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Registro fósil y evolución de homínidos
 
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Francisco Sour Tovar y Sara Alicia Quiroz Barroso
   
               
Desde el punto de vista de la biología moderna, los seres
humanos somos la única especie viviente (Homo sapiens) de la subfamilia Homininae, al interior de la cual también se reconocen dos géneros más, Ardipithecus y Australopithecus, ambos con varias especies que, al igual que las especies extintas del gé­nero Homo, existieron y desaparecieron en el transcurso de los últimos cuatro millones de años. Todas las especies de estos tres géneros son llamadas homínidos de manera informal por la subfamilia a la que se asignan. Como grupo biológico y desde un pun­to de vista filogenético, nuestros pa­rien­tes vivos más cercanos son las dos especies de chimpancés que se conocen, luego los gorilas, seguidos de los orangutanes, todos ellos simios que constituyen la familia Pongidae. Las clasificaciones que se basan en análisis cladísticos cuestionan este esquema y postulan que la familia Hominidae está constituida por humanos, gorilas y chimpancés, dejando solos a los oran­gutanes en la familia Pongidae. En cual­quie­ra de los dos casos, homínidos y pón­gi­dos se unen con los gibones (fa­mi­lia Hylobatidae) para formar la superfamilia Hominoidea y, junto con otras veinte familias de simios y pro­si­mios, integran el orden Primates.
 
El término primates fue propuesto por Linneo en el siglo XVIII, cuando los naturalistas consideraban que los humanos y sus parientes más cercanos re­pre­sen­tábamos a los “primeros” en la escala zoológica por ser los “más de­sarrollados” o “complejos” del mundo animal. Con el mismo criterio, los ma­míferos no primates se integraron en el grupo llamado Secundates y el resto de los animales vertebrados en los Ter­ciates. Actualmente, el nombre de primates en su sentido original nos que­da grande, ya que se ha demos­tra­do que poseemos rasgos que se pueden considerar primitivos dado que son idén­ticos a los que presentan, o presen­taban, los grupos de mamíferos más antiguos. También sabemos que otros ti­pos de mamíferos, como los mamífe­ros marinos, han sufrido muchas más modificaciones evolutivas a pesar de que su origen es más reciente.
 
Como monos que somos, los huma­nos compartimos con los otros pri­mates el mismo patrón anatómico, la misma fisiología, muchos rasgos en nuestra con­­duc­ta y el mismo tipo de desarrollo, entre otras características. Incluso sabemos que por lo menos 99% de nues­tros genes son idénticos a los del chimpancé. Nuestro tipo de vida con­serva características que fueron adap­ta­ciones a la vida arborícola y que en la mayoría de los primates son las que han provocado el desarrollo de las prin­cipales características de este orden. Así, las modificaciones en el cráneo a expensas del olfato y el oído favorecen la visión estereoscópica, mientras que las largas extremidades anteriores, los cinco dedos en cada mano y pie, una clavícula grande, la disposición de los músculos pectorales y las articulaciones que hay entre el radio, la ­ulna y el húmero, son adaptaciones que per­miten una amplia variedad de mo­vimientos de los brazos y que facili­ta­ron la vida en los árboles.
 
Las características propias de nuestra especie nos han permitido alimen­tarnos de casi cualquier cosa, estable­cer el lenguaje como medio de comunica­ción, desarrollar una vida social muy compleja, alcanzar un gran tamaño po­blacional y colonizar prácticamente todas las regiones de la Tierra. Para ello algunos de los rasgos de la especie hu­ma­na se han modificado a lo largo de su evolución a tal grado, que actual­men­te todavía nos llegamos a jactar, como lo hicieron Linneo y sus con­tem­po­ráneos, y casi todos nues­tros prede­cesores —y aún lo hacen nues­tros con­temporáneos—, de ser la especie más perfecta, compleja y evo­lu­cio­nada que existe sobre la Tierra. Por estas razones, entre otras más, los procesos que provocaron el origen y la evolución del linaje del hombre han representa­do desde siglos pasados uno de los te­mas científicos y filosóficos más estu­diados y discutidos.
 
Para analizar la evolución humana se han utilizado diferentes fuentes de información aportada por el registro fósil, la anatomía comparada, la biología molecular, la genética, la biología del desarrollo, el estudio de la conducta animal y otras áreas de la biología moderna y de la antropología. Esa información se enriquece con los avances científicos y, por ejemplo, ahora contamos con técnicas moleculares que permiten analizar las diferencias y si­militudes genéticas o cromosómicas que presentamos con respecto de los de­más primates y otros animales no tan cercanos y así inferir la velocidad a la que se han alcanzado estas diferen­cias e incluso postular teorías sobre el ori­gen geográfico de nuestra especie.
 
La información sobre homínidos que proviene del registro fósil es, de to­­das, la fuente más confiable y rica en da­­tos para conocer con detalle los even­­­tos que han marcado la historia evo­lu­tiva de nuestra especie, no solo por los restos fosilizados sino también porque permite comprender los escenarios pa­­leo­ecológicos y paleoambientales en que ocurrió su evolución.
 
Homínidos y otros hominoideos
 
Como ya se mencionó, en tiempos no muy lejanos se consideraba que, den­tro de los primates, la familia Homi­ni­dae agrupaba chimpancés, gorilas, oran­gutanes y al ser humano, al cual se­­paraba en la subfamilia Homininae, mientras los otros monos quedaban en la subfamilia Pongidae, clasificación que habrá de cambiar ahora que sa­be­mos, gracias a la genética molecular, que los humanos y el chimpancé (gé­ne­ro Pan) compartimos un ancestro co­mún e independiente del resto de los hominoideos. Este hecho también esta­blece que los homínidos (subfamilia Homininae) son todas aquellas es­pe­cies que conforman el linaje evo­lu­ti­vo que diverge del chimpancé a partir de un posible ancestro común y que cul­mina con la aparición de nuestra especie. Tal divergencia se reconoce prin­cipalmente en la evolución de varios rasgos morfológicos a lo largo de la his­toria de nuestro linaje, entre los que so­bresalen aquellos en la pelvis y las extremidades inferiores ligados al bipe­dalismo, la pérdida de adaptaciones pa­ra la vida arbórea en extremidades an­teriores y manos, y el engrosamiento del esmalte dental. Los cambios en el tamaño corporal y el cerebro en sus pro­porciones relativas, así como la re­ducción en el tamaño de los caninos, son también car­acteres morfológicos que permiten determinar o identificar a los diferentes géneros y especies que componen nuestro linaje.
 
