Oaxaquia, historia de un antiguo continente
La mayoría de los cambios geológicos de la Tierra ocurren a velocidades demasiado lentas para ser percibidas por los sentidos ordinarios del ser humano. Un volcán permanece activo centenares de miles de años, pero sus erupciones violentas son eventos raros para el lapso de nuestras vidas. De igual manera, los grandes terremotos representan una fracción ínfima del tiempo que ocupa el movimiento lento de las placas tectónicas, pues mientras aquéllos terminan su agitación en unas decenas de segundos, las placas permanecen en movimiento continuo por millones de años. Las montañas de los Himalaya, las más altas del mundo, no han dejado de aumentar su altura desde hace 40 millones de años y actualmente se elevan 2 metros cada milenio, esto es, desde el nacimiento de Cristo, los Himalayas se han levantado poco más del doble de la estatura promedio de un ser humano. Sin embargo la Tierra tiene huellas y cicatrices que nos hablan de una dinámica extrema, de grandes migraciones continentales, inmensas masas fundidas que ascienden desde el interior del planeta partiendo los continentes en varios pedazos, cambiando el ritmo y rumbo de la evolución de los seres vivos y provocando la destrucción de montañas que antes fueron tan majestuosas como los Alpes o los Himalaya. Estos cambios drásticos y profundos de la faz de la Tierra han ocurrido a lo largo de la historia del planeta, que es muy antigua. 4 500 millones de años se dice fácil, pero si dejásemos caminar una tortuga durante ese tiempo y luego emitiéramos un rayo de luz para que le diese alcance, sus ondas luminosas, que viajan a 300 000 kilómetros por segundo, tardarían varios años para iluminar a la tortuga. Y un continente, moviéndose a la velocidad imperceptible de unos 10 centímetros por año, podría en ese lapso circundar la Tierra más de diez veces. Por ello, la forma de los continentes que hoy conocemos la veremos siempre igual en nuestras vidas, pero en el pasado geológico ésta ha cambiado formando supercontinentes únicos como Pangea y luego se han roto como ha sucedido durante los últimos 200 millones de años. Las seis masas continentales que hoy forman las dos Américas, África, Eurasia, Australia y Antártida, dentro de otros 250 o 300 millones de años probablemente vuelvan a reunirse en un nuevo supercontinente, tal vez llamado Panterra. La ciencia no comprende todavía por qué los continentes se agrupan y se dispersan en ciclos que tienen una duración de 300 a 500 millones de años en promedio. Sin embargo, el conocimiento de la geología de las rocas que afloran en la superficie de la Tierra empieza a revelar estos misterios de la evolución del planeta. La Tierra y sus rocas
La superficie de la Tierra presenta en su relieve dos divisiones fundamentales: las cuencas oceánicas y los continentes. Sin embargo, prácticamente todos los continentes han estado sumergidos en el mar y con frecuencia los fondos oceánicos emergen unidos a los continentes. Por ello, la definición geológica de un continente requiere elementos constitutivos adicionales que vayan más allá de su estado actual emergido o sumergido. Así, la composición química y mineralógica de las rocas continentales contrasta notablemente con la de los fondos oceánicos, pues mientras las primeras son ricas en silicio, sodio y potasio, las segundas lo son en hierro, magnesio y calcio. Asimismo, la edad promedio de las rocas continentales es mayor en un factor de diez que la de los fondos oceánicos, y la estructura de los continentes es mucho más compleja que la de las placas oceánicas. De esta manera, con base en la información anterior, un continente puede difinirse como una masa de dimensiones planetarias compuesta por rocas ricas en elementos y minerales relativamente ligeros, cuya edad es hasta 20 veces más antigua que la de las rocas más viejas de los fondos de los mares actuales, y que internamente presenta una estructura y una composición extraordinariamente complejas. Las rocas son elementos centrales en la reconstrucción de la historia de la Tierra. Sin embargo, aunque los primeros continentes aparecieron probablemente muy al principio de la formación de la Tierra —hace 4 550 millones de años— no existe vestigio lítico alguno de ellos, ya que conforme nacían eran destruidos por la magnitud y la frecuencia de los impactos de asteroides y cometas asociados al crecimiento mismo de los planetas durante los primeros 500 millones de años de su vida. Las rocas más antiguas conocidas en la Tierra datan de hace 4 000 millones de años y han sido encontradas en las raíces de los escudos continentales del Arqueano de Canadá y Australia. Mas la superficie de la Tierra cubierta por esas rocas es ínfima, lo que ha generado una de las controversias más trascendentales de todos los tiempos en las ciencias geológicas, a saber, la forma y el ritmo en que han crecido los continentes. La idea de que alguna vez los continentes de la Tierra formaron una sola masa y por lo tanto un supercontinente fue propuesta formalmente por Alfred Wegener en 1912. No obstante, en los últimos años ha surgido una idea más general que considera que las masas continentales están sujetas a un misterioso ciclo de coalescencia y