primera parte de su carrera científica. Se olvida con frecuencia que obtuvo su primera reputación como cien­tí­fi­co en el campo de la geología, no en historia natural. Sólo recientemente hemos visto publicado por Sandra Herbert el primer estudio importante de esta parte de su obra. Hizo una expedición geológica a Gales con Sedgwick, quien le en­seño las nuevas técnicas para obtener las se­cuen­cias de las formaciones geológicas (Sedgwick fue quien de­fi­nió la for­mación conocida como Cámbrico). Darwin hizo un buen uso de estas habilidades tanto en el viaje del Beagle como posteriormente, aunque pronto cambiaría su perspectiva teórica de la geología. Sedgwick era un catas­tro­fis­ta, que si bien aceptaba que la Tierra era mucho más vie­ja de lo que implicaba el relato bíblico de la creación, veía sin embargo los procesos de levantamientos y erosión como el resul­­tado de las elevaciones repentinas de la corteza terrestre.
 
En el viaje del Beagle, Darwin leyó los Principios de geo­logía de Charles Lyell y se convirtió al método uni­for­mi­ta­ris­ta de éste, quien explicaba todas las formaciones geo­ló­gi­cas como el resultado de cambios graduales que se extendían durante vastos periodos de tiempo. Durante el via­je vio los efectos de los terremotos en las montañas de los Andes, así como evidencias de que las cordilleras mon­tañosas fueron elevadas poco a poco a lo largo de una pro­longada serie de terremotos de una violencia no mayor a la que observamos actualmente, y a su regreso publicó am­pliamente sobre la geología de Sudamérica. También pro­puso una teoría para explicar la formación de los arre­ci­fes de coral, basada en el supuesto de que el lecho oceá­ni­co se está hundiendo a una velocidad lo suficientemente lenta como para permitir que los animales coralinos sigan construyendo en dirección hacia la superficie (los corales sólo pueden sobrevivir en aguas someras, de forma que la subsidencia tiene que ser lenta o la construcción de arre­ci­fes cesará).
 
Durante las décadas de 1830 y 1840 Darwin se hizo de re­pu­tación como geólogo, y se desempeñó durante un tiem­po como secretario de la Sociedad Geológica de Londres. Se volvió un entusiasta promotor de la teoría de la Edad glaciar, pero se equivocó y no entendió sus implica­cio­nes, lo que posteriormente describiría como su “gran fa­lla” en ciencia; su explicación de los llamados, en Escocia, “caminos paralelos de Glen Roy” (glen es una palabra que de­riva del galés y significa valle, generalmente un va­lle lar­go y profundo), que en realidad son restos de playas for­ma­das cuando el glen estaba cubierto por un lago debido a que su boca estaba bloqueada por un glaciar. Darwin tra­tó de ex­ten­der su teoría de elevación y subsidencia gra­dual, sos­te­niendo que Escocia había estado hundida tem­po­ral­­mente bajo el océano, pero posteriormente se vio for­zado a con­ce­der que la teoría de la Edad glaciar ofrecía una mejor ex­plicación. Sus intereses geológicos, especialmente los con­cernientes a la Edad del hielo de la Tierra, segui­rán sien­do importantes durante su trabajo sobre evolución. Sin em­bar­go, no debemos olvidar que para la mayoría de la gen­te, en la década de 1840, Darwin era un prospecto de geó­logo pro­metedor, más que alguien de quien se pudiera esperar que dejaría huella en la teoría de la historia natural.

De la geología al evolucionismo

Tras haber hecho la aclaración de que Darwin se hizo de nom­bre primero como geólogo que como naturalista, ­ten­go que hacer un paréntesis en la historia principal que quie­ro contar. Permítanme regresar a los años de Cam­bridge y re­cor­dar que cuando salió de allí ya había adquirido un buen entrenamiento tanto en geología como en historia na­tural, aunque lo había hecho fuera del curriculum que se suponía estudiaba. Fue su promotor principal, el pro­fe­sor de botánica John Stevens Henslow, quien sugirió el nom­bre de Darwin al capitán Robert Fitzroy, que buscaba un ca­ba­lle­ro naturalista que lo acompañara a bordo del H. M. S. Beagle durante el segundo viaje de la nave para cartografiar la costa de Sudamérica. Normalmente, se suponía que el cirujano del barco debía proporcionar la pericia cientí­fi­ca en un viaje marino de exploración. Pero Fitzroy había llevado de vuelta la nave en su primer viaje, después de que el capitán se había vuelto loco debido al estrés y el ais­lamiento que implicaban su solitario puesto (el desafortu­na­do Pringle Stokes no sólo se volvió loco, sino que ter­minó por pegarse un tiro, y además, un tío de Fitzroy, Lord Cas­tlereagh, también se había suicidado. Fatalmente, el pro­pio Fitzroy terminó suicidándose el 20 de abril de 1865), por lo que quería llevar a alguien con quien pudiera hablar pero sin contravenir los rígidos códigos del protocolo naval. De ahí le surgió la idea de llevar a bordo a un naturalista edu­cado. Después de algunos problemas con su padre, Dar­win consiguió el puesto y el Beagle partió de Inglaterra en di­ciem­bre de 1831, permaneciendo fuera durante unos cinco años, haciendo la circunnavegación del globo terráqueo después de cumplir con sus deberes en las costas de Sudamérica.
 
 Darwin siempre dijo que el viaje del Beagle había sido el acontecimiento decisivo de su carrera. Ciertamente lo de­cidió a convertirse en un naturalista de tiempo com­ple­to en vez de un clérigo amateur (vale la pena hacer notar que nunca fue un científico profesional en un sentido mo­der­no; había muy pocos puestos disponibles en ese tiempo y su familia era lo suficientemente rica como para que Dar­win pudiera trabajar de manera independiente). Mientras que el Beagle navegaba de arriba a abajo por la costa de Su­da­mérica, Darwin pasó gran parte de su tiempo en tierra, lle­van­do a cabo extensos viajes de exploración, primero en las pampas argentinas y luego en las montañas de los An­des. Vio a los nativos de Tierra del Fuego, considerados en ese tiempo como uno de los pueblos más “salvajes” que ha­bi­ta­ban la Tierra, y fue testigo del fracaso de los esfuerzos de Fitzroy por civilizarlos cuando regresó a tres de ellos que habían sido llevados a Inglaterra en el viaje previo.
 
 Podría proseguir largo tiempo contando la serie de aven­turas que Darwin tuvo durante el viaje y narrando los des­cubrimientos que hizo en geología, historia natural y antro­pología. Ya he hecho notar la importancia de su trabajo en geología, pero para seguir con el tema principal de los ­mi­tos que rodean a Darwin quiero enfocarme en un solo as­pec­to de su trabajo: sus experiencias relacionadas con la bio­geo­gra­fía, en particular en las Islas Galápagos.
 
 Creo que el trabajo de Darwin sobre la distribución geo­grá­fi­ca de las especies fue uno de los fundamentos más im­por­tante de su teoría, ya que al dejar al descubierto la de­bilidad de la teoría convencional de la creación divina de las especies, lo convirtió a lo que actualmente llamaríamos evolucionismo. También moldeó los fundamentos de la teo­ría que desarrollaría para reemplazar la teoría de la crea­ción, al forzarlo a pensar en la evolución no como una la­de­ra por la cual la vida ascendía hacia la humanidad, sino como un árbol ramificado sin ninguna línea central de desa­rrollo. En lugares como las Galápagos, Darwin se percató de que la mejor forma de explicar de dónde vienen las nue­vas especies es ver cómo las formas representativas de una forma ancestral común pueden ramificarse en múltiples di­recciones cuando quedan aisladas en diferentes localida­des. No hay una sola meta porque cada población aislada se adapta según su propio modo al nuevo ambiente, y pos­teriormente puede convertirse ella misma en el ancestro co­mún de otros grupos de especies divergentes, siempre y cuando ocurran nuevas migraciones. Pueden igualmente extinguirse si se enfrenta a desafíos ambientales a los que no pueda adaptarse. La evolución no está preprogramada, es azarosa y oportunista, completamente dependiente de las oportunidades (con frecuencia completamente impre­de­cibles) que se presentan a los organismos al emigrar ha­cia nuevas localidades. Todo esto le vino a la mente en las Islas Galápagos, don­de encontró, en muchas de las islas, series de especies dis­tintas pero relacionadas. Las Galápagos son un grupo de is­las volcánicas situadas en el océano Pacífico, a quinientas mi­llas al oeste de las costas de Ecuador. El Beagle pasó allí al­gún tiempo en septiembre de 1835, hacia finales del via­je. El mejor ejemplo de los descubrimientos que hizo allí fue el que conocemos actualmente como los pinzones de Dar­win, aun­que en ese tiempo probablemente fueron más im­por­tan­tes los mímidos (en septiembre de 1835 colectó en San Cristóbal, la primera isla de las Galápagos que visitó, un ejem­plar del género Mimus, muy parecido a los que ha­bía visto en Sudamérica; poco después, en Floreana, una ­isla ve­cina, encontró otros mímidos muy semejantes a los de San Cristóbal, aunque consistentemente diferentes). Hay una serie de especies de pinzones en las diferentes islas que difieren especialmente en la forma de sus picos, los cua­les están adaptados a diversas formas de forrajeo para ob­te­ner alimento. Cuando Darwin se dio cuenta de que eran dis­tin­tas especies (hecho que confirmó un eminente orni­tólogo cuan­do regresó a Inglaterra), vio que resultaba muy difícil tomarse en serio la explicación por creación di­vi­na. ¿Debe­ría uno creer que el Creador había hecho mi­la­gros se­pa­ra­dos en cada una de estas pequeñas islas situadas en medio del océano? Tenía mucho más sentido imaginar pe­que­ñas poblaciones derivadas de una especie ancestral de Suda­mé­ri­ca que se habían establecido en las islas después de haber cruzado el océano arrastradas por tormentas. Cada una se había adaptado de manera propia a su nue­vo hogar. Aquí es­taba el fundamento de la teoría de la evolución di­ver­­gen­te conducida por la migración y la adap­tación.

Existe la creencia popular de que Darwin sufrió una es­pe­cie de experiencia tipo “eureka” en las Islas Galápagos, pero éste es otro de los mitos que han sido rebatidos me­dian­te un estudio cuidadoso de sus cuadernos de notas y car­tas. John Van Wyhe, fundador de la página en la red “Dar­win-online”, afirmó recientemente que toda esa histo­ria del papel crucial de las Galápagos es un cuento que fa­bri­ca­ron los historiadores de mediados del siglo XX, quienes estaban fascinados por el libro clásico de David Lack de 1947, Los pinzones de Darwin. Señala que en la introducción de El origen de las especies, Darwin se refiere solamente a la biogeografía de Sudamérica como el fundamento de sus ideas, y no a las Galápagos específicamente. Las explica­cio­nes históricas más tempranas de su trabajo no se enfocaron en las islas. Por otra parte, hay una discusión sustancial sobre las Islas Galápagos en el texto de El origen de las especies, y la explicación que da Darwin en su libro El via­je del Beagle destaca que, al estudiarlas, uno es arrastrado hacia ese “misterio de misterios”, es decir, el primer origen de nuevas formas orgánicas. Creo que las Galápagos fueron importantes porque enfatizaron ideas que Darwin ya tenía de estudios más amplios de biogeografía en el continente.

Por otra parte, la idea de que Darwin sufrió una expe­rien­cia “eureka” cuando estaba en las islas ha sido rebatida por el estudio detallado de los cuadernos y cartas que hizo Frank Sulloway. Parece que Darwin no reconoció la im­por­tan­cia de las diferentes formas hasta que ya casi se iba, así que tuvo que recolectar especímenes sin etiquetarlos y sin saber de cuál isla procedían. Afortunadamente, otros miem­bros de la tripulación también eran naturalistas aficionados y habían hecho una colecta más cuidadosa, de modo que Dar­win fue capaz de armar gradualmente una imagen de cómo estaban distribuidas las diferentes especies sobre las islas. Pero ello ocurrió durante el viaje de regreso, y la his­to­ria no estuvo realmente completa hasta que el ornitólogo John Gould confirmó que los pinzones eran especies dis­tin­tas y no meras variedades locales de una sola forma. Así, las ideas convencionales acerca del trabajo de Darwin en las Galápagos están un tanto distorsionadas en cuanto a lo que en el fondo era una interpretación coherente del signifi­ca­do de las islas. En realidad, yo diría que en este caso el mito sirve para un propósito útil, ya que capta la atención del pú­bli­co hacia la biogeografía como el área clave de la cien­cia que condujo a Darwin a su descubrimiento.

También, con demasiada frecuencia la gente asocia la evo­lu­ción con el registro fósil. Es cierto que Darwin des­cu­brió fósiles en tierra firme en Sudamérica que fueron im­por­tan­tes para confirmar que el continente siempre ha te­ni­do una fauna distintiva y propia, y no tanto porque pro­por­cio­na­ran evidencia directa de la evolución. Sin em­bargo, Darwin siempre mantuvo que el registro fósil era dema­sia­do incompleto para permitir reconstruir el curso detallado de la evolución. Al enfocar la atención de la gente en la bio­geo­grafía más que en el registro fósil, la historia de las Ga­lápagos brinda a cualquiera una mejor comprensión so­bre la fuente de donde provino su teoría.

La formulación de la teoría

Poco después de que el Beagle había regresado a Inglaterra en 1836, Darwin se convenció de que la teoría de la creación divina de las especies debería ser reemplazada por al­gu­na forma de evolucionismo —lo que entonces llamaba la teoría de la transmutación. Los cuadernos que escribió en los años siguientes muestran el proceso lento por el cual fue descubriendo el camino hacia la teoría de la selección natural. Éstos han sido estudiados ampliamente por los his­to­riadores y han aclarado mucho el proceso creativo invo­lucrado en la construcción de la teoría. La biogeografía lo con­du­jo rápidamente hacia la idea de una evolución rami­ficada guiada por la adaptación de las poblaciones ex­pues­tas a condiciones nuevas. Pronto cambió su interés hacia el estudio del trabajo que hacían los criadores de animales, lo cual le ayudó a ver el grado de variación dentro de las po­bla­cio­nes, y lo orientó también, directa o indirecta­mente, hacia la idea de la selección. En cierto sentido, la pre­gun­ta central que surgió fue: ¿hay un proceso natural que pueda reemplazar la selección artificial practicada por los cria­do­res? La respuesta a esta interrogante le vino cuan­do leía el Ensayo sobre el principio de la población de Thomas Mal­thus, quien argumentaba que la gente tendía na­tu­ral­­men­te a producir más hijos de los que los recursos dis­po­­ni­bles podían sustentar. Al menos en el caso de las tribus pri­mi­ti­vas, Malthus hacía notar que la presión de la pobla­ción con­du­ci­ría hacia una “lucha por la existencia”, cuyo re­sul­ta­do determinaría quién viviría y quién moriría. Allí se en­con­tra­ba la base del mecanismo de la selección natural.

Darwin afirma en su Autobiografía que leyó a Malthus por mero “entretenimiento”, lo que ha permitido a aquellos comentaristas modernos que ven a Darwin como un cien­tí­fi­co puro afirmar que en realidad la ideología que re­pre­sen­ta­ba Malthus tuvo poco influencia en su teoría. Mal­thus se había pronunciado en contra de que el Estado apo­ya­ra a los pobres afirmando que la divina providencia ha­bía ordenado la pobreza y la penuria como incentivos para el ahorro y el trabajo duro. Sabemos ahora por los cua­dernos de Darwin que su lectura de Malthus fue todo me­nos accidental, fue parte de un programa más amplio para investigar las consecuencias de incluir la raza humana den­tro de un marco evolutivo. Darwin necesitaba claves que le ayudaran a entender cómo había sido moldeada la natu­raleza humana por nuestros orígenes animales. Ac­tual­­men­te pocos historiadores dudan que hubo una influencia significativa del entorno cultural de la época sobre las ideas de Darwin acerca de la selección natural. Este punto fue rea­fir­mado hace algunos años por la popular biografía es­crita por Adrian Desmond y James Moore, la cual da la ima­gen de Darwin como la de un pensador angustiado por la amenaza potencial que representaba su teoría hacia los valores morales y religiosos convencionales.

Más recientemente, el equipo Desmond-Moore ha hecho una interpretación aún más radical de la aportación de los temas vigentes en su tiempo sobre el pensamiento de Dar­win. En su nuevo libro, La causa sagrada de Darwin, ar­gumentan que fue su odio a la esclavitud lo que lo con­du­jo hacia su modelo evolutivo. Sabemos que toda la fami­lia de Darwin tomó parte activa en la campaña contra el co­mer­cio de esclavos y que él presenció directamente los te­rri­bles efectos de la esclavitud cuando estuvo en Suda­mé­ri­ca. Desmond y Moore destacan que uno de los prin­ci­pa­les argumentos empleados por quienes apoyaban la es­cla­vi­tud fue que las razas blanca y negra habían sido creadas por separado. La raza negra no descendía de Adán, por lo que representaba una especie distinta y, desde luego, in­fe­rior. Darwin apoyaba la tesis bíblica de que todos los hu­ma­nos compartían un mismo ancestro y, a partir de allí ­—se­gún Desmond y Moore— se dio cuenta de que la mejor forma de apoyar esta posición era argumentar que las formas re­la­cio­na­das en el reino animal también habían divergido de un ancestro común. Este punto de vista revisionista del ori­gen de la teoría ha llamado mucho la atención, especial­men­te en Norteamérica, donde la afirmación de que el dar­wi­nismo ha sido responsable de promover el odio racial es aprovechada por los creacionistas.

La referencia a la idea bíblica sobre el origen de la raza humana en esta nueva tesis resulta particularmente iró­ni­ca, dada la tendencia de la teoría de Darwin a socavar la ma­yo­ría de las demás ideas tradicionales sobre la creación divina. El primer libro de Desmond y Moore ciertamente apo­ya­ba la idea popular de que Darwin deliberadamente se abstuvo de publicar su teoría debido a su miedo a la reacción pública. En 1844 había escrito un ensayo sustancial des­cri­biendo su teoría, un esbozo de El origen de las especies, mas no publicó nada sobre el tema durante los si­guien­tes quince años. Considerando los sentimientos de su es­po­sa, la posibilidad de una reacción adversa era demasiado obvia. En 1839 se había casado con su prima, Emma Wedg­wood, y tres años después se habían establecido en Down House, en Kent. Darwin se había convertido en el escude­ro no oficial de esta aldea, una posición social de la cual es­ta­ba perfectamente consciente y que se vería amenazada por cualquier protesta pública. Emma, que igualmente asumía con toda seriedad su profunda religiosidad, se percataba cla­ra­mente de que las ideas de su marido amenazaban con so­ca­var sus creencias tradicionales. En un escrito a ­Hooker, Dar­win comentaba que el desafiar la creación divina era como “confesar un asesinato”, una expresión que ha sido in­ter­pretada ampliamente como muestra de que se man­te­nía reacio a publicar su teoría.