Los primeros homínidos

Ardipithecus ramidus. Encontrado en rocas del Plioceno de una edad de 4.39 millones de años, representa has­ta el mo­mento el género y el registro fósil más antiguo de un homínido. El ha­llaz­go ocurrió entre 1992 y 1993 a lo lar­go de varias expediciones dirigidas principalmente por Tim White, en la región de Middle Wash, Etiopía. En fechas más recientes se han encontrado, en diver­sas localidades del Este de África, los restos parciales de por lo menos 36 indi­viduos. El primer hallazgo consistió en una serie de piezas dentales aso­ciadas a un fragmento mandibular, una pelvis, los huesos de manos y pies y la parte basal de dos cráneos. La forma en v de la mandíbula y los caninos se­m­ejantes en sus dimensiones a la de los incisivos, y poco desarrollados en comparación con los de monos no homínidos como chimpancés y gorilas, que son grandes y triangulares, fue la base para que de inmediato fueran asig­nados a homínidos.
 
Ardipithecus se distingue de otros homínidos por presentar unos caninos relativamente grandes con respecto de los premolares y molares (en los huma­nos modernos, nuestros caninos son casi de la misma altura que nuestros incisivos y demás piezas dentales), y una cubierta de esmalte relativamente delgada, similar a la de los chimpancés. El tamaño de estos organismos se ha comparado con el de un chimpancé hembra y, por el corto tamaño y la forma de las bases del cráneo encontra­das, se ha inferido que la inserción del foramen magnun debió de estar en una región anterior. Este rasgo, y la forma de los huesos de piernas y brazos, indican sin duda que los individuos de esta especie eran capaces de mantener­se erguidos y caminar sobre sus pier­nas sin ayuda de las manos, característica distintiva en el linaje del género Homo y por la cual Ardipithecus ramidus se pos­tu­ló como un representante del li­na­je humano.
 
Ardipithecus ramidus se considera la especie más antigua en el linaje humano, por lo que representa una fuen­te de información muy valiosa para la interpretación de varios de los procesos o eventos evolutivos relacionados con los rasgos del grupo y permite es­tablecer cuáles de estos son ancestra­les y cuáles son derivados. Uno de los ejemplos más importantes se refiere al desarrollo del bipedalismo y de la po­si­ción erecta, cuyas adaptaciones corres­pondientes fueron consideradas du­­ran­te mucho tiempo como resultado de un seguimiento adaptativo de los ho­mí­nidos al cambio climático y am­bien­tal que se ha dado desde el Plioceno has­ta el Reciente y que ha provocado un de­sarrollo paulatino de los pastizales y sab­anas africanas a expensas de una dis­m­inución en la extensión de los bos­ques tropicales. Bajo este esquema se plan­teó que la disminución de los bos­ques forzó paulatinamente a los ho­mí­ni­dos a dejar el hábito arbóreo y favo­reció el desarrollo de las características propias para el desplazamiento te­­rres­tre.
 
Act­ualmente no se ha rechazado en su totalidad tales ideas, pero con la inter­pretación y reconstrucción de las con­diciones ambientales en que se de­sa­rro­lla­ron y existieron las poblaciones de cada una de las especies de homí­ni­dos conocidas han surgido teorías al­ter­na­tivas.
 
Resulta importante saber que las poblaciones de Ardipithecus ramidus vivían en ambientes de sabana simi­lares a los existentes en diversas re­giones del África actual, en donde se desarrollan pequeños manchones de árboles tropicales caducifolios acompañados de higueras y palmas con ta­maños de alrededor de veinte metros. En estos ambientes las lluvias no son abundantes y las pequeñas selvas sub­sisten principalmente gracias a la pre­sencia de acuíferos. Allí, Ardipithecus, que se cree fue más omnívoro de lo que son chimpancés y gorilas, desarrolló una dieta basada en frutas, nueces y tu­bérculos, y la complementó con insec­tos, huevos y animales pequeños; para ello se desplazaba de un manchón de bosque tropical hacia otro cruzando, con su caminar bípedo, las sabanas que los separaban. Las adaptaciones a este tipo de locomoción se presentan en todos los individuos que se han en­contrado y cuyo registro fósil se acumu­ló en un periodo de no más de 100 000 años; este dato señala que no fue forzosamente un cambio ambiental pau­latino la fuerza de selección que mol­deó el bipedalismo; la capacidad en ciertos individuos de poder desplazar­se erectos y andar por espacios abiertos para poder visitar los pequeños bosques y conseguir alimento pudo ser el carácter que la selección natural favo­reció y fijó en la población en un periodo de tiempo relativamente corto.
 