dispersión en la superficie terrestre con una duración aproximada de 500 millones de años. Como resultado de este ciclo, antes de Pangea hubo otros supercontinentes como el denominado Rodinia por McMenamin y McMenamin en 1990 y posteriormente caracterizado geográficamente por autores como Hoffman, Dalziel y Moores. Una vez formado el supercontinente Rodinia, hace 1 000 millones de años, un nuevo ciclo tectónico global inició su rompimiento hace 700 millones, dando como resultado principal la aparición de una gran masa continental conocida como Laurencia. Esta propuesta está lejos de ser aceptada por todo mundo. Hay quienes proponen que prácticamente todas las masas continentales fueron creadas en los primeros cientos de millones de años de la infancia de la Tierra y luego crecieron de manera mínima. Otra corriente sostiene que el crecimiento de los continentes ha sido episódico y que en su mayor parte fueron creados al empezar el Eón Proterozoico hace 2 500 millones de años; mientras otra escuela considera que el crecimiento de los continentes ha sido un proceso esencialmente continuo de agregación de arcos magmáticos a los márgenes de los núcleos continentales, guiado por la dinámica de la tectónica de placas. La incertidumbre fundamental que impide la proposición de una hipótesis que sea aceptada unánimemente se debe a la existencia de grandes lagunas en el conocimiento acerca de la composición del manto de la Tierra y a la manera en que sus elementos e isótopos constitutivos migran de fuentes desconocidas y se adicionan como huéspedes de rocas ajenas, a diferentes profundidades en esta capa, que es, volumétricamente, la más importante de la Tierra. Génesis de una idea Las rocas cristalinas del sur de México han llamado la atención de los naturalistas desde el siglo pasado. Alexander von Humboldt adscribió estas peculiares rocas a las épocas más antiguas de la historia de la Tierra, y a principios de este siglo Guadalupe Aguilera lo siguió en su idea. Sin embargo, fue hasta 1962, año en que en México se aplicó el método de fechamiento absoluto por métodos radiactivos, cuando se logró demostrar que las rocas de Oaxaca eran las más antiguas del sur del país. Asimismo, a partir de su estudio petrográfico se encontró una similitud extraordinaria con rocas de la misma edad procedentes de las regiones de los Adirondacks, en el Noreste de Estados Unidos y Quebec-Ontario en Canadá. Con base en estos hechos, en 1962 los doctores Carl Fries, investigador finado del Instituto de Geología de la unam, y Zoltán de Cserna, del mismo instituto, propusieron una relación directa entre estas regiones separadas y dieron el nombre de Orogenia Oaxaqueña al evento que produjo no solamente las rocas de Oaxaca, sino también las de Tamaulipas e Hidalgo. Guzmán y de Cserna extendieron de manera explícita el cratón de América del Norte, del sur de Estados Unidos hasta Oaxaca, conformando una larga península que habría actuado como contrafuerte durante las orogenias del Paleozoico. Fue con base en estos trabajos pioneros que el presente autor se inspiró para proponer la integración de aquellos datos y los nuevos, con la importante diferencia de que no considera esta porción de territorio como una continuación directa del cratón de América del Norte, sino como un microcontinente exótico que posee una historia de desplazamientos y colisiones sumamente compleja desde su formación, hace 1 000 millones, hasta el presente. Nace así la idea de Oaxaquia, un antiguo continente que actualmente es parte constitutiva del territorio mexicano. Oaxaquia es una región geológica de México todavía hipotética, que se piensa formó parte del gran supercontinente Rodinia. Esta hipótesis, que empieza a transformar ciertas ideas sobre la configuración continental de esa época y la naturaleza del primer cinturón orogénico en la historia de la Tierra, nacido de procesos tectónicos como los modernos, ha sido integrada desde hace menos de tres años a la polémica internacional que gira en torno a la reconstrucción de los continentes antes de Pangea, y ya se toma en cuenta en las obras más recientes sobre tectónica global de placas, como en la de Condie, publicada en este año. La idea de que Oaxaquia nació durante la colisión global de los continentes que misteriosamente convergieron para formar el supercontinente de Rodinia, deriva de algunos de los estudios ya mencionados. Este evento, denominado Orogenia Grenvilleana, afectó a la mayoría de los antiguos márgenes continentales durante una época de la historia de la Tierra que abarcó de 1 250 a 950 millones de años antes del presente. Este ciclo orogénico es el primero en la historia de la Tierra que produjo una cadena montañosa alargada y continua, de miles de kilómetros, semejante a los sistemas montañosos actuales Alpinos e Himalaya y a la Cordillera del borde occidental del Continente Americano. Tal vez las investigaciones futuras puedan demostrar que ese fenómeno tectónico dejó la mayor y más profunda cicatriz hasta ahora conocida en la piel cambiante del planeta Tierra. La Orogenia Grenvilleana perturbó profundamente la estructura y composición de la litósfera terrestre, a tal grado que durante esa época se produjeron tipos de roca bastante