La suposición de que Darwin retrasó deliberadamente la publicación de su trabajo ha sido desafiada reciente­men­te por John Van Wyhe, quien señala que cuando la cita “co­me­ter un asesinato” se pone en contexto, parece mucho más algo escrito con ironía. Además de ése, hay muy pocos enunciados en las cartas de Darwin que indiquen que tu­vie­ra miedo de publicar. Van Wyhe argumenta que Dar­win simplemente estaba ocupado en terminar otros trabajos. Para empezar estaban los libros sobre geología, además de que en la década de 1840 había iniciado un estudio im­por­tan­te sobre los percebes, que era entonces un grupo de ani­ma­les poco conocido. Esta empresa había sido motivada a raíz de algunos especímenes anómalos que había traído de su viaje del Beagle, aunque se había convertido en un pro­yec­to enorme y muy demandante que eventualmente con­du­jo a la publicación de cuatro volúmenes altamente téc­ni­cos a principios de la década de 1850. El proyecto ayudó in­di­rec­ta­men­te a su teoría, ya que arrojó mucha luz sobre el tipo de estructuras que podía producir la selección na­tu­ral, además de darle a Darwin una reputación como natu­ralista.
 Van Wyhe destaca que fue sólo después de que estos volúmenes estuvieron en la imprenta cuando Darwin em­pezó a pensar en publicar su teoría. Pero los años inter­me­dios de la década de 1850 fueron también un tiempo en que los científicos, e incluso algunos pensadores religiosos, se sintieron más incómodos con la idea de que ocurrieran frecuentes intervenciones divinas en el mundo. Así, per­ma­ne­ce aún sin resolverse el asunto de si Darwin real­men­te se rehusaba a publicar por miedo a las consecuencias. Personalmente creo que había cierta molestia persistente sobre este asunto y que lo motivó a dirigir sus esfuerzos ha­cia otros trabajos.

Otro factor que limitó los esfuerzos de Darwin fue su en­fer­medad crónica, la cual se desarrolló durante la dé­cada de 1850 y lo incapacitó para trabajar adecuadamente gran par­te del tiempo. Los médicos que han escrito sobre este asun­to todavía discuten una serie de posibles explica­­cio­nes sobre la causa de sus náuseas, debilidad y otros sín­to­mas. Las dolencias pueden haber tenido un origen par­cial­mente nervioso. A Darwin se le había vuelto difícil to­le­rar el ner­vio­sismo de los encuentros públicos. Actual­men­te muchos suponen que Darwin se había convertido en una especie de recluso, encerrado en su retiro de Down. Pero esto no es sino otro mito. Down está en realidad muy cerca de Londres, adonde Darwin continuaba viajando re­gu­lar­mente para trabajar en bibliotecas y museos. Aún más impor­­tan­te es que ya había un servicio postal regular y efi­cien­te, que le permitió construir una enorme red de correspondencia por todo el país y por todo el mundo. Tanto amigos como co­legas naturalistas lo visitaban en Down, incluido el geó­lo­go Lyell, el botánico Hooker y ocasionalmente el joven Thomas Henry Huxley. A mediados de la década de 1850 Lyell y Hooker habían comentado con Darwin su teoría y le habían insistido que la publicara cuanto antes. Darwin em­pe­zó a trabajar en el asunto hasta avanzar un mamo­treto de tres volúmenes, pero su trabajo se vio interrumpido en 1858 por la llegada de un escrito de Alfred Russel Wal­la­ce que contenía la propuesta de una teoría similar a la suya.

Se han escrito muchas tonterías sobre el “codescubri­mien­to” de la selección natural por Darwin y Wallace. En rea­li­dad, éste no fue el caso de un descubrimiento simul­tá­neo porque Darwin había estado trabajando en su teoría du­ran­te veinte años. Inicialmente Wallace abordó el pro­ble­ma desde la misma dirección que Darwin, es decir, desde el estudio de la distribución geográfica. Estaba colectando especímenes en lo que actualmente conocemos como In­do­ne­sia cuando concibió su idea de la selección natural. Pero había diferencias significativas entre las propuestas. Wal­la­ce no hizo estudios sobre la crianza de animales y nun­ca aceptó la analogía que vio Darwin entre selección ar­ti­fi­cial y natural. La lectura de su artículo de 1858 (“On the tendency of varieties to depart indefinitely from the ori­gi­nal type”, leído junto con el texto de Darwin el 1 de ju­lio de 1858 en una reunión extraordinaria de la Linnean So­cie­ty of London) me sugiere que en ese entonces tenía so­la­men­te un entendimiento superficial de cómo actuaba la selección natural sobre las variantes individuales, lo cual es el núcleo de la teoría de Darwin. Wallace estaba mucho más interesado en la eliminación de las variedades locales menos adaptadas de una especie, es decir, lo que conocemos como subespecies.

De cualquier modo, ciertamente había grandes seme­jan­zas con la idea de Darwin, por lo que éste se aterrorizó cuan­do el artículo de Wallace llegó por correo a las puertas de su casa. Llamó a Lyell y a Hooker, quienes organizaron la lectura conjunta de sus artículos en la Linnean Society, lo que hizo de dicha reunión la primera presentación pú­bli­ca de la teoría. Luego se puso a escribir la versión resu­mida de su “gran libro”, que resultó en lo que conocemos como El origen de las especies.

No es éste el lugar para contar la historia completa de los debates que desató El origen. Muchos pensadores con­ser­va­dores reaccionaron con horror hacia una teoría que pa­re­cía negar no sólo la creación divina, sino cualquier de­sig­nio o propósito en el mundo natural. Algunas de las con­fron­taciones han adquirido por sí mismas un estatus míti­co. Quizá la mejor conocida sea la confrontación entre el “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley, y el obispo de Oxford, Samuel Wilbeforce, en el encuentro de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. Darwin mismo no asistió —por entonces no podía tolerar la agitación de ese tipo de eventos públicos— pero Wilbeforce atacó su teo­ría por su tendencia a socavar la religión y a ligar la hu­ma­nidad con los monos. Según la interpretación clásica de ese encuentro, narrada en los libros de texto, Huxley apabulló al obispo al afirmar que él prefería descender de un mono que de alguien que hacía un mal uso de su posición para ata­car una teoría que no entendía. Sin embargo, los histo­ria­dores modernos han cotejado las cartas y agendas es­cri­tos por personas que realmente estuvieron presentes en el debate, y han demostrado que el discurso de Huxley no se consideró particularmente contundente; de hecho, fue un discurso del botánico Hooker el que dio el mayor apoyo a Darwin.
 Esta historia del triunfo de Huxley fue manufacturada por una generación posterior de darwinistas para simbo­li­zar la derrota de la teoría sostenida por el oscurantismo re­li­gioso. Con el establecimiento del darwinismo moderno a mediados del siglo XX, la historia persistió durante un buen tiempo sin que nadie la desafiara, hasta que la si­guien­te generación de historiadores comenzó a poner a prue­ba sus fundamentos.

La frágil naturaleza de nuestro entendimiento sobre el encuentro Huxley-Wilbeforce simboliza otro equívoco más extendido acerca de lo que representó la teoría de Darwin para sus contemporáneos. Durante el curso de la década de 1860, el “darwinismo” se convirtió en una teoría amplia­mente aceptada, aunque en ese tiempo ello significaba poco más que un apoyo general a la idea de evolución. Sin embargo, persistía la duda, ampliamente extendida, de que la teoría de la selección natural de Darwin brindara una ex­pli­cación viable acerca de cómo operaba el proceso. In­clu­so Huxley no creyó que la selección fuera la historia com­pleta, según se deduce de los argumentos que usó en su cam­pa­ña para socavar la autoridad del establishment reli­gio­so. Científicos profundamente religiosos, como el bo­tá­ni­co Asa Gray, el principal adherente de Darwin en Estados Unidos, pensaba que la variación entre las poblaciones no era azarosa, sino que se producía principalmente en la dirección benéfica para las especies, lo cual reflejaba un ele­mento de diseño introducido por el Creador en las le­yes de la naturaleza. Al final hubo una clara aceptación general de la evolución, aunque la mayoría de las primeras ge­ne­ra­cio­nes de “darwinistas” seguían creyendo que algo con más propósito que la selección natural operaba en la evo­lu­ción, asegurando así su progreso continuo hacia for­mas su­periores.

La imagen de que el fin del siglo XIX estuvo dominado por un darwinismo materialista es en sí misma un mito, pro­mo­vida por las últimas generaciones de laicos que tenían a Huxley como su héroe. De manera un tanto para­dó­ji­ca, también fue apoyada por sus oponentes. Eminentes fi­gu­ras literarias como Samuel Butler y posteriormente George Bernard Shaw reaccionaron contra el materialismo de la teoría de la selección natural con un nivel de re­chazo tan profundo como el expresado por clérigos como Wilbe­force. Les gustaba proyectarse a sí mismos como víc­timas de una ortodoxia darwinista cruda que se había apo­derado de la ciencia y la cultura de las postrimerías de la época victoriana. En realidad, Shaw concibió su propia ver­sión de “evolución creativa” como el fundamento de una nue­va teoría no materialista que desplazaría al darwinismo. A pesar de todas sus estridencias, el darwinismo que ata­có no fue más que un producto de su imaginación. Los bió­lo­gos de fines del siglo XIX que aceptaron la selección na­tu­ral como el mecanismo único de evolución pueden con­tar­se con los dedos de una sola mano. La mayoría de los científicos y figuras literarias le dieron un peso mayor a mecanismos no seleccionistas de evolución, entre los cua­les el más obvio es el de la herencia de caracteres ad­qui­ridos de la teoría lamarckista.

Aquí debo hacer una digresión para explicar este me­ca­nismo alternativo. Mucho antes de Darwin, el biólogo fran­cés Jean Baptiste Lamarck había propuesto la teoría de una evolución guiada por el propio esfuerzo de los animales para enfrentar los cambios en sus ambientes. Era la teoría que Robert Grant había adoptado cuando Darwin estaba en Edimburgo. Los caracteres adquiridos eran aquellos desa­rro­llados por un animal durante el curso de su propia vida por medio de sus propios esfuerzos. El ejemplo más obvio en los humano sería el de los músculos protuberantes de un levantador de pesas. Si caracteres de ese tipo se pudieran transmitir a las siguientes generaciones, las poblaciones serían capaces de adaptarse a las nuevas condiciones cambiando sus hábitos y construyendo las estructuras ade­cuadas. Habría un propósito en la evolución que surgiría, no de la creación divina, sino de la conducta creativa de los seres vivientes. Esta era la alternativa que preferían Butler y Shaw, y que también fue muy popular entre los científi­cos. En realidad, lo que llegó a conocerse como “neolamar­ckis­mo” era una fuerza poderosa a la que Julian Huxley (el nieto de Thomas Henry) describiría posteriormente como “el eclipse del darwinismo” ocurrido alrededor de 1900.

El mismo Darwin aceptó que el lamarckismo jugaba un papel secundario, pero existe una creencia ampliamente ex­ten­dida de que hacia el final de su vida le dio una mayor importancia, a medida que retrocedía ante los ataques lan­za­dos contra la teoría de la selección. Esto es una exage­ra­ción, su propia teoría hereditaria siempre había dejado cam­po libre para el efecto lamarckiano, y las últimas re­fe­ren­cias que hizo a la teoría fueron sólo para reafirmar a sus lectores que no sostenía una posición dogmática a fa­vor de la selección natural. Otros comentaristas posteriores pen­sa­ron que Darwin se había visto forzado a retraerse porque creyeron que su teoría había sido fatalmente so­ca­va­da por su incapacidad para valorar el modelo nuevo de herencia pro­pues­to por Gregor Mendel. A principios del si­glo XX la nueva ciencia de la genética se había construido tardía­men­te con base en los famosos experimentos de Mendel con chícharos para crear una teoría de la herencia que des­truía el lamarckismo y establecía el fundamento del mo­der­no neodarwinismo. Los hijos de los levantadores de pe­sas no podían heredar sus músculos protuberantes. Los ge­ne­tis­tas finalmente reconocieron que las mutaciones ge­ne­ra­ban ocasionalmente un nuevo ca­rác­ter que ayudaría a los organismos a adap­tar­se a su ambiente, proporcionan­do de esta manera la materia prima de la se­lec­ción natural. Así surgió el neodarwinis­mo, que todavía sigue dominando la bio­logía, lo cual fue celebrado por Julian Huxley en su libro clásico de 1943, Evolución: la síntesis moderna.
 Resulta fácil, desde la perspectiva del darwinismo mo­derno, imaginar que la “falla” de Darwin para apreciar la im­por­tancia del trabajo de Mendel le impidió colocar su teo­ría sobre fundamentos más sólidos. Esto es una burda sim­pli­fi­ca­ción. Darwin no leyó el artículo de Mendel, como nadie más en ese tiempo, y los pocos partidarios conven­ci­dos de la selección natural de fines del siglo XIX fueron capaces de desarrollar la teoría sin la ayuda de la genética. Karl Pearson y W. F. R. Weldom fueron los pioneros del es­tu­dio estadístico de la variación en las poblaciones y estu­diaron los efectos de la selección natural usando una teoría de herencia que no era la de la genética mendeliana. La verdadera fuente de dificultades que enfrentó Darwin no fue la ausencia de una teoría genética, sino la incapacidad de sus contemporáneos para aceptar que la evolución podía operar solamente por ensayo y error. Este modelo se acep­tó ampliamente sólo hasta fines del siglo XX, permitiendo que los darwinistas ateos, como Richard Dawkins, resaltaran con precisión las consecuencias que tanto temían los pensadores religiosos de tiempos de Darwin.

Y esto me lleva a mi mito final sobre Darwin. Él mismo había reconocido las implicaciones más amplias de su ­teo­ría en una etapa temprana y había ido abandonando gra­dual­men­te su fe religiosa. Ya he hecho notar una conse­cuen­cia de esto, es decir, la posibilidad de que hubiera retrasado la publicación por miedo a las consecuencias. Darwin nunca fue un ateo, aunque ciertamente se convirtió en un ag­nós­ti­co, para usar el término acuñado por T. H. Huxley. En las páginas creacionistas en la red, rutinariamente se cuen­ta la historia de que, en su lecho de muerte, Darwin sufrió una conversión, regresando a su original fe cristiana y, por implicación, repudiando su teoría. El historiador James Moore ha investigado la fuente de esta leyenda. No hay nin­gún hecho que la avale. Varios miembros de la familia de Dar­win estuvieron presentes en su lecho de muerte y nin­gu­no registró ningún indicio de tal conversión. La his­to­ria parece haberse originado en los escritos de un evan­ge­lis­ta que predicaba en la villa de Down poco antes de que Dar­win muriera, quien simplemente dio unas palabras de aliento para el gran hombre. Hay que recordar que Dar­win era, en efecto, el escudero del poblado y que se tomaba en serio sus deberes sociales. Muy bien pudo mostrarse re­nuen­te a recibir a un evangelista visitante pero, de haberlo hecho, habría mandado un mensaje equivocado, con el ries­go de alterar el orden social. Darwin no fue un darwi­nis­ta social, y ello hace surgir un tema que ya no hay tiem­po de abordar aquí.

Darwin murió muy temprano la mañana del 19 de abril de 1882 a la edad de 73 años. Sus familiares querían un fu­ne­ral privado, pero Huxley y otros científicos destacados los persuadieron de que una figura tan eminente merecía una ceremonia pública que permitiera expresar el respeto de la nación. Así, Darwin fue enterrado en la Abadía de West­mins­ter el 26 de abril, y entre quienes ayudaron a car­gar el féretro estaban Huxley y Wallace. Podría parecer ex­tra­ño que un hombre cuyas ideas han sido consideradas como fatales para todas las creencias religiosas haya sido en­te­rrado en un suelo sagrado con la asistencia de clérigos eminentes. Pero para entender este suceso necesitamos apre­ciar su simbolismo.
 Darwin nunca fue un cientí­fico profesional, aun cuando para la nueva generación de profesionales como Huxley su teoría representaba el triun­fo del pensamiento progresista sobre el viejo dogma. Esto per­mi­tía a los nuevos profesionales presentar la comunidad científica como la sucesora natural del clero y como fuente de autoridad moral en las naciones modernas. Ade­más, no debemos olvidar que la primera generación de dar­wi­nis­tas había evitado con éxito los ataques de los con­ser­va­do­res mediante el recurso de minimizar la teoría de la se­lección natural y presentando la evolución como el de­sen­vol­vi­mien­to de un proceso cósmico que tiene un propósito. Ha sido sólo en los tiempo modernos, siguiendo el triunfo de la síntesis del darwinismo y la genética, que nos hemos vis­to forzados a confrontar las implicaciones de la visión de Darwin de un mundo gobernado solamente por ensayo y error, un mundo, como proclama Richard Daw­kins, sin nin­gún signo de propósito divino inscrito en él. El resultado ha sido el resurgimiento de controversias similares a aquellas que confrontó primero Darwin consi­go mismo, y no creo que esta vez amainen tan rápidamente.chivichango97
 
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Peter J. Bowler
Queen’s University, Belfast.

Es profesor de la Queen’s University, Belfast, miembro de la American for the Advancement of Science y de la Académie Internationale d'Histoire des Sciences. Fue presidente de la Sociedad Británica de Historia de la Ciencia de 2004 a 2006.
 
Traducción:  Alfredo Bueno
Facultad de Estudios Superiores-Zaragoza, Universidad Nacional Autónoma de México
 
 
como citar este artículo
Bowler, Peter J. (2010). Charles Darwin: el hombre y sus mitos. Ciencias 97, enero-marzo, 4-17. [En línea]
     
   

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Dos siglos explicando la evolución
 
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Ricardo Noguera Solano y Rosaura Ruiz Gutiérrez
   
               
El pensamiento evolutivo como ex­pli­ca­ción de la
transformación de las es­pe­cies es relativamente joven, no tie­ne más de 200 años. En 2009 la idea de la evolución ha sido el centro de con­memoraciones académicas en diversas partes del mundo, por un lado para conmemorar 150 años de la pu­bli­ca­ción de uno de los libros más fa­mo­sos de Charles Darwin, El origen de las especies, publicado en 1859, y por otro, para festejar el bicentenario de dos eventos históricos que casual­men­te coinciden en el tiempo, aunque no así en el espacio: el nacimiento de Dar­win, que tuvo lugar el 12 de febrero de 1809 en Inglaterra, y la publicación en Francia de la Filoso­fía zoológica de Jean Baptiste Lamarck en 1809, obra en la cual se expone la primera argumen­ta­ción extensa sobre la transformación de las especies.
 
El estudio de la evolución biológica ha transformado no sólo nuestra con­­cep­ción acerca de la vida en la Tie­rra, sino que ha impactado todos los ám­bi­tos de la vida humana, ya que, ade­más de brindar una explicación cien­tífica de la biodiversidad, la adaptación, el ori­gen común de todos los seres vivos, la extinción y otros fenómenos bioló­gi­cos, cambió la visión estática y pre­de­ter­mi­na­da del mundo. El reconoci­mien­to de que todo lo vivo se transforma, que hay una explicación plausible a es­te cambio, dejando fuera toda po­si­bi­li­dad de explicaciones sobrena­tu­ra­les, sin dejar de lado el origen de la mis­ma especie humana, ha transfor­ma­do nues­tra mirada del mundo na­tu­ral y ha generado una gran riqueza con­ceptual.
 
De los infusorios a la humanidad

Jean B. Lamarck, naturalista francés, pu­bli­có en 1809 la primera argumen­ta­ción coherente acerca de la trans­for­ma­ción de las especies. Desde 1802 ya había plasmado, en materiales que pre­pa­ra­ba para sus clases, su preocupación por la integración de una ciencia que abarcara el estudio de todas las for­mas vivas, por definir un conjunto de principios relativos a lo vivo, un cuer­po de preceptos, objetivos y pro­pues­tas que publicó en uno de sus li­bros más importantes, la Filosofía zoo­ló­gi­ca, preparada con los materiales que tenía destinados para una obra so­bre los seres vivos, cuyo título sería Bio­lo­gía, y que debía contar con un con­jun­to de principios filosóficos que dieran cuenta del hecho más signifi­ca­ti­vo de la vida: su transformación.
 