Es importante mencionar que en la misma región etíope en donde se han encontrado los restos de Ardipithecus se han colectado piezas dentales y huesos largos de seis millones de años de otro primate que ha sido llamado Orrorin tugenensis. Podría representar el regis­tro más antiguo de un homínido y al­gunos investigadores lo han asignado a el género Ardipithecus. Orrorin se carac­terizó principalmente por presentar una capa de esmalte muy fina en su dentadura, parecida a la de primates frugívoros; su tamaño era similar al de Ardiphitecus y se ha inferido, por la for­ma de su fémur, que tenía una posición bípeda. Esta interpretación no es del todo confiable y persiste la discusión sobre la posición taxonómica de esta especie, ya que para algunos investigadores que defienden la denominación original de Orrorin tugenensis, bien podría representar la forma ancestral que da origen a los linajes de Homo y Pan. La idea de un ancestro común para los linajes del hombre y el chimpancé, a pesar de ser antigua y estar apoyada en estudios moleculares y genéticos recientes, no ha sido do­cu­mentada por el registro fósil. Aquí, Orro­rin tugenensis podría representar la prue­ba de ello e indicaría que tal an­­ces­tro tuvo una apariencia más similar a la del chimpancé moderno que a la de un humano, pero diferenciándose del primero sobre todo en la posición erec­ta del cuerpo.
 
El género Australopithecus
 
El registro fósil indica que hace poco más de cuatro millones de años apa­rece en África un nuevo grupo de homíni­dos conocidos como australopi­te­ci­nos. Poseen rasgos que denotan cla­ra­mente su bipedalismo, pero con propor­cio­nes en su pelvis y en sus ex­tre­mi­da­des que les dan una apariencia todavía si­mies­ca. Por ejemplo, sus pi­ernas aún son cor­tas con relación al tamaño de sus bra­zos, rasgo que aunado a la forma del tor­so señala que aún tenían algunos há­bi­tos arborícolas. Al interior de este grupo existen diferen­tes especies, ca­da una con rasgos mor­fológicos propios y una distribución espacial y temporal determinada. Las especies más im­por­tan­tes del gru­po que forman parte del linaje directo del hombre son Austra­lo­pi­the­cus anamensis, A. afarensis y A. afri­ca­nus. Otras especies que repre­sen­tan rami­ficaciones independientes de la línea filética que lleva a Homo son A. boisei y A. robustus.
 
Australopithecus anamensis. Los pri­me­ros restos de individuos de esta es­pe­cie se encontraron en 1995 en dos estratos diferentes de una se­cuen­cia que se hallan en la costa oeste del ­lago Tur­ka­na, en Kenia. El estrato in­ferior fue datado radiométricamente en 4.17-4.12 millones de años y el supe­rior en 4.1-3.9 millones años. Meave Leakey (se­gunda esposa del reconoci­do pa­­leo­an­tro­pó­lo­go Louis Leakey) y su equipo, analizaron el material y pro­pu­sie­ron la especie diferenciándola de otros australopitécidos, principalmente de A. afarensis, con quien guar­da mucha similitud por el tamaño y peso cor­po­ral, la raíz de los caninos superiores —de mayor tamaño— y que están in­cli­na­dos posteriormente, los molares su­pe­rio­res, inclinados hacia la región lingual, y los inferiores, incli­nados ha­cia la región bucal y con sínfisis man­di­bu­lar retraída. Para muchos paleo­an­tro­pó­lo­gos, sólo la diferencia de ta­ma­ños es un rasgo significativo, ya que las ca­rac­te­rís­ti­cas dentarias y man­di­bu­la­res de Australopithecus ana­­men­sis pueden representar grados de va­ria­bi­li­dad que es posible encontrar en es­pe­cí­me­nes de A. afarensis. Inde­pen­dientemente de las discusiones, el ma­te­rial referido a A. anamensis repre­­sen­ta a homínidos com­ple­ta­men­te bí­pe­dos, lo que se in­fie­re por el tipo de tibia y ha­lux (hueso del primer dedo del pie) encontrados.
 
Australopithecus afarensis. Es la es­pecie más famosa de los australopitécidos. Los primeros hallazgos los hizo en 1967 el francés Maurice Taieb en la región de El Afar, en el noreste de Etiopía. Posteriormente, entre 1973 y 1975, varias expediciones colectaron en diversas localidades de la misma región más de 250 restos con edades de alrededor de tres millones de años, que se cree pertenecieron al menos a 35 individuos y que, en aquél tiempo, simplemente fueron descritos como pertenecientes a homínidos. Entre esos restos destaca la presencia de un grupo de individuos de diferentes edades llamado “la familia”, ejemplo de la a­bundancia de restos fósiles del grupo y en parte la causa de la fama de la es­pecie. Sin embargo, gran parte de esta fama se debe al hallazgo del esqueleto casi completo del especimen conocido como Lucy, encontrado en 1985 por el equipo de Donald Johanson en Etio­pía, en rocas con una edad de 3.18 millones de años y que fue considerado, principalmente por la morfología de la cintura pélvica y la posición del fo­ra­men occipital, como uno de los pri­me­ros fósiles que demuestran que en nues­tro linaje el desarrollo del bi­pe­da­­lis­mo fue un evento previo al de­sa­rro­llo de los grandes cerebros. El bi­pe­da­lismo de la especie se comprobó también con el hallazgo de la famosa se­cuen­cia de huellas de Laetoli, dejadas sobre una ceniza volcánica datada radiométricamente en 3.6 millones de años que, en aquél tiempo, era un sue­lo suave y ahora está litificada. En ella se observa el caminar bípedo de dos in­di­vi­duos, un adulto acompañado de otro juvenil, que primero se desplaza en paralelo y después empieza a ca­mi­nar sobre las huellas del mayor. Varias localidades contemporáneas al sus­tra­to de la secuencia poseen restos de A. afarensis.
 
Los ejemplares de A. afarensis sólo se han encontrado en el este de Áfri­ca, en sedimentos con edades de 4 a 2.5 millones de años. A partir de ellos se infiere que la altura de los individuos adultos variaba entre 1 y 1.5 me­tros, el volumen cerebral entre 400 y 500 cen­tímetros cúbicos, la frente era baja y plana, la cara pronunciada, los ar­cos su­praciliares prominentes, los in­cisivos y caninos relativamente grandes, con un espacio claro entre incisi­vos y caninos superiores y los molares de tamaño moderado. A pesar de su apariencia, todavía similar a la de un chimpancé, sobre todo en la forma de la mandíbula, el delgado grosor del es­malte dental y un cerebro apenas lige­ramente mayor, la proporción en el tamaño de las extremidades ya es más parecida a la humana.
 