singulares, como las llamadas anortositas sódicas y charnoquitas (granitos de hiperstena), cuya naturaleza petrográfica y gran abundancia no tienen comparación en la evolución tectónica de la Tierra. En el segmento Grenvilleano de Canadá existen cuerpos anortosíticos individuales con un volumen varias veces superior al conjunto de las rocas volcánicas de la Sierra Madre Occidental, la cual es considerada como la mayor provincia de rocas riolíticas del planeta. La tierra de Oaxaquia nació durante este evento como parte del conjunto orogénico Grenvilleano, el cual fue posteriormente disgregado por la deriva continental y distribuido en los cinco continentes del presente. Oaxaquia, Laurencia y Gondwana Si en verdad Oaxaquia nació junto a Laurencia —como lo sugieren los estudios paleomagnéticos realizados en la región de Oaxaca por Ballard y colaboradores—, una vez concluida la Orogenia Grenvilleana, hace 950 millones de años, la historia subsecuente de Oaxaquia —comprendida desde esa fecha hasta hace 505 millones de años cuando fue levantada de su cuna, donde había permanecido sepultada tres decenas de kilómetros abajo y cubierta luego por los mares del Cámbrico—, permanece casi por completo en la oscuridad. Por fortuna, las rocas y minerales de Oaxaquia expuestas en Tamaulipas, Hidalgo y Oaxaca registraron la historia de su ascenso en forma de pequeños relojes-termómetros cristalinos que fueron tomando la temperatura y el tiempo conforme el continente se levantaba. Minerales como el zircón, granate, hornblenda, biotita, muscovita y ortoclasa constituyen los relojes térmicos que ilustran la trayectoria curvilínea que siguió Oaxaquia, enfriándose con la extremada lentitud de apenas 4°C cada millón de años. Es interesante observar que la intersección de la curva con la coordenada vertical del tiempo, extrapolada hasta la temperatura cero (en la superficie), corresponde aproximadamente a 700 millones de años —valor semejante a la edad que por otros métodos se ha propuesto para el inicio de la disgregación de Rodinia. La falta de registro estratigráfico en Oaxaquia durante el periodo mencionado, que va de 950 a 505 millones de años, impide por completo conocer la trayectoria horizontal que siguió este continente; es decir, su evolución paleogeográfica durante ese tiempo no puede ser determinada y constituye la historia hasta ahora perdida de Oaxaquia. Tras la desintegración total de Rodinia, hace cerca de 700 millones de años, y mediante una trayectoria indeterminada, sabemos que Oaxaquia se incorporó a Gondwana al menos hace 505 millones de años, fecha que marca el límite entre los periodos Cámbrico y Ordovícico de la era Paleozoica. Esta afirmación deriva de un hecho afortunado: en la región de Nochixtlán, estado de Oaxaca, Pantoja-Alor y Robinson decubrieron hace más de tres decadas un pequeño afloramiento de apenas 1 km2, con rocas marinas que contienen fósiles de esa época (trilobitas y otros grupos de invertebrados), de afinidad paleobiogeográfica indiscutible con Gondwana, pero mucho menor con Laurencia. Este sorprendente hallazgo, sin embargo, no tuvo las consecuencias esperadas en su tiempo, pues entonces la revolución científica de la tectónica de placas no estaba consolidada y por ello la movilidad horizontal de los continentes que implicaba la presencia de faunas exóticas en el registro fósil de determinadas regiones del planeta, como ocurre en Oaxaca, era vista con suspicacia.
Sin embargo, la permanencia cámbrica de Oaxaquia en Gondwana fue audazmente propuesta desde esos años por Dunkan Keppie, quien, sobre esa base paleontológica, planteó que a principios de la era Paleozoica la región del sur de México se encontraba frente a las costas actuales del Perú, es decir, en la margen occidental de Gondwana. La Orogenia Acateca Tras una ausencia de más de 250 millones de años —sea como un microcontinente separado de Gondwana o como su parte frontal—, Oaxaquia regresó a Laurencia. Este encuentro se produjo como parte de una colisión continental que cerró, a partir del Ordovícico, el Océano Iapetus, surgiendo de este evento las cadenas montañosas de los Apalaches en Estados Unidos y los Caledonianos en Europa. El Complejo Acatlán del sur de México registró con magnífico detalle en sus rocas, la naturaleza de los fenómenos profundos que ocurren cuando dos masas continentales chocan. En este caso Oaxaquia se sobrepuso a Laurencia, viajando sobre ella varios centenares de kilómetros y consumiendo por completo la parte oceánica de Iapetus que antes los separaba. El resultado del proceso fue la generación de un conjunto de rocas singulares que identifican por sí mismas la presencia de una sutura entre dos placas tectónicas. Estas rocas, todas presentes en la zona de la sutura Acateca, se denominan eclogitas, anatexitas, milonitas y serpentinitas. Las primeras son rocas más densas que las del manto superior de la Tierra, ya que están formadas por granate, pyroxena y rutilo y se generan a presiones muy elevadas y temperaturas variables en zonas de subducción y colisión. Las segundas (anatexitas) son granitos que surgen por fusión de la corteza en las raíces de las montañas y suelen acompañar a las orogenias de colisión. Las milonitas, como su nombre