Así, en su Filosofía zoológica, de 1809, Lamarck plantea que los fenó­me­nos biológicos pueden explicarse en términos de causas naturales, y que las características de los seres permiten su clasificación. Sin embargo, no que­ría limitarse exclusivamente a des­cri­bir los seres ni a explicar los pro­ce­sos vitales, buscaba dar cuenta del ori­gen y su relación con la anatomía, la fi­sio­lo­gía, el comportamiento, las es­tra­te­gias de reproducción, con el medio, entre otras cosas; quería explicar las causas de la organización de los se­res tal y como se observa, y del desa­rrollo de las facultades que presentan.
 
En su argumentación sostenía que la vida se origina por generación es­pon­tá­nea, la cual ocurre cada vez que factores como el calor, la humedad, la temperatura, los nutrimentos, los cam­pos magnéticos y eléctricos coincide y hacen posible el surgimiento de for­mas simples, de infusorios, cuyas ca­rac­te­rís­ti­cas, en términos de La­marck, son “cuerpos amorfos, gelati­no­sos, trans­­pa­ren­tes, contráctiles y mi­cros­cópicos”. A partir de dichas for­mas sim­ples se ini­cia una serie de trans­for­ma­cio­nes que tienden hacia la formación de se­res cada vez más com­plejos, ya que la vida tiene una ten­den­cia interna a de­sa­rro­llar­se, a par­tir de lo más simple ha­cia lo más complejo, por medio de una serie ordenada de even­tos, un pro­ce­so que interac­túa con las influencias ambientales, pro­vo­can­do cam­bios en los hábitos, con­si­de­ra­dos ca­rac­te­res ad­qui­ri­dos, que son he­re­da­dos de una ge­ne­ra­ción a otra, producien­do a la larga la trans­for­ma­ción de las espe­cies y una ten­den­cia a la com­plejidad.
 
En el esquema evolutivo de Lamarck, el linaje más antiguo es aquél del cual descienden los seres humanos, y es considerado como el más avan­za­do, mientras que los linajes de los organismos más simples son mucho más jóvenes por ser formas menos complejas. El punto inicial de ca­da linaje es un evento de generación espontánea distinto; así, por ejemplo, los seres humanos y los invertebrados no comparten un ancestro común. En este sentido y en lo que respecta a las causas de la transformación de las es­pecies, la propuesta de Darwin es radi­calmente diferente.
 
Sin embargo, la profunda diferencia epistémica y el indudable éxito de la propuesta darwiniana no implica des­co­nocer o negar los grandes méritos de la primera propuesta que puso en entredicho el mito de la creación. Co­mo puede constatarse al final del pri­mer tomo de la Filosofía zoológica, Lamarck no acepta que el creador ha­ya “previsto todas las clases posibles de circunstancias y […] dado a cada es­pe­cie una organización constante, así co­mo una forma determinada e invaria­ble en sus partes”. Con tales ideas no sólo pretendía terminar con las creen­cias generalizadas sobre el mundo na­tu­ral, intentaba explicar la naturaleza del ser humano, ya que la especie hu­ma­na forma parte de la transformación general de la vida, y sus atributos, como la inteligencia y la razón, son pro­piedades naturales que resultan de la organización del sistema nervioso y pueden ser investigadas en términos de causas naturales.
 
Personaje de su tiempo, fue parti­da­rio de la revolución francesa y es­taba convencido de que la transformación no sólo era un asunto que concierne el ámbito biológico sino también el social, ya que la naturaleza le había dado a ca­da individuo “un amor ardiente por la libertad y la soberanía”.
Con la obra de Lamarck, la idea de evolución, que hasta ese momento era empleada para referirse a los procesos del desarrollo embrionario, principal­men­te por los biólogos alemanes, ad­qui­rió su significado actual de trans­for­mación de las especies y, con ese sentido, fue utilizada por sus críticos, como Charles Lyell, y por los que sim­patizaban con la idea de transformación, como Herbert Spencer, a quien se le atribuye, no sin razones, haber di­vul­ga­do el término de “evolución” en In­glaterra con un sentido de “progreso biológico”.

Ancestro común y diversidad biológica

Cincuenta años después de las pro­pues­tas de Lamarck, Charles Darwin pu­bli­có su teoría de la evolución por medio de selecció
n natural. En su libro El ori­gen de las especies, de 1859, esta­blece las ideas que revolucionarían el es­tu­dio de la vida: su origen, transfor­ma­ción, his­to­ria y diversidad en el planeta.
 
En la explicación darwinista, todas las especies, pasadas y presentes, com­parten un ancestro común. Darwin re­cha­zó la idea de que hubiera en la ­vi­da una tendencia inherente en la evolución, en su lugar propuso la explicación causal de evolución por variación y se­lección natural, con lo cual explica por qué los linajes cambian de manera su­ce­si­va y por qué divergen unas formas de otras, dando origen a nuevas espe­cies a partir de un juego entre la va­ria­ción que surge de manera aleatoria (en el sentido de que su origen no tie­ne nin­guna relación con el proceso adap­tativo) y las diferentes presiones ambientales.
 
La propuesta de Lamarck tuvo ­po­co impacto en su tiempo, Darwin la cono­ció en Edimburgo por su maestro Ro­bert Grant, pero en la sociedad bri­tá­ni­ca de entonces prevalecía la creen­cia de que cada especie había sido crea­da directamente por Dios. Es por esto que su explicación natural sobre el ori­gen de las especies se convirtió un siglo y medio después en el ícono de las ideas de la transformación de las especies.
 
La historia de las revolucionarias ideas de Darwin comenzó básica­men­te en el viaje que realizó entre 1831 y 1836 alrededor del mundo abordo del Beagle, un navío inglés en el que viajó casi cinco años, lo que le permitió to­mar notas y datos, así como hacer re­fle­xio­nes sobre diversos aspectos del mun­do natural. Cuando regresó del via­je pre­paró sus notas para publicarlas, pe­ro al hacerlo encontró información que lo llevó a transformar sus ideas so­bre el origen de las especies. Algunos de los datos más importantes fueron la exis­ten­cia de fósiles de organismos ex­tin­tos muy parecidos a las especies ac­tua­les como, por ejemplo, fósiles de ar­ma­di­llos similares en forma pero di­fe­ren­tes en tamaño a los armadillos actuales, o de Macrauchenia, un gran ma­mí­fe­ro parecido a una llama actual pero de mucho mayor tamaño, y que Ri­chard Owen consideró como un ca­mé­li­do. Darwin se preguntaba si no ha­bía acaso alguna relación de paren­tes­co entre aquellas formas extintas y las actuales. Asimismo, encontró impor­tan­te información con respecto de la distribución geográfica de los orga­nis­mos, como la referente a los sinsontes del género Nesomimus, que en realidad fue lo que motivó a Darwin para la construcción de su teoría (y no los pin­zo­nes como se ha popularizado), ya que encontró que las diversas islas tenían una o dos especies diferentes, por lo que se preguntaba si podrían aca­so todas estas especies descender de un ancestro común.
 
Ante la abrumadora cantidad de in­for­ma­ción, Darwin terminó por con­ven­cer­se de que las especies del pla­ne­ta tenían una relación de paren­tes­co y que no se requerían explicaciones sobrenaturales para explicar cómo y por qué se transforman las especies. Él mismo comenta en su autobiografía que en 1837 encontró las respuestas que le permitían comprender di­chas causas naturales de lo que en ese momento se llamaba “el misterio de los misterios”. La respuesta estaba en la variación hereditaria y la selección na­tu­ral. El argumento de su explicación, acompañado de una gran cantidad de evidencias, fue publicado en 1859, después de que, en 1858, reci­bie­ra una carta de un joven naturalista que estaba investigando las causas de la transformación de las especies, y cu­ya teoría era muy cercana a la que él había trabajado durante cerca de vein­te años. Ese joven naturalista era Al­fred Russel Wallace, quien años más tarde se convertiría en el más entu­sias­ta defensor del darwinismo y la evo­lu­ción.
 
La explicación de Darwin está ela­bo­ra­da a partir de las siguientes ideas centrales: 1) todas las especies pro­du­cen una gran cantidad de descendencia, 2) los recursos naturales para sos­tener a las poblaciones naturales son limitados, 3) todas las poblaciones tie­nen individuos con diferencias here­da­bles, y 4) no todos los individuos pue­den sobrevivir y dejar descendencia. De aquí concluye que las variaciones provocan diferencias en la capacidad individual de supervivencia y reproducción.
 
De estos elementos, la variación he­re­di­ta­ria, las diferencias individuales entre un organismo y otro, es pri­mor­dial para que las poblaciones na­tu­ra­les evolucionen. En su vida cotidiana cada especie necesita un espacio y re­cursos —alimentos, nutrimentos, agua— para vivir, y al mismo tiempo ca­da organismo interacciona con los di­fe­rentes factores ambientales —cli­ma, condiciones del terreno, depreda­do­res, enfermedades, desastres natu­ra­les, entre otros. Si la descendencia de cada especie lograra vivir hasta la edad reproductiva y dejara descen­den­cia, en pocos años poblarían la super­fi­cie de la Tierra; sin embargo, vemos que eso no ocurre, pocos individuos de las diferentes especies son los que lo­gran vivir y reproducirse, y lo hacen porque tienen variaciones hereditarias, ventajas adaptativas que les per­mi­ten vivir y reproducirse, heredando a su descendencia tales características adaptativas. A este proceso de con­ser­vación de características adaptativas y la eliminación de las desfavorables, Dar­win lo llamó selección natural o re­pro­duc­ción diferencial, proceso que ha ocurrido a lo largo de la historia de la vi­da y ha sido la causa de la transfor­ma­ción gradual de las poblaciones naturales, y que en periodos más largos vemos como transformación de las especies.
 
Dicho proceso de reproducción di­fe­ren­cial, en el que los individuos con características ventajosas logran de­jar descendencia y aumentar su número en la población, es el punto de partida para explicar el origen de nuevas es­pe­cies por medio de la acumulación ­len­ta de variaciones favorables; es así co­mo dos poblaciones aisladas reproducti­va­men­te siguen procesos evolutivos dis­tin­tos y en millones de años serán dos especies diferentes. La explicación de variación y selección natural también explica la adaptación de los organismos, los “diseños adaptativos”: alas pa­ra el vuelo en las aves, aletas en los pe­ces, cuerpos lisos en las serpientes, pi­cos alargados con los que extraen el néctar los colibríes, etcétera. Cada di­se­ño natural es resultado de ese diná­mi­co proceso evolutivo.
 
Hoy sabemos que estas variaciones hereditarias se generan por mu­ta­cio­nes al azar, cambios en el ADN, que ocu­rren sin tener ninguna relación adap­ta­tiva con el ambiente, es decir, pue­den ser útiles, neutras o perjudi­cia­les, de­pen­dien­do de las condiciones am­bien­ta­les. Como ejemplos de variación te­ne­mos las características morfológicas de los organismos —los pinzones o lo sin­son­tes de las Galápagos tienen di­fe­ren­tes tipos de picos que les per­mi­ten alimentarse de varios tipos de se­mi­llas—, las diferencias en velocidad para escapar de un depredador o en ca­pa­ci­dad para soportar largos periodos de sequías en algunas especies ve­ge­ta­les. Esas diferencias individuales en las poblaciones naturales son fun­da­mentales.
 
Después de la publicación de El Ori­gen, la historia de la biología cambió ra­dicalmente, las ideas de Darwin se con­vir­tieron en uno de los paradigmas de las investigaciones; la teoría de la evo­lu­ción, prácticamente en términos darwinistas, se convirtió en la idea ar­ti­cu­ladora de las diversas disciplinas biológicas. En 1973, Theodosius Dob­zhans­ky sintetizaba todo ese movi­mien­to en una de las frases más famo­sas: “nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución”. Pero, co­mo señalamos al inicio, la idea de evo­lu­ción también es una idea diná­mi­ca, que sigue siendo enriquecida por to­das y cada una de las investiga­cio­nes realizadas en distintos campos de la biología.

La evolución en el siglo XXI

A lo largo de la historia del pensa­mien­to evolutivo se han debatido, aclarado y precisado muchos de los conceptos darwinistas y se ha investigado la ope­ra­bilidad y eficacia del paradigma fun­da­men­tal en los más diversos campos de la biología. Sin embargo, la natura­le­za de la ciencia no es dogmática, y ello significa que las investigaciones siem­pre rebasan las fronteras del co­no­ci­miento. En las últimas décadas se han desarrollado avances impresio­nan­tes en los terrenos de la biología mo­lecu­lar, paleobiología, genómica y en investigaciones relacionadas con el de­sarrollo embrionario; toda una gama de nuevos conocimientos que, sin ­duda, enriquecerán y modificarán la visión darwinista, sintetizada en la idea picto­gráfica del árbol de la vida que se ra­mi­fi­ca suavemente (gradualidad) a par­tir de un tronco común mediante el pro­ceso de variación y selección na­tural.
 
La idea original de diversificación a partir de un ancestro común for­mu­la­da por Dar­win ha sido fortalecida a lo largo de más de 150 años de inves­ti­ga­ción bioló­gi­ca; la máxima expresión de la sen­ci­llez de esta idea es la pro­pues­ta de la bio­logía moderna que ha sugerido co­mo ancestro primordial a LUCA (por sus siglas del inglés Last Uni­ver­sal Common Ancestor), que deno­mi­na­mos co­mo el ancestro común uni­ver­sal a par­tir del cual, mediante la va­riación y la se­lec­ción natural, la vida se ha diversi­fi­ca­do a veces gradualmente pero en otras oca­sio­nes a pasos agi­gan­tados.
 
Esa imagen de la evolución y al­gu­nas implicaciones que se derivan de ella como la gradualidad y el papel cen­tral de la selección natural han si­do du­ra­men­te cuestionadas desde el si­glo XX. El árbol de la vida que se ra­mi­fi­ca gra­­dual­men­te fue discutido por Ni­les El­dredge y Stephen Jay Gould des­de la dé­ca­da de 1970, quienes su­gi­rie­ron cambiar la suavidad de los trazos por una imagen de rasgos asimétricos que reflejan dis­tin­tas velocidades evolu­ti­vas, una pro­pues­ta que ha sido cono­cida como la teoría del equilibrio pun­tua­do; sin em­bar­go, más que ser contraria al darwi­nis­mo se considera hoy una teo­ría com­ple­men­ta­ria del proceso evo­lu­ti­vo. Algo similar ocurrió con las pro­pues­tas de Motoo Kimura, cuya teoría neu­tral de la evolución desplazó del ni­vel molecular el papel protagónico de la se­lec­ción natural, colocando en su lu­gar la mutación y la deriva génica co­mo actores centrales de la evolución molecular.
 
La imagen de la historia de la vida fue remodelada también por las apor­ta­cio­nes de Lynn Margulis, mos­tran­do un cuadro donde en algunos pun­tos de la historia ocurren relacio­nes que co­rrom­pen los linajes (ramas) de la his­to­ria de la vida, alte­ran­do la ima­gen de la gradualidad y ­dando so­por­te a otro ti­po de procesos evoluti­vos, co­mo la sim­biogénesis, en donde la sim­bio­sis o la adquisición de geno­mas com­ple­tos han remodelado la his­toria de la vida.
 
En los últimos años, el cuestiona­mien­to del “árbol de la vida” ha sido ma­yor y el papel de otro tipo de inte­rac­ciones en la historia evolutiva se ha hecho evidente, pasando así a la pro­pues­ta de la “red de la vida”. Se trata de una idea sugerida por W. F. Doolittle y apoyada por autores como John Dupré, quien ha señalado que “sí hay un árbol de la vida, éste es una pequeña es­truc­tu­ra irre­gu­lar que se ha desarro­llado en la red de la vida”, que contra­ría la idea de un árbol que se ramifica, aceptada co­mo un elemento de validez evolutiva y que sostiene la idea del ancestro co­mún a partir del cual se ha diversifi­ca­do la vida. La aceptación de “la red de la vida”, en donde la historia de la vida es una red de relaciones evo­lu­ti­vas, se explica por un fenómeno que ca­da vez ha cobrado mayor im­por­tan­cia: la transferencia horizontal de ge­nes, un fenómeno común en el uni­ver­so bacteriano y viral, además de ser más común de lo que se suponía podría ser en los niveles de la vida plu­ri­ce­lu­lar, y que no contradice la idea de exis­tencia de patrones de ra­mi­fi­cación.
 
El conocimiento de los genes y los fenómenos genéticos abrió otros cam­pos de discusión sobre el fenómeno evo­lu­ti­vo. Uno de ellos es la relación en­tre el desarrollo y la evolución, pro­pues­ta conocida como biología evo­lu­ti­va del desarrollo, campo que busca ex­pli­car la evolución de los organismos a partir de lo que algunos autores consideran como el rescate de los pro­ce­sos del desarrollo embrionario para explicar y determinar las relaciones fi­lo­genéticas entre los organismos. Otro espacio de discusión que será signifi­ca­ti­vo en los próximos años gira en tor­no a los procesos de regulación gené­ti­ca y el papel del am­bien­te en los fenó­me­nos evolutivos.Eva Jablonka y Marion Lamb han su­gerido adoptar una actitud pluralista en las explicaciones de la evolución y la herencia, ya que con­si­de­ran impor­tante resaltar aquellos factores no ge­né­ti­cos y redimensionar el papel del am­bien­te en el proceso evo­lu­tivo.
 
La biología del siglo XXI se ha con­ver­ti­do en una ciencia madura, con una multiplicidad de métodos, ins­tru­men­tos y teorías de investigación que le per­mi­ten profundizar sobre el fenó­me­no evolutivo, incluso con una capa­cidad predictiva para explorar sobre ba­ses firmes cómo ha sido la historia de la vida en el planeta. Un caso muy sig­ni­ficativo en cuanto a los alcances de la biología evolutiva es el descu­bri­­mien­to de un organismo conocido co­mo Tik­taalik, un fósil del periodo Devo­­nia­no tar­dío que vivió aproximada­men­te ha­ce 375 millones de años, en­con­tra­do en 2004 en la Isla de Elles­mere, Canadá. El hallazgo se logró gra­cias a que, a par­tir de información geológica, biológica, ecológica, etcétera, se deter­minó cuál sería el sitio más adecuado para loca­li­zar fósiles de la transición de la vida acuática a la vida terrestre en la his­to­ria evolutiva de los verte­bra­dos. Además se estableció que ta­les or­ga­nismos deberían tener, como los pe­ces, escamas y branquias, y las características de tetrápodos, que les facilitaron con­quis­tar la tierra —pul­mo­nes, articu­la­ción en las costillas y cuello móvil. El descubrimiento efec­tuado tras la ela­bo­ra­ción de hipótesis tanto del fósil co­mo del sitio re­pre­sen­ta la gran capa­ci­dad predictiva del evolucionismo.

Reflexión final

La explicación de Lamarck en 1809 ini­ció las discusiones sobre la transfor­ma­ción de las es­pe­cies. Ese mismo año de la pu­blicación de la Filosofía zooló­gi­ca nacía el naturalista que trans­for­ma­ría la visión sobre la dinámica del mundo natural. En 1859, Darwin es­ta­ble­ció que todas las especies del pla­ne­ta, la gran diversidad de vida que ve­mos sobre la superficie de la Tierra, son resultado del proceso de variación hereditaria y selección natural, y que todas ellas, con sus diferentes maravi­llas adaptativas, descienden del mismo ancestro común.
En ambas explicaciones, aunque ra­dicalmente diferentes, se establecía que el ser humano no es un ser creado por alguna instancia superior, sino sim­ple­mente, al igual que todas las espe­cies, es parte y producto de la misma na­turaleza.
 