Australopithecus africanus. El primer resto fósil de esta especie —y también del género— es el famoso cráneo cono­cido como “el niño de Taung”, encon­trado en 1925 por Raymond Dart en una cantera de rocas calcáreas que eran explotadas para la obtención de cemento y cal en Sudáfrica. Dart acuñó el nombre genérico de Australopithecus, que significa “simio o mono austral”, y lo empleó para describir su hallazgo en una publicación que desató más controversias que festejos, sobre todo porque en ese momento se discu­tían y aceptaban gustosamente las implicaciones que los hallazgos del fal­sificado “Hombre de Piltdown” y del hombre de Pekín tenían sobre el origen del hombre —recibidos como la gran noticia y sobrevalorados porque apoyaban las ideas reinantes acerca del origen humano en el hemisferio norte. Pese a lo anterior, la búsqueda de más restos en Sudafrica se amplió y dio muchos resultados, entre ellos los de Sterkfontein, varios cráneos y moldes endocraneales que reproducen la mor­fología externa del cerebro, y una pel­vis articulada en parte a la co­lumna ver­tebral, lo que es una eviden­cia del bipedalismo y la posición erec­ta del aus­tralopitécido.
 
El registro fósil de A. africanus indi­ca que sus poblaciones se distribuyeron principalmente en el sur de África. Los ejemplares que se han encontrado van de 3 a 2.3 millones de años, sus carac­terísticas indican que la talla de los in­dividuos era entre 1.10 y 1.40 metros, y que poseían una capacidad craneal de 400 a 500 centímetros cúbicos, dimen­siones similares a las de Australophite­cus afarensis, de quien se diferencia por poseer una frente alta, cara relativamente corta, arcos supraciliares menos prominentes, incisivos y cani­nos pequeños, por carecer de un espa­cio entre incisivos y caninos superiores y presentar molares grandes. En A. africanus el cráneo es más redondeado y las extremidades anteriores son relativamente más largas, lo que da una apariencia menos simiesca que la de A. afarensis. Para varios autores estas dos especies son variedades de una so­la, y sus diferencias se deben a la distri­bución geográfica —aunque existe con­troversia sobre el tema. Algo notable es que ambos grupos llegan a coexistir durante cerca de 500 000 años, y no es claro si una da origen a otra por un pro­ceso gradualista o por eventos de espe­ciación geográfica en periodos muy cortos de tiempo.
 
Australopithecus boisei y Australopi­the­cus robustus son dos especies que no se incluyen en la línea filética que lle­va a Homo, pero son formas que per­mi­ten inferir y demostrar que a lo largo de la historia de los homínidos han ocurrido diversos eventos de especiación y con ellos la existencia de especies que ocuparon nichos o ambientes alternos, áreas geográficas determinadas o que existieron en periodos de tiem­po diferentes a los de la existencia de especies con las que pudieron com­petir. Por ejemplo, A. boisei vivió en el este de África entre 2.6 y 1.2 millones de años atrás, llegando a coexistir con A. afa­rensis por cerca de 300 000 años, con Homo habilis alrededor de 900 000 años y con Homo erectus por cerca de 100 000 años. Esta coexistencia tem­po­ral fue posible debido a las diferen­cias que tu­vieron en el hábitat que ocu­pa­ron, am­bientes posiblemente boscosos para A. boisei y zonas de estepas o de bos­ques menos densos para A. afaren­sis, Homo habilis y H. erectus.
 
Australopithecus boisei alcanzó tallas de cerca de 1.5 metros, tenía una capa­cidad craneal de 410 a 530 centímetros cúbicos, una cresta sagital muy promi­nente, la cara ancha, algo plana y muy larga; las mandíbulas eran muy gruesas y pesadas, sus incisivos y caninos pequeños y los molares y premolares muy grandes. En las poblaciones de este homínido es notable la existencia de un marcado dimorfismo sexual, ya que los machos llegan a ser hasta 1.3 ve­ces más grandes que las hembras.
 
Australopithecus robustus medía en­tre 1.1 y 1.3 metros y tenía una capaci­dad craneal promedio de 530 centíme­tros cúbicos. Era ligeramente similar a A. boisei, pero su cresta sagital era más pequeña, la cara más ancha, algo pla­na y muy larga. Presentaba mandíbu­las muy gruesas y pesadas, incisivos y caninos pequeños y molares y premo­lares muy grandes. Estos rasgos impli­can que la capacidad masticatoria de los individuos de esta especie fue extra­ordinaria, pudiendo comer prácticamente todo tipo de alimentos pero prin­cipalmente granos, tallos y otras partes vegetales a semejanza de como lo hacen los gorilas. Sus poblaciones ocupa­ron el sur de África entre hace 2 y 1 millón de años, y su desaparición se asocia al paulatino aumento en las po­blaciones de Homo habilis y Homo erec­tus, con quienes llegó a coexistir.
 
El género Homo
 
Homo habilis. Los hallazgos fósiles más antiguos de individuos del género ­Ho­mo ocurrieron en 1960, en un yaci­­mien­to de la región de Olduvai, en Tan­zania, con la participación protagónica de Mary Leakey, esposa de Ri­chard Lea­key, y consistieron en diversos frag­men­tos esqueléticos de al me­nos tres in­dividuos que se hallaron asociados a diversas herramientas líticas y a restos fragmentados de varias especies de ver­tebrados. Se dedujo que las herramientas encontradas poseían caracte­rísticas que sólo se podían atri­buir a un homínido con la “habilidad” de ma­ni­pu­lar dos objetos al mismo tiempo, en este caso dos fragmentos de roca, gol­­peándolos con una técnica muy pre­­ci­sa, razón por la cual Louis S. R. Lea­key, Phillip V. Tobias y John R. Nai­per nombraron a la especie Homo habilis. Posteriormente, con la localización de varios yacimientos en otras regiones africanas, algunos más antiguos y otros más recientes, y dada la gran similitud entre los conjuntos de herra­mien­tas, se planteó que la técni­ca de elaboración seguramente fue en­señada de un individuo a otro y trans­mitida de una po­blación a otra.
 