sugiere, son rocas cristalinas que surgen por la molienda dinámica de sus cristales en zonas de fallamiento profundo, hasta que dichos cristales desaparecen de la vista y llegan a dimensiones micrométricas. Por último, las serpentinitas son masas de roca que representan por lo general zonas hidratadas del manto de la Tierra, transportado durante los empujes orogénicos sobre las rocas de la corteza. El peso de Oaxaquia y la fricción que produjo su desplazamiento sobre el fondo oceánico Iapetus y el cratón laurenciano, formaron todas esas rocas en el Complejo Acatlán, que representa entonces la sutura de las dos masas continentales y constituye la expresión estructural y petrológica típica de una orogenia de colisión entre dos continentes, a la cual hemos llamado Orogenia Acateca. Dado que los granitos precipitan durante su consolidación pequeños relojes minerales como el zircón, que empiezan a contar fielmente el tiempo transcurrido a partir de su precipitación en el magma, la edad obtenida por este método para las rocas anatexíticas de la sutura (440 millones de años), corresponde a la parte terminal del Ordovícico. Es decir, pasaron más de 300 millones de años para que Oaxaquia regresara a su seno materno, al tocar nuevamente las tierras de Laurencia, de donde había partido posiblemente hace 750 millones de años. Sin embargo, los ciclos tectónicos que caracterizan la dinámica terrestre hicieron que Oaxaquia quedase nuevamente separada de Laurencia al migrar hacia el hemisferio norte, después de su colisión ordovícica con Gondwana. La Orogenia Caltepense
En la región de la tranquila villa de Caltepec en el estado de Puebla, existen evidencias incontrovertibles de procesos tectónicos, magmáticos y metamórficos que actuaron de manera simultánea hace 380 millones de años, definiendo otra orogenia durante el Devónico. Por la magnitud y naturaleza de las unidades geológicas involucradas en esos procesos, es posible reconstruir un cuadro del espectacular choque oblícuo entre la masa continental de Oaxaquia y las tierras emergidas de la destrucción ordovícica de Iapetus. En virtud de que el choque entre las dos masas esta vez no fue frontal, sino en buena parte rasante, la fricción entre las masas produjo la fusión parcial del frente de choque de Oaxaquia y generó lo que hemos bautizado como Granito de Cozahuico. Esta intrusión magmática tiene varios kilómetros de ancho y ocupa una posición intermedia entre el Complejo Acatlán (Iapetus-Laurencia) y el Oaxaqueño (Gondwana). Los movimientos relativos de Oaxaquia —su deslizamiento hacia el sur con respecto a Laurencia—, junto con los restos del fondo oceánico de Iapetus representados en el Complejo Acatlán, provocaron pliegues, flujo plástico y metamorfismo en toda esta nueva zona de colisión, cuya expresión tectónica hemos denominado Orogenia Caltepense. La generación del Granito de Cozahuico por fusión parcial (anatexis) de la parte frontal de Oaxaquia durante este segundo encuentro con el antiguo continente de Laurencia, permitió fechar la época en que esto ocurrió. Los efectos de una orogenia como ésta no se limitaron a los 7 km comprendidos en la zona de contacto de la Falla de Caltepec, entre Oaxaquia y Laurencia, sino que se extendieron por todo el Complejo Acatlán, provocando un intenso plegamiento que en conjunto acortó hasta 60% el ancho original de la zona geográfica afectada, engrosando la corteza considerablemente. Al final de esta orogenia, Laurencia se separó completamente de Gondwana, originando un nuevo océano conocido como Herciniano, el cual habría de extinguirse también al formarse el último de los supercontinentes, Pangea, entre el Pensilvánico y el Pérmico al final de la era Paleozoica. La Orogenia Ouachita El contacto más reciente entre Laurencia y Oaxaquia ocurrió hace aproximadamente 270 millones de años, durante un evento tectónico conocido como Orogenia Ouachita. Ésta afectó todo el márgen meridional de Laurencia, desde el estado de Arkansas en Estados Unidos, hasta el de Baja California Norte en nuestro país. Con certeza casi absoluta, hoy se sabe que la porción centroccidental de Gondwana, y particularmente la región noroccidental de lo que es actualmente América del Sur, colisionó con Laurencia para formar el último de los supercontinentes de la historia de la Tierra, conocido como Pangea, extinguiendo el último de los océanos del Paleozoico. Durante este choque, Oaxaquia habría ocupado una gran parte del frente de colisión, modificando profundamente su estructura y composición litológica, para quedar nuevamente y hasta nuestros días adherida al antiguo continente de Laurencia, donde había nacido 1 000 millones de años atrás. Desafortunadamente, las evidencias geológicas de este choque fueron sepultadas por formaciones más jóvenes que cubrieron toda la sutura orogénica en la región norte del país. Los problemas de una hipótesis A pesar de una gran cantidad de hechos que apoyan la existencia del microcontinente mexicano, hay algunos datos difíciles de acomodar en la hipótesis de Oaxaquia, como aquellos que sugieren que las rocas precámbricas del estado de Oaxaca no formaban un continuo con las de Tamaulipas e Hidalgo, lo que, en consecuencia, indicaría la inexistencia de