En los próximos años probable­men­te se reescribirá la historia de la vi­da pero desde una pluralidad expli­ca­tiva, basada en la conjunción de di­­ver­sos fe­nó­me­nos y procesos evolutivos que van desde la simbiogénesis, la trans­fe­ren­cia horizontal de genes, la deriva gé­ni­ca, las hibridaciones, la plas­ticidad fenotípica, la epigénesis, los fe­nómenos del desarrollo embrionario y, des­de luego, la variación y la selec­ción na­tu­ral o reproducción diferencial. Será una conjunción de explicacio­nes que ampliará nuestra visión de la gran di­ver­si­dad de los fenómenos de la vida, entre ellos, como ya lo sugería Lamarck hace 200 años, el más significativo se­guirá siendo la transformación de las especies.chivichango97
 
articulos
 
Referencias bibliográficas

Carrol, Sean. 2005. Endless forms most beautiful: The New Science of Evo Devo and the making of the Animal Kingdom. W. Norton & Company, Nueva York.
Daeschler, E., N. Shubin y F. Jenkins. 2006. “A De­vo­nian tetrapod-like fish and the evolution of the tetrapod body plan”, en Nature, vol. 440, pp. 757-763.
Darwin, Charles. 1859. On the Origin the Species. John Murray, Londres (se puede consultar también http://darwin-online.org.uk).
Dobzhansky, Theodosius. 1973. “Nothing in biology makes sense except in the light of evolution”, en The Ame­rican Biology Teacher, Washington, DC.
Doolittle, W. F. 2000. “Uprooting the Tree of Life”, en Scientific American, núm. 282, p. 90.
Dupré, J., 2009. “Charles Darwin’s tree of life is ‘wrong and misleading’, claim scientists”, en Telegraph, núm. 22.
Eldredge, Niles y Stephen Jay Gould. 1972. “Punc­tua­ted equi­li­bria: An alternative to phyletic gradualism”, en Models in Paleobiology, Thomas J. M. Schopf (ed.). Freeman, Cooper, San Francisco, pp. 82-115.
Gouy, M. y Chaussidon, M. 2008. “Evolutionary biology: Ancient bacteria liked it hot”, en Nature, vol. 451, pp. 635-636.
Jablonka, E. y M. Lamb. 2005. Evolution in four dimension. The MIT Press.
Kimura, M. 1983. The neutral theory of molecular evolution. Cambridge University Press. Cambridge, Mass.
Lamarck, J. B. 1809. Philosophie Zoologique. Dentu, París (se puede consultar también www.lamarck.cnrs.fr).
Lamarck, J. B. 1820. Système analytique des connaissan­ces positives de l’homme. Chez l’Auteur et Belin, París.
Margulis, L. 1970. Origin of Eukaryotic Cells. Yale University Press.
     
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Ricardo Noguera Solano
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es doctor en ciencias biológicas, actualmente es profesor de la Facutad de Ciencias de la UNAM.
 
Rosaura Ruiz Gutiérrez
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es bióloga y doctora en ciencias biológicas por la UNAM. Actualmente es presidenta de la Academia Mexicana de Ciencia y de manera simultánea Secretaria de Desarrollo Institucional de la UNAM.
 
como citar este artículo
Noguera Solano, Ricardo y Ruiz Gutiérrez, Rosaura. (2010). Dos siglos explicando la evolución. Ciencias 97, enero-marzo, 22-30. [En línea]
     

04042

El regreso del caballo: lo macro y lo micro en la evolución
 
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Héctor T. Arita
   
               
La vida solo puede entenderse
viendo hacia atrás,
pero debe vivirse
hacia adelante.
Soren Kierkegaard
 
 
La Rabona vaciló al sentir el suave pi­so de los arenales de
Centla. El con­fi­na­mien­to y la falta de ejercicio habían he­cho mella en aquella yegua rucia y el resto de los caballos que venían en la nave. Después de todo, el viaje por mar desde Cuba había sido largo, es­pe­cial­mente para esos nerviosos ani­ma­les de guerra. Finalmente, luego de acos­tum­brar­se de nuevo al terreno fir­me, la Rabona y sus compañeros corrían ágil­men­te por las extensas pla­ni­cies de la desembocadura del río Grijalva. Era la tarde del 24 de marzo de 1519 y por primera vez en más de 10 000 años la tierra mexicana se cubría de huellas de caballo.

Al día siguiente, los dieciseis ca­ba­llos que formaban parte del ejército de Hernán Cortés desempeñaron un pa­pel central en la batalla de Centla, la pri­me­ra escaramuza que el extremeño tuvo en su extraordinaria aventura mi­li­tar que culminó un par de años des­­pués con la caída del imperio mexica. Las huestes de Cortés, en número de unos 500, enfrentaron a un contin­gen­te de más de 10 000 mayas chontales. Cuando la batalla parecía perdida apa­re­ció la caballería “y aquí —relata Ber­nal Díaz del Castillo— creyeron los in­dios que el caballo y el caballero eran todo uno, como jamás habían visto ca­ba­llos”. El efecto fue espectacular y dra­má­ti­co. Los dieciseis jinetes causaron tal daño al ejército local que algunos sol­da­dos juraron haber visto al propio Apóstol Santiago comandando la ca­ba­lle­ría. “Lo que yo entonces vi y conocí”, escribe en cambio el realista Díaz del Castillo, “fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, y venía junta­men­te con Cortés.” En poco tiempo, los guerreros indios huyeron despa­vo­ri­dos y Cortés había ganado la primera de muchas batallas en las que los ca­ba­llos fueron protagonistas.

Los primeros corceles españoles lle­ga­ron al Nuevo Mundo en el se­gun­do viaje de Cristóbal Colón y todavía en el momento de la expedición de Cor­tés estaban confinados a La Espa­ño­la y Cuba y se contaban entre los bie­nes más caros en las incipientes co­lo­nias españolas. “En aquella sazón […] no se podía hallar caballos ni negros si no era a peso de oro”, explica Díaz del Castillo. En la Probanza de Villa Se­gu­ra se asienta que Cortés había com­pra­do una yegua por 70 pesos de oro y 150 puercos a un peso y dos reales ca­da uno. Otras partes del documento afir­man que Cortés había desembol­sa­do entre 450 y 500 pesos por cada uno del resto de los caballos, pero sólo ha­bía gastado 600 pesos para el sueldo de todos los marineros y 200 para el del piloto mayor, Antón de Alaminos. ¿Por qué eran los caballos tan apreciados?

Para contestar la pregunta basta leer las narraciones de la conquista de América. En cualquier batalla en terreno abierto la presencia de unos po­cos soldados a caballo era suficiente pa­ra derrotar contingentes de miles de guerreros nativos. En México, Cortés y sus 500 españoles lograron vencer a un ejército de 20 000 tlaxcaltecas, quie­nes posteriormente resultaron inva­lua­bles aliados del conquistador. En Pe­rú, Pizarro logró la captura de Ata­hual­pa en Cajamarca con un puñado de españoles y en contra de 30 000 ele­mentos de la crema y nata del ejército inca. Sin duda los españoles tuvieron una ventaja tecnológica con sus es­pa­das y armaduras de hierro y con sus pri­mi­ti­vas armas de fuego, pero es in­ne­ga­ble el papel protagónico del ca­ballo en la conquista de América.


Gracias a la meticulosidad de Bernal Díaz del Castillo sabemos que ade­más de la Rabona venían con Cortés otros quince caballos, desde el corcel de Cristóbal de Olid, castaño oscuro y “harto bueno”, hasta el de Baena, un ejem­plar overo que “no salió bueno pa­ra cosa alguna”, y el de Cortés, un cas­ta­ño zaino que posteriormente murió en San Juan de Ulúa. Esta variedad en las complexiones, la llamada “capa” —el color del pelaje— y el tempera­men­to de los caballos es un reflejo de la diversidad de formas comprendidas dentro de la categoría genérica de “ca­ba­llo ibérico”, que incluye una gran va­rie­dad de formas, entre las que se en­cuen­tran las famosas razas lusitana y andaluza.
 
Tanto entre las especies silvestres como entre las domesticadas, la única manera de comprender la diversidad presente es estudiando el pasado. La com­bi­na­ción de especies de mamíferos nativos de México, por ejemplo, só­lo puede explicarse entendiendo tanto el contexto temporal y geográfico de la evolución de la clase Mammalia en el Nuevo Mundo como el escenario am­bien­tal contemporáneo. La presencia con­jun­ta de tlacuaches, que son mar­su­pia­les de origen sudamericano, con coyotes, que son carnívoros de origen norteamericano, únicamente puede ex­pli­car­se por medio del estudio de la historia evolutiva de los dos grupos. Sabemos que Norteamérica y Suda­mé­rica fueron continentes separados por millones de años y que la evolución de sus faunas de mamíferos siguió de­rroteros diferentes. Hace casi tres mi­llo­nes de años, sin embargo, se cerró el istmo de Panamá, creando un puente terrestre que permitió lo que se co­no­ce como el “gran intercambio biótico ame­ri­ca­no”. Así es como actualmente en los Andes podemos encontrar llamas, pecaríes, jaguares y zorros, todos ellos formas norteamericanas, y monos, tlacuaches, ratas espinosas y ar­ma­dillos, de origen sudamericano, en algunas partes de México.

En el caso de las especies domes­ti­ca­das, es necesario además in­cor­po­rar la historia humana. Las diferen­tes ra­zas de perros, que varían enorme­men­te en tamaño, forma y comporta­mien­to, son el resultado de la selección artificial ejercida por seres hu­ma­nos deseosos de poseer pe­rros cada vez más ap­tos pa­ra la cacería, para cuidar los hogares, para acom­pañar y divertir, o en algunos casos hasta para servir como ali­men­to. De todas maneras, el origen último de la diversidad genética que ha per­mi­ti­do esa diversificación de for­mas pe­rru­nas se encuentra en la historia evo­lu­ti­va de los cánidos, par­ticu­lar­men­te en la de los lobos, especie a partir de la cual, con toda seguridad, evo­lucionó el perro moderno. La his­to­ria evolutiva de los caballos, inclu­yen­do la de los die­ci­seis corceles de Cortés comienza, iró­ni­ca­men­te, en Norteamé­rica hace 55 mi­llo­nes de años.
 
El origen de los caballos

La Tierra era un planeta muy dife­ren­te a principios del Eoceno, hace unos 55 millones de años. El clima en las zo­nas ecuatoriales era tal vez semejante al actual, pero el planeta en su totalidad era mucho menos frío de lo que es aho­ra. Como lo ha señalado Christopher Scotese, en aquella época había coco­dri­los en los pantanos cer­canos al ­Po­lo Norte y palmeras en el sur de Alas­ka. En los bosques cálidos de Norteamé­ri­ca y Eurasia surgieron los ancestros de los caballos. Se tra­ta­ba de unos ma­mí­fe­ros pequeños que tradicional­men­te han sido comparados en tamaño con un fox terrier, por razones históricas que Stephen Jay Gould examinó con lu­jo de detalle en uno de sus famosos en­sa­yos. También por razones his­tó­ri­cas, y siguiendo las estrictas reglas de la no­menclatura taxonó­mi­ca, estos ca­ba­llos ancestrales han perdido su bello nombre de Eohippus (algo así como caballo del amanecer) y son oficialmente cono­ci­dos como Hyracotherium (bestia pare­cida a un hyrax, que es el nombre cien­tífico de los damanes, unos pequeños m
amíferos del norte de África).

Si pudiéramos toparnos con un ejem­plar vivo de Hyracotherium, di­fí­cilmente lo asociaríamos con un ca­ba­llo. Medían unos 60 centímetros de largo y 20 de altura, tenían cuatro de­dos en las patas delanteras y tres en las traseras y poseían dientes pequeños y planos que sugieren que la dieta consistía en hojas suaves. Hay que re­cor­dar que los caballos actuales son mucho más grandes, tienen un solo de­do en cada pata, que terminan en la pezuña, y poseen grandes y com­ple­jos dientes especializados que les per­miten procesar pastos duros.

La transición de los primitivos Hy­ra­cotherium a los caballos modernos ha sido empleada desde principios del si­glo XX como un ejemplo de macro­evo­lu­ción direccional. Macroevolución es el proceso evolutivo que tiene lugar en las especies y en categorías su­pe­rio­res (géneros, familias, etcétera), y que ge­ne­ralmente ocurre en inter­va­los de tiempo de cientos de miles o millones de años. Una famosa ilus­tra­ción de Tho­mas Huxley, basada en da­tos del paleontólogo O. C. Marsh, que presenta “la evolución del caballo” desde Hy­ra­co­the­rium hasta el ca­ba­llo moderno ha sido reproducida en incontables li­bros de texto. La figura muestra los cam­bios en tamaño (des­de el pequeño Hy­ra­cotherium hasta los caballos ac­tua­les), en el número y largo de las pa­tas (des­de tres y cuatro dedos hasta un so­lo dedo en cada pa­ta) y en la denta­­­dura (desde dientes pe­queños y planos has­ta grandes dien­tes con complejos pa­tro­nes). La figura implica un tipo de evo­lu­ción lineal, con una dirección de­ter­mi­na­da, como si el proceso tuviera un destino final de­fi­nido desde el prin­ci­pio. En este es­que­ma, el caballo ac­tual representa al­go así como la cús­­pi­de de la evolución de la estirpe.
 
Algunos tipos de capas de caballo
Alazán
De color canela
Appaloosa
De color blanco o claro con manchas oscuras
Bayo
De color pardo claro con raya dorsal y, en ocasiones, con marcas tipo cebra
Castaño
De color pardo
Morcillo
De color negro con tintes rojizos
Overo
De color durazno
Palomino
De color rojizo claro, con la crin y cola más clara
Rucio
De color pardo claro, blanquecino o canoso
Zaino
De color oscuro, sin ningún otro color
 
 
La interpretación actual de “la evo­lu­ción del caballo” es muy distinta. El registro fósil, uno de los más completos entre todos los mamíferos, muestra un proceso mucho más complicado y errático que el de la figura de Huxley. A lo largo de 55 millones de años de ma­cro­evolución de los équidos han apa­re­cido muchísimas ramas dife­ren­tes, la gran mayoría de las cuales se ha extinguido. En total, Bruce Mac­Fad­den calcula que se conoce algo así como 36 géneros y unos pocos centenares de es­pecies en el registro fósil de los équidos. Esta diversidad pasada contrasta con la presente. En la actualidad exis­te solamente un género (Equus), re­pre­sen­ta­do por ocho especies (el caballo y varias especies de cebras y asnos). El caballo no es la cúspide de la evolución de su grupo sino simplemente uno de los últimos sobrevivientes de una estir­pe que otrora fue mucho más diversa.
 
 
Gran parte de la evolución de los équi­dos se dio en Norteamérica, y alcanzó su pico de diversidad en el Mio­ce­no tardío, hace unos 10 millones de años. En esos tiempos, Norteamérica estaba cubierta de extensas sabanas muy parecidas a las que ahora existen en África Oriental. La variedad de ma­mí­fe­ros de talla gran­de en esas sabanas rivalizaba también con la fauna del África actual, aunque el reparto de per­so­na­jes era muy diferente: en lugar de elefantes había mastodontes y existían diversas especies de rinocerontes de di­ferentes tamaños, inclu­yen­do formas semiacuáticas muy pa­recidas a los hi­po­pó­tamos actuales; el papel de las jira­fas era representado por camellos gi­gan­tes de largo cuello y con alturas de hasta seis metros; los pecaríes reali­za­ban la función de los ja­balíes africanos y el papel de los gran­des depredadores era desempeñado por osos, coma­dre­jas de gran tamaño y unos carní­vo­ros llamados borofaginos, semejantes a las hienas actuales. Una de las dife­ren­cias más significativas, empero, era la au­sencia de antí­lopes, muy carac­te­rís­ti­cos de las sa­ba­nas africanas con­tem­po­rá­neas y, en su lugar, la Nortea­mérica del Mioceno era el hogar de una gran diver­sidad de camélidos (llamas y camellos), be­rren­dos y caballos, de los que se sabe que coexistían hasta do­ce especies en el mis­mo sitio al mismo tiempo.

¿Qué fue de esa impresionante di­ver­si­dad de caballos norteamericanos? Los grandes cambios climáticos que acom­pa­ña­ron el final del Mioceno y el comienzo del Plioceno, hace unos cin­co millones de años, marcaron el fi­nal de las grandes sabanas ameri­ca­nas y fueron el preám­bu­lo a la desaparición del li­naje de los caballos en el con­ti­nen­te Americano. En un postrer des­tello, al­gu­nas especies de équidos lo­gra­ron invadir Sudamérica, pero se extin­guieron al poco tiempo. Otra ra­ma emigró a Eurasia y de ahí a África y dio origen a los caballos, cebras y as­nos ac­tuales. Mientras tanto, en Nor­tea­mé­ri­ca, unas pocas especies se afe­rra­ron a la existencia, hasta que finalmente se extinguieron al final del Pleistoceno, ha­ce unos 11 000 años.

Existe evidencia clara de que los pri­me­ros habitantes humanos de Nor­tea­mérica conocieron los caballos. De he­cho, una de las teorías que existen pa­ra explicar la extinción de los grandes ma­míferos pleistocénicos es la ca­ce­ría des­medida por grupos humanos, aunque seguramente los cambios cli­má­ti­cos ju­ga­ron también un papel pre­pon­de­ran­te. En la gruta de Loltún, las investiga­cio­nes pioneras de Ticul Ál­va­rez y los trabajos más recientes de Joa­quín Arro­yo han mostrado que ape­nas hace unos cuantos miles de años la pe­nín­sula de Yucatán contaba entre su fau­na no só­lo con caballos pleisto­cé­ni­cos, sino con perezosos gigantes y mas­to­don­tes. De cualquier manera, pa­ra cuan­do los con­quistadores es­pa­ño­les desembarcaron en Cozumel, los cas­cos de los caballos nativos habían ­de­ja­do de hollar la tie­rra americana ­desde ­ha­cía miles de años. Por ello, los in­dios de lo que aho­ra es México desconocían por com­pleto a “aquellos ‘cier­vos’ que traen en su lo­mo a los hombres”, como los des­­cri­­bie­ron los indígenas in­for­man­tes de Saha­gún. De hecho, en Mesoa­mé­­ri­ca los úni­cos animales do­mes­ti­­ca­dos fue­ron el perro y el pavo, am­bos cria­dos pri­mor­dialmente como fuente de alimen­to. No existían ni bes­tias de ­tiro ni mu­cho menos animales entre­na­dos para la guerra, como los 16 cor­celes que lle­garon con los conquis­ta­do­res y que sem­braron el terror en­tre los indios.


Orígenes del caballo moderno

Mientras en Norteamérica el linaje de los caballos estaba en franco declive, el grupo que invadió Eurasia experi­­men­to la última gran radiación evo­lu­ti­va ­ha­ce unos tres millones de años, de acuer­do con datos del reloj molecu­lar. La ra­dia­ción dio origen a dos clados prin­ci­pales: el del caballo moderno y varias es­pe­cies silvestres pleistocénicas, y otro que incluye todas las cebras y asnos sil­vestres. No está muy claro el con­tex­to geográfico de esta ra­diación, ya que la mayor parte de las especies silvestres están actualmente restringidas a Áfri­ca, pero seguramen­te las formas an­ces­tra­les habitaron principalmente las llanuras de Asia Central.