Se reconocen dos tipos de poblaciones de Homo habilis: una de individuos de talla pequeña, que se extendió a lo largo del este y sur de África entre 2 y 1.6 millones de años atrás; poseían una altura de alrededor de un metro, capacidad craneal promedio de 575 centímetros cúbicos, cara corta, nariz prominente y delgada y, en comparación con australopitecinos, sus molares eran estrechos y pequeños. El segundo tipo de H. habi­lis se diferencia por su mayor talla, de hasta metro y medio de altura, mandí­bulas muy fuertes y molares muy al­tos; vivió hace 2.5 y 1.6 millones de años antes del presente, es decir, apa­rece y se desarrolla 500 000 años antes que la variedad pequeña, pero restringen su distribución al este de África. Debido a que el registro fósil de sus pri­meros 500 000 años para el conjunto de la especie es muy escaso, y después es abundante hasta su extinción, se de­duce que la radiación —poblacional y geográfica— de la especie fue un pro­ceso lento y gradual; las diferencias mor­fológicas entre la población de in­dividuos pequeños y la de grandes indican ambientes y hábitos alimentarios distintos.
 
Homo erectus. El hallazgo de los pri­meros fósiles de esta especie se en­vuel­ve en una serie de historias y anéc­do­tas en las que diversos y reconocidos paleoantropólogos están involucrados.
 
En 1895, diez años después de que Dar­win publicara La descendencia del hom­bre, Eugene Dubois, tras tortuosos trá­­mi­tes para conseguir fondos económicos y llevar a cabo largas tempo­radas de ex­ca­va­ción y búsqueda de restos fósiles en el sureste asiático y en Indo­ne­sia, presentó al mundo cien­tífico de la época el Pithecantropus erec­tus, el hom­bre-mono erguido, especie cuya des­crip­ción se basó en un diente, una bó­ve­da craneal y un fémur que en­contró en la isla de Java. A pesar de no en­con­trar­se asociados los tres restos, Dubois postuló que la morfología observada co­rres­pon­día a un individuo de rasgos de simio y humano, y por ello lo con­si­de­ro un ser intermedio, un es­la­bón evo­lutivo.
 
La historia del segundo hallazgo de fósiles de Homo erectus inicia con el encuentro de un molar semejante al de los primates, entre muchas otras de las piezas que el naturalista alemán K. A. Haberes había comprado en una farmacia de algún puerto de China. Esto era posible, y lo es aún, porque en las droguerías tradicionales de Asia es común encontrar restos fósiles, en su mayoría piezas dentales de diversos ver­tebrados que son vendidos como dien­tes de dragón, por lo que se les atri­buyen propiedades curativas y mágicas. El molar en cuestión, junto con mu­chas otras piezas, fueron estudiadas en 1903 por Max Schlosser, otro natu­ralista alemán, quién remarcó en la descripción que el famoso molar poseía características de simio y humano, y que ello implicaba que Asia era el lu­gar más adecuado para la búsqueda de los restos del antepasado del hombre.
 
Esta idea y muchos eventos para­le­los propiciaron que se dieran diversas expediciones y trabajos de bús­queda de yacimientos fósiles en localidades chinas. Una de ellas, auspiciada por el Comité sueco de investigación en Chi­na, creado ex profeso, fue dirigida en 1921 por el sueco Johan G. Andersson y el austriaco Otto Zdansky; este últi­mo inició la búsqueda en la región de Chou K’ou Tien, muy cercana a Pekín. A la labor se unieron Andersson y Wal­ter Granger, del Museo americano de historia natural. En pocos días, con mu­cha ayuda de la gente del lugar, colec­taron una amplia variedad de restos de vertebrados fósiles. Entre el material so­bresalió el hallazgo de piezas de pe­dernal con evidentes rasgos de haber sido trabajadas. Esto alentó la búsque­da y generó el hallazgo de un molar con rasgos indudablemente humanos; posteriormente, en otras expediciones y temporadas de campo, se encontra­ron varias piezas dentales y fragmentos de una mandíbula y de un cráneo, que fueron descritos con el nombre de Sinanthropus pekinensis.
 
Actualmente, Pithecantropus erectus y Sinanthropus pekinensis son asignados a Homo erectus, especie de la que se conocen poblaciones fósiles en África, Asia, Indonesia y seguramente Europa, con una antigüedad máxima de 1.8 mi­llones y una mínima de posiblemente 100 000 años. Los individuos poseían una altura promedio de 1.40 metros pero llegaron a medir hasta 1.80 metros, y su capacidad craneal fue muy variable, de 750 a 1 250 centímetros cú­bicos; en general su cara era achatada, sus huesos largos y gruesos, el oc­cipital grande y los arcos supraciliares prominentes. Esta descripción implica que en ciertas poblaciones de Homo erectus los individuos desarrollaron características muy similares a la del hombre moderno. También es notable que H. erectus es la primera especie de nuestro linaje que sale de África y llega a todas aquellas regiones en don­de se ha encontrado.
 
Homo neanderthalensis. El campo moderno de la paleoantropología comenzó a principios del siglo xix con los descubrimientos del hombre de Nean­dertal. Los primeros fósiles fueron en­contrados en Engis, Bélgica, en 1829 y en Forbes Quarry, Gibraltar, en 1848. Sin embargo no se reconoció el significado de estos dos descubrimientos hasta después de que se diera a conocer el esqueleto casi completo del fa­moso Neandertal 1, hallado en 1856 en una cueva cerca del valle del río Nean­der en la región de Düsseldorf, Ale­ma­nia —de ahí que se bautizaran los res­tos como el “hombre de Neandertal”.
 