Oaxaquia. Es indudable, por ejemplo, que la cadena de volcanes que cruza México a lo largo de su porción central constituye una fractura profunda que bien pudiera representar una discontinuidad antigua que marcaría un límite real entre el cratón de América del Norte y las tierras de Gondwana. También es cierto que a pesar de tantas semejanzas entre los gneises precámbricos del norte y sur de Oaxaquia, existen diferencias que hacen pensar en historias distintas para su evolución geológica y por ende en la posibilidad de que hayan pertenecido a continentes separados. Una manera de juzgar hasta cierto punto la validez del concepto de Oaxaquia como una masa continua de rocas precámbricas que se extiende desde Oaxaca hasta Tamaulipas, es estimando la probabilidad de que por azar se junten dos masas, una al norte y otra al sur de la Faja Volcánica Transmexicana o Eje Neovolcánico, con características geológicas similares a las que a continuación se mencionan: 1) ambas regiones están en la facie metamórfica de granulita; 2) ambas regiones presentan una orientación de sus estructuras tectónicas en el cuadrante nw; 3) en las dos áreas los complejos anortosíticos forman una parte característica de sus afloramientos; 4) estas anortositas se cuentan entre las más jóvenes del Cinturón Grenvilleano a nivel mundial; 5) la historia de enfriamiento postorogénico de las dos regiones es semejante; 6) ambas partes tienen una composición de sus isótopos de plomo y neodimio comparables; 7) la culminación térmica de su metamorfismo tiene una edad similar. La probabilidad para cada evento se estima considerando la extensión del Cinturón Grenvilleano afectado por el evento contra su extensión total. Por ejemplo, se calcula de manera aproximada que la mitad del cinturón donde aflora fue afectado por esa facie metamórfica, de tal manera que la probabilidad de que dos de las partes del Cinturón Grenvilleano global migren independientemente y se junten luego por azar es de 1/2 (0.5). Para el resto de los eventos mencionados (puntos 2 a 7), burdamente las probabilidades estimadas son respectivamente, 0.25, 0.20, 0.20, 0.167, 0.5 y 0.25. Ahora bien, la probabilidad de que estos siete eventos similares se hayan dado en dos fragmentos originalmente separados y luego reunidos por azar en el Cinturón Grenvilleano es el producto de todas las probabilidades individuales, es decir 0.5 x 0.25 x 0.20 x 0.20 x 0.167 x 0.5 x 0.25, lo cual nos lleva a la bajísima probabilidad de 0.0000104 de que esto ocurra. Es pues, casi 10 000 veces más probable que improbable el que los segmentos norte y sur de las rocas precámbricas mexicanas, desde Tamaulipas hasta Oaxaca, formen una masa que ha permanecido esencialmente continua desde su nacimiento, hace 1 000 millones de años, hasta el presente. Oaxaquia, por lo tanto, constituye una hipótesis altamente probable, pero sujeta a comprobación o bien rechazos en función de los resultados que arrojen las nuevas investigaciones en proceso. Algunas consecuencias Si la hipótesis de Oaxaquia es correcta, estas son algunas de las consecuencias más importantes con repercusión mundial que tendría para el entendimiento de esta parte de la historia geológica de la Tierra. Implicaría la integración de más de 1 millón de km2 a las reconstrucciones futuras de Rodinia y del cinturón orogénico Grenville. Los extremos norte y sur de Oaxaquia tomarían el papel de unidades tectónicas truncadas y cruciales para comprobar la bondad de algunos modelos de reconstrución de Rodinia propuestos hasta la fecha. El estudio geológico de las márgenes de Oaxaquia desempeñaría un papel fundamental para determinar las interacciones orogénicas de Gondwana y Laurencia durante el Pelozoico. Considerando la dimensión tridimensional de Oaxaquia (> 30 millones de km3) es interesante plantear la búsqueda de mecanismos tectónicos que expliquen el levantamiento simultáneo de esa masa o de bloques litosféricos aún mayores, desde su origen a varias decenas de kilómetros de profundidad, hasta la superficie.
Dado el elevado porcentaje de rocas anortosíticas que caracteriza a las rocas de Oaxaquia a lo largo de sus casi 1 000 kilómetros de longitud, el volumen de la corteza anortosítica del planeta generado durante el Proterozoico Medio por la Orogenia Grenvilleana se incrementaría notablemente. |
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Referencias bibliográficas
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_______________________________________________________________ como citar este artículo → Ortega Gutiérrez, Fernando. (1998). Oaxaquia, historia de un antiguo continente. Ciencias 52, octubre-diciembre, 30-37. [En línea]
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Sexo y violencia: la bestia noble y
el noble bestia
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Shahen Hacyan
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El parecido entre hombres y monos no se reduce sólo a lo físico. Los monos poseen complicados patrones de conducta que recuerdan muchas características del comportamiento humano, e incluso podemos sospechar que las raíces más profundas de nuestra mente se afincan en épocas remotas, cuando nuestros antepasados vivían en los árboles.