En Eurasia, el caballo fue amplia­men­te conocido por los seres humanos, al menos desde hace unos 30 000 años. Como evidencia de esa interacción existen preciosas representaciones de caballos al galope en muchos de los sitios con pinturas rupestres. Tam­bién hay, por supuesto, huesos fosili­za­dos de estos animales, mezclados con herramientas humanas, algunos mos­trando marcas de tales instrumentos. A pesar de la cercana interacción de los humanos y los équidos es muy poco pro­bable que haya habido intentos por domesticar el caballo en el Paleolítico, es decir, hace más de 11 000 años.

La evidencia arqueológica ha apun­tado siempre a que la domesticación del caballo debió suceder hace unos 4 000 o 5 000 años en la región central de Asia. Sin embargo, es muy difícil es­ta­ble­cer los detalles usando las herra­mien­tas tradicionales de la arqueología, por lo que, recientemente, varios es­tu­dios han empleado métodos mo­le­culares para rastrear atributos particu­lares de los animales y establecer el tiem­po de origen de variedades cla­ra­men­te domesticadas. En un estudio pu­bli­ca­do en 2002 en los Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, Thomas Jansen y sus colaboradores examinaron el adn mi­to­con­drial de 652 caballos provenientes de poblaciones de todo el mundo pa­ra rastrear las relaciones de parentesco entre ellas. Los investigadores lle­ga­ron a la conclusión de que los ca­ba­llos actuales descienden de varias lí­neas diferentes, lo que sugiere que la domesticación de los équidos sucedió en diferentes ocasiones y lugares.

Otros trabajos han utilizado la mor­­fo­logía para detectar diferencias entre poblaciones naturales y domesticadas. Los perros domésticos, por ejemplo, tie­nen cráneos menos robustos que los lobos, con mandíbulas más cor­tas y dientes menos fuertes. Estas ca­rac­te­rís­ti­cas, que permiten a los arqueó­logos y arqueozoólogos detectar la presencia de perros domésticos en los sitios ocu­pa­dos por humanos, son resultado de la selección artificial, es decir, del pro­ceso por medio del cual los humanos es­cogen para la crianza ciertos indi­vi­duos con caracteres morfológicos y con­duc­tuales adecuados para sus pro­pó­si­tos. En el caso de los perros, es ló­gi­co suponer que los humanos hayan pre­fe­ri­do siempre la compañía de cá­ni­dos con mandíbulas fuertes, pero no tan robustas y poderosas como las de los lobos. También resulta sen­sato pen­sar que la selección ar­tificial haya pro­du­ci­do que los perros modernos agiten la cola pa­ra mostrar un es­tado de áni­mo, comportamiento que en los lo­bos sólo se da en los juveniles. Más ra­zo­na­ble aún es imaginar que la selec­ción ar­ti­fi­cial haya eliminado de las po­bla­cio­nes de perros modernos el ins­tinto de regurgitar alimento semidi­ge­ri­do, com­por­ta­mien­to totalmente nor­mal en los lobos, pero que resulta­ría su­ma­men­te inconveniente en un perro do­més­tico.

En marzo de 2009 apareció en ­Science un estudio encabezado por Alan Outram, de la Universidad de Exe­ter en el Reino Unido, donde se em­plean in­ge­nio­sos métodos indirectos para es­ta­blecer la existencia de caba­llos domesticados en Kazajistán, hace unos 5 500 años, con los cuales anali­za­ron hue­sos de caballos asociados con restos arqueológicos de la cultura Bo­tai, que prosperó en esa región hacia el año 3 500 a.C. Encontraron que la mor­fo­lo­gía ósea de estos caballos es más se­me­jan­te a la del caballo doméstico que a la del caballo pleistocénico. Más aún, un análisis patológico mostró en los hue­sos metacarpianos las mo­di­fi­ca­cio­nes típicas de animales que han sido montados o al menos sometidos con ­rien­das. Además, el grupo de in­vesti­ga­ción documentó, usando isó­topos de carbono, la pre­sen­cia de restos de leche de ye­gua en sedimentos en el in­te­rior de piezas de cerámica provenien­tes del sitio.

Una vez que se logró la domesti­ca­ción del caballo, seguramente se dio un rápido proceso de selección artificial que moldeó la fisonomía de los ca­ba­llos modernos. Aquellos individuos más dóciles, con mayor resis­ten­cia y con mejor porte tuvieron pro­ba­bili­da­des más altas de reproducirse, y en po­cas generaciones estas ca­rac­te­rís­ti­cas llegaron a ser las más fre­cuen­tes en las poblaciones asociadas a los seres hu­manos. Otro atributo importante pa­ra los criadores de caballos es la capa, es de­cir, la coloración del pela­je; es una ca­rac­te­rís­ti­ca que no deja ras­tro en los depósitos arqueológicos, pero las téc­ni­cas moleculares modernas han per­mi­ti­do recrear su micro­evo­lu­ción, es ­de­cir, sus cambios en las poblaciones duran­te los primeros cientos de años después de la domesticación del caballo.

El color del pelaje está determi­na­do en los caballos por ocho mutaciones en seis genes. Algunos de los alelos de­ter­minan el color predominante, mien­tras que otros producen diferentes to­nalidades (“diluciones”) o diferentes pa­tro­nes (rayas, manchas). Un equipo multinacional encabezado por Arne Lud­wig analizó la variación en estos ­ge­nes para recrear la posible coloración de los caballos antes y después de la domesticación. El equipo de inves­ti­ga­ción reportó en Science en abril de 2009 que en muestras de adn de huesos pleistocénicos provenientes de Si­be­ria, Europa Central y España no se encontró polimorfismo (variación) en los genes involucrados, lo que sugiere que todos los individuos eran castaños o bayos y probablemente con algunas rayas parecidas a las de las cebras. Só­lo en algunas muestras de principios del Holoceno de España (aproximada­mente de 10 000 años) se encontró un gen que sugiere la existencia de algunos individuos negros.

En contraste con estos patrones tan sencillos, las muestras más re­cien­tes, a partir de aproximadamente 5 000 años, muestran un polimorfismo mu­cho más elevado, que refleja la gran va­rie­dad de capas que existe en los ca­ba­llos actuales. Entre las variantes que probablemente surgieron en un breve lapso en ese entonces se encuentra la dilución plata y una capa semejante al color palomino moderno. Este repen­ti­no incremento en la diversidad de co­lo­raciones refleja sin duda el efecto de la selección artificial. El color de un caballo, que en general no está rela­cio­na­do con la capacidad física del animal o su probabilidad de supervivencia, es empero una característica muy im­por­tante para los criadores de caballos. Es fácil imaginar que los primeros se­res humanos que domesticaron caballos se hayan interesado en producir coloraciones pocos comunes, y que a través de cruzas dirigidas se hayan desarrollado las modernas capas.

El caballo español

En diversos sitios de España hay evi­den­cias de la interacción del ser hu­ma­no con los caballos. En la cueva de Al­ta­mira, por ejemplo, se encuentra el famoso Caballo ocre, una represen­ta­ción realizada con la meticulosidad y rea­lis­mo característicos del estilo ru­pes­tre franco-cantábrico. Se calcula que el caballo de Altamira tiene una an­ti­­güe­dad de unos 12 000 años. Hace tiem­po surgieron hipótesis acerca de la posi­bilidad de que la moderna raza española pudiera ser descendiente di­rec­ta de los caballos pleistocénicos co­mo los representados en Altamira. No faltó quien se atrevió a señalar seme­jan­zas entre los dibujos de las cuevas y los caballos ibéricos modernos. Estas teorías, sin embargo, nunca tuvie­ron mucho apoyo y las investigaciones modernas han demostrado sin sombra de dudas su falsedad. El consenso actual es que los caballos desaparecieron de la península Ibérica en algún mo­men­to del Mesolítico, entre 11 000 y 5 000 años atrás.

Parece ser que el caballo fue rein­tro­ducido a España por grupos celtas ha­cia el siglo viii antes de Cristo. To­da­vía hay en el norte de España pobla­cio­nes, algunas de ellas parcialmente sil­ves­tres (o más bien, cimarrones), que se consideran descendientes de estos an­ti­guos caballos celtas. Son animales relativamente pequeños, con capas sim­ples, generalmente oscuras, que po­nen en evidencia su origen primi­ti­vo. Ya que hay evidencia de intercam­bios comerciales entre los celtas de Es­pa­ña con los de Inglaterra e Irlanda, es muy probable que durante varios si­glos se haya introducido en diferentes oca­siones caballos provenientes de otros lugares de Europa y Asia. Estos ani­males no son, sin embargo, los tí­pi­cos “caballos ibéricos”. En el estudio de Jansen y sus colaboradores sobre el adn mitocondrial de los équidos, se en­con­tró que los caballos ibéricos forman un cluster muy claro junto con los ca­ballos bereberes del norte de África, una raza adaptada a las condiciones del desierto. Para entender por qué los caballos de España están más empa­ren­ta­dos con las razas africanas que con las de Europa es necesario nue­va­men­te apelar a la historia.

Los caballos africanos probable­men­te comenzaron a llegar a España el 30 de abril del año 711. Ese día, Ta­rik, un general berebere, cruzó el es­tre­cho de Gibraltar desde el norte de Áfri­ca y comenzó la conquista árabe de la Hispania de Rodrigo el Visigodo. Como lo hizo Cortés en Veracruz 808 años después, al desembarcar Tarik aren­gó a sus guerreros y ordenó quemar las naves. “Oh, mis gue­rreros, ¿a dón­de podrían huir? Atrás no hay sino la mar, enfrente, el enemigo”, se dice que exclamó para motivar a su ejér­ci­to. En pocos meses los “moros” do­mi­na­ban ya gran parte de la península ibé­rica, que adquirió el nom­bre de Al-Andalus. No se retirarían sino hasta la caída de Granada en 1492.

Hoy día, el lugar del desembarco de Tarik lleva el nombre del guerrero be­re­be­re: Gibraltar, Geb-El-Tarik. Du­ran­te los casi 800 años de domina­ción árabe llegaron a Iberia no sólo la al­ga­rabía, el álgebra y la alquimia, tam­bién los caballos andaluces alazanes y las al­bar­das. La huella del influjo mo­risco, tan clara en la composición genética de los caballos españoles ac­tua­les, se re­fleja en innumerables fa­cetas de la his­toria y cultura españolas. Incluso el encuentro final de Cristóbal Colón con la reina Isabel tuvo lugar a mediados de 1492 en el Alcázar de Cór­doba, una joya arquitectónica del orgulloso im­pe­rio árabe recién derro­tado. Para 1493, los caballos que Colón llevó en su se­gun­do viaje al Nuevo Mundo traían con­si­go los genes que originalmente ha­bían llegado desde el norte de África. Esos mismos genes serían los que se esparcirán por todas las colonias es­pa­ñolas en las Amé­ricas.

El regreso

Los caballos fueron acom­pañantes in­separables de los conquistadores en sus expedi­ciones para expandir el im­pe­rio español en América. El propio Cor­tés llevó más de 100 caballos a su ex­pe­di­ción a las Hibueras (Honduras) en bus­ca del sublevado Cristóbal de Olid. De hecho, Puerto Cortés, en Hon­du­ras, se llamó originalmente Puerto de Caballos porque varios de estos ani­ma­les se ahogaron allí a la llegada del contingente español. También du­ran­te esta expedición Cortés y su ejér­cito pasaron por el lago Petén en Gua­te­ma­la, en donde visitaron la población in­dí­ge­na de Tayasal. Uno de los caballos favoritos de Cortés, un morcillo se­gún Bernal Díaz del Castillo, había sa­li­do las­ti­ma­do de una pata. El con­quistador decidió dejar su querido ca­ballo al cui­da­do del Canek (cacique lo­cal) y con­ti­nuó su ruta rumbo a Hon­duras. Cortés nunca supo más de aquel morcillo, pe­ro los cronistas pos­te­rio­res han reco­gi­do una historia increíble.

En 1616 Bartolomé de Fuensalida y Juan de Orbita, misioneros francis­ca­nos, partieron de Mérida rumbo a Ta­ya­sal para intentar convertir a los ha­bitantes de la región al cristianismo, pues era ése uno de los últimos re­duc­tos de resistencia de los indios mayas a la conquista española, encabezada en el siglo anterior por Montejo. Los mi­­sio­ne­ros encon­tra­ron un ex­traño ídolo tallado en roca en for­ma de caballo al que llamaban Tzimin Chac (tzimin es el nombre maya para el ta­pir, aplicado por extensión al caballo, y tzimin chac sig­nifica algo así como caballo del true­no). Según la his­toria, narrada en di­fe­­ren­tes versiones entre otros por Sylva­nus Morley y Alfonso Herrera, el caballo que Cor­tés había dejado encargado ha­bía muer­to al poco tiempo de la par­tida del conquistador. Los indios, ate­rro­ri­za­dos por su responsabilidad en la muer­te de un dios, habían decidido crear y adorar al nuevo ídolo para expiar su cul­pa. La his­toria termina con un en­fu­re­cido Or­bita destruyendo con su pro­pias manos el abominable ídolo pagano.

Los caballos también fueron pro­ta­gonistas en la expedición de Francisco Vázquez de Coronado a los confines nor­te­ños del dominio español. En su ob­se­si­va búsqueda de la mítica ciudad de Quivira, Coronado cruzó el terri­to­rio de lo que actualmente es Nuevo Mé­xi­co, fue el primer europeo en con­tem­plar el cañón del Colorado y llegó hasta Kansas. Allí no se encontró con la añorada Quivira sino con los indios Wichita, con los cuales tuvo algunas es­ca­ramuzas militares.

En esta y otras expe­­di­ciones espa­ño­las a las pla­nicies del centro de los Es­ta­dos Uni­dos, va­rios animales lo­gra­ron huir y tarde o temprano formaron poblaciones de caballos cimarrones (fe­rales). Estos caballos se conocen en in­glés como mustangs, una palabra su­pues­ta­mente derivada del español mes­te­ño, que significa caballo sin due­ño. El hecho de que los mustangs des­cien­den de los animales llevados ahí por los españoles quedó demostrado en el estudio de Jansen y colaboradores so­bre el adn mitocondrial de los caballos. Casi una tercera parte de los indi­vi­duos mustangs analizados en el estudio que­daron clasificados en el cluster for­ma­do por los caballos ibéricos y be­re­be­res. Los caballos final­men­te re­con­­quistaron Norteamérica, siguiendo la ruta de los conquistadores, primero la de Tarik y el resto de los moros y lue­go la de Cor­tés, Coronado y los demás españoles.

Los mustangs también jugaron un papel importante durante la ex­pan­sión de los europeos hacia el oes­te nortea­me­ricano en el si­glo XIX. Algu­nos pue­blos indígenas aprendieron a capturar y domar ca­ba­llos cima­rro­nes y se con­vir­tie­ron en há­bi­les jinetes. Por su­pues­to, muchos de los caballos que los pue­blos indios po­seían eran ani­ma­les robados a los pro­pios coloniza­do­res eu­ropeos e incluso adquiridos a través de los traficantes de armas, de ma­nera que los caballos in­dios cons­ti­tuían mezclas de varie­da­des prove­nien­tes de dife­ren­tes partes de Europa. ­Esta riqueza genética per­mitió incluso al pue­blo de los Nez Percé, del no­roes­te de los Es­ta­dos Uni­dos, desarrollar una va­rie­dad de caba­llo nueva, la única au­tén­ti­ca­men­te americana: los appa­loosas.

Se estima que a finales del siglo XIX llegó a haber más de un millón y medio de caballos cimarrones en los Es­ta­dos Unidos. En la actualidad, y sólo gra­cias a la protección federal, existen unos 35 000 de estos animales. Su su­per­vivencia depende de las políticas que se establecen respecto a su iden­ti­dad. En 1971, el Congreso de los Es­ta­dos Unidos declaró los mustangs “sím­bolos vivientes del espíritu his­tó­ri­co y pionero del Oeste” y promulgó leyes para su protección. No obstante, para al­gunos rancheros los caballos no son más que una pes­te que compite por el terreno y el alimen­to con el ganado.

Más reciente­men­te, un movi­mien­to encabezado por un grupo de reco­no­cidos científicos ha dado una pers­pec­ti­va adicional al problema. Pa­ra ellos, los caballos cimarrones no de­ben con­siderarse como peste, ni si­­quie­ra co­mo una especie introducida con valor his­tó­rico y folclórico. Los ca­ba­llos son, con todo derecho, según es­ta perspec­tiva, una especie nativa del con­ti­nente.

La propuesta concreta de este gru­po, que dio a conocer su idea en un ar­tícu­lo pu­blicado en 2006 en la re­vis­ta American Naturalist, es la de res­­tau­rar la diver­si­dad de los ecosistemas pleistocénicos en América del Norte. Para ello sería pre­ciso introducir espe­cies que pu­die­ran desempeñar el papel ecológico de los elementos de la me­ga­fauna que se extinguió hace 11 000 años. En un pri­mer momento se es­ti­mu­la­ría el esta­ble­cimiento de pobla­cio­nes de ca­ballos para restaurar las po­bla­cio­nes exis­ten­tes hace miles de años. Pos­te­rior­men­te, se analizaría la posibilidad de introdu­cir animales co­mo los elefantes asiá­ti­cos, cheetas, leo­nes y ca­me­llos para sustituir las espe­cies correspondientes que desaparecieron de Norteamérica a finales del Pleistoce­no. Al final, po­dría­mos ver en algu­nas zonas de Amé­rica del Norte paisa­jes se­mejantes a los de hace 12 000 años: eco­sistemas cuyas funciones estarían de­ter­minadas por animales de gran ta­lla y no, como sucede actualmente, por unas pocas es­pecies invasoras y re­sis­tentes a la per­turbac
ión.

Tal vez los movimientos vacilantes de La Rabona y sus compañeros en los arenales de Centla hace casi 500 años fueron los primeros pasos hacia la realización del sueño de recrear los ambientes silvestres del Pleistoceno. Seguramente Cortés nunca pensó en ello, pero el conquistador extremeño pudo haber sido, sin proponérselo, el pri­mer restaurador ecológico del
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  articulos  
Referencias bibliográficas
 
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Héctor T. Arita
Centro de Investigaciones en Ecosistemas, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es biólogo por la Facultad de Ciencias de la unam y doctor en ecología por la Universidad de Florida, Gainesville. Actualmente es investigador en el Centro de Investigaciones en Ecosistemas (cieco) de la unam.
 
como citar este artículo
Arita, Héctor T. (2010). El regreso del caballo: lo macro y lo micro en la evolución. Ciencias 97, enero-marzo, 46-55. [En línea]
     



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Genealogías y filogenias
¿Se está modificando la visión darwiniana?
 
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Daniel Piñero Dalmau
   
               
Darwin nos ha dejado un legado que modificó la manera como
concebimos la naturaleza. Este cambio se llevó a cabo gracias a la introducción de diversos conceptos. Uno de los más importantes es la visión de que las especies com­parten ancestros comunes. Es un hecho curioso y poco ex­plorado que el Origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida sólo incluye una figura y se refiere a este punto (ver figura 1).
 
fig1
 
A través de una filogenia, Darwin nos ­tra­tó de transmitir este concepto fundamental de su teoría. Incluso ya desde agosto de 1837 Darwin había hecho un ­di­bu­jo que describía claramente los rasgos básicos de una fi­lo­ge­nia (ver figura 2), los cuales incluyen el que haya una tem­­­­po­ra­lidad, es decir, se reconoce el aspecto histórico de la vida, el que existen conexiones con ancestros comunes, eventos de divergencia —bifurcaciones—, y que cuan­do los datos de reconstrucción no son suficientemente preci­sos, las bi­fur­caciones no pueden recuperarse.
 
fig2
 
Aunque la primera filogenia de Darwin carece de un ras­go central, que son las reticulaciones —por hibridación o por homoplasia—, aun así esta visión de la evolución, muy sencilla, no ha dejado de generar numerosos enfoques que ponen a prueba diferentes hipótesis. Actualmente dichas hipótesis provienen de la sistemática filogenética, la biogeografía y la ecología evolutiva, entre otras áreas.
 