La abundancia de fósiles de esta es­pecie en toda Europa continental, sus rasgos “primitivos”, la antigüedad que se infirió que tenían y su ausencia en las islas británicas, hicieron sentir or­gullos a los europeos continentales de finales del siglo xix, ya que con ello “probaban” —en un ambiente intelec­tual exaltado por la teoría de la evolución recién propuesta por Charles Darwin— que el origen del hombre ha­bía ocurrido en el continente.
 
Desde aquellos tiempos, y hasta el presente, los hallazgos de restos de nean­der­ta­les son comunes y se tienen regi­stros que indican que la especie sur­gió hace aproximadamente 120 000 años y se extinguió hace 30 000, un pe­riodo caracterizado por una serie de gla­ciaciones, en donde los hielos del Ártico llegaban hasta el norte de España y cubrían gran parte de Norteamérica. A partir de todos los hallazgos se han hecho reconstrucciones de los individuos de la especie, por lo que se sabe que tenían una pelvis ancha, ex­tremidades cortas, tórax amplio, cráneo alargado y amplio —con una capa­cidad craneal promedio de 1 500 cen­tímetros cúbicos, grande en comparación con la del hombre moderno—, los arcos supraciliares prominentes, la frente baja e inclinada, la cara prominente y las man­díbulas sin mentón. Al igual que los pobladores actuales del Ártico, eran de estatura baja, complexión robusta y nariz amplia con aletas prominentes, seguramente con muchos vasos sanguí­neos que permitían calentar el aire an­tes de que llegara a los pulmones. En El Sidrón, yacimiento de 43 000 años de antigüedad ubicado en Asturias, Espa­ña, se han tomado muestras que permiten reconocer el gen mcr1 de la pig­mentación, cuya presencia indica que en vida el individuo debió ser rubio o pelirrojo, al igual que el gen foxp2, asociado con el habla y el lenguaje, por lo que es posible pensar que los nean­der­ta­les eran capaces de hablar tan ­bien como el humano moderno, con una es­truc­tura sintáctica y gramatical, uti­li­zan­do un número limitado de pa­la­bras combinadas para crear un nú­me­ro ili­mi­tado de frases. Sin embargo, exis­ten muchos otros genes in­vo­lu­cra­dos en el habla y el lenguaje no de­tec­ta­dos aún en el genoma nean­dertal, por lo que to­davía no puede con­cluirse nada al respecto.
 
Otro rasgo del grupo son las herra­mientas que utilizó y que fueron producidas usando piedras y martillos de percusión como huesos o madera. Es­tas herramientas provienen del Paleo­lí­tico medio, de las culturas musterien­se y chatelperroniense, esta última de carácter autóctono. Con una tecnología muy simple, pero efectiva, lograron ela­borar cuchillos, raspadores y puntas de proyectil con un acabado muy fino. Es­tos logros, aunados a un mayor conoci­miento de su registro fósil, han erra­di­cado la idea errónea que se tuvo de ellos desde finales del siglo xix hasta mediados del xx, cuando se les con­si­de­ra­ba torpes y deformes. Ahora se afir­ma que los neandertales vivían en gru­pos organizados, de más de treinta miembros, que fueron cazadores há­bi­les, de gran inventiva ante situaciones adversas, especializados en la caza de renos y caballos. Sus grandes cam­pa­men­tos hacen suponer que los ocu­pa­ban durante varios meses, posible­men­te para soportar las inclemencias del clima, por lo que eran semiseden­ta­rios, y desarrollaban actividades so­ciales complejas.
 
Así, por ejemplo, en los ya­ci­mien­tos de El Sidrón y Atapuerca en Es­­pa­ña, en Moula-Guercy y Combe Grenal, Francia, en Vindija y Kaprina, Cro­a­cia, y en la cueva de Guattari, en Italia, se han encontrado restos óseos con mar­cas de corte realizadas con he­rra­mien­tas de piedra, que han sido in­terpre­ta­dos como evidencias de un canibalismo ritual. También se tiene evi­dencias de que enterraban a sus muertos en actos ceremoniales, ya que los acostaban so­bre lechos de pie­dras apoyando la ca­be­za en su antebrazo, y en sus manos colocaban un ar­tefacto lítico, además de que los ador­naban con flores y, de­bido a los res­tos de antorchas en las tum­bas, se cree que usaban el fuego en sus ceremonias.
 
Las causas de la extinción de los ne­an­dertales es aún un enigma, pero las explicaciones que existen señalan, en general, que el cambo climático pu­do ser determinante, al igual que la expan­sión de las poblaciones de Homo sapiens, cuyas técnicas de caza y adapta­ciones a las nuevas condiciones am­bientales, desarrolladas durante su evo­lución en Asia y África, pudieron ser los factores que provocaron el despla­zamiento paulatino y la desaparición de los neandertales. Otra hipótesis se ba­sa en la expansión de los cromañones, una variedad de Homo sapiens ex­clusiva de Europa, con la que con­vi­vie­ron en los últimos milenios de su vida como especie. Sin embargo persiste la duda, ya que numerosas pruebas ar­queo­ló­gi­cas demuestran que Homo sa­piens y Homo neanderthalensis habi­ta­ron los mismos territorios en mu­chas regiones de Europa y Oriente Medio durante miles de años, e inclu­sive se cree que pudieron haberse da­do hi­bri­da­cio­nes entre las dos espe­cies y que pu­die­ron coexistir pací­fica­mente.
 