Los zoólogos que estudian el comportamiento de los primates han aclarado muchas cuestiones. Hace tres décadas, Desmond Morris, en El mono desnudo, presentó numerosas similitudes entre humanos y monos, hasta entonces sólo conocidas en el medio académico de los etólogos. El libro tuvo un sorprendente éxito: se convirtió en bestseller y fue traducido a más de 30 idiomas; nuevos descubrimientos han reforzado algunas tesis de Morris, pero han vuelto obsoletas muchas otras.
Hoy tenemos un conocimiento más detallado del comportamiento de los monos, principalmente gracias a la observación de individuos in situ. También, por el lado de los humanos, nuevos estudios antropológicos han llevado a un mejor conocimiento de las sociedades llamadas primitivas, destruyendo de paso numerosos mitos modernos sobre esas culturas. Todo ello reseña el reciente libro de R. Wrangham y D. Peterson: Demonic Males: Apes and the Origin of Human Violence (Houghton Mifflin Co.), que ofrece una versión más realista de los patrones de conducta propios de los animales y de los humanos.
Demonic Males es un lúcido tratado sobre el origen de la violencia que forma parte del comportamiento de los animales superiores y del hombre. En particular, permite apreciar el problema desde una perspectiva más moderna que la expuesta por Charles Darwin en el Descenso del hombre, su obra clásica sobre la selección sexual. Más aún, arroja nueva luz sobre la teoría del parricidio y el origen del totemismo que Freud elaboró en Tótem y tabú, basándose en parte en la obra de Darwin. Como veremos, las hipótesis que Freud planteó hace varias décadas están en plena concordancia con los nuevos esquemas de la etología.
La bestia noble
Suele decirse que el hombre es el único animal que mata a los de su propia especie, y que además lo hace sin necesidad. En cambio —se argumenta— los animales no poseen tales instintos, pues matan sólo para alimentarse; si alguna vez los machos de una especie pelean entre sí, la lucha termina cuando uno de los contendientes acepta su derrota y se retira. Conclusión: el hombre es violento como consecuencia de una cultura que deforma su estado original.
Incluso un observador tan agudo como Darwin estaba convencido de la bondad innata de los animales. Así, en los últimos párrafos de Descendencia del hombre, el fundador de la teoría de la evolución se defiende de sus adversarios con el siguiente argumento:
Por mi parte, preferiría ser descendiente de ese heroico monito que desafía a sus terribles enemigos para salvar la vida de su guardián, o de ese babuino que, bajando de la montaña, arrebata triunfalmente a su compañero de una jauría de sorprendidos perros, que descendiente de un salvaje que se deleita torturando a sus enemigos, ofrece sacrificios sangrientos, practica el infanticidio sin remordimiento, trata a sus mujeres como esclavas, no conoce la decencia, y es presa de las peores supersticiones.
Sin embargo, tal concepción de la bestia noble no puede sostenerse más, como lo muestran Wrangham y Peterson: en cuanto a violencia, nada tenemos que envidiar de los animales, y en particular de nuestros parientes más cercanos, los monos superiores.
El simpático chimpancé puede ser terriblemente agresivo contra los de su especie; y el macho es un déspota con sus hembras, a las que acostumbra golpear y violar constantemente. El pacífico gorila es un infanticida desalmado, pues un macho mata cualquier crío que no haya nacido en su propio harén. El orangután se aparea casi siempre por la fuerza, aprovechando que las hembras suelen andar solas y no siempre se encuentran bajo la protección de un macho más poderoso. El único que merece mención aparte es el bonobo, al que volveremos más adelante.
Al igual que muchos animales —incluyendo al hombre—, los monos viven en comunidades que ocupan territorios bien definidos, y en los que se distingue un jefe, el llamado macho alfa. Pero la convivencia no siempre es pacífica y las invasiones territoriales son frecuentes. Wrangham y Peterson narran varios episodios observados desde los años 70 en los parques nacionales de Africa. Típicamente, un grupo de chimpancés, conducidos por el macho alfa, cruza la frontera de su territorio y se adentra sigilosamente en el territorio de la comunidad vecina. Cuando sorprenden a algún chimpancé solo, lo atacan despiadadamente, golpeándolo y mordiéndolo hasta dejarlo moribundo. A los pocos meses, un ataque de ese estilo se repite contra otro simio de la misma comunidad, y así sucesivamente hasta no quedar un solo macho en el territorio vecino; después los “conquistadores” ocupan el territorio de sus víctimas y se adueñan de sus hembras.
Otro episodio típico ocurrió en el zoológico de Amsterdam1 en 1980. Allí vivía una colonia de chimpancés de cuatro machos y nueve hembras, todos en aparente armonía y bajo el dominio del macho alfa. Uno de los de menor jerarquía era servil con el alfa y literalmente se arrastraba ante él, mientras que otro no ocultaba su animadversión contra su superior. Una noche, estos dos machos se unieron y atacaron al jefe. La lucha fue sangrienta y el alfa murió al día siguiente, a consecuencia de sus heridas: sus rivales le habían arrancado a mordidas los testículos y varios dedos de las manos y pies. Después de esta hazaña, el macho que solía arrastrarse pasó a ocupar el primer puesto en la jerarquía.