Hipótesis sistemáticas. Las filogenias ofrecen una visión jerárquica de la evolución de las especies y, como conse­cuen­cia, con ellas se puede poner a prueba la definición de géneros, familias y otras entidades taxonómicas de ni­vel superior. Esta herramienta ha sido usada en algunos grupos difíciles de caracterizar fenotípicamente, como las bacterias, y más recientemente se ha establecido un sis­te­ma de nomenclatura basado en las filogenias, que incluso se puede consultar en la red. Sin duda, estas hipótesis pro­du­cen relaciones entre los taxa, las cuales los colocan en un contexto temporal, de manera que se pueden con­tras­tar hipótesis acerca de la monofilia o no de los taxa invo­lu­cra­dos, lo que produce evidencias que pueden ser usadas en el establecimiento de clasificaciones.

Hipótesis biogeográficas. La generación de hipótesis fi­lo­genéticas ha sido también muy usada para contrastar hi­pó­te­sis biogeográficas. De esta manera se analiza si el ­ori­gen de las especies o taxa tiene una asociación con la his­to­ria de los procesos geológicos. Por ejemplo, si un gru­po de orga­nis­mos tiene una distribución en las zonas tem­pla­das del hemisferio norte, esto gene­ra­ría una hipótesis filogenética que apo­ya­ría el que los diferentes gru­pos se hubiesen for­mado a la par de la sepa­ra­ción de Eu­ra­sia y América. La corre­lación entre la geografía y la filogenia es la parte me­du­lar del análisis como se aprecia en el caso de polillas del grupo de los esfíngidos, aunque hay algunos casos de dispersión que contradicen a veces la hipótesis vicariante. De particular interés en esta área han sido los estudios en el hemisferio sur, como es el caso del género de helechos Platycerium. Asimismo, estos enfoques han sostenido modelos de especiación alopátrica, y even­tual­mente pueden coexistir con los de simpatría, como en el caso de los pinzones de las islas Galápagos.
 
Hipótesis adaptativas. Sin duda una de las aplicaciones más importantes de las filogenias es el análisis de la evo­lu­ción de rasgos que se supone son adaptativos. Son estudios que utilizan el método comparado tomando como re­fe­rencia la filogenia reconstruida normalmente por medio de caracteres moleculares que se suponen neutros. Este en­fo­que ha sido muy exitoso en muchas ramas, como la evo­lu­ción de la conducta, la de caracteres morfológicos, la del ciclo de vida, pero aún no ha sido aplicada de forma plena a estudios comparados de rasgos fisiológicos, celu­la­res o moleculares.
 
Redes, genealogías y evolución de taxa

Una genealogía o red de genes es una representación de la historia de los ancestros de distintos genes, que puede ge­ne­rar un camino que lleva al ancestro de éstos. Hasta aquí no hay una asociación entre la genealogía y las mutaciones que aparecen en ella, de hecho, la genealogía definida así es entonces independiente de las mutaciones potenciales. Para hacer una reconstrucción de la genealogía asociada a las mutaciones existentes en la muestra se requieren datos genéticos. Como las mutaciones producen alelos (estados alternativos de un gene o si­tio de nucleótidos) y haplotipos (combinaciones de mutaciones en diferentes loci), éstos se em­plean entonces para formar los nodos de una genealogía o red (ver figura 3), y por ser com­bi­na­cio­nes de variantes en diferentes lugares del genoma se generan muchos caminos para la constitución de las redes.
 
fig3
 
La pregunta entonces es: ¿se pue­den inferir procesos usando genea­lo­gías de mejor manera que usando fi­lo­ge­nias? Si retomamos los puntos fun­da­men­ta­les de la evolución, a saber la es­pe­ciación, la adaptación y la extinción, po­demos tratar de responder esta pre­gun­ta en forma adecuada.
 
La adaptación y las redes. Las redes ex­pre­san una relación genealógica basada en datos genéticos, pero es posible añadir a esa infor­ma­ción datos geográficos, morfológicos, meta­bó­li­cos y fisiológicos, los cuales se pueden presentar adicionalmente en forma gráfica, como un análisis estadístico. Por ejemplo, Posada y sus colaboradores han usado este enfoque para comparar la estructura ge­né­ti­ca de individuos que padecen o no cierta enfermedad; si en el resultado todos los enfermos se agrupan en un ­cla­do o grupo que asocia haplotipos particulares, se puede de­cir que hay una asociación genética de la enfermedad, pero si los clados que incluyen a los enfermos están repartidos a lo largo de toda la red, entonces la base genética es menos im­por­tante. Asimismo, se puede explorar la asociación con otros rasgos de los enfermos, como el lugar en donde viven, la comida que consumen, el ambiente que los rodea y otros que se decidan. Así, para la adaptación, los compo­nen­tes genético y ambiental se pueden desentrañar en for­ma gráfica. Esta versión caricaturesca del estudio de la adap­ta­ción se puede formalizar haciendo análisis estadísticos de la posible asociación que hay entre los datos genéticos aso­cia­dos con la genealogía y los datos morfológicos, am­bien­ta­les o fisiológicos asociados con la enfermedad por medio de pruebas tan sencillas como una Chi cuadrada.

El análisis filogeográfico de clados anidados. El análisis filogeográfico de clados anidados (NCPA, por sus siglas en inglés) es una manera de explorar el método de uso de redes, el cual intenta establecer un es­que­ma de análisis de hipótesis nulas, ya sea para rechazarlas o para fracasar en el intento. Es un enfoque que ha estado sujeto a críticas muy fuertes por parte de los que apoyan más bien el uso de mé­todos de análisis de hi­pó­te­sis que exploran la ma­yor parte del uni­ver­so posible de hi­pó­tesis por medio de si­mulaciones o con base en la probabilidad de los datos obtenidos a partir de ciertos supuestos esti­pulados en modelos específicos de filogeografía.

Este análisis está basado en dos parámetros básicos: el primero, llamado Dc, mide la distancia promedio que hay en­tre un individuo que tiene el haplotipo de un clado par­ticular y el centro geográfico de todos los individuos del mismo clado, sin importar de qué haplotipo son. El se­gun­do es Dn, es la distancia promedio entre un individuo que tie­ne el haplotipo del clado particular y el centro geográ­fi­co de todos los individuos del clado del siguiente nivel je­rár­quico, el cual contiene el clado de interés, y sin importar qué haplotipos tiene.

Así, por ejemplo, si el centro geográfico de un clado es muy distante de la posición geográfica del clado que lo con­tiene se puede inferir que hubo una colonización a larga dis­tan­cia, o si, por ejemplo, en un clado se halla el centro geo­grá­fico de los clados derivados que contiene (es decir, que éstos están en las puntas) en un área más amplia que los clados ancestrales que contiene (que están en posiciones centrales de la red), inferiríamos que hay una am­plia­ción del rango geográfico. Así, comparando los centros geográficos, y si los clados son derivados (puntas) o an­ces­tra­les (interiores), se pueden hacer diferentes tipos de in­fe­rencia. Además de la colonización a larga distancia y la ampliación del rango ya mencionadas, se puede inferir frag­mentaciones y aislamiento por distancia.

Extrapolar para estudiar la adaptación. Es una forma de comparar datos geográficos y genéticos cuando se trata de datos mor­fo­ló­gicos asociados a una genealogía o red cons­truida con base en datos genéticos que procede por me­dio de la extrapolación. Por ejemplo, si definimos un cen­tro morfológico de un clado por la abundancia de los di­fe­ren­tes haplotipos de un rasgo morfológico, y dicho cen­tro (análogo a Dc) es mayor o menor a la distancia que hay al centro morfológico del clado que contiene al clado ante­rior (análogo de Dn), es posible inferir una adaptación a con­di­ciones diferentes. Podríamos así hacer una extra­po­la­ción de los procesos y, por ejemplo, la inferencia para­lela al aislamiento por distancia sería entonces una selección direccional gradual; mientras que la fragmentación, de­pen­diendo de la distancia genética que haya entre los haplo­ti­pos involucrados, correspondería a una adaptación súbita o una donde los intermedios no sobrevivieron. La colo­ni­zación a larga distancia podría inferirse en el caso mor­fo­ló­gico como un cambio de nicho (es decir no habría conser­vación del nicho) y, finalmente, la expansión del in­ter­valo podría interpretarse como una ampliación del nicho.

Extrapolar para estudiar la especiación. Sin duda, las ge­nealogías y redes de genes son herramientas útiles para ex­plo­rar los procesos de especiación en linajes que están en un proceso de diversificación. Si bien es cierto que las fi­lo­ge­nias nos ayudan a explorar las relaciones sistemáticas y evolutivas de especies bien definidas, existen muchos grupos de plantas y animales que no pueden ser es­tu­diados desde el punto de vista filogenético por­que la diferenciación no se ha completado y entonces los sublinajes comparten haplotipos, lo que tiene como consecuencia un sorteo incompleto de linajes (en México tenemos varios de estos grupos debido a ra­zones históricas y biogeográficas). Tal es el caso de grupos de especies, clados específicos, en las salamandras, los peces godeidos, los aga­ves, los algodones y probablemente mu­chos otros que hasta la fecha no han sido es­tudiados en el nivel poblacional.
 
Es en grupos como éstos don­de la aplicación de un enfoque de re­des que integre las evi­den­cias ecológicas y morfoló­gicas pue­de ser particu­larmente importante. Incluso en casos que parecían resueltos, como el de los elefantes de África, que se pensaba que eran una sola especie, al emplear un enfoque genealógico y el con­cep­to de especie cohesiva se encontró la existencia de dos especies distintas.

Este tipo de inferencia fue propuesto por Templeton en 2001, quien elaboró un marco conceptual basado en ge­nea­logías, el cual puede ser utilizado para rechazar dos hipó­te­sis nulas: 1) que se trata de un linaje evolutivo; 2) que ­to­dos los linajes son ecológica y genéticamente in­ter­cam­bia­bles. Si se rechaza la primera hipótesis, se puede explorar la existencia de dos o más linajes, mientras que si se rechaza la segunda, se puede elevar el linaje a la cate­go­ría de espe­cie cohesiva. Sin duda, este marco de referencia puede ayu­darnos a analizar con mucho mayor detalle el es­ta­tuto de especies que de otra manera no podrían ser ex­plo­radas. Asimismo, es importante recordar que considerando la ve­locidad a la que se generan datos moleculares y ecoló­gi­cos en la actualidad, en poco tiempo podríamos resolver problemas sistemáticos que, en muchos casos, llevan déca­das etiquetados como problemas irresolubles.

Distribución geográfica y características climáticas. El es­tu­dio de la evolución es un área ávida de información que incorpore nuevos enfoques y datos que ayuden a responder preguntas que tengan que ver con la adaptación, la espe­cia­ción y la extinción. A veces estos enfoques vienen en pa­que­tes moleculares, biogeográficos, ecológicos, morfoló­gi­cos e incluso de disciplinas externas a la biología, como la geografía, la geología, la física y las matemáticas. Uno de es­tos enfoques que, forma parte de lo que se puede llamar biogeografía ecológica, es la teoría del nicho ecológico, que puede unirse a la información generada por medio de la re­cons­trucción de genealogías usando un enfoque similar al análisis filogeográfico de clados anidados, para estar en po­si­bi­li­dad de hacer inferencias acerca de la evolución del nicho en especies donde existe información tanto de dis­tri­bu­ción como de filogeografía.
 
Enredarse o no enredarse

La investigación en biología está pasando por una edad de oro en todo el mundo. La existencia de metodologías de aná­li­sis mucho más globales y que usan una enorme cantidad de información permite poner a prueba hipótesis que an­tes parecía imposible concebir. Es el momento de echar a andar la imaginación para generar hipótesis no con­tem­pla­das, pero también de retomar las preguntas que no hemos podido responder hasta ahora. En este con­tex­to, el enfoque de redes o genealogías permite aten­der esas preguntas nuevas y no tan nuevas, cuya respuesta nos permitirá entender mejor los pro­cesos de adap­tación, especiación, y quizá hasta de extinción.chivichango97
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Referencias bibliográficas
 
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Daniel Piñero Dalmau
Instituto de Ecología, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es biólogo por la Facultad de Ciencias de la unam y doctor en Ciencias por la
Universidad de California, Davis. Actualmente trabaja en aspectos de evolución
y genética de poblaciones en especies de pinos mexicanos.
 
como citar este artículo
Piñero, Daniel. (2010). Genealogías y filogenias ¿Se está modificando la visión darwiniana? Ciencias 97, enero-marzo, 36-41. [En línea]
     




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Registro fósil y evolución de homínidos
 
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Francisco Sour Tovar y Sara Alicia Quiroz Barroso
   
               
Desde el punto de vista de la biología moderna, los seres
humanos somos la única especie viviente (Homo sapiens) de la subfamilia Homininae, al interior de la cual también se reconocen dos géneros más, Ardipithecus y Australopithecus, ambos con varias especies que, al igual que las especies extintas del gé­nero Homo, existieron y desaparecieron en el transcurso de los últimos cuatro millones de años. Todas las especies de estos tres géneros son llamadas homínidos de manera informal por la subfamilia a la que se asignan. Como grupo biológico y desde un pun­to de vista filogenético, nuestros pa­rien­tes vivos más cercanos son las dos especies de chimpancés que se conocen, luego los gorilas, seguidos de los orangutanes, todos ellos simios que constituyen la familia Pongidae. Las clasificaciones que se basan en análisis cladísticos cuestionan este esquema y postulan que la familia Hominidae está constituida por humanos, gorilas y chimpancés, dejando solos a los oran­gutanes en la familia Pongidae. En cual­quie­ra de los dos casos, homínidos y pón­gi­dos se unen con los gibones (fa­mi­lia Hylobatidae) para formar la superfamilia Hominoidea y, junto con otras veinte familias de simios y pro­si­mios, integran el orden Primates.
 
El término primates fue propuesto por Linneo en el siglo XVIII, cuando los naturalistas consideraban que los humanos y sus parientes más cercanos re­pre­sen­tábamos a los “primeros” en la escala zoológica por ser los “más de­sarrollados” o “complejos” del mundo animal. Con el mismo criterio, los ma­míferos no primates se integraron en el grupo llamado Secundates y el resto de los animales vertebrados en los Ter­ciates. Actualmente, el nombre de primates en su sentido original nos que­da grande, ya que se ha demos­tra­do que poseemos rasgos que se pueden considerar primitivos dado que son idén­ticos a los que presentan, o presen­taban, los grupos de mamíferos más antiguos. También sabemos que otros ti­pos de mamíferos, como los mamífe­ros marinos, han sufrido muchas más modificaciones evolutivas a pesar de que su origen es más reciente.
 
Como monos que somos, los huma­nos compartimos con los otros pri­mates el mismo patrón anatómico, la misma fisiología, muchos rasgos en nuestra con­­duc­ta y el mismo tipo de desarrollo, entre otras características. Incluso sabemos que por lo menos 99% de nues­tros genes son idénticos a los del chimpancé. Nuestro tipo de vida con­serva características que fueron adap­ta­ciones a la vida arborícola y que en la mayoría de los primates son las que han provocado el desarrollo de las prin­cipales características de este orden. Así, las modificaciones en el cráneo a expensas del olfato y el oído favorecen la visión estereoscópica, mientras que las largas extremidades anteriores, los cinco dedos en cada mano y pie, una clavícula grande, la disposición de los músculos pectorales y las articulaciones que hay entre el radio, la ­ulna y el húmero, son adaptaciones que per­miten una amplia variedad de mo­vimientos de los brazos y que facili­ta­ron la vida en los árboles.
 
Las características propias de nuestra especie nos han permitido alimen­tarnos de casi cualquier cosa, estable­cer el lenguaje como medio de comunica­ción, desarrollar una vida social muy compleja, alcanzar un gran tamaño po­blacional y colonizar prácticamente todas las regiones de la Tierra. Para ello algunos de los rasgos de la especie hu­ma­na se han modificado a lo largo de su evolución a tal grado, que actual­men­te todavía nos llegamos a jactar, como lo hicieron Linneo y sus con­tem­po­ráneos, y casi todos nues­tros prede­cesores —y aún lo hacen nues­tros con­temporáneos—, de ser la especie más perfecta, compleja y evo­lu­cio­nada que existe sobre la Tierra. Por estas razones, entre otras más, los procesos que provocaron el origen y la evolución del linaje del hombre han representa­do desde siglos pasados uno de los te­mas científicos y filosóficos más estu­diados y discutidos.
 
Para analizar la evolución humana se han utilizado diferentes fuentes de información aportada por el registro fósil, la anatomía comparada, la biología molecular, la genética, la biología del desarrollo, el estudio de la conducta animal y otras áreas de la biología moderna y de la antropología. Esa información se enriquece con los avances científicos y, por ejemplo, ahora contamos con técnicas moleculares que permiten analizar las diferencias y si­militudes genéticas o cromosómicas que presentamos con respecto de los de­más primates y otros animales no tan cercanos y así inferir la velocidad a la que se han alcanzado estas diferen­cias e incluso postular teorías sobre el ori­gen geográfico de nuestra especie.
 
La información sobre homínidos que proviene del registro fósil es, de to­­das, la fuente más confiable y rica en da­­tos para conocer con detalle los even­­­tos que han marcado la historia evo­lu­tiva de nuestra especie, no solo por los restos fosilizados sino también porque permite comprender los escenarios pa­­leo­ecológicos y paleoambientales en que ocurrió su evolución.
 
Homínidos y otros hominoideos
 
Como ya se mencionó, en tiempos no muy lejanos se consideraba que, den­tro de los primates, la familia Homi­ni­dae agrupaba chimpancés, gorilas, oran­gutanes y al ser humano, al cual se­­paraba en la subfamilia Homininae, mientras los otros monos quedaban en la subfamilia Pongidae, clasificación que habrá de cambiar ahora que sa­be­mos, gracias a la genética molecular, que los humanos y el chimpancé (gé­ne­ro Pan) compartimos un ancestro co­mún e independiente del resto de los hominoideos. Este hecho también esta­blece que los homínidos (subfamilia Homininae) son todas aquellas es­pe­cies que conforman el linaje evo­lu­ti­vo que diverge del chimpancé a partir de un posible ancestro común y que cul­mina con la aparición de nuestra especie. Tal divergencia se reconoce prin­cipalmente en la evolución de varios rasgos morfológicos a lo largo de la his­toria de nuestro linaje, entre los que so­bresalen aquellos en la pelvis y las extremidades inferiores ligados al bipe­dalismo, la pérdida de adaptaciones pa­ra la vida arbórea en extremidades an­teriores y manos, y el engrosamiento del esmalte dental. Los cambios en el tamaño corporal y el cerebro en sus pro­porciones relativas, así como la re­ducción en el tamaño de los caninos, son también car­acteres morfológicos que permiten determinar o identificar a los diferentes géneros y especies que componen nuestro linaje.
 