Homo sapiens. Como ya se mencio­nó, los primeros hallazgos de fósiles con­siderados como representantes del hombre moderno ocurrieron en Europa a lo largo del siglo xix. Entre ellos, el de la cueva de Cro-Magnon en Fran­cia, en 1868, provocó que tal nombre se hiciera extensivo a todos los Homo sapiens de esas poblaciones. Como ya se conocía parte del registro fósil de los neandertales, a los cromañones se les distinguió por presentar arcos supra­ci­lia­res mucho menos prominentes, crá­neos más altos, cortos y redon­deados, mandíbulas inferiores más cortas, un mentón más desarrollado, y un es­quele­to menos robusto con hue­sos púbicos en sus caderas, las cuales son idén­ti­cas a las del humano moderno. Además de las diferencias mor­­fológicas, uno de los rasgos más ca­rac­terísticos de los cro­ma­ño­nes es la producción de gra­ba­dos y esculturas que constituyeron par­te de una expre­sión artística que co­men­zó a desarrollarse en Europa, cuyo esplendor se halla en techos y paredes de cuevas como las de Lascaux, en Fran­cia, y Al­ta­mira, en España.
 
Del siglo XIX al presente, los des­cu­brimientos de yacimientos con fósiles de Homo sapiens han sido muy abun­dan­tes y entre ellos sobresale el que se dio en 1997 en Herto, Etiopía, y que cons­ta de tres cráneos y numerosas he­rra­mien­tas de piedra de hace casi 160 000 años. Es el registro más antiguo que se ha descubierto, y establece en África el lugar de origen de nuestra especie así como su ubicación en el tiem­po. El origen del hombre moderno en el continente africano también es apoyado por el hallazgo de fósiles de otras localidades, como las cuevas Bor­der y las de la desembocadura del río Klasies, en Sudáfrica, con edades de en­tre 100 000 y 70 000, y la Omo-Kibish, en Etiopía, que tiene depósitos flu­via­les de 130 000 años. Fuera de África, otros sitios que sobresalen por su an­ti­güe­dad son los de Qafzeh y Skhul, en Israel, cuya datación ha sido es­ti­ma­da en 100 000 años, y los hallazgos en Chi­na y Australia de fósiles de por lo me­nos 30 000 y 50 000 años, res­pec­ti­va­men­te, y que han sido utilizados pa­ra inferir las edades más antiguas en que Homo sapiens pudo llegar a esas regiones.
 
La información que han dado todos los hallazgos ha sido interpretada de distintas maneras, tratando de explicar cómo nuestra especie, a partir de su origen, llegó a diversificarse en las razas conocidas y a alcanzar su distribución actual. Dos teorías han sobre­salido en esta discusión: la hipótesis multirregional, que plantea que los humanos modernos surgieron en varias partes del planeta a lo largo de los últimos 180 000 años, proceso en don­de cada raza se deriva de un ancestro diferente; y la que sostiene que África es la cuna de la humanidad, y que Homo sapiens, ya como especie, se dis­persa a partir de allí, coloniza la mayor parte del planeta, y en cada región evoluciona hacia las razas modernas como resultado de la influencia ambiental. La diferencia básica entre es­tas dos teorías reside en aceptar o no si cada raza humana deriva de una es­pecie de homínidos diferentes o si to­das derivan de una sola.
 
El hallazgo de Herto ofrece argumentos que respaldan totalmente la segunda hipótesis y, además, por ser esos fósiles contemporáneos de los de poblaciones de Homo erectus que vi­vieron en la misma región, se confirma la idea de que esta especie es el an­cestro inmediato de Homo sapiens. Siguiendo esta teoría, se puede decir que la dispersión del hombre moderno, desde África hacia el resto del mun­do, ocurrió en un marco geográfico muy similar al presente, pero con una de­saparición de conexiones terrestres a causa de las glaciaciones pleistocénicas. Se estima que los ancestros de las poblaciones europeas, asiáticas, americanas y australianas llegaron a sus respectivas regiones hace aproximadamente 60 000 años —aun cuando el registro fósil de humanos no es más antiguo de 50 000 años en Australia y de 30 000 en América—, tras lo cual el cambio ambiental y el posterior aislamiento geográfico fueron los respon­sables de la evolución de las llamadas razas hu­manas.
 
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La historia evolutiva de los homínidos

Cuando se publicó El origen de las es­pe­cies, llamó la atención de pa­leon­tólogos y otros naturalistas de la épo­ca el que Darwin dedicara dos capítu­los de su libro para tratar de explicar el por qué el registro fósil se observaba tan ses­ga­do e incompleto. Darwin lo hizo tratando de justificar que los datos de la historia de la vida que brindaba el re­gis­tro no era acorde con el modelo evo­lu­ti­vo gradualista que pro­ponía en su teoría. Desde entonces se han desa­rrollado muchas discusiones sobre cuá­les son los principales patro­nes que caracterizan la evolución orgá­nica y có­mo enmarcarlos en el tiempo. En la actualidad la discusión persiste, pero se ha enriquecido por el hecho de co­no­cer con más detalle y tener mu­chí­si­mos más registros fósiles de prácti­ca­men­te todos los grupos biológicos. La lista de los géneros y espe­cies de ho­mí­ni­dos que brevemente se han des­cri­to es una prueba de lo anterior, ya que en tiempos de Darwin lo único que se conocía eran registros de algunos nean­dertales.

