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Los laberintos del NO en la creación, a propósito de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas

Ana María Cetto

   
   
     
                     
                     
En 1825, el Servicio Postal de Estados Unidos creó una ofi­ci­na especial (Dead Letter Office) adonde iban a parar las in­nu­me­rables cartas que no podían entregarse a su destinatario. De una de sus filiales fue des­pe­dido Bartleby antes de que lo contratara un abogado mayor, dueño de una oficina en Wall Street. La obra de Herman Melville, Bartleby el escribano, publicada en 1853, cuenta la historia de este personaje singular, a quien cada vez que se le encargaba un trabajo res­pon­día de entrada: preferiría no hacerlo. Melville escribió es­ta novela porque su obra maestra Moby Dick no se vendía tan bien como había esperado.
Ahora Enrique Vila-Matas ha escrito una obra motivado por la historia del personaje de Melville. El libro Bartleby y compañía habla de aquellos que dejan de escribir e indaga sus razones para preferir no ha­cerlo. Con este fin, rastrea el amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura: la atracción negativa o la pulsión por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente —o quizás precisa­men­te por eso— no lleguen a es­cribir nunca, o bien escriban uno o dos libros y luego re­nun­cien a la escritura, o bien tras iniciar con éxito una obra, que­den un día literalmente pa­ra­li­zados para siempre.

El autor explora los vericue­tos del laberinto del no, donde se encuentra, según él, “el úni­co camino que queda abier­to a la auténtica creación literaria, una tendencia que se pregunta qué es la escritura y dón­de está, y que merodea alrededor de la imposibilidad de la misma”. Sólo de este la­be­rin­to puede surgir la escritura por venir, afirma, por esto, en vez de un libro escribió un compendio de notas de pie de página, las notas al texto invisible, al libro ausente —pero no necesariamente por ello inexistente.

En la negación del escritor, fraguada en la obra de una cons­telación de autores que in­clu­ye a Hoffmannsthal, Kaf­ka, Musil, Beckett, Rimbaud y Salinger; en el mundo de Ro­bert Walser el copista y Juan Rulfo el oficinista, hay que ras­trear ese camino que queda abierto a la auténtica creación literaria. Y en el proceso se des­cu­bre que los motivos para no escribir o dejar de hacerlo pue­den ser muy variados.

A los 19 años Rimbaud con­sideró que ya había escrito toda su obra y cayó en un si­len­cio literario que duraría has­ta el final de sus días, mien­tras Guy de Maupassant dejó de es­cribir por creerse inmortal; Clara Whoryzek (La lám­pa­ra íntima, 1892) concluyó que era más sensato no escribir los libros que había pensado por­que eran como pompas de jabón que no se dirigían a nadie, de modo que no serían leídos ni por sus amigos; a Juan Rul­fo se le murió el tío Celerino, que era quien le contaba las historias; y el triestino Bobi Baz­len consideraba que casi todos los libros escritos no son más que notas de pie de pá­gina, infladas hasta convertirse en volúmenes. por lo que, después de haber leído todos los libros en todas las lenguas, y cuando sus amigos creían que acabaría por escribir un li­bro que sería una obra maestra, escribió sólo sus Note sen­za testo (1970).

A veces se abandona la es­critura porque se cae en un es­tado de locura del que ya no se recupera jamás, como es el caso de Hölderlin, quien estuvo encerrado los últimos 38 años de su vida en la buhardilla de un carpintero escribiendo versos raros e incomprensibles. Kafka, por su parte, no cesó de aludir a la imposibilidad esen­cial de la materia literaria, sobre todo en sus Diarios; mien­tras Wittgenstein, quien sólo escribió dos libros —el célebre Trac­tatus y un vocabulario rural aus­tria­co— externó en más de una ocasión la dificultad que para él entrañaba exponer sus ideas.

Otros grandes escritores se han visto paralizados ante las dimensiones absolutas que con­lleva toda creación. Algunos llegan al extremo de ser ágrafos, que sin embargo, paradójicamente, pueden constituir literatura. Manuel Pénabou, en Por qué no he escrito nin­gu­no de mis libros, explica: “so­bre to­do no vaya usted a creer, lec­tor, que los libros que no he es­crito son pura nada. Por el con­trario (que quede claro de una vez), están como en suspensión en la literatura universal”.

Hay quienes sí escriben, pe­ro para crear personajes que se pierden en el laberinto del no. En el siglo xix, Hoffmann y Balzac crean pintores que no pueden pintar más que un frag­men­to de una figura soñada como perfecta. Gide construye un personaje que recorre to­da una novela (Paludes, 1895) con la intención de escribir un libro que nunca escribe. La pa­radigmática Carta de Lord Chan­dos dirigida a Francis Ba­con (Hoffmannstal, 1902) des­cri­be la crisis de lenguaje de su autor, que no le permite expre­sar adecuadamente la experiencia humana y lo hace prometer que no escribirá nunca más una sola línea. Más tarde, Musil convierte casi en un mito la idea de un “autor improductivo”’ en El hombre sin atributos (1930-1942). Monsieur Tes­te, el alter ego de Valéry, no sólo ha renunciado a escribir, sino que incluso ha arrojado su biblio­te­ca por la ventana.

Claro está que hay quienes usan algún truco para negarse a escribir por temporadas o para siempre. Como Stendhal, quien estuvo aguardando años a que le llegara la inspi­ra­ción, o el poeta Pedro Garfias, quien pasó una infinidad de tiempo sin escribir una sola línea porque buscaba un adjetivo. En realidad más de 99% de la humanidad se inclina, al más puro estilo Bartleby, por no escribir: porque no sabe, o cree que no sabe, o no tiene ganas, o prefiere hacer otra cosa.
 