Los primeros homínidos

Ardipithecus ramidus. Encontrado en rocas del Plioceno de una edad de 4.39 millones de años, representa has­ta el mo­mento el género y el registro fósil más antiguo de un homínido. El ha­llaz­go ocurrió entre 1992 y 1993 a lo lar­go de varias expediciones dirigidas principalmente por Tim White, en la región de Middle Wash, Etiopía. En fechas más recientes se han encontrado, en diver­sas localidades del Este de África, los restos parciales de por lo menos 36 indi­viduos. El primer hallazgo consistió en una serie de piezas dentales aso­ciadas a un fragmento mandibular, una pelvis, los huesos de manos y pies y la parte basal de dos cráneos. La forma en v de la mandíbula y los caninos se­m­ejantes en sus dimensiones a la de los incisivos, y poco desarrollados en comparación con los de monos no homínidos como chimpancés y gorilas, que son grandes y triangulares, fue la base para que de inmediato fueran asig­nados a homínidos.
 
Ardipithecus se distingue de otros homínidos por presentar unos caninos relativamente grandes con respecto de los premolares y molares (en los huma­nos modernos, nuestros caninos son casi de la misma altura que nuestros incisivos y demás piezas dentales), y una cubierta de esmalte relativamente delgada, similar a la de los chimpancés. El tamaño de estos organismos se ha comparado con el de un chimpancé hembra y, por el corto tamaño y la forma de las bases del cráneo encontra­das, se ha inferido que la inserción del foramen magnun debió de estar en una región anterior. Este rasgo, y la forma de los huesos de piernas y brazos, indican sin duda que los individuos de esta especie eran capaces de mantener­se erguidos y caminar sobre sus pier­nas sin ayuda de las manos, característica distintiva en el linaje del género Homo y por la cual Ardipithecus ramidus se pos­tu­ló como un representante del li­na­je humano.
 
Ardipithecus ramidus se considera la especie más antigua en el linaje humano, por lo que representa una fuen­te de información muy valiosa para la interpretación de varios de los procesos o eventos evolutivos relacionados con los rasgos del grupo y permite es­tablecer cuáles de estos son ancestra­les y cuáles son derivados. Uno de los ejemplos más importantes se refiere al desarrollo del bipedalismo y de la po­si­ción erecta, cuyas adaptaciones corres­pondientes fueron consideradas du­­ran­te mucho tiempo como resultado de un seguimiento adaptativo de los ho­mí­nidos al cambio climático y am­bien­tal que se ha dado desde el Plioceno has­ta el Reciente y que ha provocado un de­sarrollo paulatino de los pastizales y sab­anas africanas a expensas de una dis­m­inución en la extensión de los bos­ques tropicales. Bajo este esquema se plan­teó que la disminución de los bos­ques forzó paulatinamente a los ho­mí­ni­dos a dejar el hábito arbóreo y favo­reció el desarrollo de las características propias para el desplazamiento te­­rres­tre.
 
Act­ualmente no se ha rechazado en su totalidad tales ideas, pero con la inter­pretación y reconstrucción de las con­diciones ambientales en que se de­sa­rro­lla­ron y existieron las poblaciones de cada una de las especies de homí­ni­dos conocidas han surgido teorías al­ter­na­tivas.
 
Resulta importante saber que las poblaciones de Ardipithecus ramidus vivían en ambientes de sabana simi­lares a los existentes en diversas re­giones del África actual, en donde se desarrollan pequeños manchones de árboles tropicales caducifolios acompañados de higueras y palmas con ta­maños de alrededor de veinte metros. En estos ambientes las lluvias no son abundantes y las pequeñas selvas sub­sisten principalmente gracias a la pre­sencia de acuíferos. Allí, Ardipithecus, que se cree fue más omnívoro de lo que son chimpancés y gorilas, desarrolló una dieta basada en frutas, nueces y tu­bérculos, y la complementó con insec­tos, huevos y animales pequeños; para ello se desplazaba de un manchón de bosque tropical hacia otro cruzando, con su caminar bípedo, las sabanas que los separaban. Las adaptaciones a este tipo de locomoción se presentan en todos los individuos que se han en­contrado y cuyo registro fósil se acumu­ló en un periodo de no más de 100 000 años; este dato señala que no fue forzosamente un cambio ambiental pau­latino la fuerza de selección que mol­deó el bipedalismo; la capacidad en ciertos individuos de poder desplazar­se erectos y andar por espacios abiertos para poder visitar los pequeños bosques y conseguir alimento pudo ser el carácter que la selección natural favo­reció y fijó en la población en un periodo de tiempo relativamente corto.
 
Es importante mencionar que en la misma región etíope en donde se han encontrado los restos de Ardipithecus se han colectado piezas dentales y huesos largos de seis millones de años de otro primate que ha sido llamado Orrorin tugenensis. Podría representar el regis­tro más antiguo de un homínido y al­gunos investigadores lo han asignado a el género Ardipithecus. Orrorin se carac­terizó principalmente por presentar una capa de esmalte muy fina en su dentadura, parecida a la de primates frugívoros; su tamaño era similar al de Ardiphitecus y se ha inferido, por la for­ma de su fémur, que tenía una posición bípeda. Esta interpretación no es del todo confiable y persiste la discusión sobre la posición taxonómica de esta especie, ya que para algunos investigadores que defienden la denominación original de Orrorin tugenensis, bien podría representar la forma ancestral que da origen a los linajes de Homo y Pan. La idea de un ancestro común para los linajes del hombre y el chimpancé, a pesar de ser antigua y estar apoyada en estudios moleculares y genéticos recientes, no ha sido do­cu­mentada por el registro fósil. Aquí, Orro­rin tugenensis podría representar la prue­ba de ello e indicaría que tal an­­ces­tro tuvo una apariencia más similar a la del chimpancé moderno que a la de un humano, pero diferenciándose del primero sobre todo en la posición erec­ta del cuerpo.
 
El género Australopithecus
 
El registro fósil indica que hace poco más de cuatro millones de años apa­rece en África un nuevo grupo de homíni­dos conocidos como australopi­te­ci­nos. Poseen rasgos que denotan cla­ra­mente su bipedalismo, pero con propor­cio­nes en su pelvis y en sus ex­tre­mi­da­des que les dan una apariencia todavía si­mies­ca. Por ejemplo, sus pi­ernas aún son cor­tas con relación al tamaño de sus bra­zos, rasgo que aunado a la forma del tor­so señala que aún tenían algunos há­bi­tos arborícolas. Al interior de este grupo existen diferen­tes especies, ca­da una con rasgos mor­fológicos propios y una distribución espacial y temporal determinada. Las especies más im­por­tan­tes del gru­po que forman parte del linaje directo del hombre son Austra­lo­pi­the­cus anamensis, A. afarensis y A. afri­ca­nus. Otras especies que repre­sen­tan rami­ficaciones independientes de la línea filética que lleva a Homo son A. boisei y A. robustus.
 
Australopithecus anamensis. Los pri­me­ros restos de individuos de esta es­pe­cie se encontraron en 1995 en dos estratos diferentes de una se­cuen­cia que se hallan en la costa oeste del ­lago Tur­ka­na, en Kenia. El estrato in­ferior fue datado radiométricamente en 4.17-4.12 millones de años y el supe­rior en 4.1-3.9 millones años. Meave Leakey (se­gunda esposa del reconoci­do pa­­leo­an­tro­pó­lo­go Louis Leakey) y su equipo, analizaron el material y pro­pu­sie­ron la especie diferenciándola de otros australopitécidos, principalmente de A. afarensis, con quien guar­da mucha similitud por el tamaño y peso cor­po­ral, la raíz de los caninos superiores —de mayor tamaño— y que están in­cli­na­dos posteriormente, los molares su­pe­rio­res, inclinados hacia la región lingual, y los inferiores, incli­nados ha­cia la región bucal y con sínfisis man­di­bu­lar retraída. Para muchos paleo­an­tro­pó­lo­gos, sólo la diferencia de ta­ma­ños es un rasgo significativo, ya que las ca­rac­te­rís­ti­cas dentarias y man­di­bu­la­res de Australopithecus ana­­men­sis pueden representar grados de va­ria­bi­li­dad que es posible encontrar en es­pe­cí­me­nes de A. afarensis. Inde­pen­dientemente de las discusiones, el ma­te­rial referido a A. anamensis repre­­sen­ta a homínidos com­ple­ta­men­te bí­pe­dos, lo que se in­fie­re por el tipo de tibia y ha­lux (hueso del primer dedo del pie) encontrados.
 
Australopithecus afarensis. Es la es­pecie más famosa de los australopitécidos. Los primeros hallazgos los hizo en 1967 el francés Maurice Taieb en la región de El Afar, en el noreste de Etiopía. Posteriormente, entre 1973 y 1975, varias expediciones colectaron en diversas localidades de la misma región más de 250 restos con edades de alrededor de tres millones de años, que se cree pertenecieron al menos a 35 individuos y que, en aquél tiempo, simplemente fueron descritos como pertenecientes a homínidos. Entre esos restos destaca la presencia de un grupo de individuos de diferentes edades llamado “la familia”, ejemplo de la a­bundancia de restos fósiles del grupo y en parte la causa de la fama de la es­pecie. Sin embargo, gran parte de esta fama se debe al hallazgo del esqueleto casi completo del especimen conocido como Lucy, encontrado en 1985 por el equipo de Donald Johanson en Etio­pía, en rocas con una edad de 3.18 millones de años y que fue considerado, principalmente por la morfología de la cintura pélvica y la posición del fo­ra­men occipital, como uno de los pri­me­ros fósiles que demuestran que en nues­tro linaje el desarrollo del bi­pe­da­­lis­mo fue un evento previo al de­sa­rro­llo de los grandes cerebros. El bi­pe­da­lismo de la especie se comprobó también con el hallazgo de la famosa se­cuen­cia de huellas de Laetoli, dejadas sobre una ceniza volcánica datada radiométricamente en 3.6 millones de años que, en aquél tiempo, era un sue­lo suave y ahora está litificada. En ella se observa el caminar bípedo de dos in­di­vi­duos, un adulto acompañado de otro juvenil, que primero se desplaza en paralelo y después empieza a ca­mi­nar sobre las huellas del mayor. Varias localidades contemporáneas al sus­tra­to de la secuencia poseen restos de A. afarensis.
 
Los ejemplares de A. afarensis sólo se han encontrado en el este de Áfri­ca, en sedimentos con edades de 4 a 2.5 millones de años. A partir de ellos se infiere que la altura de los individuos adultos variaba entre 1 y 1.5 me­tros, el volumen cerebral entre 400 y 500 cen­tímetros cúbicos, la frente era baja y plana, la cara pronunciada, los ar­cos su­praciliares prominentes, los in­cisivos y caninos relativamente grandes, con un espacio claro entre incisi­vos y caninos superiores y los molares de tamaño moderado. A pesar de su apariencia, todavía similar a la de un chimpancé, sobre todo en la forma de la mandíbula, el delgado grosor del es­malte dental y un cerebro apenas lige­ramente mayor, la proporción en el tamaño de las extremidades ya es más parecida a la humana.
 
Australopithecus africanus. El primer resto fósil de esta especie —y también del género— es el famoso cráneo cono­cido como “el niño de Taung”, encon­trado en 1925 por Raymond Dart en una cantera de rocas calcáreas que eran explotadas para la obtención de cemento y cal en Sudáfrica. Dart acuñó el nombre genérico de Australopithecus, que significa “simio o mono austral”, y lo empleó para describir su hallazgo en una publicación que desató más controversias que festejos, sobre todo porque en ese momento se discu­tían y aceptaban gustosamente las implicaciones que los hallazgos del fal­sificado “Hombre de Piltdown” y del hombre de Pekín tenían sobre el origen del hombre —recibidos como la gran noticia y sobrevalorados porque apoyaban las ideas reinantes acerca del origen humano en el hemisferio norte. Pese a lo anterior, la búsqueda de más restos en Sudafrica se amplió y dio muchos resultados, entre ellos los de Sterkfontein, varios cráneos y moldes endocraneales que reproducen la mor­fología externa del cerebro, y una pel­vis articulada en parte a la co­lumna ver­tebral, lo que es una eviden­cia del bipedalismo y la posición erec­ta del aus­tralopitécido.
 
El registro fósil de A. africanus indi­ca que sus poblaciones se distribuyeron principalmente en el sur de África. Los ejemplares que se han encontrado van de 3 a 2.3 millones de años, sus carac­terísticas indican que la talla de los in­dividuos era entre 1.10 y 1.40 metros, y que poseían una capacidad craneal de 400 a 500 centímetros cúbicos, dimen­siones similares a las de Australophite­cus afarensis, de quien se diferencia por poseer una frente alta, cara relativamente corta, arcos supraciliares menos prominentes, incisivos y cani­nos pequeños, por carecer de un espa­cio entre incisivos y caninos superiores y presentar molares grandes. En A. africanus el cráneo es más redondeado y las extremidades anteriores son relativamente más largas, lo que da una apariencia menos simiesca que la de A. afarensis. Para varios autores estas dos especies son variedades de una so­la, y sus diferencias se deben a la distri­bución geográfica —aunque existe con­troversia sobre el tema. Algo notable es que ambos grupos llegan a coexistir durante cerca de 500 000 años, y no es claro si una da origen a otra por un pro­ceso gradualista o por eventos de espe­ciación geográfica en periodos muy cortos de tiempo.
 
Australopithecus boisei y Australopi­the­cus robustus son dos especies que no se incluyen en la línea filética que lle­va a Homo, pero son formas que per­mi­ten inferir y demostrar que a lo largo de la historia de los homínidos han ocurrido diversos eventos de especiación y con ellos la existencia de especies que ocuparon nichos o ambientes alternos, áreas geográficas determinadas o que existieron en periodos de tiem­po diferentes a los de la existencia de especies con las que pudieron com­petir. Por ejemplo, A. boisei vivió en el este de África entre 2.6 y 1.2 millones de años atrás, llegando a coexistir con A. afa­rensis por cerca de 300 000 años, con Homo habilis alrededor de 900 000 años y con Homo erectus por cerca de 100 000 años. Esta coexistencia tem­po­ral fue posible debido a las diferen­cias que tu­vieron en el hábitat que ocu­pa­ron, am­bientes posiblemente boscosos para A. boisei y zonas de estepas o de bos­ques menos densos para A. afaren­sis, Homo habilis y H. erectus.
 
Australopithecus boisei alcanzó tallas de cerca de 1.5 metros, tenía una capa­cidad craneal de 410 a 530 centímetros cúbicos, una cresta sagital muy promi­nente, la cara ancha, algo plana y muy larga; las mandíbulas eran muy gruesas y pesadas, sus incisivos y caninos pequeños y los molares y premolares muy grandes. En las poblaciones de este homínido es notable la existencia de un marcado dimorfismo sexual, ya que los machos llegan a ser hasta 1.3 ve­ces más grandes que las hembras.
 
Australopithecus robustus medía en­tre 1.1 y 1.3 metros y tenía una capaci­dad craneal promedio de 530 centíme­tros cúbicos. Era ligeramente similar a A. boisei, pero su cresta sagital era más pequeña, la cara más ancha, algo pla­na y muy larga. Presentaba mandíbu­las muy gruesas y pesadas, incisivos y caninos pequeños y molares y premo­lares muy grandes. Estos rasgos impli­can que la capacidad masticatoria de los individuos de esta especie fue extra­ordinaria, pudiendo comer prácticamente todo tipo de alimentos pero prin­cipalmente granos, tallos y otras partes vegetales a semejanza de como lo hacen los gorilas. Sus poblaciones ocupa­ron el sur de África entre hace 2 y 1 millón de años, y su desaparición se asocia al paulatino aumento en las po­blaciones de Homo habilis y Homo erec­tus, con quienes llegó a coexistir.
 
El género Homo
 
Homo habilis. Los hallazgos fósiles más antiguos de individuos del género ­Ho­mo ocurrieron en 1960, en un yaci­­mien­to de la región de Olduvai, en Tan­zania, con la participación protagónica de Mary Leakey, esposa de Ri­chard Lea­key, y consistieron en diversos frag­men­tos esqueléticos de al me­nos tres in­dividuos que se hallaron asociados a diversas herramientas líticas y a restos fragmentados de varias especies de ver­tebrados. Se dedujo que las herramientas encontradas poseían caracte­rísticas que sólo se podían atri­buir a un homínido con la “habilidad” de ma­ni­pu­lar dos objetos al mismo tiempo, en este caso dos fragmentos de roca, gol­­peándolos con una técnica muy pre­­ci­sa, razón por la cual Louis S. R. Lea­key, Phillip V. Tobias y John R. Nai­per nombraron a la especie Homo habilis. Posteriormente, con la localización de varios yacimientos en otras regiones africanas, algunos más antiguos y otros más recientes, y dada la gran similitud entre los conjuntos de herra­mien­tas, se planteó que la técni­ca de elaboración seguramente fue en­señada de un individuo a otro y trans­mitida de una po­blación a otra.
 
Se reconocen dos tipos de poblaciones de Homo habilis: una de individuos de talla pequeña, que se extendió a lo largo del este y sur de África entre 2 y 1.6 millones de años atrás; poseían una altura de alrededor de un metro, capacidad craneal promedio de 575 centímetros cúbicos, cara corta, nariz prominente y delgada y, en comparación con australopitecinos, sus molares eran estrechos y pequeños. El segundo tipo de H. habi­lis se diferencia por su mayor talla, de hasta metro y medio de altura, mandí­bulas muy fuertes y molares muy al­tos; vivió hace 2.5 y 1.6 millones de años antes del presente, es decir, apa­rece y se desarrolla 500 000 años antes que la variedad pequeña, pero restringen su distribución al este de África. Debido a que el registro fósil de sus pri­meros 500 000 años para el conjunto de la especie es muy escaso, y después es abundante hasta su extinción, se de­duce que la radiación —poblacional y geográfica— de la especie fue un pro­ceso lento y gradual; las diferencias mor­fológicas entre la población de in­dividuos pequeños y la de grandes indican ambientes y hábitos alimentarios distintos.
 
Homo erectus. El hallazgo de los pri­meros fósiles de esta especie se en­vuel­ve en una serie de historias y anéc­do­tas en las que diversos y reconocidos paleoantropólogos están involucrados.
 
En 1895, diez años después de que Dar­win publicara La descendencia del hom­bre, Eugene Dubois, tras tortuosos trá­­mi­tes para conseguir fondos económicos y llevar a cabo largas tempo­radas de ex­ca­va­ción y búsqueda de restos fósiles en el sureste asiático y en Indo­ne­sia, presentó al mundo cien­tífico de la época el Pithecantropus erec­tus, el hom­bre-mono erguido, especie cuya des­crip­ción se basó en un diente, una bó­ve­da craneal y un fémur que en­contró en la isla de Java. A pesar de no en­con­trar­se asociados los tres restos, Dubois postuló que la morfología observada co­rres­pon­día a un individuo de rasgos de simio y humano, y por ello lo con­si­de­ro un ser intermedio, un es­la­bón evo­lutivo.
 
La historia del segundo hallazgo de fósiles de Homo erectus inicia con el encuentro de un molar semejante al de los primates, entre muchas otras de las piezas que el naturalista alemán K. A. Haberes había comprado en una farmacia de algún puerto de China. Esto era posible, y lo es aún, porque en las droguerías tradicionales de Asia es común encontrar restos fósiles, en su mayoría piezas dentales de diversos ver­tebrados que son vendidos como dien­tes de dragón, por lo que se les atri­buyen propiedades curativas y mágicas. El molar en cuestión, junto con mu­chas otras piezas, fueron estudiadas en 1903 por Max Schlosser, otro natu­ralista alemán, quién remarcó en la descripción que el famoso molar poseía características de simio y humano, y que ello implicaba que Asia era el lu­gar más adecuado para la búsqueda de los restos del antepasado del hombre.
 