Ahora sabemos que las diferentes especies no se sucedieron paulatinamente unas a otras en el tiempo, y que a pesar de que aun cuando no se han encontrado dos o más especies de ho­mínidos en un mismo yacimiento, es un hecho que varias de ellas coexistie­ron a lo largo de extensos periodos de tiempo y que en algunos casos lo hi­cie­ron también en el espacio geográfi­co. Por ejemplo, Australopithecus afa­ren­sis fue contemporáneo a A. afri­canus por cerca de 700 000 años; a su vez A. afri­ca­nus coexistió con Homo habilis por lo menos durante 200 000 años, mis­mo lapso en que vivieron conjuntamente H. habilis y H. erectus. Esta co­exis­ten­cia temporal, que podría im­pli­car com­pe­ten­cia entre especies eco­ló­gi­ca­men­te equivalentes, se explica en varios ca­sos por la distribución geográfica par­ti­cular de cada especie, como es el ca­so de A. afarensis, exclusiva del este de África, y A. africanus, casi exclusivo del sur del mismo continente. Sin em­bar­go hay varios casos que llaman la aten­ción; por ejemplo, el que se en­cuen­tren po­blaciones de formas ro­bus­tas de Homo habilis en la misma región del sur de África donde se halla A. Afri­ca­nus, el encontrar poblaciones de for­mas pequeñas de H. habilis en el este de Áfri­ca, en donde son comunes las localidades con Homo erectus, o bien en la dis­tribución geográfica de Homo erectus, que se traslapa en el tiempo con la de H. neanderthalensis en Europa ori­ental y con la de Homo sapiens en el este de África.

Considerando estos patrones de dis­tribución espacio-temporal y ana­li­zan­do los cambios morfológicos que se pre­sentan en las especies del linaje hu­mano, se obtienen varias deducciones sobre los procesos evolutivos que dan origen a cada especie de la línea filé­tica Ardipithecus ramidus → A. afaren­sis → A. Afri­canus → Homo habilis → H. erectus-H. sapiens.

Es necesario recalcar que no existe un consenso entre todos los estudio­sos de la evolución humana en cuanto a di­cha línea evolutiva pero, entre las de­ducciones posibles, y a manera de con­clusiones, se puede mencionar lo siguiente: 1) hace cuatro millones de años, en el este de África, en particular en la región de Afar, Ardipithecus ramidus evoluciona hacia A. afarensis con cambios de una morfología asociada a una vida arbórea hacia una de mayor actividad terrestre. Como se men­cionó, este cambio se pudo dar en un periodo relativamente corto y no implica forzosamente que el cambio climático haya sido el factor determinante; 2) la evolución de A. afarensis ha­cia A. africanus ocurre aproximada­mente hace tres millones de años y se puede interpretar como un proceso de especiación geográfica en el cual algunas poblaciones de A. afarensis lo­graron llegar y establecerse en el sur de África, y desarrollaron las características de A. africanus. Las poblaciones originales de A. afarensis permane­cieron prácticamente sin cambio hasta su extinción en el Este de África.
 
3) Alrededor de 2.4 millones de años atrás, en el sur de África, alguna o algunas poblaciones de A. africanus evolucionaron hacia Homo habilis; es­te evento se relaciona sobre todo con el desarrollo de la capacidad de elabo­rar herramientas líticas y con un aislamiento reproductivo posiblemente con­ductual, dada la no existencia de asi­lamiento geo­gráfico claro entre ambas especies; 4) algunas poblaciones de la forma pequeña de Homo habilis evolucionan hacia H. erectus; es­te pro­ceso de especiación es fa­vo­recido a fi­nales de la existencia de H. habilis co­mo especie, dada la amplia distribución geo­gráfica que había alcanzado. El ­este de África es señalado como el área de ori­gen de H. Erectus, da­do que ahí se en­cuen­tran los registros más antiguos de la especie, de cerca de 1.8 mi­llo­nes de años; y 5) por su existencia de cerca de un millón y medio de años, sin sufrir cambios morfológicos notables, Homo erectus es visto como una es­pe­cie sumamente exitosa. Es el pri­mer ho­mínido que logra dispersarse hacia la mayor parte de África e in­­clu­so ha­cia Europa, Asia y Oceanía. Una de sus poblaciones, registrada en la pe­nín­su­la Ibérica y nombrada por algu­nos especialistas como Homo heidel­ber­gen­sis, es considerada como el ancestro que da origen a los ne­andertales hace cerca de 120 000 años; otra población, que conservó su re­si­dencia en el este de África, al­rededor de 160 000 años an­tes del presente, evo­lucionó y dio ori­gen a nuestra especie: Homo sapiens.chivichango97
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Agradecimientos
 
Los dibujos de los cráneos que ilustran la evolución de ho­mínidos fueron elaborados por Talía Mendoza Pa­chu­ca, a excepción del correspondiente a Ardipithecus ra­mi­dus, realizado por Oscar Hernández Monzón. Los auto­res agradecen a ambos su colaboración, al igual que a Daniel Navarro Santillán por sus observaciones al manuscrito original.
     
Referencias bibliográficas
 
Reader, J. 1982. “Eslabones perdidos”. Fondo Educa­ti­vo Interamericano, México.
Gibbons, A. 2009. “rdipithecus ramidus”, en Science, vol. 326. núm. 5960, pp. 1598-1599. Este número es­pe­cial de la revista publica una serie de artículos que describen los hallazgos de Ardipithecus ramidus, la es­pecie más antigua conocida de un homínido, su morfología, ecología y sus implicaciones en la interpretación de la historia evolutiva del linaje del hombre.
Eldredge, N. y Tattersall, I. “Mitos de la Evolución Hu­mana”.1986. fce, México. “Mitos de la Evolución Huma­na”. En este libro se analizan ciertos mitos creados al­rededor del origen y naturaleza de Homo sapiens como especie biológica y se discute qué procesos son los responsables de la evolución de nuestro linaje.
     
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Francisco Sour Tovar
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es investigador del Departamento de Biología Evolutiva y coordinador del Museo de Paleontología de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
 
Sara Alicia Quiroz Barroso
Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México.

Es invesigadora titular del Departamento de Biología Evolutiva de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
 
como citar este artículo
Sour Tovar, Francisco y Quiroz Barroso, Sara Alicia. (2010). Registro fósil y evolución de homínidos. Ciencias 97, enero-marzo, 58-71. [En línea]
     

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