El mito de que el hombre es el único animal que hace la guerra se vino abajo con estos y muchos otros episodios similares reportados desde hace un par de décadas. Está claro que los animales superiores, carnívoros y primates, sí matan a los de su propia especie sin necesidad, y es un hecho notable, además, que tal violencia es patrimonio casi exclusivo de los machos (aunque hay excepciones, como las hienas, cuyas hembras son las que salen a cazar y guerrear).
El noble bestia
Las palabras de Darwin citadas arriba conforman uno entre muchos retratos de los hombres primitivos que abundan en las narraciones de los europeos del siglo pasado, y en las que la “crueldad” de los salvajes se hace contrastar con la “bondad” de los animales. Pero después de la primera guerra librada en la civilizada Europa, el mito del salvaje sufrió un cambio brusco.
Cundieron las historias de pueblos primitivos que vivían en condiciones de pureza idílica: paraísos gauguinianos en las islas del Pacífico, habitados por nativos inocentes que andaban semidesnudos, ajenos a toda forma de violencia, haciendo el amor en vez de la guerra. Surgió una nueva escuela de antropólogos que cuestionaron seriamente la existencia de instintos primitivos en el hombre y endosaron los rasgos violentos de su personalidad exclusivamente al medio cultural en el que vivía. Y así nació el nuevo mito del buen salvaje.
Ahora sabemos que la visión idílica se debe más a la imaginación de los antropólogos que a la realidad. En ésta, el contacto —en los años veinte— de los antropólogos con los aborígenes se reducía a unas cuantas entrevistas con algunos miembros selectos de las comunidades locales, no obstante lo cual aducían una larga experiencia de convivencia grupal para sustentar sus tesis.
Sin embargo —como lo señalan Wrangham y Peterson—, los estudios más recientes indican que la situación es muy distinta en las comunidades primitivas. En todas las tribus aborígenes impera la ley del “ojo por ojo” ad infinitum; son comunes las vendettas familiares, y se practican, con mayor o menor frecuencia, redadas como las de los chimpancés, sin más motivo que el placer de masacrar a algunos vecinos y, de paso, adueñarse de sus bienes materiales y mujeres. De hecho, la guerra organizada, con grandes ejércitos y batallas cuidadosamente planeadas, es un invento relativamente reciente en la historia del hombre “civilizado”.
Para dar una idea del grado de violencia, baste señalar que en los pueblos primitivos el porcentaje de muertes por asesinato entre los varones se sitúa en un 20 por ciento, llegando a más de 30 por ciento en el caso de algunas tribus amazónicas. En comparación con una aldea de las islas del Pacífico o del Amazonas, la ciudad de México es un remanso de paz y seguridad.
El Homo sapiens es un animal terriblemente violento (y el género masculino mucho más que el femenino). Sin embargo, es capaz de dominar sus instintos gracias a la cultura que ha desarrollado, aunque ese dominio no será completo mientras insista en negar sus componentes salvajes. Al respecto, Wrangham y Peterson concluyen justamente: “Para encontrar un mundo mejor debemos mirar no hacia un sueño romántico y deshonesto, que retrocede para siempre hacia el pasado remoto, sino hacia un futuro basado en una mejor comprensión de nosotros mismos.”
El regreso de la bestia noble
La violencia es la norma en el mundo animal, y en particular entre los machos. Las hembras de los monos superiores tienen un papel sumiso y deben sufrir la violencia de éstos. Empero, señalan Wrangham y Peterson, aquí también hay una excepción: el bonobo o chimpancé pigmeo, muy parecido físicamente al chimpancé común, pero con un patrón de conducta distinto.
El bonobo es un simio sumamente inteligente que vive en la margen izquierda del río Congo, mientras que el chimpancé —su pariente más cercano— ocupa la derecha. Por circunstancias que no se conocen plenamente, los bonobos evolucionaron en forma tal que su comportamiento actual es muy peculiar. Esto quedó de manifiesto sólo en años recientes, pues su hábitat es de muy difícil acceso.
Hasta donde se ha podido comprobar, el comportamiento agresivo del chimpancé no existe entre los bonobos. Estos simios también viven en comunidades con un territorio bien definido, pero nunca se ha observado una invasión territorial o una redada contra miembros de otros grupos. Más aún, en las ocasiones en que dos comunidades se encuentran en la frontera común de sus territorios, nunca ocurre un pleito y siempre comparten tranquilamente los recursos alimenticios que allí se encuentran.