Esta idea y muchos eventos para­le­los propiciaron que se dieran diversas expediciones y trabajos de bús­queda de yacimientos fósiles en localidades chinas. Una de ellas, auspiciada por el Comité sueco de investigación en Chi­na, creado ex profeso, fue dirigida en 1921 por el sueco Johan G. Andersson y el austriaco Otto Zdansky; este últi­mo inició la búsqueda en la región de Chou K’ou Tien, muy cercana a Pekín. A la labor se unieron Andersson y Wal­ter Granger, del Museo americano de historia natural. En pocos días, con mu­cha ayuda de la gente del lugar, colec­taron una amplia variedad de restos de vertebrados fósiles. Entre el material so­bresalió el hallazgo de piezas de pe­dernal con evidentes rasgos de haber sido trabajadas. Esto alentó la búsque­da y generó el hallazgo de un molar con rasgos indudablemente humanos; posteriormente, en otras expediciones y temporadas de campo, se encontra­ron varias piezas dentales y fragmentos de una mandíbula y de un cráneo, que fueron descritos con el nombre de Sinanthropus pekinensis.
 
Actualmente, Pithecantropus erectus y Sinanthropus pekinensis son asignados a Homo erectus, especie de la que se conocen poblaciones fósiles en África, Asia, Indonesia y seguramente Europa, con una antigüedad máxima de 1.8 mi­llones y una mínima de posiblemente 100 000 años. Los individuos poseían una altura promedio de 1.40 metros pero llegaron a medir hasta 1.80 metros, y su capacidad craneal fue muy variable, de 750 a 1 250 centímetros cú­bicos; en general su cara era achatada, sus huesos largos y gruesos, el oc­cipital grande y los arcos supraciliares prominentes. Esta descripción implica que en ciertas poblaciones de Homo erectus los individuos desarrollaron características muy similares a la del hombre moderno. También es notable que H. erectus es la primera especie de nuestro linaje que sale de África y llega a todas aquellas regiones en don­de se ha encontrado.
 
Homo neanderthalensis. El campo moderno de la paleoantropología comenzó a principios del siglo xix con los descubrimientos del hombre de Nean­dertal. Los primeros fósiles fueron en­contrados en Engis, Bélgica, en 1829 y en Forbes Quarry, Gibraltar, en 1848. Sin embargo no se reconoció el significado de estos dos descubrimientos hasta después de que se diera a conocer el esqueleto casi completo del fa­moso Neandertal 1, hallado en 1856 en una cueva cerca del valle del río Nean­der en la región de Düsseldorf, Ale­ma­nia —de ahí que se bautizaran los res­tos como el “hombre de Neandertal”.
 
La abundancia de fósiles de esta es­pecie en toda Europa continental, sus rasgos “primitivos”, la antigüedad que se infirió que tenían y su ausencia en las islas británicas, hicieron sentir or­gullos a los europeos continentales de finales del siglo xix, ya que con ello “probaban” —en un ambiente intelec­tual exaltado por la teoría de la evolución recién propuesta por Charles Darwin— que el origen del hombre ha­bía ocurrido en el continente.
 
Desde aquellos tiempos, y hasta el presente, los hallazgos de restos de nean­der­ta­les son comunes y se tienen regi­stros que indican que la especie sur­gió hace aproximadamente 120 000 años y se extinguió hace 30 000, un pe­riodo caracterizado por una serie de gla­ciaciones, en donde los hielos del Ártico llegaban hasta el norte de España y cubrían gran parte de Norteamérica. A partir de todos los hallazgos se han hecho reconstrucciones de los individuos de la especie, por lo que se sabe que tenían una pelvis ancha, ex­tremidades cortas, tórax amplio, cráneo alargado y amplio —con una capa­cidad craneal promedio de 1 500 cen­tímetros cúbicos, grande en comparación con la del hombre moderno—, los arcos supraciliares prominentes, la frente baja e inclinada, la cara prominente y las man­díbulas sin mentón. Al igual que los pobladores actuales del Ártico, eran de estatura baja, complexión robusta y nariz amplia con aletas prominentes, seguramente con muchos vasos sanguí­neos que permitían calentar el aire an­tes de que llegara a los pulmones. En El Sidrón, yacimiento de 43 000 años de antigüedad ubicado en Asturias, Espa­ña, se han tomado muestras que permiten reconocer el gen mcr1 de la pig­mentación, cuya presencia indica que en vida el individuo debió ser rubio o pelirrojo, al igual que el gen foxp2, asociado con el habla y el lenguaje, por lo que es posible pensar que los nean­der­ta­les eran capaces de hablar tan ­bien como el humano moderno, con una es­truc­tura sintáctica y gramatical, uti­li­zan­do un número limitado de pa­la­bras combinadas para crear un nú­me­ro ili­mi­tado de frases. Sin embargo, exis­ten muchos otros genes in­vo­lu­cra­dos en el habla y el lenguaje no de­tec­ta­dos aún en el genoma nean­dertal, por lo que to­davía no puede con­cluirse nada al respecto.
 
Otro rasgo del grupo son las herra­mientas que utilizó y que fueron producidas usando piedras y martillos de percusión como huesos o madera. Es­tas herramientas provienen del Paleo­lí­tico medio, de las culturas musterien­se y chatelperroniense, esta última de carácter autóctono. Con una tecnología muy simple, pero efectiva, lograron ela­borar cuchillos, raspadores y puntas de proyectil con un acabado muy fino. Es­tos logros, aunados a un mayor conoci­miento de su registro fósil, han erra­di­cado la idea errónea que se tuvo de ellos desde finales del siglo xix hasta mediados del xx, cuando se les con­si­de­ra­ba torpes y deformes. Ahora se afir­ma que los neandertales vivían en gru­pos organizados, de más de treinta miembros, que fueron cazadores há­bi­les, de gran inventiva ante situaciones adversas, especializados en la caza de renos y caballos. Sus grandes cam­pa­men­tos hacen suponer que los ocu­pa­ban durante varios meses, posible­men­te para soportar las inclemencias del clima, por lo que eran semiseden­ta­rios, y desarrollaban actividades so­ciales complejas.
 
Así, por ejemplo, en los ya­ci­mien­tos de El Sidrón y Atapuerca en Es­­pa­ña, en Moula-Guercy y Combe Grenal, Francia, en Vindija y Kaprina, Cro­a­cia, y en la cueva de Guattari, en Italia, se han encontrado restos óseos con mar­cas de corte realizadas con he­rra­mien­tas de piedra, que han sido in­terpre­ta­dos como evidencias de un canibalismo ritual. También se tiene evi­dencias de que enterraban a sus muertos en actos ceremoniales, ya que los acostaban so­bre lechos de pie­dras apoyando la ca­be­za en su antebrazo, y en sus manos colocaban un ar­tefacto lítico, además de que los ador­naban con flores y, de­bido a los res­tos de antorchas en las tum­bas, se cree que usaban el fuego en sus ceremonias.
 
Las causas de la extinción de los ne­an­dertales es aún un enigma, pero las explicaciones que existen señalan, en general, que el cambo climático pu­do ser determinante, al igual que la expan­sión de las poblaciones de Homo sapiens, cuyas técnicas de caza y adapta­ciones a las nuevas condiciones am­bientales, desarrolladas durante su evo­lución en Asia y África, pudieron ser los factores que provocaron el despla­zamiento paulatino y la desaparición de los neandertales. Otra hipótesis se ba­sa en la expansión de los cromañones, una variedad de Homo sapiens ex­clusiva de Europa, con la que con­vi­vie­ron en los últimos milenios de su vida como especie. Sin embargo persiste la duda, ya que numerosas pruebas ar­queo­ló­gi­cas demuestran que Homo sa­piens y Homo neanderthalensis habi­ta­ron los mismos territorios en mu­chas regiones de Europa y Oriente Medio durante miles de años, e inclu­sive se cree que pudieron haberse da­do hi­bri­da­cio­nes entre las dos espe­cies y que pu­die­ron coexistir pací­fica­mente.
 
Homo sapiens. Como ya se mencio­nó, los primeros hallazgos de fósiles con­siderados como representantes del hombre moderno ocurrieron en Europa a lo largo del siglo xix. Entre ellos, el de la cueva de Cro-Magnon en Fran­cia, en 1868, provocó que tal nombre se hiciera extensivo a todos los Homo sapiens de esas poblaciones. Como ya se conocía parte del registro fósil de los neandertales, a los cromañones se les distinguió por presentar arcos supra­ci­lia­res mucho menos prominentes, crá­neos más altos, cortos y redon­deados, mandíbulas inferiores más cortas, un mentón más desarrollado, y un es­quele­to menos robusto con hue­sos púbicos en sus caderas, las cuales son idén­ti­cas a las del humano moderno. Además de las diferencias mor­­fológicas, uno de los rasgos más ca­rac­terísticos de los cro­ma­ño­nes es la producción de gra­ba­dos y esculturas que constituyeron par­te de una expre­sión artística que co­men­zó a desarrollarse en Europa, cuyo esplendor se halla en techos y paredes de cuevas como las de Lascaux, en Fran­cia, y Al­ta­mira, en España.
 
Del siglo XIX al presente, los des­cu­brimientos de yacimientos con fósiles de Homo sapiens han sido muy abun­dan­tes y entre ellos sobresale el que se dio en 1997 en Herto, Etiopía, y que cons­ta de tres cráneos y numerosas he­rra­mien­tas de piedra de hace casi 160 000 años. Es el registro más antiguo que se ha descubierto, y establece en África el lugar de origen de nuestra especie así como su ubicación en el tiem­po. El origen del hombre moderno en el continente africano también es apoyado por el hallazgo de fósiles de otras localidades, como las cuevas Bor­der y las de la desembocadura del río Klasies, en Sudáfrica, con edades de en­tre 100 000 y 70 000, y la Omo-Kibish, en Etiopía, que tiene depósitos flu­via­les de 130 000 años. Fuera de África, otros sitios que sobresalen por su an­ti­güe­dad son los de Qafzeh y Skhul, en Israel, cuya datación ha sido es­ti­ma­da en 100 000 años, y los hallazgos en Chi­na y Australia de fósiles de por lo me­nos 30 000 y 50 000 años, res­pec­ti­va­men­te, y que han sido utilizados pa­ra inferir las edades más antiguas en que Homo sapiens pudo llegar a esas regiones.
 
La información que han dado todos los hallazgos ha sido interpretada de distintas maneras, tratando de explicar cómo nuestra especie, a partir de su origen, llegó a diversificarse en las razas conocidas y a alcanzar su distribución actual. Dos teorías han sobre­salido en esta discusión: la hipótesis multirregional, que plantea que los humanos modernos surgieron en varias partes del planeta a lo largo de los últimos 180 000 años, proceso en don­de cada raza se deriva de un ancestro diferente; y la que sostiene que África es la cuna de la humanidad, y que Homo sapiens, ya como especie, se dis­persa a partir de allí, coloniza la mayor parte del planeta, y en cada región evoluciona hacia las razas modernas como resultado de la influencia ambiental. La diferencia básica entre es­tas dos teorías reside en aceptar o no si cada raza humana deriva de una es­pecie de homínidos diferentes o si to­das derivan de una sola.
 
El hallazgo de Herto ofrece argumentos que respaldan totalmente la segunda hipótesis y, además, por ser esos fósiles contemporáneos de los de poblaciones de Homo erectus que vi­vieron en la misma región, se confirma la idea de que esta especie es el an­cestro inmediato de Homo sapiens. Siguiendo esta teoría, se puede decir que la dispersión del hombre moderno, desde África hacia el resto del mun­do, ocurrió en un marco geográfico muy similar al presente, pero con una de­saparición de conexiones terrestres a causa de las glaciaciones pleistocénicas. Se estima que los ancestros de las poblaciones europeas, asiáticas, americanas y australianas llegaron a sus respectivas regiones hace aproximadamente 60 000 años —aun cuando el registro fósil de humanos no es más antiguo de 50 000 años en Australia y de 30 000 en América—, tras lo cual el cambio ambiental y el posterior aislamiento geográfico fueron los respon­sables de la evolución de las llamadas razas hu­manas.
 
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La historia evolutiva de los homínidos

Cuando se publicó El origen de las es­pe­cies, llamó la atención de pa­leon­tólogos y otros naturalistas de la épo­ca el que Darwin dedicara dos capítu­los de su libro para tratar de explicar el por qué el registro fósil se observaba tan ses­ga­do e incompleto. Darwin lo hizo tratando de justificar que los datos de la historia de la vida que brindaba el re­gis­tro no era acorde con el modelo evo­lu­ti­vo gradualista que pro­ponía en su teoría. Desde entonces se han desa­rrollado muchas discusiones sobre cuá­les son los principales patro­nes que caracterizan la evolución orgá­nica y có­mo enmarcarlos en el tiempo. En la actualidad la discusión persiste, pero se ha enriquecido por el hecho de co­no­cer con más detalle y tener mu­chí­si­mos más registros fósiles de prácti­ca­men­te todos los grupos biológicos. La lista de los géneros y espe­cies de ho­mí­ni­dos que brevemente se han des­cri­to es una prueba de lo anterior, ya que en tiempos de Darwin lo único que se conocía eran registros de algunos nean­dertales.

Ahora sabemos que las diferentes especies no se sucedieron paulatinamente unas a otras en el tiempo, y que a pesar de que aun cuando no se han encontrado dos o más especies de ho­mínidos en un mismo yacimiento, es un hecho que varias de ellas coexistie­ron a lo largo de extensos periodos de tiempo y que en algunos casos lo hi­cie­ron también en el espacio geográfi­co. Por ejemplo, Australopithecus afa­ren­sis fue contemporáneo a A. afri­canus por cerca de 700 000 años; a su vez A. afri­ca­nus coexistió con Homo habilis por lo menos durante 200 000 años, mis­mo lapso en que vivieron conjuntamente H. habilis y H. erectus. Esta co­exis­ten­cia temporal, que podría im­pli­car com­pe­ten­cia entre especies eco­ló­gi­ca­men­te equivalentes, se explica en varios ca­sos por la distribución geográfica par­ti­cular de cada especie, como es el ca­so de A. afarensis, exclusiva del este de África, y A. africanus, casi exclusivo del sur del mismo continente. Sin em­bar­go hay varios casos que llaman la aten­ción; por ejemplo, el que se en­cuen­tren po­blaciones de formas ro­bus­tas de Homo habilis en la misma región del sur de África donde se halla A. Afri­ca­nus, el encontrar poblaciones de for­mas pequeñas de H. habilis en el este de Áfri­ca, en donde son comunes las localidades con Homo erectus, o bien en la dis­tribución geográfica de Homo erectus, que se traslapa en el tiempo con la de H. neanderthalensis en Europa ori­ental y con la de Homo sapiens en el este de África.

Considerando estos patrones de dis­tribución espacio-temporal y ana­li­zan­do los cambios morfológicos que se pre­sentan en las especies del linaje hu­mano, se obtienen varias deducciones sobre los procesos evolutivos que dan origen a cada especie de la línea filé­tica Ardipithecus ramidus → A. afaren­sis → A. Afri­canus → Homo habilis → H. erectus-H. sapiens.

Es necesario recalcar que no existe un consenso entre todos los estudio­sos de la evolución humana en cuanto a di­cha línea evolutiva pero, entre las de­ducciones posibles, y a manera de con­clusiones, se puede mencionar lo siguiente: 1) hace cuatro millones de años, en el este de África, en particular en la región de Afar, Ardipithecus ramidus evoluciona hacia A. afarensis con cambios de una morfología asociada a una vida arbórea hacia una de mayor actividad terrestre. Como se men­cionó, este cambio se pudo dar en un periodo relativamente corto y no implica forzosamente que el cambio climático haya sido el factor determinante; 2) la evolución de A. afarensis ha­cia A. africanus ocurre aproximada­mente hace tres millones de años y se puede interpretar como un proceso de especiación geográfica en el cual algunas poblaciones de A. afarensis lo­graron llegar y establecerse en el sur de África, y desarrollaron las características de A. africanus. Las poblaciones originales de A. afarensis permane­cieron prácticamente sin cambio hasta su extinción en el Este de África.
 
3) Alrededor de 2.4 millones de años atrás, en el sur de África, alguna o algunas poblaciones de A. africanus evolucionaron hacia Homo habilis; es­te evento se relaciona sobre todo con el desarrollo de la capacidad de elabo­rar herramientas líticas y con un aislamiento reproductivo posiblemente con­ductual, dada la no existencia de asi­lamiento geo­gráfico claro entre ambas especies; 4) algunas poblaciones de la forma pequeña de Homo habilis evolucionan hacia H. erectus; es­te pro­ceso de especiación es fa­vo­recido a fi­nales de la existencia de H. habilis co­mo especie, dada la amplia distribución geo­gráfica que había alcanzado. El ­este de África es señalado como el área de ori­gen de H. Erectus, da­do que ahí se en­cuen­tran los registros más antiguos de la especie, de cerca de 1.8 mi­llo­nes de años; y 5) por su existencia de cerca de un millón y medio de años, sin sufrir cambios morfológicos notables, Homo erectus es visto como una es­pe­cie sumamente exitosa. Es el pri­mer ho­mínido que logra dispersarse hacia la mayor parte de África e in­­clu­so ha­cia Europa, Asia y Oceanía. Una de sus poblaciones, registrada en la pe­nín­su­la Ibérica y nombrada por algu­nos especialistas como Homo heidel­ber­gen­sis, es considerada como el ancestro que da origen a los ne­andertales hace cerca de 120 000 años; otra población, que conservó su re­si­dencia en el este de África, al­rededor de 160 000 años an­tes del presente, evo­lucionó y dio ori­gen a nuestra especie: Homo sapiens.chivichango97
  articulos  
Agradecimientos
 
Los dibujos de los cráneos que ilustran la evolución de ho­mínidos fueron elaborados por Talía Mendoza Pa­chu­ca, a excepción del correspondiente a Ardipithecus ra­mi­dus, realizado por Oscar Hernández Monzón. Los auto­res agradecen a ambos su colaboración, al igual que a Daniel Navarro Santillán por sus observaciones al manuscrito original.
     
Referencias bibliográficas
 
Reader, J. 1982. “Eslabones perdidos”. Fondo Educa­ti­vo Interamericano, México.
Gibbons, A. 2009. “rdipithecus ramidus”, en Science, vol. 326. núm. 5960, pp. 1598-1599. Este número es­pe­cial de la revista publica una serie de artículos que describen los hallazgos de Ardipithecus ramidus, la es­pecie más antigua conocida de un homínido, su morfología, ecología y sus implicaciones en la interpretación de la historia evolutiva del linaje del hombre.
Eldredge, N. y Tattersall, I. “Mitos de la Evolución Hu­mana”.1986. fce, México. “Mitos de la Evolución Huma­na”. En este libro se analizan ciertos mitos creados al­rededor del origen y naturaleza de Homo sapiens como especie biológica y se discute qué procesos son los responsables de la evolución de nuestro linaje.
     
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Francisco Sour Tovar
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es investigador del Departamento de Biología Evolutiva y coordinador del Museo de Paleontología de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
 
Sara Alicia Quiroz Barroso
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es invesigadora titular del Departamento de Biología Evolutiva de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
 
como citar este artículo
Sour Tovar, Francisco y Quiroz Barroso, Sara Alicia. (2010). Registro fósil y evolución de homínidos. Ciencias 97, enero-marzo, 58-71. [En línea]
     
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