También hay los que se opo­nen activamente a la es­cue­la de Bartleby, legándonos miles de páginas escritas. Al­gu­nos de ellos recorren con mu­cho éxito el laberinto del SÍ. Recordemos a Georges Sime­non, el más prolijo de los auto­res en lengua francesa, quien en el curso de 60 años publicó 193 novelas con su nombre y 190 con diferentes seudó­ni­mos, 25 obras autobiográficas y más de un millar de cuen­tos, además de obras menores. Con orgullo hablaba de las téc­nicas que empleó para incrementar poco a poco su eficien­cia hasta permitirle escribir ocho cuentos en un día.
Decía Wittgenstein que si al­gún día escribiera el libro de las verdades éticas —expre­san­do con frases claras y compro­bables qué es el bien y qué es el mal en un sentido absoluto— ese libro haría estallar to­dos los demás libros en mil pedazos. Enorme ambición, da­do el antecedente de las Ta­blas de la Ley de Moisés, cuyas líneas se revelaron incapa­ces de comunicar la grandeza de su mensaje. Al respecto apun­ta Vila-Matas: “qué es­pan­to si sólo existiera el libro de Wit­tgenstein, y nosotros tuviéramos que acatar ahora su ley. Mejor quedarse con uno de los dos que escribió Rulfo que con el que, gracias a Moisés, no es­cri­bió Wittgenstein”. El libro ausente de Wittgenstein es, afortunadamente, un libro imposible. Parafraseando a D.

At­tala, el simple hecho de que existan millones de libros es la prueba de que ninguno con­tie­ne la verdad total.
 
“Escribir no es más que re­nun­ciar a todo lo que no se pue­de escribir”, parecen decirnos todos estos escritores. Pe­ro a veces es necesaria la renuncia. Escribir es una actividad de alto riesgo y, en este sentido, la obra escrita, si quiere tener validez, debe abrir nuevos caminos o perspectivas y tratar de decir lo que aún no se ha dicho. Porque pueden existir miradas nuevas sobre los nue­vos y los viejos objetos, y por lo tanto es mejor correr el ries­go y escribir, que no hacerlo.
El autor que trata de ampliar las fronteras presentes de lo humano puede fracasar. En cambio, dice Vila-Matas, “el autor de productos literarios con­ven­cionales nunca fra­ca­sa, no corre riesgos, le basta apli­car la fórmula de siempre, su fórmula de académico aco­mo­dado, su fórmula de ocul­ta­miento”.

Qué familiar nos suena es­to, si pensamos en la tarea de escribir y publicar en ciencia. Una actividad también de alto riesgo, cuyo producto, si quie­re tener validez, debe abrir nue­vos caminos o brindar pers­pec­ti­vas novedosas; decir algo que aún no se ha dicho. Y también en el campo de la ciencia hay ejemplos paradigmáticos de autores que han optado por perderse en los laberintos del no. Kurt Gödel, cuya obra ha tenido un im­pac­to revolucionario en la lógica de las matemáticas, publicó en vida una escasa docena de tra­ba­jos. Prácticamente a partir de su ingreso al Insti­tu­to de Estudios Avanzados de Princeton, a los 40 años de edad, dejó de publicar del todo. Lo que no ha impedido que se produzca una colección de cinco volúmenes con sus obras completas, que incluyen manuscritos y notas no publicadas, ampliamente comenta­das por terceros.

Peter Higgs publicó apenas un puñado de artículos de investigación durante su vi­da activa como físico teórico —tres de ellos acerca del mecanismo que confiere masa a las par­tí­culas elementales, que aho­ra lleva su nombre. A partir de entonces resistió la cre­cien­te presión institucional por publicar, con el argumento de que lo haría cuando tuviera otra vez algo nuevo que co­municar. Lo que no ha im­pe­di­do que otros autores hayan publicado ya más de 8 400 ar­tículos con el nombre de Higgs en el título.Pero a diferencia de los es­­cri­tores del club de Bar­tle­by, para la mayoría de los cien­tí­fi­cos es demasiado grande el ries­go que se corre al no pu­bli­car. Antes es pre­fe­ri­ble per­der­se en la espiral del sí —o me­jor di­cho, del y ­sí…— donde lo importante no es callar, sino por el contrario, tra­tar de decir­lo todo, aun a ries­go de repe­tirse.

¿Podría alguien alguna vez pretender, a la manera de Witt­genstein, escribir el libro de las verdades científicas que ha­ría estallar todos los demás ­libros en mil pedazos? ¿Acaso sería posible, mediante una gran obra semejante a las Tablas de Moi­sés, comunicar la grandeza del mensaje entero de la natu­raleza?
También en este caso el gran libro ausente es un libro imposible, pues el simple hecho de que existan millones de libros (y artículos) es la prueba de que cada uno de ellos contiene cuando mucho sólo frag­men­tos de la verdad. Siguiendo el símil, podría decirse que hacer ciencia implica renunciar a la posibilidad de conocer la verdad total. Ya que se han perdido las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar continuamente nuestros modos de exploración y representación. Seguiremos haciendo ciencia porque la na­turaleza, en su inmenso mis­te­rio, se dará a conocer sólo asin­tóticamente, nunca de ma­nera plena.
 
 
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Referencias bibliográficas
 
Vila-Matas, Enrique. 2000. A propósito de Bartleby y com­pañía. Anagrama, Barcelona.
 
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Ana María Cetto
Instituto de Física, Universidad Nacional Autónomal de México.
 

como citar este artículo

Cetto, Ana María. (2009). Los laberintos del NO en la creación a propósito de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas. Ciencias 95, julio-septiembre, 72-74. [En línea]
     

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