Las comunidades de los bonobos se caracterizan porque las hembras forman un grupo muy unido, que les permite enfrentarse a los machos y defenderse de ellos. Así, una hembra bonobo escoge con quién aparearse, lo cual hace en presencia de otros machos que esperan pacientemente su turno, algo inconcebible entre otros primates superiores. Por lo que respecta al sexo, los bonobos superan por un amplísimo margen a los humanos, que nos ufanamos de ser no sólo la especie más inteligente sino la más libidinosa. Para estos simios, el sexo es su diversión favorita y la practican en todo momento, sin ninguna relación con la procreación. Y, por si fuera poco, la fuerte solidaridad entre las hembras está cimentada con estrechos lazos sexuales entre ellas. ¡Suficiente para escandalizar a más de un Homo sapiens!
Los bonobos son una muestra de que la violencia no es componente ineludible del comportamiento de los primates. Para Wrangham y Peterson, entre las posibles razones para explicar que los bonobos evolucionaran hacia una forma pacífica es la posición dominante de las hembras.
Tótem
La lucha de los chimpancés por destronar al macho dominante que acapara a las hembras, recuerda claramente la teoría de Freud sobre el parricidio primordial en Tótem y tabú:
Los hermanos expulsados se reunieron un día, mataron al padre y devoraron su cadáver, poniendo así fin a la existencia de la horda paterna... La comida totémica, quizá la primera fiesta de la humanidad, sería la reproducción conmemorativa de este acto criminal y memorable, que constituyó el punto de partida de las organizaciones sociales, de las restricciones morales y de la religión.
Aquí Freud añade en un pie de página:
La hipótesis, que tan monstruosa parece, del vencimiento y el asesinato del tiránico padre por la asociación de los hijos, sería, según Atkinson, una consecuencia directa de las circunstancias de la horda primitiva darwiniana... Atkinson [en su obra Primeval Law]... invoca el hecho de que las condiciones de la horda primitiva, tal y como Darwin las supone, se comprueban regularmente en los rebaños de caballos y toros salvajes y conducen siempre al asesinato del animal padre...
Freud cita en especial a Charles Darwin y al antropólogo J. G. Frazer, autor de La rama dorada, para sustentar su propia teoría del origen del totemismo. No es nuestra intención reseñar las fuentes a las que recurrió Freud, pero sí señalar que los estudios etológicos modernos confirman, más allá de toda expectativa, lo que los naturalistas de su época habían intuido: que el asesinato del macho dominante en una horda es un patrón de conducta muy general, y en particular en las comunidades de primates.
Tal parece, pues, que el hombre tiene en común con los animales un instinto agresivo, el mismo que induce a sus parientes los primates a asesinar al jefe de la horda para ocupar su lugar. Pero la diferencia fundamental es evidente: los animales, hasta donde se sabe (y no lo mencionan Wrangham y Peterson) nunca se “arrepienten” de su crimen, ni dan muestras de recordar al jefe asesinado. Es decir, ningún mono ha construido jamás un tótem para sustituir al padre eliminado y perpetuar su memoria. Siguiendo con las ideas de Freud, el Tótem (¿el Falo?) sería uno de los primeros símbolos que inventó el homo sapiens; sin duda el más cargado de significación.
La diferencia fundamental entre humanos y animales sería, entonces, no el uso de instrumentos, sino el de símbolos. Como bien saben los estudiosos de los primates, muchos monos utilizan “herramientas”, tal como lo hicieron los humanos primitivos, pero ninguno fabrica un tótem.
¿Conclusiones?
Queda claro que el comportamiento violento es uno más entre los muchos instintos, tal como el de los pájaros que construyen nidos o el de las arañas que tejen sutiles redes. La agresividad es un instinto muy especial que tiene alguna función en el proceso evolutivo de los animales superiores; se transmite genéticamente —de forma aún desconocida— y puede sufrir alteraciones, al igual que las características morfogenéticas de una especie. Es notable que puede manifestarse en formas muy complejas, como el impulso que tiene todo macho de ocupar el puesto de macho alfa, a pesar del destino trágico que sufrirá inexorablemente. Si aceptamos que existen estructuras mentales que condicionan la conducta y se transmiten genéticamente, entonces la teoría freudiana del parricidio original no resulta tan descabellada. De hecho, el elemento original de la teoría de Freud sería la aparición del tótem, representación simbólica que ayuda a la memoria humana a preservar aquello que no desea olvidar.
Los autores de Demonic Males insisten en que el viejo dilema entre naturaleza y cultura —entre el origen genético o cultural de la conducta humana— es en realidad un falso dilema. El comportamiento de la gente no está determinado exclusivamente por su herencia genética ni por lo que aprende de su entorno, sino por una combinación de ambos factores. El hombre posee ciertamente instinto nato que lo lleva a grados inconcebibles de violencia, pero también tiene una cultura que le permite frenar sus impulsos destructivos. Y es justamente esta ambivalencia la que hace del hombre un animal tan singular.
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Shahen Hacyan
Instituto de Física,
Universidad Nacional Autónoma de México.
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_______________________________________________________________ como citar este artículo → Hacyan, Shahen. (1998). Sexo y violencia: la bestia noble y el noble bestia. Ciencias 52, octubre-diciembre, 84-87. [En línea]
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